Todas las noches, Basil soñaba: jóvenes de cuerpos cimbreños y largos cabellos trenzados peleaban cuerpo a cuerpo en un vasto campo mientras él observaba, sopesando las fuerzas de cada uno en su cabeza. Cuando Theron yacía debajo de él, retorciéndose de pasión como un pez que ha picado el anzuelo, Basil a veces parecía entrar en los sueños desde un estado de vigilia. Los brillantes destellos de su placer semejaban los reflejos del sol en los escudos de los jóvenes, sus gritos el tintinear de los cascabeles de bronce engarzados en su pelo. Y los brazos con los que sostenía a Theron se convertían en las fuertes extremidades de un animal.
Una noche Basil se despertó solo con el corazón retumbando en su pecho, esforzados los pulmones, embotadamente seguro de que su sueño emanaba de algo que había en la caja debajo de su cama. Encontró un lucifer y una vela, se puso la camisa y la bata, avivó el fuego y sacó la caja de documentos.
No el paquete de edictos y proclamaciones: estaban tan secos como el pan de una semana. No las libretas de Arioso; no se las había leído enteras, pero lo que había visto no sugería nada parecido a jóvenes luchando en verdes praderas. Eso dejaba el libro con la hoja estampada en su cubierta.
Basil lo desenvolvió con brusquedad, desoyendo sus reservas. Sólo era un libro, al fin y al cabo. Un libro viejo. Había leído libros viejos antes. En eso consistía su profesión, cuanto más viejos, mejor.
El cuero negro y marrón se extendía entre sus manos, tragándose la luz del fuego y la vela, salvo por las chispas doradas que perduraban en los lóbulos de la hoja de roble.
Entonces lo supo. Incluso antes de abrirlo, supo lo que era. En él residían sus sueños, y los sueños de muchos otros antes que él. Tan antiguo como las montañas del norte, tan pesado como la muerte, amortajado en lino, ¿qué otra cosa podía ser? Lo abrió con cuidado, con temor reverencial, con manos temblorosas cuidadosamente enjugadas en su bata.
Las páginas eran flexibles; piel de algún tipo, curtida hasta dejarla tan fina como el cuero de unos guantes. Estaban cubiertas de caligrafía de un borde a otro: un bloque central de texto con apuntes revoloteando en los márgenes como mosquitos.
Las palabras no estaban escritas en ningún idioma que el conociera, ni siquiera de oídas: una lengua perdida, una lengua secreta que desfilaba por las frágiles páginas de pergamino con letra firme y cuadrada. Una mano posterior había añadido encabezamientos en un dialecto comprensible, aunque arcaico: Del refuerzo de la verdaz, cuando se sospechare traizión; Glamour y palabras de miel; Del despertar de la bestia en cualquier orne, cada cual según su naturaleza; De la tranquilidaz de las donzeyas en época de madurez.
Basil leyó rápidamente los bloques de texto, con avidez al principio, luego con una frustración enfermiza. Las letras eran reconocibles, pero era como si las hubieran ensartado al azar en sílabas sin sentido. Hollis y Vespas tenían razón. El libro era ilegible. Los brujos habían sido unos charlatanes. O no. Era imposible saberlo.
Lágrimas de pura frustración empañaron la vista de Basil. Las palabras danzaban burlonas a la luz de las llamas. Una de ellas parpadeaba en el margen: «Guidiy». Basil se enjugó los ojos y entornó los párpados:
—Para descubrir una farsa —leyó en voz alta— haría falta el ingenio de Ca… no, de Cephalus y la astucia de Guidry.
Guidry. Había visto ese nombre antes. ¿En Hollis? Era un punto de partida, en cualquier caso. Y Cephalus: otro nombre de brujo, desprendía ese perfume ligeramente exótico. Podía mandar sus estudiantes a los archivos, hacer que repasaran las listas de brujos, que investigaran algunos de los nombres que distinguía ahora, dispersos como velas por la impenetrable oscuridad del texto central. Las caligrafías eran diversas, misteriosos sus argumentos. «Caminé con él siete veces, pero sólo a la séptima desperté», decía una. Y otra, tentadora: «Esto disatisfizo a Su Maj., pero cuando haya matado al venado pensará de otro modo».
Cuando levantó por fin la vista del libro, la ventana sobre su cama refulgía con el pálido gris azulado del amanecer. Basil se levantó y se estiró. Estaba entumecido y aterido, y sumido en un estado de exaltación mental que superaba el dar su primera clase, aceptar su doctorado, descubrir el Tratado de la Unión original en los archivos. Había encontrado el único libro que haría posible revisar no sólo la historia de la ciudad, sino la forma en que se debería estudiar. En sus manos, Basil de Cloud sostenía el perdido Libro del brujo del rey.
Entrado el trimestre, el doctor Roger Crabbe empezó a organizar pequeñas cenas para maestros selectos de Ciencias Humanas. El vino fluía libremente en estas reuniones, y el tema de discusión principal era los estilos radicales de erudición.
Era una pena, decía Crabbe, que algunos estudiosos buscaran la espectacularidad y el sensacionalismo para llenar sus arcas con las monedas de los curiosos. Este asunto de De Cloud y sus clases sobre reyes y brujos, por ejemplo. Todo el que dijera
Que sus clases coqueteaban con la traición era un simple ignorante: sin duda habían existido reyes en el antiguo norte, y también habían tenido sus brujos, que debían de haber hecho algo más que sacar conejos de sus chisteras y oprimir a los inocentes. (Pausa para las inevitables risas). No, lo censurable era la metodología misma de De Cloud. Enviar estudiantes a escarbar en los archivos de la Universidad, provocarlos con preguntas sin respuesta, incitarlos a desenterrar historias tan rancias como indemostrables, y luego tratar cualquier cosa que le llevaran como lecciones prácticas del pasado cuando en realidad no eran sino cuentos de hadas. Estaba claro que De Cloud únicamente se alejaba de las fuentes históricas tradicionales y el régimen de estudio aprobado para recrearse en la notoriedad que eso le reportaba. Había que recordar que era joven. En realidad el muchacho sería incapaz dañar a una mosca.
Y los maestros más veteranos, que siempre habían enseñado tal y como se les había enseñado a ellos, sacudían la cabeza con gesto torvo ante lo que estaba siendo del mundo.
Los susurros maliciosos escapaban de las estancias del doctor Crabbe como gases de pantano para fluir por las calles y las tabernas de la Universidad. Los estudiosos más jóvenes y abiertos de miras esperaban ansiosos la contrarréplica del doctor De Cloud. Pero éste parecía haber perdido el poco interés que le quedaba por la vida pública, y daba sus controvertidas clases para volver a esfumarse sin invitar siquiera a sus colegas a una cerveza o explicarles que había numerosos documentos de irreprochable autoridad, algunos de ellos en los archivos de la Universidad, los cuales, aunque no se hubieran abierto camino hasta las sagradas escrituras de las autoridades aceptadas, estaban disponibles para quien deseara cogerlos y leerlos. Y que estos documentos respaldaban no sólo sus tesis, sino también sus métodos de enseñanza. En vez de eso, descuidaba incluso sus amistades más íntimas, hasta tal punto que Cassius estaba a punto de no querer saber nada más de él, e incluso Rugg y Elton estaban enfadados.
Aun así, intentaban mostrarse comprensivos, jocosos incluso, cuando hacía una de sus escasas apariciones en el Nido del Pájaro Negro.
—Los antiguos reyes te tienen ocupado, ¿eh, Basil? ¿Te han lanzado algún hechizo de soledad los brujos?
Basil parpadeó.
—¿Me he perdido nuestra cena, Cassius? Perdona. Estaba trabajando en mi libro.
—Y con no poco empeño, además. —Rugg se aclaró la garganta—. Pero un solo libro no te va a conseguir la cátedra de Horn. Ahora no es el mejor momento para desaparecer en tu estudio.
Basil observó al metafísico con irritación.
—¿Cómo si no voy a avanzar con mi trabajo? ¿Quieres que vaya soltando discursos por las esquinas, como Crabbe? A los antiguos reyes les resulta más útil mantenerme ocupado. —Sus labios formaron una sonrisilla de secreto humorismo.
Si alguien se hubiera tomado la molestia de interrogar al pilluelo que vigilaba la puerta de la calle Minchin, éste podría haberles explicado muchas cosas. Su inquilino de la cuarta planta llegaba últimamente a horas intempestivas, en compañía de un estudiante melenudo que soltaba unas propinas divinas. A veces permanecían juntos en los aposentos del magister durante horas seguidas, y el muchacho se ganaba propinas extras yendo a buscarles vino, pan y pasteles de carne; aunque rara vez velas, como antes, y nunca papel ni tinta.
Pero nadie le preguntó nada, por lo que las especulaciones campaban a sus anchas.
Los rivales de Basil no eran los únicos interesados en la suerte de la cátedra de Horn. Los matemáticos de las Comidas Sabrosas de Bet calculaban las posibilidades, y los alumnos de Basil seguían apasionadamente la evolución de su maestro. Quizá no supieran nada de su asiduo visitante, pero sí que sabían que siempre parecía cansado y nunca quería salir a beber algo. Estaban enfadados y preocupados, y más curiosos que un gato.
Junto a la gigantesca chimenea del Nido del Pájaro Negro, contra una de las ventanas de paneles pequeños, había una mesa que se conocía como el Rincón del Historiador. Blake y Vandeleur se habían apostado allí cuando comenzaron a bajar las temperaturas, considerando su dinero mejor empleado en cerveza y propinas al camarero para reservar el rincón que en leña para caldear la pequeña habitación que compartían ahora. Allí se reunían y, en ausencia del magister, sometían sus observaciones sobre su reciente y curioso comportamiento a la misma clase de análisis que él les había enseñado a aplicar sobre los textos históricos.
—Es un problema de dinero, dalo por seguro. Se lo ha gastado todo en libros y ahora no puede pagar el alquiler.
—Ése eres tú, Lindley, no De Cloud —dijo Benedict Vandeleur—. No, es el libro que está escribiendo lo que lo consume. Creo que está decidido a conseguir la cátedra de Horn. ¿Tú qué opinas, Blake?
En las semanas transcurridas desde que le pagara su cuota a Basil de Cloud, la vida de Justis Blake había cambiado por completo. Había pasado de ser «sabe el cielo qué», el blanco de las bromas del doctor Crabbe, un paleto naufragado en las costas de la vida universitaria, a ser Blake de Historia Antigua, discípulo de De Cloud. Entre estos hombres se sentía tan cómodo como no se había sentido nunca entre los modernistas de Crabbe o las personas que había conocido en las clases de
Matemáticas y ciencias naturales a las que había asistido el año anterior. Su amistad con Benedict Vandeleur había crecido a lo largo de noches pasadas escuchando a un violinista nuevo o guiando a risueñas tenderas por los enérgicos pasos de un baile tradicional en la Vaca Pinta. Algunas discusiones acaloradas le habían enseñado que Lindley no era la mosquita muerta que aparentaba; lord Peter Godwin, cuatro años menor que él, le recordaba al hermano pequeño que había dejado en la granja. Ni siquiera Henry Fremont era tan malo si se le paraban los pies de vez en cuando. Y el doctor De Cloud… En fin, puede que el doctor De Cloud fuera capaz de convencer a una pared para que le cediera el paso a fuerza de bonitas palabras, pero tenía menos sentido común que un cachorrillo de un día. A veces Justis sentía un cariño paternal hacia él.
Justis pensó un momento.
—¿Crees que está escribiendo acerca del norte? —le preguntó a Vandeleur, que asintió con la cabeza.
—¡Desde luego! —exclamó Lindley—. En las clases cada vez está más claro que no se puede entender la Unión sin conocer las antiguas costumbres. El magister está escribiendo un libro que cambiará el mundo.
Justis Blake se había acostumbrado ya a ignorar los estallidos románticos de Lindley. Le preguntó a Vandeleur:
—¿Y crees que así conseguirá la cátedra de Horn? —A Justis no le parecía probable que un libro en el que reyes y brujos, por antiguos que fueran, figurasen como héroes y hombres de estado fuera a granjearse el beneplácito de los gobernadores. Pero no le correspondía a él decirlo, como más reciente acólito de De Cloud que era.
—¿Quién más es candidato? —preguntó Godwin.
Vandeleur frunció el ceño, pensativo.
—Bueno, el doctor Wilson, por ejemplo.
—No me hagas reír.
—Tiene más alumnos que el Hurón… que el doctor Ferrule, quiero decir —observó el joven Peter Godwin.
—¿Le has oído dar clase alguna vez? —dijo Henry Fremont—. Bueno, yo tampoco, aunque el invierno pasado estuve tres interminables horas viendo cómo escapaban nubecitas de vaho de sus labios.
Justis sonrió. Era una descripción justa de las clases del doctor Ferrule, a una de las cuales había asistido obedientemente porque el doctor De Cloud así se lo había pedido.
—¿Cómo consigue ganarse la vida? —se preguntó en voz alta.
—No lo consigue —dijo Godwin. Todo el mundo se lo quedó mirando—. Tiene dinero propio —explicó—. Es pariente nuestro, de la familia de mi madre. No es tonto, escribe libros —continuó, a la defensiva—. Es el que escribió la historia de la Universidad. Y lo que él no sepa sobre la Casa de Godwin no merece la pena saberse.
—Oh —bromeó Henry—. ¿Hay algo que merezca la pena saberse sobre la Casa de Godwin?
El joven Peter picó el anzuelo como una trucha, y por un momento pareció que pudiera haber una reyerta. Pero mientras Vandeleur impedía que Godwin gateara por encima de la mesa, Justis llegó al final de sus conclusiones y dijo:
—En tal caso parece que el único rival plausible del doctor De Cloud es el doctor Crabbe. Cuyo didactismo es sabido que es más ortodoxo, y por consiguiente más aceptable para los gobernadores. También cuenta con la veteranía; casi diez años, ¿verdad?
Todo el mundo asintió con la cabeza.
—Sin embargo —dijo Vandeleur—, los alumnos de Crabbe son principalmente unos poltrones que no contribuyen con nada nuevo a su campo. Muchos de ellos son nobles, que no (cierra el pico, Peter, sabes que tengo razón) seguirán en la Universidad. Por otra parte, De Cloud ha resucitado el interés por una rama oscura de la historia. Somos más cada mes, a medida que se propaga la noticia de sus clases y los estudiosos de otras disciplinas acuden a ver a qué viene tanto escándalo. Eso tiene que contar algo ante los gobernadores.
Repasaron en silencio la lista que habían confeccionado hasta el momento. Lindley dijo:
—¿Qué hay de esos chicos del norte que se sientan en la galería en LeClerc? ¿Están a favor o en contra del doctor?
—Ah, ésos —dijo Henry Fremont, quien claramente opinaba que ya iba siendo hora de acaparar la atención—. Bueno, depende de si son estudiosos de la Universidad o actores escapados de alguna comparsa. Con esas trenzas y cuentas en el pelo parece que vayan a empezar a recitar el diálogo del rey de Linda Rosamund o La venganza del rey de un momento a otro. ¿Creéis que toman apuntes, o sencillamente esperan sentados a que el doctor De Cloud les dé la señal de empezar a actuar?
Justis observó, con melancolía, que nunca había visto una obra representada en un escenario de verdad; y la conversación derivó hacia los teatros y las actrices, y si el deseo inspirado por un chico vestido de chica o una chica caracterizada de chico contaba realmente, y otras preguntas por el estilo que acicatean la inquisitiva imaginación de la juventud.
El hombre que había matado al último rey era su cuñado, David, el duque de Tremontaine. Lo había hecho de forma perfectamente legal, por medio de las leyes del desafío. Treinta y tres nobles del Consejo de los Lores se reunieron y, uno detrás de otro, retaron al rey Gerard. Tal y como era su derecho (y su deber, en realidad), los compañeros del rey aceptaron cada uno de los desafíos en nombre de su monarca. Pero eran una panda de jaraneros, seleccionados por el rey más por su capacidad para beber, apostar e inventar ingeniosos métodos de tortura para sus enemigos que por sus dotes para la lucha o la diplomacia. Algunos eran ancianos, heredados de su padre, el loco Hilary el Venado. Sus espadas no eran rivales para las de los nobles, todos los cuales llevaban ya tiempo practicando. Los defensores del rey cayeron uno a uno, hasta que el monarca se quedó solo, frente a Tremontaine.
Los brujos podrían haber intentando acabar con esto, pero habían desaparecido sin dejar ni rastro. En cuando el rey hubo muerto, fueron condenados también, apresados y quemados con sus libros. Sus pupilos se desbandaron, fueron ejecutados, o condenados al exilio.
Se desconoce qué pensaba de todo aquello la hermana del difunto rey, la esposa del duque de Tremontaine. Su marido era el héroe de la nación, y sin duda eso debía de complacerla.
—¿Como impidió el duque que actuaran los brujos? —Peter Godwin planteó la pregunta a sus amigos en el Nido del Pájaro Negro después de la clase de la mañana. No era una pregunta que se le hubiera ocurrido hacer un año atrás: todo el mundo sabía que Tremontaine había invitado a los brujos a un gran banquete y los había encerrado. Pero según lo que habían estado estudiando últimamente con De Cloud, los brujos tenían fama de saber qué pasaba por la cabeza de las personas antes incluso que éstas; «oían los pensamientos del viento», en las poéticas palabras de Delgardie, lo cual todo el mundo interpretaba como que los brujos poseían una fabulosa red de espías. Pero ¿era así realmente? Y si lo era, ¿quiénes eran estos espías? ¿Cómo les pagaban? ¿Y cómo era posible que hubieran fracasado tan estrepitosamente al final, a la hora de la verdad?
—Era rico —dijo con desdén Henry Fremont—. Trevor dice que los ató con cadenas de plata y oro: eso significa dinero, evidentemente. El duque sobornaba a la gente para que se apartara de su camino, o les proporcionaba información falsa o algo.
—A lo mejor el Consejo les prometió compartir el poder con ellos, promesa que no tenían la menor intención de cumplir.
—O lo hizo Tremontaine en persona, y cambió de chaqueta en el último momento.
—¡Bah, no tiene sentido! —gruñó Vandeleur—. Sólo estamos inventándonos cuentos, como viejas de pueblo. ¿Cómo vamos a saber nunca nada?
—Hurga, hurga, hurga —dijo alegremente Theron Campion—. Y sigue hurgando. —Acababa de entrar para guarecerse del frío, y tenía la cara arrebolada y jovial.
Hola, Vandeleur, siento mucho que tengas que sufrir tanto… Deberías haberte quedado en Geografía, conmigo. Por lo menos allí tenemos mapas que consultar.
Benedict sonrió.
—Hola, Campion. He oído que ahora estás en Retórica, así que no me vengas con mapas. —Indicó la mesa—. ¿Conoces a estos caballeros?
Theron asintió educadamente.
—Godwin, Lindley… Estoy seguro de que sería un placer conoceros a todos, pero me preguntaba si no habrá visto alguien al doctor De Cloud.
—Ya no viene por aquí —intervino Godwin—. ¡No me digas que ahora estás pensando en cambiarte a Historia!
—No, me gusta la retórica, gracias. Poesía, extractos de discursos, nada de fechas y nada de polvo.
—Campion es Historia —dijo mordazmente Henry Fremont. Sabía que se habían encontrado al menos dos veces, y que Theron no se acordaba de él—. Es descendiente directo de David, el duque de Tremontaine. Así que dinos, Campion, ¿cuál es el secreto de la familia? Todos tenéis tanto éxito. ¿Inteligencia? ¿Belleza? ¿Contactos? ¿Cómo se convierte un hombre en un héroe para su país acabando con la vida de un pariente cercano?
Basil habría reconocido la forma en que el rostro de Theron se quedaba perfectamente inmóvil cuando se le preguntaba por su familia. En respuesta, Theron se limito a citar a Redding:
—«Preguntad a los muertos, preguntadles; aunque al morir, su respuesta sólo sea sangre, sangre y más sangre».
—¿Reduplicación? —dijo Vandeleur, intentando tranquilizar los ánimos.
Theron se relajó un poco.
—Diácope, en realidad: la expresión de un sentimiento profundo a través de la repetición. Pero has estado cerca, Vandeleur, muy cerca.
Un joven taciturno sentado en el otro extremo de la mesa resopló:
—Sangre es la respuesta correcta, Tremontaine. Se ha derramado suficiente, y tienes no poca en las manos. El rey Gerard confiaba en el duque. Le había concedido la mano de su hermana en matrimonio. Lo quería. ¿Y qué hizo Tremontaine? Lo asesinó, eso es lo que hizo. En mi pueblo, eso se llama traición.
Siguió a sus palabras un silencio conmocionado, roto por unas pocas risitas incómodas. Incluso Henry Fremont se había quedado sin habla, mirando fijamente, como todos los demás, al melancólico muchacho. Éste les devolvía la mirada con truculencia. Bajo su túnica de estudiante lucía un jubón de hilo basto que parecía lo
Bastante viejo como para haber pertenecido a su abuelo. Su cabello, de color pardo, colgaba en una decena de trenzas diminutas alrededor de su semblante esquelético.
—Si eso era un chiste, Finn —dijo Godwin—, no ha tenido gracia.
Fue en ese momento cuando Basil de Cloud entró en el Nido del Pájaro Negro.
—¡Doctor De Cloud! —lo llamó imperiosamente Peter Godwin—. Se ha planteado una pregunta interesante. —Su voz se truncó a media frase, lo cual, combinado con su pomposidad, resultó irresistiblemente gracioso para los hombres sentados a la mesa. Durante la pausa, De Cloud se acercó al grupo. Pareció sorprenderse al ver allí a Theron Campion, que lo saludó educadamente con la cabeza y dijo:
—Sólo estábamos teniendo un debate académico. Supongo que terminará pronto.
—Bueno, en tal caso —dijo con seriedad De Cloud—, no dejéis que os interrumpa, por favor. —Y se sentó a escuchar.
Henry Fremont aprovechó la ocasión para recuperar la voz cantante y pavonearse.
—La cuestión es la siguiente: ¿fue David, el duque de Tremontaine, también llamado el Regicida, un héroe para el país y un libertador para su pueblo, o fue un traidor a su rey?
—Retóricamente —respondió con cautela Theron—, podría ser las dos cosas, puesto que son dos cosas distintas. A menos, claro, que se considere que el rey y el país son lo mismo. —Los historiadores asintieron con la cabeza. De Cloud había hecho el mismo comentario en una clase reciente—. Si interpreto a Hollis correctamente, los brujos así lo creían, al igual que los reyes: para ellos, el rey era la nación, y la nación, el rey. Pero los nobles no opinaban lo mismo, de lo que se deduce que el duque podría haber sido al mismo tiempo salvador para unos y traidor para otros, sin la menor mácula en su noble carácter.
El chico del norte, Finn, estalló de impaciencia:
—Muy bonito, maese retórico. —Basil se acordaba de Finn; había empezado a asistir a clase tres semanas después de que empezara el trimestre, y había pagado su cuota con viejas monedas de plata sucia—. Pero ¿cómo se llama al que asesina a su propia familia?
—Bueno, eso depende de por qué lo hiciera —repuso fríamente Theron—. Si sus parientes eran unos pelmazos recalcitrantes, yo diría que estaba perfectamente justificado.
La gente se rió. Pero Alaric Finn no estaba dispuesto a dejarse impresionar. Su rostro enjuto, huesudo, con sus ojillos entornados, era como un zapato viejo en comparación con la belleza animal de Theron Campion; sin embargo, irradiaba una pasión feroz que imponía respeto.
—Ya veo —dijo—. Eso vale la erudición, ¿eh, milord?
El debate estaba atrayendo a gente de toda la taberna, incluidos algunos muchachos que, como Finn, lucían las mismas trenzas extranjeras en el pelo. Basil pensó que parecían tímidamente antiguos, como los viejos tapices de los compañeros del rey Alcuin.
—No esperaba menos —añadió Finn— de uno por cuyas venas corre esa sangre.
Una réplica aguda y Theron volvería a tenerlos a todos de su parte. Pero las palabras de Finn le cortaron la respiración de rabia, y dejó escapar su oportunidad. Los demás estudiantes se apartaron, abandonando a Theron a su suerte en medio de una manada rabiosa.
Theron lo presintió. Se quitó la túnica negra de erudito con ostentosa galantería.
—Aguántame esto, Godwin, ¿quieres? —Mientras se enrollaba las mangas de lino blanco de su camisa, se dirigió a Finn—: Bueno. Así que no te gustan mis respuestas, y no te gustan mis antepasados. ¿Ante quién tengo el placer de defender su honor?
El chico del norte se apartó las trenzas de la cara.
—Me llamo Alaric Finn. Mi padre es maese Finn de Finnhaven. Y no tolero las impertinencias de un cachorro sureño que afirma descender del Falso Duque, quien asesinara al viejo Gerard.
Atraídos por el olor de la lucha, cada vez eran más los hombres que se congregaban a su alrededor. Un puñado de jóvenes nobles, algunos con ropas de estudiantes, se situaron detrás de Theron.
—Conque llamando falso al viejo David, ¿no? ¡A por él, Campion! —Era lord Sebastian Hemmynge, alumno de Geografía de día, asiduo a los bailes de salón por las noches.
El joven lord Peter Godwin, que había estado bebiendo más de la cuenta en compañía de sus mayores, se acordó de repente de un antiguo agravio:
—¡Cuida osa lengua, Hemmynge! Tu familia se enriqueció a cuenta de las tierras de los Godwin después de la Caída…
—¿Un lealista? —se burló lord Sebastian—. ¿No es un poco tarde para eso, Godwin?
Henry Fremont se había retirado prudentemente al borde del círculo.
—¿Quién dice que la historia está muerta? —le comentó a Anthony Lindley. Pero éste había fijado sus densos ojos azules en el doctor De Cloud, que estaba contemplando la escena con muda abstracción, como si todo aquello estuviera sucediendo en un país extranjero.
El tabernero se abrió paso a través de la multitud, con los nudillos erizados de jarras de cerveza vacías.
—Caballeros, eruditos, con su permiso —vio quién más había allí— y con el de mis señores. Aquí nada de eso, si no les importa. Afuera con todos. ¡Sí, tú! Y tú también… No, no, doctor De Cloud, quédese usted donde está, señor… Los jóvenes necesitan aprender sus lecciones, de una forma u otra…
Los muchachos cruzaron la puerta a trompicones, maldiciendo y empujándose, retomando afrentas de dos siglos de antigüedad y más. Formaron un corro alrededor de Theron Campion y Alaric Finn, mientras Benedict Vandeleur intentaba interponerse entre ellos.
—¡Dejadlo ya, chicos! —razonó—. ¡Debatid si queréis, pero no os rebajéis a la altura de los rufianes!
Uno de los nobles le agarró el codo.
—¿A quién estás llamando rufián?
Theron, que había aprendido a pelear en las calles de la Ribera con muchachos mucho más duros que éstos, lanzó un puñetazo contra la puntiaguda nariz de Finn, produciendo un dramático surtidor de sangre. Finn aulló y se abalanzó sobre Theron; pero antes de que el conflicto pudiera convertirse en un todos contra todos, a Benedict Vandeleur se le ocurrió una feliz idea, sacada de las reglas de la lucha con espadas, y gritó:
—¡Sangre! —a pleno pulmón—. ¡Primera sangre!
Todo el mundo retrocedió un paso al restaurarse el antiguo orden. Aunque los duelos de esgrima no eran un privilegio de los eruditos, todos conocían las leyes del desafío.
Vandeleur asió el brazo del norteño más adelantado, un joven alto y rubio llamado Greenleaf, y anunció:
—Somos testigos de que la primera sangre ha sido para Theron Campion. Campion, ¿te das por satisfecho?
Theron miró a Finn, que estaba intentando contener la hemorragia con el dorso de la mano, sin conseguirlo. Uno de los alumnos de Basil, el delicado pelirrojo Lindley, se había arrodillado junto a él con un pañuelo.
—Más que satisfecho —respondió Theron.
—Alaric Finn —preguntó a su vez Greenleaf—. ¿Se ha resuelto el conflicto?
Finn levantó la cabeza, con el semblante esquelético medio enmascarado de sangre y rabia pura destellando en sus ojos hundidos. Vandeleur sintió cómo Greenleaf se tensaba, listo para intervenir si Finn insistía en continuar la pelea.
Pero Alaric Finn creía profundamente en el valor de los rituales.
—Resuelto —gangueó.
—Resuelto —se hicieron eco Vandeleur y Greenleaf.
La tensión abandonó a la muchedumbre como si hubieran cortado el hilo que la sostenía.
Los norteños se llevaron a Finn con el pañuelo de Anthony Lindley apretado contra la nariz. Sacudiendo la cabeza con fastidio, Benedict Vandeleur volvió a entrar en la taberna. Henry Fremont le dio alcance.
—Menuda agilidad de ideas —dijo—. Te vendrá bien una cerveza. —Lo cual era lo más parecido a un cumplido que se podía esperar de él.
Lord Sebastian y sus compañeros rodeaban a Theron con los brazos:
—Bien por ti, Campion… No podemos permitir que ese salvaje hable mal de nuestras familias. Estamos contigo… Flagelaremos a ese bastardo norteño como vuelva a aparecer por el Nido.
—No es nada —dijo Theron. Su temperamento se había enfriado hasta el punto en que no lograba imaginarse qué mosca le había picado. Se preguntó si Basil, al que había esperado impresionar, pensaría que era un majadero buscaproblemas—. Probablemente había bebido demasiado.
—Ésa no es excusa —dijo Hemmynge—. ¿Para qué hacerte estudiante si no sabes beber?
—¡Es lo que vine a aprender yo! —añadió un joven vástago de los Perry.
—Seguro que sí —musitó Theron.
—Te veremos esta noche, ¿verdad?
Por encima de sus cabezas, Theron podía ver la puerta de la taberna, y; i Basil saliendo por ella, evitándolos a todos intencionadamente.
—¿Esta noche? ¿Dónde?
—¡El Festival de la Cosecha en casa de los Perry, granuja!
—Oh, por supuesto —dijo—. ¡No me lo perdería por nada del mundo! —Esa misma mañana, le había dicho a lady Sophia que preferiría estar colgado de los talones dentro de un pozo que tener que afrontar otro rito anual de depravación privilegiada. Pero ya entonces sabía que debería asistir. Sonrió con aire sombrío mientras sus compañeros le daban palmaditas en la espalda, para luego apresurarse a dar un rodeo hasta la calle Minchin, donde rezaba para que Basil estuviera esperándolo.
Basil estaba esperándolo, y no parecía pensar que Theron fuera un majadero buscaproblemas. Lo abrazó con fuerza, soltó el broche que le recogía el cabello, y ensortijó los dedos entre sus pliegues.
—Eres increíble —dijo el historiador—. ¿Sabías que los reyes más antiguos, los reyes del norte, eran líderes guerreros?
—¿Sabías —se burló Theron— que la punta de tu oreja empieza a parecer a un rubí precioso? Condenados norteños, cada año son más.
Basil lo apartó a la distancia de un brazo.
—No hables así, Theron. El país está unido. Se unió hace casi quinientos años, y muchos hombres buenos, además de una gran reina, hicieron grandes esfuerzos para forjar una unión indisoluble. Los reyes cayeron, pero la Unión no. No hagas esa división ahora. Si Finn te ha ofendido, hablaré con él.
—¡Cielos, no! Sé librar mis propias batallas, gracias. Finn… ¿se llama así?, es nuevo aquí. Yo no. Llevo viniendo a la Universidad desde que era lo bastante mayor para coger la mano de Sophia y cruzar la calle. He oído prácticamente todo lo que cualquiera tiene que decir acerca del Duque Loco o cualquier otro Tremontaine, sin mencionar lo que dicen las mujeres en las aulas, las mujeres en el quirófano, y las carnadas de cachorros extranjeros. Sé pelear. Ahora Finn también lo sabe.
—Sí. Lo entiendo —dijo Basil—. Pero quizá sería mejor que nos reuniéramos aquí, en vez de en el Nido.
—Sí —exhaló Theron en su oído—. Estoy de acuerdo. Casi me derrito al verte allí de pie, rodeado de admiradores.
Basil esbozó una sonrisa.
—¿Por qué no vienes a mis clases, entonces? Si eres de los primeros, podrás verme en primera fila…
—¡Eso! —Theron se abalanzó con entusiasmo sobre él—. Y podríamos representar un poco de historia viva para tus alumnos; pantomimas, como en un baile de pueblo: ¡el rey Sebastian y el brujo Guidiy! ¡La seducción de Mezentian! ¡El rey Anselmo el Sabio entre los arbustos con su mozo de cuadra favorito… ouch!
—Ay, milord —dijo Basil, cerniéndose sobre él—. Éstos no son juegos para nadie más que nosotros. Comprendedlo.
—Lo comprendo —jadeó Theron, sabedor de que el juego requería una respuesta—. Estaba bromeando.
—Bromead con los demás —dijo su amante—, pero no conmigo.
Tomó a Theron con brutal eficiencia, para luego prolongar el placer del muchacho hasta que éste maulló de frustración y deseo. La piel de Theron era tan densa y suave como las cubiertas del libro, el libro secreto, el libro que poseía tan rotundamente como poseía a este hijo de los reyes antiguos. En posesión de ambos, no había nada que no pudiera hacer. Tras los ojos del magister, niños salvajes entretejían hiedra en sus largos, largos cabellos, y al filo de los sentidos bailaban palabras de una lengua perdida.
Cuando los dos hubieron terminado, Basil no perdió el tiempo.
—Afuera contigo. —Le dio una palmada en el trasero a Theron—. Tengo que preparar una clase para mañana, y la cena de la Cosecha del gobernador es esta noche.
Theron gimió.
—Yo también tengo mis obligaciones.
—Mira cómo lloro. —Basil se había levantado ya y estaba vistiéndose. Se sentía vigorizado, listo para escribir su libro entero en una noche.
Theron le tendió los brazos desnudos.
—Deja que me quede. Estaré muy callado.
Basil se rió por lo bajo.
—Te conozco. —Sentía el poder del sexo cosquilleando por todo su cuerpo. Adoraba la meticulosidad de su ropa seca contra la piel húmeda todavía mientras contemplaba a su amante desnudo, imposiblemente hermoso, tendido en la cama, reclamándolo—. Vuelve —dijo Basil, con cierta brusquedad— mañana, después de mi clase. Entonces tendré tiempo de sobra para ti.
Después de la pelea, los norteños se llevaron a Finn al Hombre Verde. La taberna, emplazada en el sótano de un aula, era pequeña, húmeda, y más oscura incluso que el Nido del Pájaro Negro. Pero su sidra era decente, su propietario era oriundo del norte, y allí uno podía airear sus opiniones sin temor a que algún noble sureño se ofendiera por escuchar la verdad.
Greenleaf se dejó caer en un banco de madera junto al fuego.
—Tráenos sidra, Wat, y una llave que echarle por la espalda al joven Finn. La Cosecha no es el momento adecuado para perder sangre.
Sus amigos escucharon esta declaración con solemne deferencia. Roland Greenleaf era Compañero Primero, Señor de la Caza y Guardián de los Misterios en las tierras del sur. Sabía cosas sobre los rituales de las estaciones que ninguno de los demás sabía, salvo puede que Smith, que era Compañero Segundo. Greenleaf era el hijo de una antigua familia descendiente de la simiente de reyes, al igual que todas las familias más viejas del norte, y estaba tan orgulloso de su linaje como cualquier duque. Las barras blancas de las mangas de su túnica lo proclamaban miembro de la facultad de Derecho.
—Es la última vez que pongo el pie en el Nido del Pájaro Negro —dijo Smith—. ¡Historiadores! Cómo se lo pasan, meándose encima de los reyes y los brujos. Darían lo que fuera por saber lo que sabemos nosotros, ¿eh, chicos?
—Vaya que sí —gangueó Finn a través del filtro cuajado de sangre que era el pañuelo de Lindley—. No seas tan duro con ellos, Smith; deberías venir a alguna de las clases de De Cloud un día de éstos. A veces está tremendamente cerca.
—Bien está que así sea —dijo solemnemente Greenleaf—. Está invitado a saber todo lo que sabe el hombre, del norte o del sur. Pero escucha, Finn: sabes igual que yo que los Misterios Internos son potestad de nuestra hermandad. Si alguna vez me entero de que has revelado siquiera una palabra fuera de aquí, sea la estación o no, la tierra se beberá tu sangre.
Wat trajo una jarra de sidra y una enorme llave de hierro, que Greenleaf cogió y dejó caer sin ceremonia por el cuello de la camisa de Finn. Éste jadeó y se estremeció. Milagrosamente, la hemorragia se detuvo.
—Alegra esa cara —dijo Smith—. Es la Noche de la Cosecha, y habrá luna llena al atardecer. Es hora de animar a los conejos y los ciervos, ¿eh? ¿Está preparado tu Cuerno? ¡Porque el mío sí! —Era un muchacho corpulento y campechano, grueso como un roble del norte, y de tez aún más basta.
Finn consiguió sonreír.
—Si el poder del Cuerno estuviera conmigo, habría derrotado a ese Campion.
—No seas tonto —dijo con cansancio Greenleaf—. Por muchos títulos y tierras que tenga, Campion se crió en la Ribera. Podría haberte matado. En estos momentos le harás un favor al honor del norte si guardas la lengua entre los dientes. Eso vale para todos nosotros.
Los compañeros asintieron con la cabeza. Desde que ese lunático de Bloodwood bajara de Harden y pusiera en guardia a la ciudad con sus exigencias públicas para que se restaurara la monarquía, se habían andado con cuidado. Uno veía las cosas de otra manera cuando vivía en el sur. Los reyes se habían ido, y los brujos con ellos. Lo que habían dejado atrás era poderoso, no obstante, más poderoso de lo que comprendían, o necesitaban comprender, estos blandos sureños. Esta noche, los compañeros invocarían las sombras de los desaparecidos. Coronados con astas, bailarían hasta insuflarles vida, y se darían placer entre ellos, como llevaban haciendo los compañeros desde tiempos inmemoriales.