Capítulo VIII

El aire se había vuelto frío, las hojas cambiaban de color en los jardines de la Colina, y los nogales dejaban caer sus frutos maduros. Basil de Cloud descubrió que esa pequeña satisfacción física le aguzaba la mente. Estaba haciendo más trabajo en menos tiempo, las pautas de hechos y opiniones que acechaban en los documentos que leía le saltaban a los ojos como no lo habían hecho nunca antes. La castidad era mala para uno; siempre lo había sospechado. Estaba pensando en redactar un ensayo al respecto para los científicos naturales.

Caminaba a casa después de salir de los archivos de la Universidad, con la cabeza llena de Theron y el problema del Artículo Veinticuatro del Tratado de la Unión. Sus pies daban los pasos casi por cuenta propia, y sin duda habría sufrido algún accidente si los estudiantes no estuvieran tan acostumbrados a esquivar la errática trayectoria de quien anda absorto en sus pensamientos. Estaba considerando la importancia de la estipulación del brujo Mezentian, según la cual el rey Alcuin podía tener tantas amantes como quisiera, siempre y cuando ninguno de sus bastardos pudiera heredar el trono, cuando se dio cuenta de que alguien estaba tirándole de una manga. Basil soltó una maldición y giró sobre los talones para encontrarse con algo parecido a una alta pila de harapos coronada por una mata de pelo gris como el hierro.

—Foster el Trapero —dijo, conteniendo su irritación—. Cuánto tiempo. ¿Tienes algo para mí?

La mata de pelo se abrió para revelar tres dientes marrones.

—Algo —respondió Foster el Trapero—. Aquí, míralo.

«Aquí» era la carretilla de madera que le servía de tienda a Foster. En esos momentos contenía un fardo de trapos que parecían ser los raídos doseles de la cama de alguien, algunas lámparas de bronce deslucido, y un pequeño y maltrecho cofre de madera, con bandas y cierres de metal picado No era hierro, no se veía oxidado; bronce, tal vez. Viejo, en cualquier caso. Muy viejo.

—¿Qué hay dentro? —preguntó Basil.

—Ésa es la cuestión, ¿no? —Foster estornudó ruidosamente y se limpió la nariz con la palma de la mano—. No tengo la llave, ¿no? A lo mejor es valioso, a lo mejor es una mierda. Descubrirlo te costará veinte de plata.

—¿Veinte de plata? —Basil se rió—. ¿Por un baúl mohoso que estará lleno de trapos viejos? ¿Te crees que estoy mal de la cabeza?

—No son trapos —insistió Foster—. Pesa; se mueve. Como papeles, libros o cajas. Lo sé.

—Trapos. —Basil estaba pasándoselo en grande—. Pañuelos y medias viejas, pulcramente dobladas para su almacenamiento.

—Pesa demasiado. Libros. Papeles. Cartas. Ya debería reconocer el sonido, con el tiempo que llevo buscándote.

—Facturas viejas, entonces. Listas de la compra. Alguna carta de amor, con suerte, de alguien que la historia ha olvidado a alguien que la historia recuerda. Un libro sobre la fabricación del queso. Te doy cien de cobre.

—Quince de plata. La historia se acuerda de estos papeles. Hay un escudo en el cierre, ¿ves?

Basil echó un vistazo a la cerradura. El metal estaba muy corroído, pero sin duda había algo. ¿Un ciervo? ¿Un árbol? Nada que reconociera, en cualquier caso, pero interesante, definitivamente interesante. El baúl en sí le recordaba a Basil a algunas de las cajas de documentos más antiguas que había visto en los archivos. Su corazón empezó a latir más deprisa. Esto podía contener algo muy importante, en efecto. ¿Cuánto dinero llevaba encima? Quince de plata no. Y Foster el Trapero no creía en los créditos.

—Se parece un poco a un escudo —le dijo por fin a Foster—. Pero no es de ninguna de las grandes familias, o lo reconocería. Cinco de plata, y si crees que puedes sacarle más a otro, te invito a intentarlo. Pero recuerda que cualquier otro podría preguntarte cómo ha llegado hasta ti un artículo tan antiguo y valioso.

Foster el Trapero rezongó y protestó, pero al final asintió con su enmarañada cabeza y escupió en el suelo para cerrar el trato. Siguió a Basil hasta la calle Minchin con su carretilla y esperó en la entrada, intercambiando amigables insultos con el pillastre de la puerta mientras Basil registraba sus aposentos en busca de la caja fuerte donde guardaba las cuotas de sus alumnos. Contenía exactamente catorce monedas de plata y un puñado de cobres.

—Te ganarás otra de cobre si la subes hasta el rellano —le dijo a Foster cuando éste hubo contado las monedas de plata que tenía en la mano.

—Ni un paso más —intervino el joven portero—. Tardaré el día entero en sacar este tufo. Ya le subo yo la caja, doctor De Cloud.

En verdad pesaba, demasiado para el muchacho, y en verdad su contenido se deslizaba y golpeaba el interior como lo harían unos libros. Y estaba cerrada a conciencia. Después de pensárselo un momento, Basil mandó el muchacho abajo a su nido para que le trajera aceite, una pluma, una cuña de madera y un martillo, instrumentos con los que forzó la cerradura con toda la delicadeza que pudo.

Cuando acabó, no volvería a cerrarse jamás, pero el escudo no estaba mucho más dañado que antes. Las hembrillas estaban casi petrificadas, pero consiguió aflojarlas finalmente y el baúl se abrió a regañadientes, rechinando los goznes. Dentro había unos fajos de papel amarillo atados con cinta: cartas, dobladas y lacradas con cera de colores. El Cisne, la Torre, el Fénix, el Cuervo…: eso podía ser interesante. Basil alisó la frágil hoja encima de su escritorio y echó un vistazo a la fina caligrafía: En tanto… Terra del Norte… bruxos su escención… la siguiente palabra debía de ser «impuestos», o tal vez la próxima. No tan interesante, después de todo. Ya había encontrado antes textos parecidos. De todos modos, tendría que estudiarlos atentamente, más tarde, por si acaso. El trabajo perfecto para alguno de sus alumnos.

A continuación había un par de libretas elegantemente encuadernadas que se anunciaban como los diarios del brujo Arioso. Al parecer contenían notas sobre la vida diaria de un brujo de la corte de hacía unos trescientos años, a juzgar por la lengua empleada. Ciertamente interesante, posiblemente emocionante a su manera ligeramente desagradable; quizá arrojaran algo de luz sobre si los brujos se creían sus propias mentiras o no. Por lo menos Arioso escribía con letra bastante legible y usaba una tinta que no se había difuminado. Basil leyó rápidamente una página en busca del nombre del rey en el trono. Ah, ahí estaba: «Una plaga de ratas en Treymontayne… Rey Rufus, en siendo como fuera casado con la hixa del duque, tuvo a bien ordenarme que eliminara el lugar de ellas». Lástima. Rufus era uno de los aburridos.

Otro fajo de papeles se hizo pedazos cuando lo tocó Basil; lamentable, pero estas cosas pasaban a menudo, y no tenía sentido lamentarse por ellas. Eso dejaba un paquete cuadrado envuelto en lino amarillo.

Basil lo sacó de la caja —pesaba mucho para su tamaño— y lo colocó en su regazo, donde apartó los pliegues de tela como si de pétalos se tratara. Un libro, en cuarto, con las tapas de cuero marrón agamuzadas por el tiempo y la humedad. En la cubierta había estampada una hoja de roble, con el pan de oro descascarillado por completo a excepción de unos pocos copos. Basil acarició el lomo con un dedo. El cuero le recordó de pronto a la piel de Theron, fría y un poco pegajosa de sudor seco. Cuando volvió en sí, no le sorprendió tanto lo que pasaba por su cabeza —le ocurría a menudo, desde que conoció a Theron— como la extraña intensidad de las imágenes, como si el muchacho estuviera desnudo allí mismo, ante él.

Se apresuró a envolver de nuevo el libro sin mirarlo, lo guardó en la caja de documentos con el resto de los papeles, y lo deslizó todo debajo de su cama. ¡Diarios de brujos, cómo no! Lo mismo podría haber comprado una caja de dibujos pornográficos. El contenido de ese baúl era profundamente interesante, incluso históricamente útil a su perversa manera, pero en absoluto respetable. Cinco platas bien empleadas, no obstante, sin duda. Basil sonrió. No era habitual que saliera ganando con una de las gangas de Foster el Trapero.

Algunas semanas después de su entrevista con lord Arlen, Nicholas Galing se encontraba camino de la Ciudad Media. Sus intentos por introducirse en la sociedad universitaria le habían reportado muy poco aparte de frustración. Tras frecuentar todas las tabernas sólo había aprendido que los norteños beben sidra, no cerveza, y que, como niños bien educados, se niegan a hablar con desconocidos. Ni siquiera los estudiosos del sur habían sido hospitalarios. Los universitarios, pensó, eran como vírgenes en un baile: era imposible acercarse a ellos sin que alguien lo presentara a uno. Nicholas no quería acercarse a ellos. Lo mataban de aburrimiento, con sus melenitas, sus palabras impronunciables y sus descabelladas ideas. Sin embargo, el instinto le decía que Arlen tenía razón. Se estaba tramando algo; podía sentirlo discurriendo bajo las conversaciones más inocuas como un arroyo soterrado. Lo que necesitaba era ayuda, y la única persona en la que confiaba para eso era su viejo compañero de juegos y amante, Edward Tielman.

Para ligera sorpresa de Nicholas, Edward Tielman se las había apañado bastante bien por su cuenta después de la Universidad. Había impresionado a Julián, lord Horn, con su puesto de profesor en Metafísica y su calmado sentido común, lo que lo había llevado a ascender de recadero general a secretario privado en un plazo de tiempo indecentemente corto para tratarse de alguien que no procedía de noble cuna ni era atractivo a la vista. Y lord Horn había ascendido a la vez; el jefe de Edward había sido elegido recientemente Canciller de la Creciente del Consejo de los Lores. Con el aumento de sueldo de su patrón, Edward se había comprado una casita frente al mercado de Tilney, entre los edificios del Consejo y la Colina. Era una parte de la ciudad que Nicholas rara vez frecuentaba, por lo que había contratado a un antorchero para que lo guiara.

Llovía como llovían las flechas durante un asedio, era una noche espantosa para caminar. El antorchero guiñó los ojos al elegante caballero, con su refinado abrigo con capa y sus botas tan distinguidas, y preguntó esperanzado:

—¿Quiere que le busque una litera, señor? Este barro le roba los zapatos a uno.

—No —respondió Nicholas—. Prefiero caminar.

El antorchero se encogió de hombros y se reservó lo que opinaba de la gente que se estropeaba el calzado y se constipaba cruzando charcos cuando perfectamente podría costearse el paso en litera, privando además así a los desventurados como él de la comisión que le hubieran pagado los porteadores.

—¿Adonde, señor? —preguntó.

—A la calle Fulsom —dijo Nicholas.

El muchacho levantó su antorcha y emprendió estoicamente la marcha. Las excentricidades de los ricos no eran asunto suyo y, además, ya estaba calado hasta los huesos. Nicholas, por otro lado, no tardó en sentirse incómodamente aterido y

Empapado. El orgullo hizo que siguiera caminando, no obstante, y no hubo de pasar mucho tiempo antes de que su guía lo condujera de las amplias calles de la Colina a la Ciudad Media, donde las casas y los comercios se levantaban hombro con hombro y las esquinas guarecían a corrillos de antorcheros, dispuestos a cargar con la compra de alguna ama de casa o a alumbrar el camino a los maridos que iban a cenar.

Al pasar junto a la chocolatería de Dupree, la puerta se abrió para dejar escapar a dos hombres enfrascados en su conversación y una vaharada de aire perfumado de canela. Nicholas vaciló. Había estado allí una vez con Edward, y olía tan cálido y tentador. Alertado por el sexto sentido inherente a su profesión, el antorchero se materializó junto a Nicholas.

—Serán tres cobres —dijo— si no quiere ir más lejos.

Nicholas tomó su decisión, le dio sus monedas al muchacho y se adentró en la bulliciosa y fragante sala. Lo recompensó de inmediato una voz familiar que lo llamaba:

—¡Lord Nicholas! ¿Qué de bueno te trae por aquí? ¡Ven a sentarte!

Era Edward Tielman, en medio de un animado grupo de escribanos. Nicholas asintió cortésmente, pero no hizo ademán de acercarse a ellos.

—Me dirigía precisamente a tu casa —le dijo a Tielman—. Me apetecía pasar una velada tranquila sentado delante de una chimenea ajena, viendo zurcir calcetines a la mujer de otro. He entrado para calentarme los pies. —Pisoteó el suelo para demostrar cuán helados los tenía—. Menudo golpe de suerte, ¿eh? Tendría que volver andando a casa si no hubiera parado.

—No entiendo qué hacías caminando, para empezar. —Tielman se echó la capa sobre los hombros, dejó algunas monedas encima de la mesa y levantó su tazón de chocolate—. Tómate esto para el camino, Galing… todavía quema… y nos iremos. Felicity se alegrará.

—De verte, perro —dijo Nicholas, y apuró el chocolate. Era el típico producto de la casa, demasiado dulce y no lo bastante fuerte, pero estaba caliente. Comprendió en ese momento lo empapado y aterido que estaba.

La casa de Tielman no distaba mucho del local de Dupree, y pronto Nicholas se encontró sentado junto al fuego en el radiante salón de Tielman, con un par de zapatillas prestadas en los pies helados y una bata sobre los hombros. Todo lo que había en la estancia era acogedor y cómodo, incluso la bonita joven de pelo castaño y traje suelto que estaba colocando el abrigo de Galing en el respaldo de una silla y asegurándose de que sus botas estuvieran a la distancia adecuada de las llamas.

—No queremos que se quemen, ¿verdad? —preguntó retóricamente—. La verdad, deberíamos dejar que se secaran solas; cualquier grado de calor resulta fatídico para el cuero bueno, pero tarda una eternidad.

A Nicholas le caía bien Felicity Tielman. Era la hija del tratante de lana más adinerado de la ciudad, un hombre que tenía una casa en el campo que no visitaba nunca porque estaba demasiado atareado. La muchacha era tan refinada como cualquier hija de la nobleza, y mucho más culta que la mayoría. No le guardaba rencor por haberle arrebatado a Edward… porque no era ése el caso. Cuando Nicholas llegó a la ciudad y el noble que por aquel entonces era el Canciller del Cuervo se encaprichó de él, había descubierto que prefería tener a un hombre poderoso en su cama. Puesto que esto era más fácil decirlo que hacerlo, desde entonces se las componía con hombres de los muelles y con los servicios que ofertaban establecimientos discretos donde se satisfacían gustos especializados. Edward podía quedarse con su Felicity. Era la mujer perfecta para un político en alza.

—Listo —dijo la mujer, retomando su asiento y tapiz—. Fedders llegará enseguida con la sopa, y entonces se sentirá usted perfectamente cómodo.

—Ya me siento perfectamente cómodo —dijo Nicholas, dando sorbitos a un vaso de ponche de ron caliente.

—¡Estupendo! —celebró Tielman—. Entonces ya puedes contarme todos los chismes. Horn me tiene tan encima de esa condenada ley sobre el trigo que no tengo tiempo de pensar en otra cosa.

Felicity dio una puntada con un tironcito de impaciencia.

—¡Hombres! ¡Sólo saben hablar de escándalos, que ellos llaman «política», y luego tienen la cara de llamar a las mujeres cotillas!

—Seguro que no te he llamado nunca cotilla, cariño —protestó Tielman—. Siempre he dicho que eres tan imparcial como el Tribunal de Honor, y al menos el doble de discreta.

—No me impresiona —dijo Felicity, sin dejarse apaciguar—. Que yo sepa, el doble de nada siempre ha sido y seguirá siendo nada.

—Debes confesar que ahí te ha pillado —dijo Nicholas.

Tielman se encogió de hombros.

—Nunca me atrajeron las matemáticas. Muy bien, mi amor. Puede que tú no chismorrees nunca, pero yo me muero de ganas. ¿Qué hay de nuevo en la Colina, Galing? Quiero saberlo todo.

Nicholas se lanzó a una vivaz descripción del último baile de lady Nevilleson, detallando minuciosamente todos los cambios de pareja, tanto visibles como insinuados. Felicity fingió escandalizarse y tocó la campana para que les trajeran fiambres y vino. La conversación derivó inevitablemente hacia la política. La ley sobre el trigo se prestó a un examen especialmente concienzudo, en el que Felicity participó con entusiasmo hasta que reparó por casualidad en el bonito reloj dorado que adornaba la repisa de la chimenea.

—Son más de las doce —anunció—. No me extraña que digáis tantas cosas sin sentido: estáis cansados. Me acuesto. Vosotros podéis quedaros levantados y seguir balbuciendo incoherencias hasta que os apetezca. Le pediré a Fedders que prepare una cama para lord Nicholas.

—No —dijo el caballero aludido, poniéndose educadamente de pie—. Tengo un pequeño asunto de negocios que comentar con Ned, y luego iré a buscar mi propia cama.

Tielman se rió.

—¿Por qué será —preguntó— que uno puede quedarse despierto hasta el amanecer si está en compañía, pero a medianoche bosteza en el seno de su familia? Terminaremos la botella, Galing, y luego, si no te importa dormir aquí, Fedders te buscará una litera.

—Por favor —insistió cordialmente Felicity—. Tengo que acabar una novela; mañana debo devolverla a la biblioteca. Me harás un favor si entretienes a Edward por lo menos una hora más.

Nicholas le dio las gracias, la besó fraternalmente en la mejilla y volvió a acomodarse en su silla. A pesar del ponche de ron y el vino, sentía la cabeza tan fría y despejada como una noche de invierno. Había llegado el momento de abordar el asunto de Arlen con Edward. Cogió aliento para hablar.

—Qué primor —dijo Tielman, retomando su asiento—. Es muy hogareña, sabes.

—¡Vaya si lo es! Enhorabuena, Tielman. Debes de estar muy contento.

—Sí.

Se hizo el silencio entre ellos.

—Muy raras, las últimas sesiones —dijo Tielman, pensativo—. No hay forma de saber si se trata de algo más que un simple arrebato de locura. En cualquier caso, cerciorarse no hace daño. Estoy a tu entera disposición.

Nicholas se lo quedó mirando, presa de sentimientos encontrados. Por fin, con tanta serenidad como pudo, dijo:

—Tenía entendido que era un secreto.

—Oh, y lo es —lo tranquilizó Tielman—. Ni siquiera la Creciente sabe que Arlen está metiendo el remo. Oficialmente se trata de una tormenta en una taza de té, material para que los viejos carcamales tengan algo que criticar durante la cena. No quiere levantar revuelo. Por eso lo ha dejado en manos de unos peces políticamente tan pequeños como nosotros.

—Peces pequeños —murmuró Nicholas—. Ya veo.

—Pequeños —dijo Tielman—, pero cada día más grandes. Y podríamos convertirnos en peces muy gordos si conseguimos dar una en, er, el clavo.

—Si es que hay algún clavo —dijo secamente Nicholas—. Nunca se te dio bien la retórica, sabes.

—No. Sin embargo, sí que se me da bien organizar cosas, lo cual resulta mucho más útil.

—Y a mí, por lo visto, se me da bien hacer lo que me dicen que haga.

Tielman lo miró con agudeza; la inestable luz de las llamas proyectaba una máscara extraña sobre sus rasgos rollizos y bienintencionados.

—¿Molesto? —preguntó, comprensivo—. No lo estés. Ya sabes que detesta decir las cosas a las claras. Siempre tiene que callarse algo.

—Todo es una prueba —se lamentó con acritud Nicholas—. Ojalá supiera qué es lo que cree que está probando.

—No le des más vueltas, Nick… No pienses en él, ni en sus pruebas, o lo pasarás mal.

Al inclinarse impetuosamente hacia delante, Nicholas se descubrió respondiendo a la presencia de Tielman como no lo hacía desde sus inicios como amantes. Ser el secretario de la Creciente había surtido en el hijo del mayordomo cambios que Nicholas no había visto hasta ahora. El secretario de la Creciente estaba en el centro del poder, con acceso a los oídos de la Creciente y, a través de él, a todo el Consejo Interno. Edward —tan amable, tan sencillo, tan trabajador— iba a ser un hombre muy poderoso.

Nicholas parpadeó y volvió a apoyar la espalda en la silla.

—Por supuesto —dijo—. Tonto de mí. Bueno. Acerca de esos realistas.

Había mucho de lo que hablar. Edward era un interlocutor excelente que hacía preguntas perspicaces, ofrecía teorías y analizaba información. Opinaba que la Ciudad Media preferiría ahogarse colectivamente en el rio antes de consentir el menor atisbo de sentimientos realistas.

—Los románticos no se convierten en banqueros y tenderos —dijo—. Lo que mis colegas saben de los reyes es que les interesaba mucho más el campo que la ciudad y que anteponían los intereses de los granjeros y los leñadores a los de mercaderes y fabricantes. No encontrarás ningún realista en la Ciudad Media. La Universidad, en cambio. Eso es harina de otro costal.

—Y tanto que harina. —Suspiró Nicholas—. Ojalá fuera más fácil encontrar los gusanos que se esconden en ella.

—Necesitas un estudioso. —Tielman apuró el último trago de vino—. A la gente de la Universidad no le gustan los desconocidos que hacen preguntas. Son una panda de miras estrechas. Sin embargo, creo que podría conseguir que un erudito espiara para ti. Ni siquiera hará falta que le diga por qué, si consigo que suene lo bastante misterioso. Los estudiantes, al contrario que los banqueros, son románticos

Hasta la médula. Y hoy en día, con todo el revuelo causado por la cátedra de Horn, resulta sencillo ver cuál es la postura de cada cual con respecto al tema de los antiguos reyes.

—Ah —dijo Nicholas—. La cátedra de Horn. He oído conversaciones sueltas aquí y allá, pero confieso que se me escapa la importancia de todo ese asunto.

—Felicity se habrá terminado el libro dos veces ya. Te lo contaré mañana.

—Felicity seguramente duerme como un tronco. —Nicholas ensayó una sonrisa lenta y felina que, según le habían dicho, era irresistiblemente encantadora—. Háblame de la cátedra de Horn.

Tielman bostezó.

—Seguramente se le pedirá que dimita al viejo ocupante de la cátedra de Horn de Historia Antigua: mala salud, avanzada edad… incompetencia, básicamente. En su última clase, tengo entendido que estuvo así de cerca de anunciar que la magia de los brujos era real, si te lo puedes creer. —Bostezó de nuevo, exageradamente—. Maldita sea, Nick. Esto puede esperar.

—Pero yo no. —Nicholas se inclinó hacia delante para acariciar el dorso de la mano de Edward y cubrirla ligeramente con la suya.

Tielman levantó sus manos entrelazadas y besó los dedos de su amigo antes de apartar los suyos de su presa.

—Esto va a ser suficientemente complicado de por sí, Nick —dijo con delicadeza.

Nicholas se encogió de hombros, cogió el atizador e insufló un nuevo brillo fugaz en el fuego agonizante. Edward recogió sus botas del filo de la chimenea y palpó el cuero.

—Todavía húmedas, me temo. Pero más secas que antes, si te empeñas en marcharte. Aún estás a tiempo de cambiar de opinión acerca de la cama, Nubes.

Nicholas se sentía muy cansado de repente, y agradecido de que Tielman no hubiera aceptado su insinuación.

—No, Ned. Eres muy amable, pero no. Cogeré una litera, si Fedders consigue encontrar alguna a esta hora.

Mientras Nicholas se ponía las botas —que estaban, efectivamente, mojadas y algo tiesas— y se cambiaba la bata prestada por su chaqueta Meca, Tielman llamó a Fedders y le dio instrucciones para que pidiera una litera.

—No tardará mucho —le dijo a Nicholas cuando se hubo ido el criado—. En cuanto al problema de la Universidad, me encargaré de ello personalmente. No podré hacer mucho antes de la Cosecha… la ley sobre el trigo, ya sabes… y es importante encontrar al hombre adecuado. Te avisaré. Mientras tanto, tendrás que organizar un punto de recogida para sus informes. No querrás que se los remita a lord Nicholas Galing, por supuesto.

—Por supuesto —convino Nicholas, que no lo había pensado hasta ese mismo momento—. Puede enviarlos, veamos, a la chocolatería de Green en la calle de la Colina Baja, a la atención del señor Black.

—Demasiado llamativo —dijo Tielman, dubitativo—. Demasiado fácil de recordar.

Nicholas controló su genio con dificultad.

—Entonces dile que se los mande a Nicholas; es un nombre corriente. Hace que alguien pase a recogerlos cada pocos días.

Fedders apareció en la puerta, con la nariz colorada y empapado, para anunciar la litera de su señoría. Tielman acompañó a Galing hasta la puerta e insistió en ayudarle a ponerse la capa.

—Ha sido como en los viejos tiempos, quedarse levantado hasta tarde contigo, Nick —dijo—. Tenemos que repetirlo pronto.

—Pronto. Sí —dijo Nicholas, y salió a la calle. Su aliento escapaba de su boca en penachos de vaho; había enfriado mucho. Había sido un estúpido al dejar que el deseo le nublara el juicio de esa manera; culpó al ponche de ion caliente. Se acabó el ponche de ron y se acabó el deseo, decidió, al menos hasta que consiguiera sus objetivos. Pero le pidió al conductor de la litera que lo llevara al establecimiento de Glinley en la Ribera, y pasó el resto de la noche en los brazos de un hombre tan atractivo como caro que tenía el pelo blanco, y un brillo de diversión en los ojos claros.