Capítulo VI

Mucho antes de que los reyes llegaran al sur, antes incluso de que los lores del sur hubieran reclamado sus nobles títulos; antes, de hecho, de que la ciudad fuera algo más que una colección de chozas y barcas de pescadores, sus habitantes se concentraban en una isla diminuta que se erigía en medio del río. Al expandirse a la orilla oriental, construyeron una catedral, y un fuerte para defender el río, y una escuela que se convertiría en Universidad, y un Salón de los Príncipes, un palacio y todas las dependencias que exige el gobierno.

El Salón de los Príncipes se transformaría en la Cámara del Consejo de los Lores, el fuerte en una prisión para gente importante, y la Universidad desbordaría sus límites para absorber los edificios gubernamentales; pero la gente siguió viviendo en la pequeña isla, conocida como la Ribera. Lógicamente, a medida que crecía el resto de la ciudad, la Ribera se fue integrando en el mundo. Todavía delimitaban sus angostas calles viejas casonas de empinados tejados, pero algunas partes de su elaborada mampostería se habían rendido a los elementos, y algunos pedazos se habían robado para reemplazar otros pedazos. Cuando el padre de Theron vivía allí, la Ribera era un refugio de ladrones, espadachines y delincuentes aún peores. Todavía no habían abandonado el distrito por completo, pero los proxenetas y los rateros ahora compartían los edificios desvencijados con poetas, músicos y artistas que esperaban a ser descubiertos donde los alquileres eran baratos.

La Ribera, sita entre las dos orillas del río, era aún una suerte de tierra a medio camino, demasiado llena de gente pobre como para lucir hermosa, pero demasiado querida por sus variopintos moradores como para sucumbir por completo a la degradación. Exhibía una especie de palacio improvisado, construido por el padre de Theron a base de casas viejas conectadas entre sí, las cuales acogían varias dependencias y una enfermería dirigida por la madre de Theron. Las cosas tenían la costumbre de cambiar de un día para otro en la Ribera: las fortunas de la gente, sus vidas, sus expectativas. Y los edificios eran testigos de todo, impasibles. El pasado dormía en la Ribera, pero tenía el sueño ligero.

En la duermevela, un joven yacía soñando en su cama alta con doseles. Soñaba que tenía las manos y los pies atados, y que una figura oscura se cernía sobre él. Olía a humo de madera y almizcle, y pensó: He soñado con esto muchas veces. Pero esta vez no es ningún sueño, tengo que… Pero no lograba recordar qué ocurriría a continuación.

La siniestra figura se acercó, asfixiándolo con su olor animal.

—Piensa, Pequeño Rey —dijo, y Theron inspiró hondo, se atragantó, gritó y se despertó.

Se quedó tendido en la oscuridad de su cama con doseles, empapado de sudor, con el corazón desbocado. Era el sueño del rey otra vez, que había regresado para torturarlo. Hacía años que no lo tenía: no desde que era pequeño, cuando corría llorando a su madre una noche tras otra, gritando: «¡El Hombre Rey! ¡El Hombre Rey, mamá!». Sophia lo arropaba y le cantaba canciones de su tierra natal, de una cabra y un niño en una ladera brillante… Bueno, ahora no podía correr a ella. Pero sí podía zafarse de la maraña de sábanas, apartar las cortinas y ver si ya era de día, o aún de noche. Y si fuera de día, podría pedirle a su querido ayudante de cámara que le trajera algo para exorcizar el metálico fantasma del brandy que se había instalado en el fondo de su garganta. Los sueños no tenían remedio, pero no había resaca que se le resistiera a Terence.

Theron se enderezó con esfuerzo y apartó los doseles, abriéndole paso al alegre fulgor de un fuego recién encendido. Con la cabeza más despejada, tocó la campana.

El dormitorio de Theron se encontraba en la más antigua de las viejas mansiones que su padre amalgamara para crear la casa de la Ribera. Ninguna de las puertas encajaba debidamente en su marco, los suelos estaban inclinados, y las ventanas filtraban la luz a través de gruesos vitrales verdes que convertían el sol más radiante en un manchurrón difuso. A Theron le encantaba. Su cuarto hacía gala de encantos tales como paneles de madera tallada y escaloncitos que llevaban a las hundidas ventanas con postigos. Lo mejor de todo era que la habitación estaba en lo alto de una escalera que daba a una puerta a la calle, por lo que sus idas y venidas de madrugada no molestaban a nadie.

Una suave llamada a la puerta anunció la llegada de Terence, cargado con una bandeja que contenía una taza tapada. Sacudió la cabeza al ver a su amo, pero no dijo nada salvo:

—Esta tisana en concreto se nos está acabando, señor. Y me había pedido usted que le recordara que esta noche debe cenar en la Colina. El terciopelo azul está limpio y cepillado, pero si prefiere el bermejo, dígamelo ahora para que pueda limpiar la mancha.

Theron probó un sorbo de la tisana, fragante de regaliz y manzanilla, y suspiró cuando su calor erradicó su dolor de cabeza y los restos del sueño.

—El azul servirá, Terence, gracias. ¿Está mi madre?

—En cuanto a eso, señor, no le sabría decir. —Terence recogió los pantalones de Theron del suelo y los alisó sobre su brazo—. La cocinera estaba haciendo una tortilla cuando fui a buscar la tisana, señor —reconoció—; me atrevería a decir que lady Sophia está desayunando.

Theron apartó las sábanas apelotonadas y se levantó de la cama, poniéndose una bata.

—No te preocupes por mi pelo, Terence, tan sólo dame una cinta. No quiero encontrarme nada más que platos sucios en la sala del desayuno.

Minutos después, Theron bajaba a grandes zancadas por una escalera sin alfombrar que desembocaba en el largo pasillo de escayola blanca que daba a la sala del desayuno, donde su madre estaba sentada con el ceño fruncido ante un volumen en folio apoyado en un tazón de gachas.

Lady Sophia Campion se echaría a reír si se oyera descrita como una mujer formidable, pero eso no le restaba verdad a la declaración. Había nacido en la lejana isla de Kyros, y sus ojos oscuros y piel olivácea la señalaban como extranjera tanto como su ligero acento y su costumbre de decir exactamente lo que pensaba. Siempre vestía de negro en señal de luto por el padre de Theron, decía, el amor de su vida, fallecido hacía veinte años, dos meses antes de que naciera su único hijo. En privado, Theron opinaba que seguía vistiendo de negro porque era un color práctico para una mujer que nunca sabía cuándo podrían llamarla para coser una herida o traer un bebé al mundo.

—Te has levantado pronto, cariño —dijo, sin levantar la vista de su libro—. Las tostadas están quemadas, pero las gachas están calientes y la leche, fresca.

Theron dio la vuelta a la mesa para darle un beso en la mejilla, reparó en la ilustración de un vientre humano abierto en canal, con todas las entrañas pintadas de un rosa chillón, y apartó la mirada.

—Buenos días, mamá.

Sophia lo miró atentamente. Consciente de sus mejillas hirsutas y sus ojeras, Theron se sentó de espaldas a la ventana y se atareó con el chocolate y el rallador, el azúcar, la leche, el batidor y la taza.

—¿Qué estás leyendo? —preguntó.

—Tanner, cirugía. Será mejor que te vuelvas a la cama cuando acabes de desayunar si quieres cenar en casa de Katherine esta noche.

—Nada me gustaría más. Pero el doctor Tipton va a dar una clase sobre divisiones y definiciones esta mañana. Y le he prometido a un amigo que lo vería por la tarde.

Lady Sophia exhaló un suspiro. Últimamente, ni siquiera bregar con una parturienta durante dos días seguidos hacía que se sintiera tan vieja como bregar con su único hijo. Siempre había sido susceptible, tomándose el amor como si fuera una partida de salón que hubiera que jugar con el mayor número de contrincantes posible. En fin, era joven, y era justo que un joven gozara de libertad. Sin duda ella le había enseñado todo cuanto necesitaba saber para prevenir desafortunados accidentes de la carne. Por eso sus asuntos amorosos nunca habían sido para ella

Motivo de ansiedad, hasta que cayó en la tela de esa araña disfrazada de mujer, esa tal Ysaud.

Lady Sophia pasó la página con rabia. Meses después de que Ysaud se aburriera de él, Theron había mejorado mucho. Al principio se había dedicado a languidecer en la casa de la Ribera, escondiéndose de la inevitable tormenta de habladurías que rugía en el exterior. Poco a poco se había atrevido a asistir a clase, a hacer acto de presencia en las tabernas musicales de la Ribera y las fiestas familiares, y por fin nuevamente en los actos de sociedad de la Colina, donde su ausencia no había pasado desapercibida. Pero aún parecía acusar una fatiga perenne, como si el esfuerzo de estar rodeado de gente lo extenuara. Y que ella supiera, siempre volvía a casa de noche, solo. Estaba enfadada y preocupada por él a partes iguales; pero ya había dejado de ser un chiquillo al que se le pudiera inculcar una conducta razonable con regañinas, zalamerías o sermones. Lo único que podía hacer era quererlo, y esperar a que la experiencia le impartiera un poco de sentido común.

—No descansas lo suficiente —musitó.

—Ahora hablas como una madre. —Se llevó el chocolate a los labios y sopló, provocando que las diminutas ondas de crema se persiguieran unas a otras por la oscura superficie.

—Hablo como médico —lo corrigió Sophia—. Una madre se preocuparía por tu corazón además de por tu salud.

Theron sonrió mirando su chocolate.

—Mi corazón está perfectamente, mamá.

Sophia, que seguía sin levantar la vista de Tanner, se perdió la sonrisa.

—Peor incluso que romperte el corazón sería que Ysaud te lo hubiera dejado congelado. —Miró de reojo a su hijo, que parecía enfadado—. Sí, ya sé que no quieres hablar de ello. Tu padre era igual. No lo entiendo. Todos los médicos saben que hay que hurgar en la herida para limpiarla y que cicatrice apropiadamente.

Hizo una pausa, esperanzada. Theron, rehuyendo su mirada, cogió una tostada correosa del montón y la untó de mantequilla. Sophia suspiró y cambió de tema.

—Esta tarde tengo una demostración; un simple caso de bocio para los cirujanos de primer curso. ¿Te gustaría asistir?

—Me temo que verte escarbar en el bocio de un viejo cualquiera ya no se cuenta entre mis pasatiempos preferidos —dijo Theron, ligeramente envarado, antes de adoptar un gesto contrito—. Mamá, lo siento. Eso ha estado fuera de lugar.

—En efecto. Pero si como un niño te comportas, como tal tendré que tratarte. —Como cada vez que le dominaba la preocupación, la gramática de Sophia revirtió a las formas de su lengua materna—. Bueno, da igual. Yo demostraré cómo se extirpa

Un bocio y tú verás a tu amigo, y nos veremos en la mansión Tremontaine por la noche. —Lo miró con severidad a los ojos—. ¿Verdad?

—Sí, mamá. Es más, prometo ser puntual, para que la prima Katherine tenga oportunidades de sobra de decirme lo tarambana que soy antes de que lleguen los demás invitados y la lealtad a la familia le obligue a morderse la lengua.

Sophia cerró su Tanner de golpe.

—Como desees —dijo en voz baja; se levantó, recogió el libro y se dirigió a la puerta. Era tan evidente que estaba conteniéndose para no regañarlo que Theron se puso de pie para abrirle la puerta, la rodeó con los brazos, con libro y todo, y le susurró al oído:

—De veras que lo siento, Sophia. Dedicaré el día a buscar mis modales, te prometo que los habré encontrado antes de poner un pie en la mansión Tremontaine, lo cual también prometo hacer a una hora decente antes de la cena.

Sintió cómo su madre sonreía contra su mejilla.

—Si lo haces, Katherine pensará que eres un cambiaformas. Bastará con que llegues a tiempo para la sopa. Al fin y al cabo, no es más que una tiesta familiar, con Marcus y Susan.

Theron se apartó de ella. Era una mujer alta: sus ojos estaban casi a la par.

Sophia le dio un beso en la frente.

—Hasta esta noche —dijo, y se alejó de él a grandes zancadas por el corredor que daba a la majestuosa escalera que conducía a la puerta principal. Theron volvió a la sala del desayuno, tiró el chocolate frío a la basura, se preparó una taza nueva y se la bebió antes de encargar más tostadas y un bistec.

Theron no estaba presente en la clase del doctor De Cloud sobre el reinado de Gerard el Último Rey. Basil no se sorprendió realmente, pero sí se sintió decepcionado. Había esperado que el joven Campion se mostrara igual de interesado por sus ideas que por su cuerpo. Soy tan necio como el pobre rey Hilary, pensó con amargura mientras describía la cruenta contribución de Gerard a los ritos del Festival de la Sementera. Y Hilary había tenido la excusa de estar loco.

Remiso a volver a sus fríos aposentos y su cama revuelta, Basil buscó comida y calor en el Nido del Pájaro Negro. Lo primero que le llamó la atención fue ver al doctor Leonard Rugg sentado de espaldas a la estancia, contemplando morosamente un tazón de sopa fría de boca de dragón. Basil se acercó a él.

—Pareces pensativo, Rugg. ¿Qué sucede?

—Nada importante —dijo el metafísico—. No quiero hablar de ello. La muy zorra. —Indicó un banco vacío—. Siéntate, De Cloud; toma algo. ¿Sabes lo último?

—Seguramente no.

—Deberías salir más. —Rugg le echó un vistazo por encima del borde del tazón—. Estás pálido. Tienes que agitar la sangre. Te cedo a mi amante, si quieres… La muy zorra. Ésa le agita la sangre a cualquiera.

Basil cazó al camarero, pidió brandy y se volvió a sentar.

—¿Eso es lo último?

—Oh, no, no. Otra vez Tremontaine. Problemas por todos lados. Lady Sophia está intentando crear una cátedra para las mujeres, nada menos…

—¿Lady Sophia? —Basil se puso recto. Hacía menos de doce horas que había oído ese mismo nombre en labios de Theron—. ¿Lady Sophia Campion?

—La misma.

Basil sabía que intentar sonsacar información sobre su nuevo amante al mayor cotilla de la Universidad era una actividad no exenta de peligro. Pero pensó que podía salirse con la suya, si actuaba con cuidado.

—Supongo que el joven Campion también estará metido en problemas —dijo, con tiento.

—Yo no diría tanto. —Rugg empezaba a parecer más animado—. Personalmente, nunca he tenido nada en contra de él; es un cachorrillo inofensivo… Aunque tengo entendido que su última querida le hizo algo de daño. En cualquier caso, él no tiene nada de malo. Lleva asistiendo a clase desde que era un mocito. Es incapaz de atenerse a una materia, las adora todas: un faldero académico, ¿eh? Así y todo, seguramente sepa más de historia que yo; y más de metafísica que tú. ¿En qué clase de problemas dicen que anda metido?

Basil se devanó los sesos intentando dar con una respuesta inocua, sabedor de que se le daba mejor analizar intrigas que formar parte de ellas, aun a tan bajo nivel.

—Eh, ¿no es una decepción para su familia?

—¡Ja! —bramó Leonard Rugg—. ¡Campion tendría que esforzarse mucho para quitarle el sueño a su familia, después de todo por lo que les hizo pasar su padre!

Basil intentó adoptar una expresión de conocimiento de causa.

—Claro, pero…

—Ah, te refieres a la cátedra de Astronomía de Tremontaine —abundó Rugg—. Es indudable que el viejo hizo todo eso por nosotros, y mucho más. Nadie puede decir que no fuera generoso con la Universidad, aunque la beca femenina de Matemáticas causó un revuelo considerable. Claro que nadie podría imaginárselo como marido, tú ya me entiendes.

Basil renunció a intentar ser sutil.

—Leonard —dijo, con tanta despreocupación como pudo—. ¿Quién es el padre de Theron Campion?

—Oh, ¿no lo sabes? Murió; ahora tendría bastantes más de ochenta años. Iba un poco en tu línea, diría yo, De Cloud, historiador como era y todo eso: era Tremontaine, el Duque Loco. Ése.

—No me ocupo de la historia moderna —dijo distraídamente Basil, mientras sus pensamientos volaban, intentando ubicar al difunto duque de Tremontaine.

—Ya veo que no —dijo Rugg, divertido—. En tal caso, presta atención; te haré un examen cuando haya acabado. —Empezó a enumerar puntos con los dedos—. Escándalo número uno: joven noble va a la Universidad a estudiar en vez de a beber. Por aquel entonces eso no se hacía; tampoco estoy seguro de que se haga ahora, pero al menos se disimula. Escándalo numero dos: es expulsado, se va a vivir con un espadachín de la Ribera. Por aquel entonces ni siquiera la guardia pasaba cerca de allí. Escándalo numero tres: hereda el dinero de los Tremontaine y llena su mansión de eruditos, réprobos y amantes de todas las, ah, formas y tamaños. Hombres, mujeres, incluso historiadores. —Le clavó el codo en las costillas a Basil—. Ya sabes a qué me refiero. La lista es interminable. Engendró una bastarda bastante llamativa en la ciudad, por si fuera poco, aunque oí que había dejado el país hace tiempo. Escándalo número… ¿Por qué número iba?

—Por el cuatro —respondió Basil, fascinado.

—Escándalo número cuatro: exiliado, lega el ducado a su sobrina, lady Katherine Talbert. Años más tarde regresa, del brazo de una hermosa extranjera, la cual afirma ser su legítima esposa y oportunamente engendra un legítimo heredero dos meses después de la muerte del Duque Loco.

—Y esa hermosa extranjera es lady Sophia.

—Una mujer endiabladamente extraña. Pero lo más probable es que el chico herede a la muerte de su prima.

—¿Heredar el ducado?

—Por eso da igual lo que estudie, ¿verdad?

—Al contrario —repuso bruscamente Basil—. Ya lo creo que importa. Si hay algo que nos enseña la historia, es la importancia de educar a la clase dirigente en las realidades de la vida.

Rugg se rió.

—Eso no lo van a aprender en la Universidad, muchacho.

—Bueno, no sé yo —dijo una voz sobre sus cabezas, arrastrando las palabras—. Las aulas sin calefacción, la cerveza aguada, las rencillas incomprensibles, el sexo

Indiscriminado, la violencia gratuita y la falta generalizada de sueño me parecen a mí ejemplos perfectos de lo que es la vida real.

Basil respingó como si le hubieran pegado un balazo. Se preguntó cuánto tiempo llevaría Theron escuchando la conversación. Se preguntó asimismo si delataría su túnica el martilleo de su corazón. Se temía que así era.

Theron continuaba hablando.

—Doctor De Cloud, me preguntaba si podría hacerle una consulta en privado. —Su suave voz sonaba enojada, pero eso se podía deber a su acento de aristócrata. Basil se giró para mirarlo. Los finos labios se veían duros e inmóviles.

Leonard Rugg le propinó un puñetazo en el brazo.

—Nuevo alumno, ¿eh? Ya me extrañaba a mí… En fin, enhorabuena, De Cloud. No cobres ni un cobre menos de veinte por trimestre. Se lo puede permitir, ¿no es así, Campion?

Theron esbozó una fina sonrisa.

—Sí —dijo—. Me lo puedo permitir.

—Gracias, Rugg —dijo Basil—. No soy precisamente un novato en estos asuntos, ¿sabes? —Se levantó y recorrió la taberna con la mirada—. Ahí —señaló una mesa vacía con la barbilla.

Basil cruzó la estancia a paso rápido. El muchacho debería haberle explicado quién era; no debería haberlo abordado en público; le podría haber sonreído, por lo menos. Basil se sentó con gesto ofendido, decidido a salvar su dignidad, y vio que Theron se estremecía de risa contenida.

—¿No he estado perfecto? —preguntó alegremente. Basil lo escudriñó con suspicacia—. ¿Y bien, «doctor». De Cloud?

—Campion, ¿te has vuelto loco? —gruñó Basil—. ¿O debería decir «lord». Theron?

—Lo siento. —El estudiante se enjugó las lágrimas de los ojos—. Estoy estropeando el efecto, ¿verdad? —Estiró el brazo por encima de la mesa y rozó la mano de Basil. Las entrañas del maestro se encendieron como fuegos artificiales—. Hablemos de cuotas, entonces, para no desilusionar al doctor Rugg. Dime… —Se inclinó hacia delante. Basil olió su boca, endulzada de menta y la fragancia de su aliento—. ¿Cuánto tengo que pagar por otra lección como la de anoche?

Sus ojos verdes estaban jaspeados de oro. Basil sonrió.

—Me pregunto —murmuró— si recordarás tu lección.

—Perfectamente. —El joven le devolvió la sonrisa—. Presté especial atención. Y ahora sabría más cosas.

—¿Es eso cierto?

—Usted es mi tema de estudio, doctor De… Basil. Mi deseo es comprenderte minuciosamente, descubrir tus misterios, aprobar los exámenes de tu historia y tus gustos.

Basil se echó a reír.

—Mi historia no es tan interesante como la suya, maese Campion.

—¿Oh? —dijo Theron, y luego, en tono completamente distinto—: ¿Qué te ha estado contando el viejo metomentodo? ¿Que tengo un apetito insaciable por los hombres, las mujeres y los ponis? ¿O sólo que cambio de amantes como de chaqueta? No es exactamente así. Reniego de los ponis. ¿Me vas a expulsar de tus clases?

Su expresión era a un tiempo altanera y dolida, tanto que Basil alargó el brazo hacia él. Theron miró de reojo la mano de Basil, cuadrada y morena contra su piel blanca, y sonrió.

—Una tutoría —murmuró—. Dispongo de una hora libre antes de la clase de Tipton.

Dos horas más tarde, yacían juntos en medio de un revoltijo de prendas y mantas. El cabello de Theron se extendía sobre ambos como una bufanda húmeda.

—Eres como uno de los Hombres del Bosque de las viejas historias —musitó soñolientamente Basil—, los que eran capaces de volver locos de deseo a los mortales. Pero si conseguías que uno se enamorara de ti, decían que conservarías la juventud durante cien años.

—¿Y qué pasaba luego?

Basil se enroscó en el dedo un rizo lustroso.

—Te morías de vejez galopante.

—Ejj. —Theron se estremeció y se cubrió el pecho frondoso con un trozo de tela al azar—. Nunca había escuchado esa historia. ¿Quién te la contó?

—Oh, mi madre, probablemente. Se sabía muchas.

—¿De veras? —Theron estaba asombrado por la cantidad de cosas que tenían en común su erudito amante y él—. ¡La mía también! Pero son todas de Kyros.

—Me gustaría oírlas algún día.

—Mmm. —De alguna manera, la punta del mechón de Theron había llegado hasta la suave piel del doblez del codo de Basil, donde estaba haciendo silenciosas diabluras—. Pero sobre todo me hablaba de mi padre. Ya sabes, el famoso Duque Loco. Que ya no era duque cuando se casaron en Kyros… y tampoco estaba loco, por lo menos según su versión.

—Un tipo voluble.

—Ni te lo imaginas. Mi padre —continuó Theron, cada vez más metido en el tema— era un personaje extravagante. De pequeño me propuse intentar ser más extravagante todavía. Al ver que eso era imposible, me conformé con complacerme a mí mismo. La variedad en los amantes es una tradición familiar, la verdad.

—Es una tradición más antigua que eso —lo informó Basil—. Hollis nos cuenta que los reyes más antiguos eran animados a tener numerosos amantes de ambos sexos. Los brujos…

—Ni los brujos ni los reyes —lo interrumpió Theron— me interesan especialmente ahora mismo. Después de todo, están muertos.

—Igual que Aria, Palaemon, Redding y todos los demás grandes poetas y dramaturgos por los que juráis los retóricos. —Basil se incorporó apoyándose en las almohadas—. El pasado nunca está muerto, Theron. Sobrevive en el presente, en nuestras leyes y nuestras costumbres, hasta en nuestra forma de pensar y hablar. Deja eso, Theron, estoy dando un discurso.

Theron levantó la cabeza y sonrió.

—Es un discurso muy bueno —dijo— y no estoy en desacuerdo contigo. Espero alcanzar la inmortalidad con mis poemas, cuando por fin consiga escribir algo que merezca la pena guardar. Sin embargo, en estos momentos me interesas mucho más tú, tu cuerpo y mi cuerpo, y el placer que podemos proporcionarnos el uno al otro.

Puesto que había estado atareado con los dedos mientras hablaba, Basil no se encontraba en condiciones de llevarle la contraria, y el momento de Theron se ensanchó para abarcar el pasado, el presente y el futuro de Basil en una efímera eternidad de sensaciones perfectas. Comenzaban a rendirle al sueño cuando Theron se sentó de repente.

—La campana está dando las cinco, y si no me doy prisa llegaré tarde a cenar otra vez. Le prometí solemnemente a Sophia que sería puntual. ¿Te veré mañana?

Se había levantado de la cama ya, recogiendo su ropa del suelo y el lecho. Basil se arrebujó en la colcha y vio cómo se vestía su amante, deteniéndolo una vez para besar la hoja de roble dibujada a lo largo de su clavícula antes de que desapareciera bajo su camisa de lino.

—Aún no me has hablado de ese tatuaje —dijo Basil mientras Theron se ponía la chaqueta con brocados.

—No —repuso Theron, sucinto—. No te he hablado de él. Es una historia larga e insulsa, y no quiero que perdamos el tiempo con ella.

Se puso la capa y se medio arrodilló en la cama para besar en la boca a Basil, que le sostuvo el rostro con mano firme.

—La escucharé mañana —dijo—. Cena conmigo… Le pediré a Bet que nos prepare un pastel. Tendremos toda la velada para nosotros.

Los ojos glaucos se miraron en los suyos.

—Podría ser una velada muy larga.

—Bien —dijo Basil, con el corazón desbocado—. Me gustan las historias largas.