Capítulo V

Si había algo que a Basil de Cloud le gustara más que desenterrar conocimientos olvidados era ofrecer esos conocimientos a sus alumnos. Los años de husmear entre los archivos de la Universidad habían dado sus frutos: proclamas reales, cartas de décadas de consejos a décadas de reyes, listas de los oficiales pagadores de las haciendas reales, listas de compañeros del rey, borradores de leyes y tratados, con y sin firma. Estos documentos revelaban un mundo que era mucho más interesante, más colorido, más real que las grandilocuentes abstracciones de los historiadores Trevor y Fleming, White e incluso Tortua. Basil recordaba la trepidación casi sexual que había sentido la primera vez que había manejado las cartas de Anselmo al Canciller del Dragón y había visto las confiadas curvas de la firma encima del sello real. Era eso más que cualquier otra cosa lo que había encendido su imaginación con los misterios que rodeaban a los reyes del norte y sus descendientes.

Basil estaba perfectamente familiarizado con todos los textos de referencia, por supuesto, de lo contrario jamás habría logrado el doctorado en Historia. Pero donde sus colegas historiadores se conformaban con afinar los escritos de sus ilustres predecesores, volcando todos sus argumentos y análisis en detalles de interpretación y gradación cada vez más sutiles, Basil acudía discretamente a fuentes completamente nuevas… pese a ser muy antiguas algunas de ellas. Tamizaba baladas y viejas leyendas en busca de cualquier pizca de verdad que pudieran entrañar; y donde la mayoría de los historiadores confiaban en, digamos, el resumen del tratado ofidio que realizara Vespas en El libro de los reyes, era sabido que Basil se había presentado en una clase enarbolando el documento original como un estandarte, oscurecido su lacre rojo por la sangre de los siglos, capturado como un trofeo de caza en los archivos de la Universidad.

La pequeña aula plagada por las corrientes de aire conocida como LeClerc donde Basil de Cloud daba sus clases, encajonada tras una pared de piedra y un modesto patio adoquinado, no era fácil de encontrar. Tras la debacle de Tortua, sin embargo, los primeros reyes y sus brujos eran el tema de moda, y esta mañana LeClerc se hallaba tan abarrotada como una taberna en fechas de festejos. Basil paseó la mirada por un suelo alfombrado de togas negras y ávidos semblantes jóvenes. Había más estudiantes distribuidos por la galería como cuervos desaliñados, dándose codazos unos a otros, cuchicheando y comiendo bollos cocidos.

Era un público al que Basil no se podía resistir. Habían venido para asistir a un escándalo; pues bien, se iban a enterar de lo que era bueno. Casualidades de la vida, precisamente ayer se había topado con algo especialmente jugoso.

—Hoy os traigo un regalo —dijo Basil—. Me voy a saltar unos trescientos años de consejos, tratados y legislaciones, para hablaros del penúltimo rey, Hilary el Loco, también llamado Hilary el Venado.

El comienzo fue árido, a base de material extraído del Orgullo desmesurado de Tortua, por el bien, explicó magnánimamente, de aquellos visitantes que no estuvieran familiarizados con los textos más elementales. Pero pronto estaba ampliando los hechos archisabidos del reinado de Hilary con los detalles que había encontrado en las hasta ahora perdidas memorias de Hieronymus, el duque de Karleigh, quien había representado al Consejo de los Nobles en la corte de Hilary.

—Poco después de su coronación, Hilary empezó a dar muestras del peculiar trastorno que le ganó su sobrenombre. Pasaba cada vez más tiempo en el recinto donde se criaban los ciervos reales, y se interesó por sus cuidados y su alimentación hasta el punto de dar de comer a un cervatillo papilla y leche con sus propias manos, y de llevárselo al palacio para que durmiera en su propia habitación. Cuando la reina Amelia se opuso, ordenó que la trasladaran a otra parte del palacio.

Risas en la galería, rápidamente acalladas. Hileras de cabezas morenas y rubias se agacharon sobre sus tablillas entre el suave rasguñar de los lápices, como gallinas en busca de gusanos.

—Por consiguiente, supuso una considerable sorpresa para su corte el que Hilary decidiera resucitar el ritual, abandonado en tiempos de su tatarabuelo, de cazar un ciervo de un año y sacrificárselo a la tierra. Hilary se empeñó en cazar el venado personalmente, llevárselo a los brujos y participar en el sacrificio, aunque el ritual lo perturbó tanto que después no salió de su cámara en días. Los brujos de la corte adoraban a Hilary, si bien casi nadie más compartía sus sentimientos.

Le llamó la atención un movimiento: una cabeza que se sacudía, entre extrañada y divertida. Se concentró en ella para ver unos pómulos altos, un mentón largo y fino; tenuemente familiar, pero imposible de emplazar. Distraído, De Cloud hizo una pausa para ordenar sus ideas.

Ah. Ya lo tenía. El joven de la clase del doctor Tortua, y de ayer en la taberna. El joven que le había sonreído entonces, que le sonreía ahora. Basil se apresuró a volcar toda su atención en el rey Hilary y sus peculiaridades. Las cuales, en años posteriores, habrían de centrarse cada vez más en bellos y jóvenes amantes de pobre cuna y poco sentido común, que rara vez tenían más opción que obedecer. Uno de ellos lo había degollado siguiendo sus instrucciones. Hilary estaba desnudo, salvo por una excelente piel de ciervo. Habían encontrado al joven asesino llorando sobre el cadáver, con la cara y el torso embadurnados con la sangre de su monarca.

—Los brujos de la corte lo interrogaron, naturalmente —dijo Basil—, pero no lograron sonsacarle nada más que los desvaríos de la locura: primero acusó al rey, después a los propios brujos, de haberle ordenado que cometiera el crimen. Falleció durante los interrogatorios, para irritación de Gerard, heredero de Hilary, que esperaba la ocasión de ejecutar al traidor. El rey Gerard, nada dispuesto a dejar que le arrebataran su venganza, ordenó que el cadáver del magnicida fuera arrastrado, descuartizado y quemado como si todavía estuviera con vida. Gerard creía firmemente en el cumplimiento de los rituales. El problema era que muchos de los rituales del norte eran residuos de una época más dura y bárbara, cuando los brujos habían estado mucho más implicados en el gobierno. Mañana explicaré qué tiene que ver todo esto con los reyes de principios de la Unión. A menos, claro está, que logren ustedes dilucidarlo por sí mismos.

La campana de la Universidad sonó pesadamente sobre sus últimas palabras, y se produjo un bullicio generalizado mientras los estudiantes recogían sus efectos. Siempre habían sabido que los últimos reyes habían sido unos locos corruptos: eran los cimientos de todas las clases sobre la monarquía a las que habían asistido. Pero ni siquiera Crabbe, que tenía fama de buen orador, había conseguido nunca que los adjetivos «loco» y «corrupto» parecieran tan reales como durante la versión de De Cloud de la muerte de Hilary.

—Gracias. —Era el joven desconocido, al pie de la tarima—. Ha sido interesante, eso del rey Hilary y su amante. Todos esos detalles, lo del degüello y la piel de ciervo en la cama, no se encuentran en Tortua ni en Trevor, ni siquiera en Vespas. Pero sé que he visto algo parecido, algo muy parecido, y estoy intentando recordar dónde…

Había algo en él —su voz, quizá, o tal vez su arrogancia, o la sugerencia de que el descubrimiento de De Cloud no fuera tan asombroso como pensaba— que hizo que Basil se pusiera en guardia.

—¿Si? —dijo—. Cuando lo recuerdes, no dejes de comunicármelo. La corroboración independiente siempre es importante.

—Por si acaso a alguien se le ocurre que uno se lo ha inventado todo —convino el joven.

De Cloud consideró la posibilidad de pasar su comentario por alto, pero no pudo.

—¿Quieres escuchar un consejo, maese…?

—Campion. —El muchacho hizo una elegante reverencia—. Theron Campion.

—Maese Campion. Los hechos de un estudioso son su honor. No he llegado a doctor de esta Universidad inventándome coloridos detalles.

—Por supuesto que no, doctor De Cloud. —Los ojos de Campion lo apuntaron de soslayo, traviesos—. Pero… ¡qué encantador si así fuera!

Tenía los ojos verdosos. Basil se descubrió prendado de ellos. Theron Campion sonrió con coquetería, y Basil sintió que su corazón empezaba a martillear con lo que, dadas las circunstancias, no podía ser sino ultraje.

—La verdad no es ninguna broma —dijo fríamente.

Un momento después, el joven y su perturbadora mirada eran empujados a un lado por un grupo de estudiantes deseosos de llevarse al doctor De Cloud al Nido del Pájaro Negro para beber algo y escuchar más historias. Se sintieron decepcionados, aunque no sorprendidos por completo, cuando el magister les informó entre risas de que su rango no lo eximía del ejercicio de la erudición.

—Si quiero alcanzar la inmortalidad de Trevor y Fleming, la misma que alcanzará el doctor Tortua, mis escritos deberán ser tan importantes como los suyos. Semejantes textos no se escriben en las tabernas, amigos, ni siquiera en las que son tan estimulantes como el Nido del Pájaro Negro.

Todos los grandes historiadores habían logrado su reputación con una sola obra definitiva. Tortua, por ejemplo, había escrito un estudio sobre el Consejo Interno e innumerables monográficos sobre diversas leyes y tratados previos a la Caída, pero Orgullo desmesurado y la caída de los reyes era por lo que sería recordado, igual que Trevor lo era por De decadencia y engaño y Fleming por La tragedia de la realeza.

Basil de Cloud dudaba que nadie fuera a recordarlo por El origen de la paz, obra que consideraba propia de un aprendiz, competente pero poco inspirada. El libro versaba exclusivamente sobre las actividades de los nobles en torno a la Unión. Era poco más que una colección de alabanzas dirigidas al Consejo de los Nobles por haber forjado una alianza que reportaría paz y prosperidad a ambos reinos y pondría fin a las interminables guerras fronterizas que tantas vidas y cosechas perdidas costaban. Lo que por fin los había acercado era una invasión que amenazaba a los dos reinos; lo que los había mantenido unidos era el matrimonio entre las monarquías. Sólo había usado fuentes consolidadas, y había llegado a la nada excepcional conclusión de que el bárbaro norte había salido ganando mucho más que el civilizado sur con la Unión.

Basil había escrito El origen para congraciarse con doctores y gobernadores, antes de descubrir el embriagador vino de la verdadera erudición. Y antes de comprender la verdad acerca de los antiguos reyes.

Esa verdad había pasado demasiados años enterrada; enterrada no sólo por cortesanos y estudiosos ávidos de complacer a sus nobles señores, sino por el comportamiento genuinamente despreciable de los reyes inmediatamente anteriores a Gerard, a quien el Consejo de los Lores depusiera con todo el derecho. Hacía casi dos siglos que se había ejecutado al último rey; ahora, pensó Basil, podría haber

Llegado el momento de destapar la verdad sobre los primeros, quienes habían gobernado el país durante cientos de años: guerreros tan fuertes como apuestos que habían unido los dos reinos frente a los invasores extranjeros a pesar de las disputas entre partidarios del norte y del sur; hombres valientes e imaginativos que habían dejado su impronta en tratados y leyes aún en vigor, en las fronteras estables y las prósperas granjas.

Era una verdad que a cualquiera que viviese ahora le costaría aceptar. La asunción general era que todos los reyes habían estado más o menos igual de locos que Hilary, habían sido más o menos igual de perversos que Gerard. Pero Basil había leído sus mismas palabras, había tocado el mismo papel que ellos, había aspirado el polvo de sus documentos oficiales y su correspondencia privada, y tenía otra idea. No había nada de locura en las cartas de Anselmo a sus consejeros, nada de perversión en los poemas de amor que le escribía Roland el Fornido a su esposa, la reina Isabelle, ni en los ingeniosos bocetos que había garabateado Orlando el Justo en los márgenes del borrador del Tratado de Arkenvelt. Durante generaciones después de la Unión, los reyes habían gobernado sabia y ecuánimemente, presidiendo cortes en las que practicaban sus artes estudiosos y hombres de estado, y los jóvenes bailaban, debatían, libraban justas y combates de esgrima, coqueteaban con las hijas de los nobles y entre sí. Y antes de eso, los reyes del norte habían mantenido su pequeño reino rocoso independiente y próspero frente a las amenazas gemelas de la invasión extranjera y el hambre. Basil adoraba a los reyes antiguos. Los adoraba por su misterio, por su brillante coraje, por el amor, la poesía y el arte que habían inspirado. Los adoraba porque nadie más lo hacía, y porque adorarlos le parecía lo mismo que adorar la verdad enterrada. Los adoraba, y quería que se les hiciera justicia.

El problema, naturalmente, estaba en las pruebas. Por encantadora que le pareciera la Crónica del reino del norte de Hollis, Basil sabía que era un ejemplo de égloga política, encargada por Alcuin el Diplomático y su reina para presentar la historia de la antigua nación del monarca a sus nuevos súbditos. Sus descendientes estaban más documentados; pero en el fondo Basil sabía que la clave de todo radicaba en los predecesores norteños de Alcuin, en lo que habían traído a la Unión y cómo había impregnado la herencia viva del país. El antiguo reino del norte había producido escasos documentos escritos, y los que habían sobrevivido eran tan fragmentarios como para resultar casi incompresibles. Basil creía que la historia del norte se hallaba codificada en baladas y extractos de poemas, en leyendas de cambiaformas, brujos, en relatos de batallas gloriosas y amores imposibles… pero ni siquiera los historiadores más abiertos de mente aceptarían eso como pruebas de peso.

El Tratado de la Unión, por otra parte, era un documento cuya autoridad histórica ni siquiera Roger Crabbe podía poner en tela de juicio. Y un estudioso astuto podía deducir muchas cosas sobre las leyes y las costumbres de las misteriosas tierras del norte merced a las provisiones de ese tratado. La herencia, por ejemplo. ¿Por qué debería dedicarse una sección entera del tratado a garantizar que el trono jamás

Pudiera pasar a manos de una mujer? Había enfrentado a los nobles de la reina y al rey desde el principio, pues contradecía sus tradiciones. ¿Qué tenían contra las mujeres los reyes y sus brujos, y por el interés de quién velaba esa ley? ¿De qué tradición nacía?

En busca de respuestas, Basil se había aplicado a la tarea de escarbar entre las montañas de libros y papeles que podían encontrarse en los archivos, o comprarse a los traperos que se ganaban la vida peinando la basura de la ciudad. Entre las inútiles facturas, listas y notas, en ocasiones había encontrado auténtico oro histórico: cartas de un anciano lord Davenant a su hijo, o un libro medio lleno de reflexiones personales de un lord Montague que había vivido durante el reinado de Rufus, tataranieto del rey Alcuin. Éste lo había descubierto en una caja de viejos romances y cuentas domésticas pertenecientes a un empobrecido primo de Karleigh, que contenía asimismo el diario de un anciano Hieronymus, donde había leído la fascinante historia de la muerte de Hilary.

Basil se había irritado, que no sorprendido, al encontrar a los brujos mentados por todas partes. Davenant animaba a su hijo a pedirles ayuda para resolver la infertilidad de su esposa. Montague los maldecía por entrometerse en el diseño de un sistema de alcantarillado antes de que le hubiera hablado a nadie de ello. El mismo Montague citaba asimismo a un tal Pretorius, el cual «realizó un ritual de Agua Potable sobre el pozo de la mansión Hemmynge. La enfermedad se purgó, alabada sea la Tierra. Pero al igual que el pastor del cuento, ahora el rey desea purificar el río, y P. duda que ni todo el Colegio de Brujos tenga poder suficiente para tan monstruosa proeza, y es propenso a lamentarse exclamando: «¡Qué lejos quedan los días de Guidiy!».

Parecía que ponía «Guidry», al menos. Había un Pozo de Guidiy en el norte. Pero Basil suponía que lo mismo podría ser «Cully». O incluso «Godfrey». La caligrafía de Montague era irregular y difusa, pero su proximidad al rey hacía que todas sus frases fueran muy valiosas.

Basil siguió trabajando en la libreta hasta que se le acabó la tinta y la débil luz le recordó que no le quedaba ninguna vela. Momento en el cual también se dio cuenta de que le dolía la cabeza, tenía la boca como la Sequía de los Doce Meses y el estómago igual de vacío que su tintero. Lo que le hacía falta era cerveza, y algo de cenar, y más tinta, y probablemente también leña y velas. Todo lo cual significaba que iba a tener que salir.

Masculló un juramento y se puso el sombrero. Si tuviera un criado, no tendría que interrumpir su trabajo por culpa de trivialidades. Pero el sueldo anual de un criado era media decena de libros nuevos, leña para todo el invierno. Sencillamente no podía permitírselo.

Basil sopló la vela y cerró la puerta con llave al salir. La cátedra de Historia de Horn pagaba un buen estipendio, pensó mientras bajaba las escaleras a tientas. Cubriría no sólo la paga de un sirviente, sino además habitaciones nuevas,

Estanterías, velas de cera y todos los libros que necesitara. Sin embargo, sus posibilidades de llevarse ese gato al agua eran escasas; cuando Tortua se fuera, la cátedra iría a parar inevitablemente a un historiador consolidado, no a un pueblerino con aires de grandeza, un libro intrascendente y un par de monografías ligeramente controvertidas en su haber. Pensar lo contrario era una estupidez, ¿no?

Al llegar al húmedo recibidor, el desaliñado muchacho que guardaba la puerta le dejó salir. La noche era clara pero fría. Tiritando, Basil buscó la taberna más cercana, el Tintero, tradicional centro de reunión de poetas y retóricos. Poco inclinado a tener compañía, buscó una mesa vacía junto a la pared y pidió cerveza tostada y pastel de ave. La bebida llegó casi inmediatamente; Basil contempló el borde de su jarra mientras un hilarante grupo de estudiantes discutía sobre las sutilezas de la retórica junto a la chimenea. Uno de los muchachos tenía el pie apoyado en un banco, apuntando con dedo acusador como un espadachín a la nariz de su carcajeante adversario. Hacía tan sólo ocho años que él era todavía uno de ellos. Bebió la fragante cerveza y sonrió para sus adentros. Y ahora soñaba con la cátedra de Horn. Sin embargo, ¿por qué no habría de soñar? Porque, se respondió, ni siquiera había cumplido los treinta aún; era un bebé entre los maestros. ¿Pero quiénes eran sus rivales, a fin de cuentas? La historia antigua no era una materia popular, y había muy pocos doctores de Historia. Únicamente Crabbe constituía un obstáculo real… pero Crabbe tenía muchos enemigos. Que Basil supiera, su único enemigo era el propio Crabbe.

Llegó el pastel de ave; comió y estaba pensando en pedir más cerveza cuando un estudiante vestido de negro se separó del grupo que estaba junto al fuego y se dirigió al rincón de Basil.

—Doctor De Cloud —saludó jovialmente el muchacho—. Buenas noches.

Esta vez, Basil lo reconoció enseguida.

—Campion, ¿verdad?

—¿Puedo sentarme? —Sus ojos verdes se veían un poco empañados por la bebida, su mano blanca reposaba pesadamente en el canto de la mesa.

Basil no veía ningún motivo para cruzar palabra con alguien que, después de todo, estaba ebrio y era un grosero.

—No —respondió, tajante.

Theron Campion trastabilló y se agarró al hombro de Basil.

—Oops —dijo—. Lo siento. Me sentaré calladito. Ni sabrá que estoy aquí.

Se acomodó en el banco al lado de Basil, muslo con muslo. Basil respingó como si quemara al contacto.

—Lo siento —repitió Campion, y se apartó.

—¿No te parece que deberías irte a casa ahora que todavía puedes andar? —preguntó fríamente Basil.

—Tampoco estoy tan borracho —repuso Campion—. Todavía puedo decir «Siete sediciosos espadachines se exiliaron en Sardinópolis». ¿Puedo invitarle a un trago? El vino de aquí no es tan malo, si sabe uno qué pedir. —Sonrió como el gato que sabe dónde está guardada la nata—. Yo sé qué pedir.

Basil se rió.

—Seguro que sí. No, no quiero que me invites a vino.

—Brandy, ¿qué tal un brandy? O cerveza. Los hombres que beben cerveza rara vez son apuestos, pero es la excepción lo que confirma la regla, o eso pretende hacernos creer «John el Largo» Tipton.

—¿«John el Largo»? —dijo Basil, haciendo oídos sordos a la referencia a la apostura—. ¿Así llamáis al doctor Tipton? ¿Y cómo me llamáis a mí, pues?

Los labios del muchacho dibujaron una sonrisa taimada.

—Eso sería irse de la lengua. Yo te llamaría Basil, si me dejaras.

Basil observó a Campion con la mezcla de curiosidad y fascinación de quien ve cómo un ciego camina derecho hacia una pared de ladrillos. Era evidente que el muchacho estaba demasiado borracho como para saber lo que se hacía.

—No te lo puedo impedir —respondió, sucinto.

—Oh, sí, sí que puede. Una fría mirada de sus ojos podría dejarme la lengua de piedra. Todo el mundo tiene miedo de usted.

—Exageras.

—No, señor. Siempre presto una atención especial cuando usted habla. —Una entonación aristocrática empezaba a impregnar su acento de la Universidad, más seco—. Aunque, más que nada, me fijo en su boca. Es austera, pero sensual. Se presta a la observación.

Basil contuvo el impulso de taparse la boca con la mano.

—No sabía que hubieras tenido muchas ocasiones de observarla antes de hoy. No puede decirse que seas asiduo a mis clases.

—Es una clase por la mañana —dijo a modo de disculpa Campion—. Aunque ya he ido antes. Le oí hablar del auge del Consejo Interno y los brujos de la corte. Sabe usted, se equivoca acerca de los brujos. —Se arrimó más—. Sé de ellos, verá, porque he estudiado la retórica de la situación. Como estudiante de Retórica que soy. Que soy… este curso. El año pasado cursé Geografía… pero eso da igual. También me gusta la Historia. Lo que intento decir es —enderezó la espalda e inspiró hondo—: ¿Qué eran los brujos de la corte? ¿Cuál era su función, al fin y al cabo? Eran los consejeros de los reyes. Asesoraban. Todas estas cosas que nos cuenta Hollis sobre

Cómo veían el corazón de las personas y maniataban a los reyes con cadenas de oro… es lenguaje figurado. Un recurso retórico. Cualquier poeta lo sabe. Lo que eran realmente… eran como tú, Basil: cribaban las pruebas en busca de la verdad. Eran estudiosos del corazón. —Satisfecho, lo repitió—: Estudiosos del corazón. Y puesto que eran tan buenos en su trabajo, acertaban tan a menudo como para resultar creíbles y forjarse así su reputación de auténticos magos.

El muchacho hablaba apasionadamente, inclinándose sobre Basil lo suficiente como para que éste oliera el brandy en su aliento. A la luz de las velas, sus ojos parecían enormes, verdes como hojas del bosque. Esperó una respuesta, y al no recibir ninguna, volvió a sentarse en el banco con una sonrisa de complacencia.

—Sabía que estarías de acuerdo cuando te lo demostrara.

Basil se apartó de él.

—¿Estar de acuerdo? Maese Campion, lo único que me has demostrado es tu habilidad para hilvanar teorías de la nada. No hay un solo hecho en todo ese fárrago de sinsentidos… Ni uno.

Sin dejarse amilanar, Campion repuso:

—Conocemos tan pocos hechos de esa época, y los que conocemos son tan imprecisos. ¿Me está sugiriendo… usted, doctor De Cloud, que voy por ahí… a ver cómo era… «inventándome coloridos detalles»?

Basil rechinó los dientes.

—Lo que sugiero es que te tomes la molestia de documentarte antes de empezar a formular teorías.

—Sé tanto como la mayoría de sus alumnos. He leído a Tortua y a Hollis, y a uno de los otros… Delgardie, ése. ¿Qué más hay?

Un estudiante pasó dando tumbos junto a ellos, o casi; en el último momento tropezó con la mesa y se desplomó en el regazo de Campion.

—Lárgate, Hemmynge. —Campion lo soltó en el suelo.

Hemmynge partió zigzagueando en dirección contraria, dejando a su paso una estela de imprecaciones.

—¿Qué más? —insistió Campion—. Si quiero hechos.

—Ésos los imparto en mis clases, jovencito. Previo pago de la cuota.

Campion emitió un gemido.

—Hay muchas cosas que se me dan mejor que madrugar por la mañana. Y usted no me deja invitarlo a un trago. Dígamelo ahora.

—No podemos hablar aquí —dijo Basil—. Hay demasiado ruido.

—¿En la calle, entonces?

—Hace demasiado frío.

—¿Por casualidad sus aposentos no quedarán cerca…?

Los aposentos de Basil de Cloud quedaban en lo alto de cuatro tramos de escaleras en un viejo edificio de piedra que originalmente había formado parte de las dependencias reales. Algún tiempo después de la caída de los reyes, se había dividido en una madriguera formada por distintos apartamentos más o menos atestados. La habitación de Basil era de las más grandes, amueblada con una cama de madera, una mesa y una silla, y decenas de libros y hojas sueltas apiladas y desperdigadas por el suelo, contra las paredes, en las esquinas, y esparcidas sobre el colchón como un amante solícito.

—La querida del erudito —observó Campion, doblando el cuerpo encima de la cama. Apoyó la mano en una hoja repleta de letras diminutas—. ¿Este es tu nuevo libro?

Desde que salieran del Tintero, Basil había tenido tiempo de lamentar su impulsividad.

—No —dijo fríamente.

—¿Tienes alguna querida?

Basil, que estaba atizando el fuego, se enderezó de golpe, con los labios apretados. El joven le devolvió la mirada con gesto serio, como un chiquillo curioso. Se había aflojado el cuello de la camisa, dejando abierto el delicado lino para descubrir el hoyuelo de su garganta, también delicada, y muy pálida. La luz del fuego bruñía el pliegue de cabello sobre su hombro y tocaba las curvas altas de su frente y su nariz aguileña con una luz cálida, prestándoles la apariencia del alabastro o el marfil labrado. Sus ojos, en sombra, carecían de expresión.

El mundo de Basil se tambaleó y se realineó en torno a una figura descendida del friso de mármol que adornaba el paraninfo, sentada ahora en su cama: la viva imagen de un antiguo rey.

Theron Campion dejó dos libros en el suelo, despejando así un mayor espacio en la cama. El movimiento rompió el espejismo, pero no el hechizo. Basil avanzó un paso hacia la cama, después otro, con la mano extendida en un gesto inconsciente de súplica. Theron la agarró y lo atrajo a un largo beso que terminó con él tendido de espaldas encima de la cama, entre los papeles.

—Cuidado —murmuró Theron contra los labios de Basil—. ¡Tiene uñas!

—¿Qué?

—Tu querida. Me está arañando la espalda. Y esto no puede sentarle bien. Librémonos de ella.

Basil se apoyó en un codo y se inclinó sobre Theron para despeñar hojas y libros por el borde de la cama, levantándolo para alcanzar las hojas encima de las cuales estaba echado, apoyándose en su vientre, deslizando las manos por la toga, la chaqueta, el chaleco ceñido, la camisa, hasta llegar a la suave y fuerte espalda de debajo. La piel del joven era cálida y flexible bajo las manos de Basil; su boca, dulce y firme bajo sus labios. Theron lo apartó rodando, riéndose, y le ayudó a desembarazarse de la túnica de erudito y el resto de su ropa.

Theron se sacó la camisa por encima de la cabeza. Tenía la piel algo sonrojada, y le trepaba por el pecho hasta la garganta una tracería de hojas tan bellamente grabadas que casi podría creer uno que habían crecido allí por sí mismas, como la hiedra en un muro de piedra. Las hojas de enredadera se entrelazaban con otras de roble. Basil levantó la mano para acariciar el motivo y vaciló, abrumado.

Theron bajó la mirada a su cuerpo, inescrutable su rostro.

—No destiñe —observó.

—Me gustaría ver el resto —dijo con voz temblorosa Basil.

Las hojas se enroscaban en las muñecas de Theron hasta acabar bajo una nalga alta y redonda. Basil la acarició, esperando casi sentir las hojas estremeciéndose bajo sus dedos. Theron jadeó y enterró una mano en el vello oscuro del torso de Basil. Tenía los dedos helados.

—Siempre había querido una colcha de piel —murmuró—. Ven y dame calor.

Y Basil así lo hizo, hasta tirar las mantas al suelo, hasta encenderse, arder y consumirse ellos mismos, hasta yacer tendidos por fin entre humeantes rescoldos de satisfacción.

—Siento curiosidad por una cosa —dijo Basil, adormecido—. ¿Me has estado siguiendo? Es como si últimamente te viera en todas partes.

El joven buscó una postura más cómoda contra su hombro.

—Pensé que no te darías cuenta.

—¡Me di cuenta desde el principio!

Basil sintió la sonrisa contra su piel.

—No, no es verdad. Asistía a tus clases; te veía en el Nido, rodeado de estudiantes, tus seguidores particulares…

Basil se rió por lo bajo.

—¿Qué?

—Cómo lo dices. Par-tic-u-lares. Suena como si estuvieras cogiendo algo diminuto con unas pinzas de plata. Da igual. Continúa.

El estudiante cambió de postura.

—Bueno… Te estudié hasta conocerte, o al menos tu faceta pública: tu cultura, tu pasión, la forma en que hablas más despacio cuando respondes a alguna pregunta. Estudié tus manos, y me pregunté cómo me tocarían; tu pelo, y cómo olería. Me pregunté todo eso, y acerca del resto de ti, lo que no podía ver. Quería conocerte. Y quería que tú me conocieras a mí. Quería que me vieras.

—¿Has conseguido lo que querías?

Theron deslizó una mano desde el esternón de Basil hasta su vientre.

—Sí —dijo—. Sí, lo he conseguido.

Después de que Theron lo dejara solo, Basil alimentó el fuego, echó su l única encima de la cama y se escurrió entre unas sábanas heladas que tan recientemente habían sido más que cálidas. No sabía qué hora era; esta noche no habría oído la campana del reloj de la Universidad aunque hubiera sonado directamente en su oreja. Pero mientras yacían juntos, dormitando, Theron había anunciado de repente:

—Tengo que ir a casa esta noche, sabes. Sophia se preocupa si no doy señales de vida.

Una pequeña serpiente de celos se había desenroscado en el pecho de Basil.

—¿Sophia?

—Lady Sophia Campion. Mi madre.

Campion, Campion… Una familia antigua, pero considerablemente intrascendente en el gran devenir de las cosas. Basil conocía a muchos de sus muertos. Estaba Bertram Campion, quien había visto caer al rey Tybald en Pommerey; un tal Raymond Campion, que había escrito una monografía sobre antiguos mapas de campaña. Pero qué habían hecho los Campion últimamente, no tenía ni idea. Se lo tendría que preguntar a alguien, discretamente.

Una vez tranquilizada la serpiente, Basil había ayudado al joven a rescatar su camisa y sus pantalones de entre la ropa de cama, había visto como se vestía, y le había dado un beso de despedida.

—Mañana —murmuró Theron contra su boca—. Te veré mañana. Basil sopló su vela y sonrió en la oscuridad. Al final no habían hablado de historia, ni de casi nada, ya puestos. Mañana, había dicho Theron. Mañana habría tiempo para hablar de muchas cosas. Y puede que también pasado mañana, y al otro.