Capítulo IV

El día después de la clase de Tortua, Leonard Rugg estaba sentado en el Nido del Pájaro Negro, debatiendo sobre el clásico de Plácido, De modales y morales, con Roger Crabbe. Plácido había tocado tanto la metafísica como la historia, por lo que era un terreno de juego igualado. Sus alumnos, de pie a su alrededor, listos para recoger la pelota retórica cuando fuera preciso, sabían que lo que se estaba discutiendo realmente era la cordura de Tortua, y que Rugg estaba siendo provocado a propósito.

—Ahora bien, no soy historiador —estaba diciendo Rugg—, y corrígeme si me equivoco, pero Plácido escribió De modales durante el reinado de Anselmo el Sabio, aproximadamente doscientos años después de la Unión, ¿no es así? —Los historiadores asintieron con la cabeza; los metafísicos cuchichearon—. De modo que cuando dice que los brujos son, déjame ver, «pérfidos, perniciosos y dados a apetitos impíos», está hablando de los que conoce, los de la corte de Anselmo. —Todo el mundo asintió—. Estos brujos son hombres que conoce, hombres que ha observado, hombres con los que probablemente se ha sentado a la mesa. ¡A lo mejor uno le pisó un callo, o le tiró la sopa por encima! Así pues, ¿cómo podemos tomarnos en serio su opinión? Está condicionado. No es historia, no son modales, y sin duda no son morales. Creo que deberíamos limitarnos a borrar el capítulo y olvidarnos de él.

Su agudeza fue recibida con silbidos y protestas, pero los alumnos de Crabbe se callaron cuando el menudo magister levantó la mano.

—Habla cuanto quieras sobre moralidad, magister Rugg… Todos sabemos que tú eres el experto ahí… —Cuchicheos de los historiadores de Crabbe esta vez—. Pero ¿de qué opinión podemos fiarnos, si no de la de alguien que estuvo presente entonces y escribió con tanta elocuencia acerca del mundo de decadencia que veían sus ojos?

—El mundo que veían sus ojos era prácticamente el mismo en el que vivimos hoy en día. «Los mundos no cambian con el paso del tiempo, como tampoco quienes los habitan» —citó con vehemencia Rugg.

Crabbe cerró los ojos en un gesto de visible desdén.

—De lo que se infiere que el estudio de la historia es un ejercicio sin sentido, supongo. —Cruzó los brazos sobre el pecho y apuntó con la barbilla al colosal joven

Que estaba sentado en precario equilibrio al filo del banco. —Blake, contéstale tú. Ya sabes cuáles son mis argumentos, o deberías.

El estudiante aludido se recogió nerviosamente el pelo rojizo detrás de las orejas prominentes y, en esos momentos, de un rojo encendido. Justis Blake era un muchacho grande y lento, de grandes y lentas ideas. No le gustaban las prisas, como tampoco tenía la menor idea de cómo respondería el doctor Crabbe a semejante declaración. Sólo llevaba dos semanas asistiendo a sus clases. Pero se humedeció los labios y lo intentó de todos modos.

—La historia nos enseña que los mundos sí cambian. Ahora no hay brujos. Eso es un cambio.

Los metafísicos recibieron con abucheos esta perogrullada.

—Sí —dijo Rugg—, los nobles se encargaron de eso. Quemaron a los viejos charlatanes como si fueran pilas de leña, y ésa es la verdad. Sin embargo, todavía tenemos nobles, ¿verdad? Nada cambia realmente.

Pero Justis continuó:

—La naturaleza básica de las personas no cambia, tal vez, pero su entorno puede alterar la forma en que ven las cosas. Por ejemplo, hace un año yo seguía siendo yo, pero vivía en una granja… —Alguien soltó un mugido; puede que fuera incluso uno de los historiadores.

—Sinceramente, Blake —dijo el doctor Crabbe—. Si no eres capaz de razonar lógicamente, intenta recordar mis lecciones al menos. O cita las célebres palabras de Trevor sobre el tema. Habrás leído a Trevor, ¿no?

Las mejillas y las orejas de Blake imitaron el color de los tomates. Ése era el estilo del doctor Crabbe, se recordó. Lo había sufrido en el aula y había sobrevivido. La costumbre que tenía el magister de saltar encima de uno, cerrar las mandíbulas sobre su ignorancia y sacudir la cabeza le recordaba al terrier de su madre cuando cazaba ratas. Justis Blake había decidido asistir a las clases de Crabbe porque pensaba que sería una buena manera de espabilar un poquito. Ahora no estaba tan seguro.

El doctor Rugg le dirigió una sonrisa de camaradería.

—Sé valiente, muchacho. Nadie se ha desangrado nunca en un combate dialéctico. Prueba otra vez.

Blake inspiró hondo.

—Gracias, señor. De acuerdo. Si la pregunta es cuál era la verdadera función de los brujos, y Plácido puede ayudar a desentrañarla, su opinión es tan válida como la de cualquiera, ¿no es así? Plácido conocía a los reyes, conocía a los brujos. Su magia no le hacía mucha gracia.

—Lo que pensaba Plácido de la magia era básicamente lo que todavía pensamos nosotros —acotó con voz meliflua Rugg—. «La magia es la bebida fuerte» —citó—

«Para quien se da a la sombra y el espejismo del poder, que de por sí no son nada». De modales y morales. Libro IV.

—Bueno, sí, pero… —Justis tragó saliva. Todas las miradas estaban puestas en él. Su madre se había sentido tan orgullosa cuando se fue a estudiar a la ciudad. Se preguntó qué diría cuando apareciera en la puerta de su jardín, expulsado y completamente humillado. Tomó aliento—. Pero no deberíamos fijarnos exclusivamente en Plácido. Es como un taburete, veréis, que no se puede sostener sobre una sola pata. Plácido es una pata del taburete. No le gustan los brujos y no le hace gracia su magia. ¿Pero por qué no los teme? Porque no los teme, eso está claro.

Los ojos color de miel de Crabbe se convirtieron en dos puntitos afilados.

—No sabía que tuvieras tanta imaginación, Blake. Continúa; estoy fascinado.

Tanto da que lo condenen a uno por lobo que por cordero, pensó Justis, y siguió elaborando:

—El rey le da más miedo que los brujos. Anselmo limitaba su poder. Ése es uno de los motivos por los que lo llamaban «el Sabio». Creo. En cualquier caso, otra de las patas del taburete son las leyes impuestas por Anselmo.

—¿Leyes? —Crabbe se sonrió con socarronería—. ¿Qué sabrás tú de leyes, tras dos semanas estudiando historia? ¡Ayer no te sabías los nombres del primer Consejo Interno de los Lores y ahora eres un experto en las leyes de Anselmo!

—Encontré una monografía —prosiguió obstinadamente Justis—. Acerca de algunos documentos relacionados con las leyes aprobadas para limitar el papel político de los brujos cuando Anselmo subió al trono…

—¡«Algunos documentos»! —Crabbe levantó las manos al cielo—. ¡Ahí lo tenemos! Se le da la espalda a los grandes, a Fleming y al inmortal Trevor, para ponerse a picotear entre papeles mohosos, ¿y qué es lo que pasa?

—Que descubre uno cosas fascinantes. —La nueva voz llegó por encima de las cabezas del corrillo de espectadores. Como juncos movidos por el viento, todos se giraron hacia quien había hablado. Éste era un hombre fornido, de aspecto compacto, ancho de espaldas y con el rebelde cabello oscuro mal sujeto por una cinta. A los ojos criados en el campo de Blake, su porte tenía algo de rústico, como si el irregular suelo del Nido fuera un campo arado. Sus mangas verdes, sin embargo, lo proclamaban doctor en Ciencias Humanas—. Descubre uno, por ejemplo, qué se esconde tras las declaraciones oficiales aprobadas para su publicación por los censores de la corte.

—¡Ah! —exclamó risueño Leonard Rugg, como si encontrar a Basil de Cloud en su mesa de costumbre en el Nido del Pájaro Negro fuera la más inesperada de las casualidades—. ¡De Cloud! Ahora nos enmendarás la plana a todos, ¿no?

—Si queréis —respondió suavemente Basil—. Tú más que nadie, Rugg, deberías reconocer que unos rumores de dos siglos de antigüedad todavía pueden ser valiosos a la hora de evaluar datos históricos. Tomemos por ejemplo la historia de la

Dedicatoria de Sobre el pensamiento al rey Anselmo por parte de Plácido. Cuando éste leyó dicha dedicatoria ante la corte, el rey lo recompensó con una bolsita de monedas y una orden de destierro.

Leonard Rugg profirió lo que en alguien menos distinguido podría haberse confundido con un resoplido de fastidio.

—Ya, ya, todos conocemos esa historia… si es que es verdad.

Crabbe manoteó el aire con impaciencia.

—Por supuesto que es verdad, Rugg. Vespas da fe de ella, y Trevor no vio ningún motivo para ponerla en duda.

Mientras Crabbe y Rugg reñían, Justis Blake se fijó en su rescatador. En una mesa junto a la ventana, Basil de Cloud estaba de pie rodeado de alumnos, la habitual cuadrilla de tipos ataviados de negro de distintas formas y tamaños. Pero había algo en todos ellos que le recordaba al equipo de jugadores de balompié de otro pueblo: tenían la pelota y lo sabían. Y en esos momentos su pelota parecía mucho más atractiva que la del cazarratas de Crabbe. Siguiendo ese impulso, Justis Blake hizo algo muy simple que cambiaría el curso del resto de su vida: se levantó del banco y se encaminó a la mesa de la ventana.

—Buena idea —dijo Crabbe a su espalda, sin poder resistirse a disparar una última salva de despedida—. A lo mejor De Cloud consigue meterte algo de historia básica en la mollera. Cuando hayas aprendido las atrocidades que cometieron los reyes cuando llegaron al sur, quizá entiendas por qué hubo que destronarlos, y a sus brujos de pacotilla con ellos.

Pero Justis no estaba escuchando. El ejército vestido de negro de De Cloud cerró filas a su alrededor, aislándolo de la mesa de Crabbe… y De Cloud lo invitó a explicarse. Dolido aún por los comentarios de Crabbe, Justis tartamudeó al principio, pero los ojos claros e inteligentes de Basil de Cloud no se apartaron en ningún momento de su rostro, y pronto se vio elaborando la clase de argumento que había animado al maestro de su pueblo a prestarle un libro tras otro, y por último los medios para que pudiera llegar a la ciudad y su Universidad, donde llevaba sintiéndose como un memo de primera desde entonces.

—Así que ya lo veis —concluyó Justis—, nuestra sociedad desciende de la suya. No podemos entender lo que somos si no comprendemos de dónde venimos.

Basil de Cloud sonrió, y Justis se sintió como si acabara de marcar un gol complicado.

—Estoy de acuerdo contigo, Blake… Blake, ¿verdad? —Justis asintió con la cabeza—. ¿Qué opinas de esa historia acerca de Plácido y Anselmo, por cierto?

—¿De veras quiere saberlo? —preguntó con incredulidad Justis; el doctor Crabbe rara vez se interesaba por lo que pensaban sus alumnos del material que les enseñaba.

—Sí —respondió sencillamente el doctor De Cloud—. Quiero saberlo.

—Trevor dice…

—Ya sé lo que dice Trevor —lo interrumpió De Cloud—. Quiero oír lo que piensas tú.

—Creo que es bastante obvio, señor. Anselmo debió de tomarse como un ataque personal la condena del lujo y el vicio que hace Plácido en De modales y morales.

—Obvio, claro. ¿Y si te dijera que Anselmo desterró al hombre porque le parecía que era un pelmazo sentencioso?

—Le diría que eso es una mera suposición —respondió rápidamente Justis—. No hay nada en ninguna historia que lo avale.

Un hombre como una estaca envuelta en una sábana negra se inclinó sobre su hombro y dijo con voz siniestra:

—Cuidado. Alguien podría pensar que estás llamando mentiroso al doctor De Cloud.

—Déjalo en paz, Fremont. Es una observación justa. —De Cloud se giró hacia Justis—. Pero piensa que tú mismo has apuntado que Anselmo era un factor fundamental a la hora de restringir el poder de los brujos, por lo que sin duda no iba a desterrar a Plácido porque no le gustaran. Es más, es cierto que de vez en cuando aparecen papeles: en áticos, en viejos baúles, incluso en los archivos de la Universidad. —Un joven esbelto cuyos largos y finos cabellos tenían el color del cobre se rió admirado y fue recompensado con una sonrisa—. En este caso, se trata de un apunte en la mismísima orden de destierro. No creo que nadie haya vuelto a echarle un vistazo desde la Caída, pero está en los archivos. Puedes verla por ti mismo, si te interesa. En el margen, encima de la firma del rey, hay una sola palabra. «¡Idiota!». La caligrafía se corresponde con la firma.

—Y lo era, además —dijo la estaca—. «Aquél que desee vivir bien deberá vivir sabiamente». —Masculló con ferocidad las palabras—. ¿Qué diantre significa eso?

—Que hay que pensar antes de hablar, Fremont —lo reprendió el doctor De Cloud.

Justis sacudió la cabeza.

—Si me permite el atrevimiento, señor, eso no contradice mis palabras. De modales y morales era bastante crítico con toda la corte de Anselmo, al fin y al cabo, no sólo con los brujos.

De Cloud se lo quedó mirando con una inexpresividad tal que Justis empezó a preguntarse cuán grande seria la estupidez que acababa de decir cuando Basil sonrió despacio, como el sol que corona la Colina.

—Ni más ni menos, Blake. —Le dio una palmada en el hombro al atónito joven—. Pasar por alto lo obvio puede ser igual de peligroso que no saber ver más allá. Y no te asusta decir lo que piensas. Me alegro por ti.

Justis sonrió. Era agradable volver a sentirse inteligente.

—La monografía de quién sabe quién no constituye ninguna prueba —señaló Fremont.

—Cierra el pico, Henry. —Quien habló lo hizo con voz alta y clara, como la de una chica, pero llena de autoridad. Un muchacho de no más de catorce años, vestido con un elegante conjunto debajo de su túnica negra.

—Lo hace si el autor se remite a los documentos originales —dijo De Cloud. Como se da el caso. Lo sé porque fue alumno mío.

Asaltó a Justis el repentino y abrumador deseo de conseguir que el joven magister pudiera decir lo mismo de él algún día.

—Doctor De Cloud, me… me gustaría asistir oficialmente a sus clases, si me acepta.

De Cloud apoyó la mano en el hombro de Justis.

—Me halagas, maese Blake, pero tengo que estar seguro de que tu decisión es meditada. Ya has empezado con el doctor Crabbe, al que le interesa la caída de los reyes; a mí me interesa su auge. Y nuestros métodos de estudio son tan dispares como nuestras disciplinas.

—Sí, señor. Lo comprendo. Por eso quiero…

—No he terminado. Supongo que ya habrás empezado a estudiar retórica, geografía y metafísica.

—Desde luego —respondió Justis.

—Buen chico. En ese caso, vendrás a mis clases. Pensarás en la historia y en por qué quieres estudiarla, y cómo. Leerás la Crónica de la historia de los reyes del norte de Hollis. Quizá te parezca una recopilación de fábulas, pero es lo más parecido a un texto de referencia sobre el norte previo a la Unión que tenemos. Leerás a Vespas, si no lo has hecho ya, y mi humilde ofrenda ante el altar de la erudición, El origen de la paz. Asistirás a las clases del doctor Ferrule y el doctor Wilson, y compararás sus ideas con las mías. Y al cabo de, digamos, tres semanas, si todavía te sientes con fuerzas para seguir la pista de los reyes y sus obras, ven a hablar conmigo y veremos si se puede hacer algo.

Patidifuso, Justis asintió con la cabeza.

—Buen chico —dijo De Cloud, y le dio un apretón en el hombro—. Te veré mañana por la mañana.

Se levantó, tiró unas cuentas monedas de cobre encima de la mesa para pagar la cuenta, sonrió a los estudiantes arracimados y salió sorteando el mobiliario de la taberna. Le caía bien el joven Blake; un chico de pueblo con más imaginación que disciplina, la cual siempre se estaba a tiempo de aprender.

Junto a la chimenea, Basil se encontró el camino cortado. Un estudiante de larga y lustrosa coleta bruñida ocupaba una silla, con las piernas cómodamente estiradas hacia el fuego, ocupando más sitio del que le correspondía en el atestado local. Tenía los brazos cruzados encima del pecho y los ojos cerrados, lo que le confería la apariencia de un atractivo guerrero de antaño, abatido en la flor de su juventud y esculpido en una lápida. Cuando la sombra de Basil cayó entre las llamas y él, levantó la cabeza y sonrió con indolencia.

A Basil le resultaba conocido, aunque no lograba identificarlo. El magister le sostuvo la mirada hasta que el joven se sentó recto y dobló las rodillas parar despejar el camino. No se disculpó, y Basil tampoco le dio las gracias.

Los alumnos de Basil vieron salir a su magister en silencio reverencial casi; alguien gritó entonces reclamándole más cerveza al camarero, y el pelirrojo Lindley se volvió hacia Justis.

—Bueno —dijo, mordaz—, es innegable que lo has impresionado.

Justis se tomó un momento para formular la respuesta. El campo era distinto de la ciudad, el código de conducta era otro. En casa, se habría pegado con cualquiera que lo provocara, y después lo habría invitado a cerveza. Pero no quería pegarse con Lindley, quien medía la mitad que él y estaba tan irremediable como visiblemente enamorado del joven maestro.

—Mi madre me enseñó que debería dejarme ver y no oír —dijo en tono conciliador Justis—. Ojalá le hubiera hecho caso. Me siento como un becerro que acabara de ganar un premio en el mercado.

El pelirrojo vaciló, antes de sonreír con más naturalidad. Sus ojos eran de un denso azul pastel, como terciopelo teñido.

—Precisamente estaba pensando que tenías toda la pinta de un becerro que acabara de ganar un premio, pero me morderé la lengua ahora —dijo—. Soy Anthony Lindley, de Historia. El pendenciero de la nariz de aguja es Henry Fremont. El crío del abrigo chillón es Peter Godwin, y el fornido caballero de tu derecha es Benedict Vandeleur. Hace dos años que estudiamos con De Cloud, y nos consideramos sus discípulos más aventajados.

Justis estrechó la mano de Lindley y saludó a los demás con la cabeza.

—Justis Blake, de sabe el cielo qué, a menos que el doctor De Cloud me admita. A veces creo que estoy pillándole el tranquillo. A veces, que tengo caca de vaca entre las orejas. Como hoy.

Todo el mundo miró a Benedict Vandeleur, que sopesaba al recién llegado con ojo calculador. Si en toda manada de perros hay un líder, sin duda Vandeleur era el jefe aquí. Hijo de un hombre de la ciudad, quizá, con veinte años o pocos más, musculoso, de barbilla hirsuta, ojos profundos y bastos cabellos oscuros recogidas con una fina tira de lino. Justis podría haberse peleado con él, pero prefirió dirigirle una sonrisa franca y nada amenazadora.

Tras un tenso momento de silencio, Vandeleur asintió con la cabeza.

—Crabbe es un bruto —dijo.

Justis se lo tomó como una aceptación provisional y encargó sin pensar una ronda de cerveza para sus futuros colegas. Tanto el gesto como la bebida les soltó la lengua, y Justis pronto tuvo ocasión de averiguar que Peter Godwin era el hijo de un noble, pero a nadie le importaba; que a Henry Fremont le gustaba insultar a la gente, pero a nadie le importaba; y que Anthony Lindley podía ser perfectamente sensato cuando se lo proponía. También supo que, por lo que respectaba a ese grupo de historiadores en particular, Roger Crabbe era una sabandija aduladora que se había ganado el beneplácito del viejo Tortua con sus mañas, y que Ferrule y Wilson eran dos idiotas que no habían vuelto a tener una idea nueva desde que se les ocurriera cambiar los pechos de sus madres por jarras de cerveza.

—Sí, sí, si os creo —dijo Justis—, pero el doctor De Cloud me ha dicho que vaya a escucharlos, así que eso haré. Hasta del ladrido de un perro se puede aprender algo, como decía mi madre.

Vandeleur se rió.

—Tú vales —dijo—. Escucha una cosa. Pásate por mis aposentos más tarde, y te enseño mis apuntes.

—Hecho —respondió Justis—. Llevaré una tarta, ¿vale?

—Oh, un hombre rico —bromeó Fremont—. Lleva una botella también, y te presto mi copia de Hollis.

—«Oh, un hombre rico» —dijo Justis, imitándolo a la perfección y ganándose un coscorrón de parte de Fremont. Era la primera vez que estaba tan contento desde que llegó a la Universidad. A los siete infiernos con los tormentos de Crabbe. Los discípulos del doctor De Cloud sabían cómo pasárselo bien.