Había dado comienzo el trimestre de otoño. Las calles de la Universidad se poblaron de estudiantes de repente, un flujo constante de largas túnicas negras que corrían de las tabernas a las aulas y vuelta a empezar. Los tenderetes repartidos por las sinuosas avenidas se lucraban con la venta de panecillos calientes, plumas, navajas, tartas de tomate y otros artículos estudiantiles de primera necesidad. En la piedra de los edificios y en los adoquines de las calles rebotaban animadas voces masculinas que discutían, regateaban, saludaban a sus amigos.
Para Basil de Cloud, el clamor de las calles de la Universidad era música pura: un recital de aprendizaje, de ambición y comunidad. El espectáculo de los estudiantes ataviados de negro, acentuado por las mangas de colores de los doctores de la Universidad (verdes para Ciencias Humanas, rojas para Física, amarillas para Ciencias de la Naturaleza, blancas para Derecho), era todo cuanto necesitaba para alegrarse la vista. Recorría las animadas calles camino del paraninfo y la clase del doctor Tortua como un pez que nadara en el océano, devolviendo saludos y apartándose del camino de los inevitables estudiantes sin ojos en la cara con una sonrisa.
El paraninfo era donde los reyes habían concedido audiencia en el pasado; ahora, el escenario de las clases públicas… Especialmente apropiado, pensó Basil, para una lección de Historia Antigua. Cualquiera podía asistir a una clase pública, y ésta estaba atrayendo a una verdadera multitud. Bajo el friso de vigilantes reyes de piedra, los amplios escalones del paraninfo estaban igual de atestados que la plaza frente al teatro. En los palcos situados a los pies de bronce de las estatuas ansélmicas de la Razón y la Imaginación que flanqueaban las escaleras, los vendedores ambulantes ofrecían frutos secos, bebidas e incluso cintas verdes en honor de las Humanidades. Basil se abrió paso a empujones a través de un enjambre de estudiosos, beneficiándose de la preferencia que le otorgaban las brillantes mangas de su toga de doctor, hasta llegar por fin al suelo del paraninfo propiamente dicho.
—¡Hey! ¡Doctor De Cloud! ¡Por aquí!
Era uno de los alumnos de Basil, Benedict Vandeleur, ondeando su manga como una bandera negra.
—¡Le hemos guardado un asiento, señor! —El confiado barítono de Vandeleur se imponía sin dificultad al runrún y el murmullo de las conversaciones—. Fremont —le ordenó Vandeleur al hombre que tenía al lado—. Ve a buscar al doctor De Cloud.
Los asientos del paraninfo se distribuían formando una herradura alrededor de tres laterales de la alta sala abovedada, un duro banco de madera sobre otro. Los bancos estaban repletos; incluso los escalones estaban atestados. Henry Fremont era lo bastante hábil, se fijó De Cloud, como para pisar sólo a los estudiantes; lo siguió ágilmente mientras regresaba por la misma ruta.
Vandeleur debía de llevar horas allí para haber pillado tan buenos asientos. De Cloud podía ver claramente no sólo el estrado y la cristalera de arco alto que se alzaba sobre él, sino una pata de la herradura y a los hombres allí sentados. Distinguió a Tom Elton, Cassius y Rugg, tal y como le habían prometido, y debajo de ellos un puñado de nobles de atuendo abigarrado. Lejos quedaban los días en que la joven nobleza de la ciudad preferiría admitir que le gustaba beber vino agriado antes que asistir a una clase seria. Ahora, pasar uno o dos años aprendiendo algo inútil como matemáticas o astronomía impartía cierto prestigio. Cuando se convertían en hombres poderosos y ricos, algunos seguían yendo a la Universidad para revivir la estimulación intelectual de sus años mozos, o para asistir a clases públicas impartidas por los distinguidos doctores que ocupaban las cátedras de sus disciplinas. A Basil no le molestaba su presencia; le prestaban color a la escena, y cuando acudían a sus clases, pagaban bien.
En primera fila, pegado al estrado, estaba el enjuto semblante atezado de Roger Crabbe, doctor en Historia. Estaba conversando con uno de los gobernadores de la Universidad, pero se interrumpió bruscamente cuando un anciano empezó a subir a la tarima con paso tembloroso.
—¿Ése es Tortua? —preguntó Fremont—. Parece que tenga cien años. O doscientos. Podría haber conocido a Gerard el Último Rey en persona.
De Cloud contempló al doctor Tortua con horrorizada compasión. El anciano magister se movía como si estuviera caminando sobre hielo resbaladizo, y aun desde el otro extremo de la enorme sala De Cloud podía ver cómo temblaba y cabeceaba. Tortua ordenó sus apuntes encima del podio, se caló un par de anteojos redondos en la nariz y empezó a hablar.
En cuestión de minutos se hizo dolorosamente evidente que los rumores se habían limitado a exagerar una triste verdad. Lejos quedaban la voz meliflua que Basil tan bien recordaba y la prodigiosa mente analítica que le había insuflado vida.
—Bienvenidos todos. —Su voz era una farfulla apenas audible, pero la colosal bóveda del paraninfo la capturaba y amplificaba—. Una vez escribí un libro, sabéis, y dudo que vuelva a escribir otro. Por eso me gustaría compartir hoy con vosotros… hoy con vosotros… —Manoseó sus apuntes—. Ah, ya. A ver, esto es muy interesante. Los brujos de la corte eran tipos curiosos. Hacían rituales con todo… como las
Mujeres, ¿no? Sólo que peor. Hasta con el acto amoroso. Sobre todo con el acto amoroso. Vespas escribe sobre relaciones entre los primeros reyes y los brujos de sus cortes que teñirían de rojo hasta las mejillas de un estibador portuario. Todo tenía una explicación, dice, lo que no dice el irritante bastardo es cuál. Aparte de la más evidente, claro está.
Basil hizo una mueca de dolor. Saltaba a la vista que su enfermedad había privado al doctor Tortua de discreción aparte de todo lo demás.
—Los reyes eran muy traviesos, naturalmente. Y, como ya sabemos, los brujos eran peores. Los alentaban. ¿Cómo si no podrían hacerlo? No peleaban: eso era potestad del rey y sus compañeros. Esto era en el norte, claro. Me refiero a los reyes del norte. Quienes eran gobernados por los brujos. Un rey que no gobierna… ¿qué hace entonces, eh? ¡Respondedme a eso! Se deja gobernar por hombres poderosos que… que… en fin, no me gusta decirlo, pero el conocimiento lo exige… que lo dominaban…
Esto era intolerable. Los nobles se fueron, no muy en silencio. Un corrillo de gobernadores ataviados de escarlata conferenciaba con susurros de pasmo. Basil se revolvió incómodo en su asiento. La conmiseración y el pesar por el declive público de su antiguo magister batallaban en su interior con un agudo azoramiento. Se refugió en el estudio de la vetusta ventana de cristales tintados, traída, según se decía, por Alcuin de Hartsholt, en el norte. Era muy bonita, una ventana que daba a un mundo brillante e intenso. Un ciervo se arrodillaba ante un hombre que se cubría con una piel de oso y que sostenía un collar de oro en suspensión sobre la cabeza astada del venado. Un charco de agua azul rutilaba a sus pies y un áureo cielo raso se arqueaba sobre ellos.
El sol ardía en los cristales de colores de la vidriera, bañando de verde, marrón, dorado y azul una hilera de bancos. Llamó la atención de Basil un joven sentado allí, un muchacho de asombrosa apostura. Estaba encorvado en su asiento con el tobillo en una rodilla, el codo en la otra y la barbilla en la mano, con aspecto de estar sumamente interesado y algo desconcertado. La luz le bruñía la larga cabellera oscura y doraba su piel pálida, confiriéndole el fulgor y la intensidad de la vidriera. Mientras De Cloud lo observaba, levantó la cabeza, y sus miradas se cruzaron de una punta a otra de la herradura.
El joven le dedicó una amplia sonrisa, y De Cloud se apresuró a volver la mirada al doctor Tortua.
—Así que ya veis… ya veis…
Entre una palabra y la siguiente, al doctor Tortua se le cayeron todos los apuntes y empezó dolorosa, aterradoramente, a agacharse para recogerlos. Al instante apareció Roger Crabbe a su lado, sosteniéndolo con brazo fuerte y haciéndole señas airadas a un criado, que les acercó una silla. El doctor Crabbe sentó con cuidado al anciano y, por fin, para alivio de todos, el doctor Tortua se quedó callado.
Por un angustioso momento, De Cloud pensó que nadie iba a hacer nada. Entonces estallaron unos furiosos aplausos en los bancos inferiores.
El salón no tardó en inundarse de algo parecido a la histeria. Algunos hombres comenzaron a avanzar a empujones hacia el estrado. Por lástima y antiguo afecto, De Cloud se unió a ellos. Flanqueado por sus alumnos, se abrió paso hasta el frente de la multitud y saludó respetuosamente al anciano, listo para recibir una reprimenda.
—Bienvenido, doctor Tortua. Me alegra verlo tan bien.
El doctor Tortua lo escudriñó miopemente, cogió las lentes con montura de plata de su regazo y se las enganchó en las orejas.
—Gracias, joven. Me parece que no…
Roger Crabbe se agachó sobre su hombro. Bajito como era, no tuvo que recorrer mucha distancia. Sus rasgos eran grandes para su enjuto semblante: la nariz grávida, los labios diseñados para sonreír despectivamente, y los ojos hundidos, de párpados pesados, de un curioso marrón claro que casi parecía dorado.
—Es Basil de Cloud —informó a Tortua—. Un antiguo alumno suyo. Ahora da clases de Historia Antigua.
Sin hacer caso de Crabbe, Basil dijo:
—Ha elegido usted un tema difícil, doctor.
El anciano alisó todas sus arrugas como un galápago complacido.
—Bueno, gracias, joven. Gracias. Sí. Los brujos de la corte. Fascinantes. He estado repasando El libro de los reyes de Vespas. Todos estos años lo hemos estado malinterpretando. —Accionó las mandíbulas como si estuviera rumiando a Vespas.
—¿Malinterpretando? —repitió Basil.
—Malinterpretando. Aunque Crabbe, aquí presente, no quiere que hable de ello. —El anciano lanzó una mirada penetrante a su colega—. Releí muchas cosas, sabes, durante mi convalecencia… El Espejo de la historia de Delgardie, Vespas; fui incluso y repasé las crónicas de Hollis. Y sabes, todos mencionan las mismas cosas: la intimidad existente entre el brujo y su rey, el misterioso ritual de la coronación, el sacrificio de un ciervo. ¿Qué piensas de eso, eh? Todos ellos. ¿Sabes lo que creo yo? ¡Que todos lo mencionan porque es verdad!
—¿Qué es verdad, señor?
—¡Qué va a ser, tontarrón, que los brujos del norte podían hacer magia realmente!
A esas alturas, todo lo que quedaba del público asistente a la lección se había congregado ya a su alrededor y prestaba atención a la discusión con aliento contenido. Nadie negaba que los reyes hubieran tenido sus brujos, misteriosos y siniestros consejeros con raíces en antiguos rituales bárbaros que podían confundirse con magia. Cuando eran pequeños, sus madres los habían amenazado: «¡Pórtate bien
O los brujos malos vendrán y te comerán!». De sus primeros maestros habían aprendido que los brujos habían sido cínicos charlatanes que aunaban el talento de los magos de feria con una insaciable sed de poder, que habían inspirado a los reyes locos a cometer actos de tiranía y depravación cada vez mayores.
Nadie creía que su magia hubiera sido real. Excepto, al parecer, ahora, el mayor historiador de su época. Que seguramente estaba chocho, pero aun así… La clase patrocinada por Horn se había vuelto mucho más interesante de repente.
—Doctor Tortua —lo interrumpió Crabbe—. La verdad, no creo…
—Una teoría fascinante —dijo Basil, sin poder contenerse—. Pero no hay forma de demostrarlo. El Consejo de los Lores quemó todos los libros y papeles de los brujos, y declaró que su mera mención constituyera un delito.
—¡Ajá! —El apergaminado rostro del doctor Tortua se trocó en algo sobrecogedoramente animado—. ¿No te olvidas de algo? —Por un momento, Basil se sintió como si estuviera de nuevo en la antigua aula de Tortua, enfrentado otra vez al momento de la verdad—. El Libro del brujo del rey —siseó el anciano—. Un libro de hechizos completo, llegado del norte con el brujo de Alcuin, Mezentian. Hollis lo menciona, al igual que Vespas.
Crabbe se aclaró la garganta.
—Trevor afirma categóricamente que no existió nunca.
—Trevor —repuso con mordacidad Basil de Cloud— afirmaría categóricamente que su madre tampoco existió nunca si se lo pidiera el Consejo.
Crabbe esbozó una sonrisa fatua.
—Una vez más, doctor De Cloud, disentimos. De decadencia y engaño, la obra de Trevor, es reconocida por muchos como el texto de mayor autoridad sobre el tema de la sublime historia de nuestra nación.
—Eso da igual —dijo con irritación Basil—. Lo que está fuera de toda duda es que los nobles quemaron los libros de los brujos junto con éstos.
—Pero aun con este presunto Libro del brujo del rey —continuó agresivamente Crabbe, para regocijo de la multitud—, aunque tuviéramos justo delante de nosotros ahora una página de un texto antiguo donde se nos explicara cómo convertir el heno en oro… —Hizo una pausa para las risas que sabía que iba a suscitar su comentario—. Aun entonces, seguiría sin existir una prueba tangible que demostrara la existencia de la magia. Puede que los brujos fueran unos charlatanes, pero también eran astutos políticos. De por sí, un Libro del brujo del rey demostraría tan sólo las molestias que se tomaban para convencer a sus ilustres señores de la realidad de su farsa.
De Cloud sonrió fríamente y dijo:
—Muy cierto, Crabbe. Otra posibilidad es que los brujos se creyeran capaces de hacer magia de verdad.
—¡Absurdo! —intervino uno de los pupilos de Crabbe.
—Prestad atención —dijo el doctor Crabbe—. No está diciendo que fueran magos, sino que pensaban que lo eran. Un punto de vista original, pero no del todo irrazonable. Muchos de nosotros creemos que la magia de la que convencían a los demás era en realidad mero ilusionismo y prestidigitación. Pero si, como nuestro amigo De Cloud, queréis pensar que los mismos brujos eran víctimas de sus propios engaños… —Dejó que una fina sonrisa conmiserativa concluyera la frase por él.
Una voz joven sugirió:
—¿Y si alguien encontrara el libro del último brujo del rey, lanzara uno de los hechizos que contiene y funcionara realmente, no reforzaría eso esta idea?
Basil reconoció la voz de Peter Godwin, uno de sus alumnos, y deseó, no por primera vez, que la juventud estuviera dotada de tanto sentido común como entusiasmo. Un destello fanático despuntaba en los profundos ojos dorados del doctor Crabbe, y sus estudiantes observaban al desvalido Godwin con intenciones depredadoras, como lobos ante un sabueso herido.
—Godwin —dijo Basil—. Por favor, considera lo que acabas de proponer. Si de pronto apareciera el viejo libro de hechizos de un brujo en el ático de alguien, por ejemplo, o en algún lote de obras mohosas pertenecientes a la biblioteca de algún noble, nada garantiza que fuera reconocible, ni legible siquiera. Hollis menciona un lenguaje secreto, por ejemplo, y Vespas escribe sobre rituales públicos llevados a cabo en una suerte de balbuceos sin sentido.
Godwin se ruborizó hasta las raíces de sus rizos castaños.
—Aunque se pudiera leer semejante hechizo, seguiría sin demostrar nada —abundó Crabbe—. Si el hechizo no tuviera ningún efecto, se podría alegar que es demasiado sutil como para percibirlo de inmediato, o que sólo un brujo poseería la formación necesaria para lanzarlo con éxito.
El doctor Tortua, que a todos los efectos se había quedado traspuesto durante esta conversación, se desperezó.
—Eran una vergüenza, esos brujos, entre muchas otras cosas. Tanto da, lástima que no vayamos a saberlo nunca.
—Sin duda sabemos que la magia no existe —dijo con firmeza Crabbe.
—¿Ah, de veras? —El doctor Tortua fijó en él su mirada más aguda, un fugaz reflejo del hombre al que Basil había adorado—. Y siempre lo hemos sabido, supongo. Me imagino que por eso mismo el Consejo de los Lores prohibió toda clase de magia, ¿no? Porque no creían en ella. Es una de esas pequeñas incongruencias de la historia: ¿por qué aprobar una ley contra algo que nunca existió? Todavía está en los libros, sabéis: decir incluso que la magia existió alguna vez es un delito civil. Se te había olvidado eso, ¿no, Roger? Pensaba que tu especialidad era la historia moderna. —Sonrió maliciosamente para sí—. En fin, tanto da. Menos mal que nadie se fija nunca en lo que pasa en la Universidad, ¿eh?, de lo contrario estaríamos todos en un buen lío.
Nicholas Galing había soportado la clase tanto tiempo como había podido. En serio, pensó, alguien debería haberse apiadado del viejo y haberlo detenido antes de que se emocionara. Brujos y reyes, qué menos. Escuchar que habían sido amantes en los albores del tiempo resultaba medianamente estimulante, pero eso no arrojaba ninguna luz sobre el norteño que tanto revuelo había causado en las sesiones del Consejo. Los rumores rancios no tenían nada que ver con la política moderna. Los brujos eran hombres del saco con los que asustar a los niños traviesos. Si la Universidad albergaba algún complot realista, era indudable que éste no giraba sobre el pobre, miserable y tartamudeante doctor Tortua.
Al caer la monarquía, los nobles abolieron casi todos sus títulos particulares. Todo el mundo se convirtió en lord, pues se consideraba que ser lord de aquel reino libre era honor y privilegio suficiente. Se hizo una excepción con las tres casas ducales: Hartsholt, Karleigh y Tremontaine. En reconocimiento por los servicios prestados a la nación y por su antiguo linaje, estos duques conservaron sus títulos, aunque ya no lucieran sus diademas ni tuviera preferencia en el Consejo. Sí que recibieron, no obstante, una plaza en el Tribunal de Honor, y mantuvieron el derecho a nombrar a sus herederos dentro de su familia. Por lo general el título se transmitía convencionalmente al varón de más edad; aunque había excepciones. La actual duquesa de Tremontaine había heredado de su tío, el hermano mayor de su madre, recordado aún como el Duque Loco. Éste no tenía descendencia legítima, ni tampoco estaba muerto cuando huyó de la ciudad del más estricto incógnito, dejando a su sobrina de dieciséis años al frente de considerables haciendas que rendían aún más considerables dineros, además de un puñado de mansiones, cotos de caza y propiedades urbanas, entre las que se incluía uno de los edificios más bellos de la Colina.
Katherine era una chica práctica, pero jamás hubiera podido salir adelante si el duque no hubiera dejado igualmente atrás a su criado, un muchacho que respondía al nombre de Marcus, quien se había encargado de controlar todo cuanto el Duque Loco era incapaz, desde los ingresos procedentes de sus haciendas a los nombres de sus amantes. Muy poco ponía a prueba la paciencia de Marcus, que se mostró encantado de enseñarle cómo funcionaba todo a la nueva duquesa de Tremontaine.
Ahora, unos cuarenta años después, seguía participando con ella de las fortunas de Tremontaine, y Katherine todavía confiaba en él como consejero y amigo. Sentada en su soleado estudio de la mansión Tremontaine, mientras leía una carta recién
Recibida de su prima Jessica, la duquesa Katherine se preguntó qué opinaría Marcus de ella.
La carta se había escrito la primavera anterior. Estaba manchada y encostrada de salitre. Querida Katherine, empezaba. Me ha pasado algo de lo más curioso y pensé que te gustaría saberlo. Recogí a un hombre que afirmaba haber sido tu primer maestro de esgrima. Os recordaba perfectamente al viejo duque y a ti. Su aspecto era deplorable, lo habían asaltado los bandidos en el paso de Fulati y la suerte parecía haberle dado la espalda. Cuidamos de él. Lo subí a bordo conmigo y pude dejarlo en Chartil, donde todavía se honra la espada. Me contó algunas historias realmente divertí das. No sabía que hubieras estado a punto de matar a lord cómo-sellame cuando eras joven. Qué pena.
—¿Katherine? Se diría que acabaras de pegarle un mordisco a una ciruela verde.
Era Marcus, cargado de papeles.
—Jessica. —La duquesa agitó la carta—. Dice que ha visto a Venturus, mi antiguo maestro, ¿te acuerdas? En ultramar, en alguna parte, lo rescató de unos bandidos. Me pregunto si estará contándome la verdad.
Marcus se sentó en el sillón que había junto a la ventana. La mediana edad lo había robustecido, pero su solidez estaba en sintonía con su temperamento, como si el hombre que era por fuera por fin hubiese dado alcance al que era por dentro y se sintiera cómodo así.
—No veo por qué no habría de serlo. Tampoco es que se tome la molestia de escribir demasiado a menudo. ¿Intenta enredarte en algo?
—Déjame ver. —La duquesa leyó toda la carta por encima—. No. No creo. Chismorreos internacionales, nada más. Ah, espera… Aquí menciona algo acerca de los precios de la lana en Chartil… Lo sabía. ¿Cuándo la escribió, el año pasado? Espera… Ay, ésta sí que es buena, Marcus. Son brujos. Sí, cómo no, toda una tribu de brujos renegados de hace cientos de años que escaparon al este por mar y fundaron un colegio en lo alto de una montaña… Se topó con uno en un mercado en algún lugar del archipiélago kyrilio. Dice que la abordó por… Ay, qué bobadas.
—Típico de ella —sonrió Marcus.
—«Hablaba nuestro idioma con un acento espantoso, y me preguntó por nuestro hogar. Te parecerá más disparatado que a mí…». Bueno, en eso tiene razón. «Le dije que estábamos todos muy bien, gracias. Me preguntó cómo había prosperado el país, sin un rey. Le conté que en vez de eso tenemos una duquesa adorable que se ocupa de todo a las mil maravillas…». ¡Un cumplido! ¡Esto sí que es nuevo! «… más un puñado de lores y cancilleres para mantener el equilibrio. ¿Y no anhela un rey la nación?, preguntó. Le dije que hacía años que no visitaba mi tierra.
»¿Qué te parece, señora duquesa? ¿Lo anhela? Y, de ser así, ¿tienes algún candidato? No dejes de avisarme si hay alguna coronación a la vista, pues sin duda
Lo dejaría todo para ir a felicitar al rey que eligieras». —Katherine dobló la carta con un suspiro exagerado—. Ay, Jessica.
—Cualquiera pensaría que ya se habría aburrido de pincharte.
—Supongo que debería alegrarme de que escriba siquiera. No esperará respuesta. ¡Pero el pobre Venturus! ¡Imagínatelo, vivo aún después de todos estos años! Si se trata realmente de él, debería encontrar su rastro y enviarle una pensión. Pídele a Ángela que venga, ¿quieres? Redactaré las instrucciones.