Capítulo II

Los reyes gobernaron el Reino Unido durante más de trescientos años antes de que los depusieran los nobles, quienes trasladaron el poder al Consejo de los Lores. Los últimos monarcas habían sido un ejemplo de decadencia y corrupción, con especial énfasis en el asesinato, la violación y los impuestos abusivos. De sus consejeros especiales, los brujos, cuanto menos se diga mejor; el progreso y el Consejo de los Lores barrieron incluso su recuerdo debajo de la alfombra. El país prosperó. Avanzó la tecnología. Se inventaron los carruajes, y los nobles dejaron atrás sus hogares de la Ribera, seducidos por las amplias avenidas y las orillas escalonadas de la Colina que se elevaba al otro lado del río, al noroeste de la Ciudad Vieja. Allí construyeron casas magníficas enmarcadas por exquisitos jardines que se extendían hasta el río.

Los lores de la ciudad eran propensos a la discordia, no obstante, sobre todo en los albores del Consejo. Había altos muros alrededor de sus jardines y guardias en sus puertas. Pero ni siquiera esto bastaba para proteger a un hombre de la furia de sus pares y sus familiares cuando se acumulaban las deudas de sangre. A fin de impedir que las figuras relevantes se mataran unas a otras, surgió una clase de espadachines profesionales que se encargaban de dirimir las disputas de los nobles, y se diseñaron elaboradas normas para mantenerlos dentro de los límites de la ley. Algunas de las casas exhibían aún el tradicional espadachín de librea, pero no todas. Los tiempos habían cambiado, como acostumbran a hacer. Al igual que los espadachines, los muros que ceñían las mansiones de la Colina eran principalmente decorativos. Pero no todos. Las puertas de la mansión Arlen, en particular, eran difíciles de trasponer. Tras ella vivía y trabajaba el Canciller de la Serpiente del Consejo de los Lores, Geoffrey, lord Arlen. Al igual que la serpiente, era astuto y escurridizo, y estaba bien protegido. Nadie entraba en la mansión Arlen, salvo con invitación. Y aun así, el Canciller de la Serpiente no se dejaba ver fácilmente.

Lord Nicholas Galing apoyó la frente en la ventana de la mansión Arlen y contempló las nubes que se escabullían sobre el río. Llevaba lloviendo toda la tarde, y alguna que otra gotita punteaba todavía ocasionalmente la piedra mojada del paseo. La habitación donde Galing esperaba era cálida y seca, adornada con una colección de libros de historia natural. En cualquier caso, la espera duraba ya tres horas.

Le dio la espalda a la ventana y examinó la bandeja que su ausente anfitrión le había enviado hacía unos minutos. Queso viejo, pan nuevo, una licorera de oscuro vino tinto, una jarra de plata llena de agua. Una manzana y peras de otoño, además de una navajita de cachas nacaradas para pelarlas: comida suficiente para indicar que debería esperar más de lo que pensaba; no tanta como para sugerir que fuera a pasarse la tarde entera esperando.

Cogió la navaja y mondó la manzana en una fina espiral continua, que a continuación colocó primorosamente al filo de la bandeja. Se sentó a continuación junto a la chimenea con el queso y la licorera para reponer fuerzas. Cuando lo llamaran, no sería pertinente presentarse ante Arlen con hambre o —posó de nuevo la licorera encima de la bandeja y se sirvió un vaso de agua— distraído en cualquier otro sentido. Esta entrevista era su oportunidad de asegurarse el éxito o fracasar con el enigmático Canciller de la Serpiente. Nicholas había dedicado todo un año a abrirse camino hasta el círculo de influencia de lord Arlen, y había respaldado a su misteriosa señoría en un par de pequeños asuntos de interés para el Consejo, asuntos donde la discreción y el talento para hacer preguntas en apariencia inocentes habían demostrado ser útiles.

Nicholas sonrió mientras contemplaba las llamas. Al llegar no se había imaginado siquiera cuán emocionante resultaba el mero hecho de tener un secreto. Su nueva profesión transmutaba bailes, meriendas, partidas de naipes e incluso visitas matinales a unas damas cuyos párpados caídos y vestidos escotados no suscitaban en él el menor interés en escenarios para un drama que sólo era capaz de apreciar un reducido grupo selecto de personas. Todo el mundo sabía que lady Talbot tenía una aventura con el heredero de los Montrose, pero sólo Nicholas —y Emil Montrose, y ahora el Consejo— sabía que al mismo tiempo Emil estaba gozando asimismo de los beneficios de la granja que poseía lady Talbot en Stover, los cuales estaban yendo a parar a sus famélicas arcas. Nicholas no sabía ni le importaba lo que hicieran con esta información Arlen y el Consejo. El quid de la cuestión, por ahora, era estar al corriente.

La puerta se abrió, y el criado de pasos furtivos que le trajera la bandeja se deslizó en la habitación y carraspeó.

—Lord Nicholas. Lord Arlen lo verá ahora, si tiene usted la bondad de seguirme.

El sirviente condujo a Nicholas a una sala espaciosa forrada de libros antiguos y paneles de madera pintada, retratos, dedujo Nicholas, de Arlen muertos y enterrados. Estaba a punto de echar un vistazo más de cerca a uno de ellos cuando un ruidito lo dejó paralizado en el sitio, respirando despacio para aquietar el repentino aceleramiento de su corazón. Cuando estuvo seguro de hallarse al control de sí mismo, giró sobre los talones para encarar el rincón más oscuro de la estancia y hacer una honda reverencia.

—Lord Arlen —dijo—. Es un placer.

Una risita ronca surgió de las sombras, seguida de un raspar y el fogonazo de un Lucifer que reveló a un hombre alto, de pelo cano, sentado a un enorme escritorio labrado. Acercó la llama a la mecha de una lámpara de bronce con adornos y volvió a colocar el cristal en su sitio.

—¿Te refieres a morderse las uñas durante horas, o a no ganar para sustos?

Nicholas reflexionó que era más agradable jugar con tigres cuando uno no estaba dentro de la jaula con ellos y dijo:

—Me refiero a verlo a usted, señor, y su hermosa casa.

—Ya sé que eres un pícaro convincente, Galing —dijo lord Arlen—. No hace falta que intentes impresionarme. Siéntate, por favor. Y toma un vaso de vino. Te voy a pedir un favor.

Nicholas se sirvió cuidadosamente dos dedos de líquido carmesí de una licorera con engarces de oro.

—Muy bien —dijo Arlen cuando Nicholas se hubo acomodado—. No te tiembla la mano y tu rostro no delata más que un educado interés. Llevaste muy bien el asunto Montrose, ¿te lo había dicho?

Nicholas hizo un gesto que mezclaba modestia y satisfacción.

—Estoy al servicio de su señoría.

—Sí —dijo lord Arlen—. Creo que eres precisamente la clase de hombre que sería capaz de traicionar cualquier confianza mientras esté seguro de que así va a servir a algún bien mayor, preferiblemente el suyo.

Nicholas consiguió dominar su expresión, pero sintió cómo un rubor furibundo afloraba a sus mejillas.

—Creo que sirvo a su señoría —dijo, envarado.

—Hace cincuenta años —observó lord Arlen— podrías haberme retado duelo por ese comentario, contratado un espadachín para que te hiciera el trabajo, y el Tribunal de Honor hubiera justificado tu reacción mientras yo me ahogaba en mi propia sangre. Los tiempos cambian. Tengo un espadachín a mi servicio por la imagen que da, y es muy bueno, pero no espero tener que necesitar nunca sus servicios, no como hiciera mi padre.

—No —dijo Nicholas, sucinto—. Yo tampoco lo espero. No me puedo costear un espadachín de primera categoría, como usted bien sabe, y tampoco me siento realmente inclinado a retarlo a duelo por decir la verdad, sobre todo cuando no hay nadie más presente.

Lord Arlen sonrió, brillantes sus ojos oscuros a la luz de la lámpara. Era un hombre apuesto, con la clase de rostro alargado y enjuto que envejece bien y labios bellamente curvados, curiosamente sensuales en su semblante ascético.

—Da gusto hablar con alguien que comprende lo que se le dice. Es la única clase de esgrima que nos permite el decoro, ¿eh? —Se inclinó hacia delante, depositó algo encima de la mesa frente a Nicholas, y se sentó de nuevo—. Dime qué opinas de eso.

Parecía una hoja de roble, correosa y seca, rizada en un extremo. Al cogerla Nicholas, resultó estar tallada en madera. El trabajo era competente, pero no delicado. Había un alfiler adosado al reverso para que se pudiera lucir la hoja como si fuera un broche. Nicholas le dio la vuelta en la mano.

—No se corresponde con sus gustos habituales, lord Arlen.

—No se corresponde con mis gustos en absoluto —fue la brusca respuesta del noble—. Perteneció a un hombre del norte, de Hartsholt. Creo que la talló él mismo.

Nicholas dejó la baratija encima del escritorio, donde se quedó como si hubiera entrado por la ventana, incongruente y ligeramente perturbadora.

—Significará mucho para él, en tal caso.

—No va a echarla de menos —dijo Arlen—. Murió desangrado rebelándose contra sus cadenas. Jamás hubiera creído posible algo así, pero los guardias aseguran que no entró nadie en su celda. Le requisaron el broche al arrestarlo. ¿Qué te parece?

Nicholas volvió a coger el broche y lo examinó atentamente. Si contenía algún secreto, era imposible leerlos en las diminutas marcas dejadas por el cuchillo del difunto. La importancia residía en el objeto mismo.

—Una insignia —dijo Nicholas, pensativo—. Ha dicho usted que el hombre era de Hartsholt. Me parece recordar algo que dijo el duque de Hartsholt en casa de lord Halliday, durante la cena se quejó de ciertos elementos sediciosos. Ahora que lo pienso, recuerdo algo acerca de unas ramas de roble.

—Sí —ronroneó lord Arlen—. Ahora, lleva tus pensamientos más allá de la cena de Halliday, hasta tus tiempos de escolar. ¿Cuál fue el acontecimiento más importante de nuestra historia?

Nicholas se lo pensó un momento.

—La caída de la monarquía.

—Antes de eso.

—La historia nunca fue mi fuerte —dijo Galing—. No lo sé. A menos… —hurgó en su memoria—… que se refiera usted a la unión de los reinos.

Arlen sonrió con benevolencia.

—Precisamente. ¿Y no recordarás por casualidad dónde se encontraba la antigua capital del reino del norte?

—Ah… ¿Aldersyde? No, Hartsholt, ¿verdad? De ahí que Hartsholt sea un ducado.

—Muy bien, Galing. Efectivamente, la capital estaba en Hartsholt, o cerca de ahí; ahora no queda nada de ella. Así que dime, lord Nicholas, ¿qué deduces a partir de las pruebas disponibles?

Era como pisar sobre miel, intentando adivinar adonde conducían los pasos de Arlen en este baile.

—Es sumamente desconsiderado por mi parte hacerte pasar por todo esto —se conmiseró Arlen—. Pero, la verdad, sería una lástima que todo el dinero que gastó tu padre en tu educación se echara a perder. Que yo recuerde, llegaste a coquetear incluso con la Universidad durante uno o dos años.

—Asistí a unas pocas clases, para hacer compañía a mi amigo Edward Tielman.

—Ah, sí. Edward Tielman. Secretario del Canciller de la Creciente. Un hombre muy cabal. Discreto. Su padre era el mayordomo de tu familia, ¿verdad?

—Todavía lo es —repuso con hosquedad Nicholas.

¿Sabría Arlen que Edward y él habían sido amantes? ¿Estaría preguntándole si todavía lo eran? ¿Por qué tendría que importarle? Porque Edward estaba relacionado de alguna manera con el favor que Arlen quería pedirle, se respondió Nicholas… Edward, la antigua capital de (o cerca dé). Hartsholt, el broche con forma de hoja de roble y el cadáver del norte. Faltaba un elemento, un hecho conectado con sus días de estudiante, cuando su tutor les había enseñado ortografía, retórica, matemáticas e historia a él, a su hermano mayor el heredero, y a Edward, el hijo del mayordomo.

—Los reyes —dijo Nicholas, despacio—. Antes de la Unión, los reyes vivían en la antigua capital. Había una arboleda sagrada, ¿verdad? Un robledal. —Lord Arlen asintió con la cabeza, igual que había asentido su tutor, alegrándose por la buena actuación de su alumno—. El hombre de Hartsholt debía de ser un realista, y usted cree que esta hoja de roble es una insignia realista. Y quiere que use los contactos de Tielman en la Universidad para averiguar si hay realistas también ahí.

Arlen se rió.

—Has dado en el clavo. Muy bien.

Nicholas sintió cómo se sonrojaba de nuevo, esta vez de placer y algo más, algo cuya correspondencia sabía que sería difícil de encontrar en lord Arlen.

—Bueno —dijo desconcertantemente el más veterano de los dos—. Ahora bien, sin duda estarás preguntándote por qué me interesa un puñado de alborotadores analfabetos cuyos antepasados llevan quinientos años entreteniéndose con rebeliones.

Nicholas hizo un ademán pensado para expresar su absoluta confianza en la perspicacia política del Canciller de la Serpiente.

—En cualquier caso, la situación es la siguiente. El actual duque de Hartsholt es un rufián y un mal terrateniente. Su mayordomo es un ladrón, y su heredero es tan

Manirroto como su progenitor. Tampoco se resienten únicamente las haciendas particulares de Hartsholt. El hambre y la pobreza se propagan por todo el norte. Los jóvenes acuden al sur en tropel, con la esperanza de labrarse un futuro. Eso no tiene nada de malo; es lo mismo que ocurría con los antiguos reyes, al fin y al cabo. Pero cada año son más los que llegan, y todos ellos están enfadados. Exhiben su origen norteño como si fuera una bandera, lucen sus trenzas y sus costumbres bárbaras, proclaman incomprensibles consignas septentrionales en las sesiones del Consejo. Este tipo. —Arlen tocó la hoja de roble— era demasiado elocuente. Se puso de pie antes que el alcalde durante el transcurso de una sesión abierta y solicitó oficialmente que se restituyera la figura del rey en el país.

Nicholas se sentía divertido y conmocionado al mismo tiempo: era una acción tan estúpida, tan absurda. Pero Arlen lo estaba escrutando con gesto sombrío, sin el menor atisbo de humor en su rostro.

—¿Qué pensaba que iba a conseguir? —preguntó diplomáticamente.

—No lo sé —respondió Arlen—, durante el interrogatorio no hacía más que decir que el país necesitaba de nuevo a su rey, y que el momento estaba cerca.

—Así pues, ¿se trata de una sublevación generalizada?

—No. No lo creo. Es más bien una suerte de sedición soterrada, con connotaciones místicas. Digamos que es como una enfermedad. Tenemos que estudiarla, a fin de descubrir si nos enfrentamos a una plaga o a una simple fiebre. He enviado hombres al norte. Necesito a alguien allí, para determinar la magnitud del contagio y su virulencia. —Se inclinó ligeramente hacia delante. Fue como si levantara de repente la pantalla de una lámpara oscura—. Necesito saber si estos realistas están pensando en algún rey en concreto, y si se trata de uno de los suyos o uno de los nuestros. —Volvió a retreparse en su silla—. Ya sabes, en todas las casas nobles hay lo que ellos podrían considerar sangre real.

Unos ligeros golpecitos anunciaron la llegada del criado de lord Arlen, que apareció con una bandeja de lonchas de carne fría. Permanecieron sentados, en silencio, mientras el sirviente corría las pesadas cortinas azules sobre la lluviosa oscuridad y encendía las lámparas. Cuando se hubo marchado tras una nueva reverencia, Nicholas cogió una loncha de carne.

—No lo sabía —continuó, como si no los hubieran interrumpido—. Como ya he dicho, la historia no es mi fuerte.

—En tal caso, será mejor que te apliques. —Arlen bostezó de repente y se restregó la cara—. Quizá tu amigo Tielman pueda ayudarte. Tengo entendido que conserva sus contactos universitarios.

Nicholas sonrió, congratulándose por pillar en falta a su mecenas.

—Tielman va a la Universidad dos veces al año para emborracharse con sus antiguos amigos e impresionarlos con su puesto de secretario del Canciller de la

Creciente; es su principal vicio. Si de pronto empezara a hacer preguntas, levantaría sospechas.

—Haz lo que te parezca mejor, en ese caso. Si no confiara en tu buen juicio, no te habría pedido ayuda. Este asunto de la hoja de roble bien pudiera no ser nada, pero lo mismo podría tratarse de algo muy importante. Sería una lástima que tus deducciones estuvieran equivocadas. —Clavó en Nicholas sus ojos entrecerrados.

—Por supuesto, señor —musitó Nicholas—. No lo decepcionaré.

—Bien. —Lord Arlen asintió, y llamó al criado para que acompañara a Galing hasta la puerta.

Al otro lado del río, en una antiquísima casa de piedra, un joven dormía y soñaba. En su sueño se encontraba rodeado de robles, un bosque muy viejo, cercado de polvorientos rayos de luz solar. Avanzó con cuidado, sin saber qué podría encontrar. Había un claro más adelante, un calvero. Cuando entró en él, su cuerpo se bañó de una luz dorada. Oyó una voz:

—Bienvenido, pequeño rey. —Había un hombre embozado en las sombras, junto a un estanque de aguas inmóviles, entre matas de acebo de color verde oscuro. El hombre le daba miedo; pero lo único que dijo el desconocido fue—: Bienvenido. Os estaba esperando. Llegáis a tiempo, ya podemos empezar.

El hombre levantó en alto una piel de venado y un cuchillo de piedra, afilado como el cristal.

—No temáis —dijo, pero el soñador estaba atemorizado. Se estremeció, y las hojas de roble cayeron a su alrededor.