Con un suspiro, dejó el volumen a un lado. Ojalá Hollis no se hubiera empeñado en embrollar su relato con tantas muestras de asombro ante estos supuestos brujos. ¡Brujos, nada menos! La mera palabra evocaba rituales ignotos y siniestros misterios, cuando todo el mundo sabía que su «magia» consistía solamente en una mezcla de diplomacia y trucos de prestidigitador. Sin duda debía de haber sido un espectáculo digno de admiración, no obstante. Por muchas veces que Basil leyera la descripción, seguía provocándole escalofríos: «… tan enredadas sus guedejas de hojas de hiedra y roble que semejaban árboles y criaturas del bosque entrando a caballo en nuestra ciudad para infundirle el reverdecimiento de las mismas piedras…».
Basil sacudió la cabeza. Muy bonito. Muy inspirado. Saturado de información recabada de sus nuevos compatriotas, pero incapaz de comprender la mayor parte de lo que decían, Hollis se había limitado a amalgamar historia y leyenda. Así y todo, el libro era casi lo único que tenían a su disposición los estudiosos modernos. El norte anterior a la Unión era conocido por la fuerza de sus guerreros, no por la exactitud de sus archivistas. Además, Hollis había sido testigo presencial del nacimiento de la Unión. Claro que ojalá hubiera mostrado más interés por las leyes hereditarias que por los árboles a caballo…
Una llamada a la puerta interrumpió sus cavilaciones.
—¡De Cloud! —Reconoció la voz de su amigo Thomas Elton, doctor en Astronomía—. ¡De Cloud, sé que estás ahí, abre ya!
En absoluto apenado, el historiador abrió la puerta de sus aposentos.
—¡Ahí estás, mi rubito! —Era una vieja broma. Elton podía tener la cara y la figura de un dogo, pero su pelo, que llevaba largo según la tradición de la Universidad, era una melena incongruentemente hermosa del color de la miel de la que a sus amigos les encantaba hacer mofa—. ¿Has venido hasta aquí para invitarme a cenar, o sólo quieres volver a sacar tu ridículo telescopio por mi ventana otra vez?
Elton sonrió.
—Aceptaré tu amable oferta, si es que se levantan las nubes. Vives mucho más cerca del cielo que cualquiera de nosotros, y quiero echarle otro vistazo a ese cometa. Estrellas de ígneos cabellos, no nos visitan tan a menudo. Y éste es una preciosidad, Basil.
—Sí, ya me lo has dicho. Pero no has venido por eso.
—Correcto. Si creyera que tienes algo de vino que ofrecerme te pediría que lo sacaras… pero en vez de eso, vengo a informarte de que han visto a Leonard Rugg en los ardientes límites del Nido del Pájaro Negro, encargando los ingredientes para un ponche de brandy.
—Me imagino que será Cassius el que lo ha visto —repuso con acritud Basil.
—Y el que va a reservarnos dos asientos.
—Dichoso Cassius. —Basil encontró por fin su gorro y se lo caló en la cabeza—. Nadie como un matemático para calcular el número exacto de invitados. Adelante, avancemos, como el invasor ejército ofidio sobre las llanuras de Garrawan. Cuidado con el escalón roto.
Las calles de la Universidad eran las calles de la ciudad, y algunas de las más antiguas. Discurrían por la orilla oriental del rio, donde, se decía, se habían instalado los brujos del rey Alcuin después de la Unión. Lo cierto era que las calles eran angostas, sinuosas y dificultaban enormemente la orientación, sobre todo entrada la noche. La Universidad había empezado siendo diminuta, poco más que un puñado de aulas repartidas por una madriguera de edificios gubernamentales, pero el tiempo y la historia habían hecho cambios. Los edificios que antaño habían sido salones de congresos eran paraninfos ahora, y los aposentos de la servidumbre civil y el séquito real se habían transformado en residencias de estudiantes, alquiladas a tantos jóvenes aspirantes a erudito como cupieran en una habitación. Las tabernas que señalaban todas las esquinas eran probablemente las estructuras más antiguas que cumplían aún su función original. En cualquier momento y lugar, a la gente siempre le venía bien una cerveza.
La taberna conocida como el Nido del Pájaro Negro estaba atestada de los eruditos vestidos de oscuro que le daban nombre. Tenía el techo bajo y atravesado por vigas negras, sus antiguas paredes eran tan gruesas como el brazo de una persona de la mano hasta el codo, y las ventanas se hundían en sus nichos. Los pies de incontables generaciones de bebedores y contertulios habían practicado surcos en su suelo de piedra; sus hombros habían desgastado las paredes de piedra, negras y suaves. Basil llevaba acudiendo allí desde que era un joven estudiante, recién salido de la granja, hacía menos años de los que le gustaba pensar. Allí había conocido a Elton y Cassius, eruditos de éxito con dos años de experiencia. Habían sido sus consejeros en cuestiones universitarias, desde trivialidades como dejarse el pelo largo para no parecer un paleto y cederles siempre el paso a los maestros en la calle a las sutilezas de conseguir crédito en una taberna y cómo asistir al máximo de clases sin necesidad de pagar cuotas al magister. También le habían invitado a acompañarlos cuando fueron a conocer al brillante doctor en Metafísica, Leonard Rugg, célebre por su generosidad con la fuente de ponche y sus estimulantes debates sobre cualquier tema, desde las mujeres al significado de las estrellas.
Para los cuatro hombres, el encuentro había sido de gran trascendencia. Los tres jóvenes estudiosos habían encontrado un mentor avispado; Rugg había encontrado tres espíritus afines. No le sorprendió que todos ellos hicieran oídos sordos al llamamiento del mundo a todos los hombres educados para poblar sus juzgados y aulas, los equipos de secretarios de sus nobles y sus instituciones benéficas. Elton, Cassius y por último de Cloud se habían quedado en la Universidad, habían alcanzado el grado de pares, primero, y de doctores, después, en las materias de su elección, y se habían licenciado con permiso para dar clase bajo el auspicio de los gobernadores. Los cuatro formaban ya una estampa familiar: Basil de Cloud de
Historia, fornido y pálido, con las mejillas perennemente hirsutas y el pelo negro y alborotado; Thomas Elton de Astronomía, rollizo y jovial; Lucas Cassius de Matemáticas, enjuto y reservado; y Leonard Rugg de Metafísica, menos mayor de lo que pretendía aparentar, de piel sonrosada, la frente alta, con el ralo cabello rojizo sobresaliendo de su cuero cabelludo como lana recién esquilada.
—El tiempo pasa —estaba diciéndole irritadamente Rugg a Cassius—, pero el chico con el brandy es más lento que una furcia con un cliente noble. ¿No me habías dicho que iban a venir De Cloud y Elton?
—Están en camino —respondió el matemático—. Recuerda, la paciencia es la virtud de los verdaderamente sabios.
Rugg resopló.
—Bobadas. Con paciencia no se consigue nada más que una cama fría. ¿Quién te ha estado llenando la cabeza de pájaros, eh? ¿Tu anciana madre?
—Plácido —repuso con retintín Cassius—, en su De modales y morales. Te recuerdo disertando sobre él, Leonard. Por aquel entonces, evidentemente, eras mucho más elocuente.
—No me cites a Plácido, condenado contador de repollos. Siempre he pensado que Plácido era un condenado necio —dijo Rugg— cuando no estaba ocupado siendo genial. ¡Ah, aquí está el brandy!
El camarero, tras posar una bandeja en la mesa, descargó dos jarras humeantes, cuatro pesadas tazas de barro y diversos platillos que contenían azúcar y especias. Rugg empujó el banco hacia atrás, se levantó pesadamente, hizo crujir los nudillos y empezó a mezclar el ponche. Una nube alcohólica perfumada de clavo y canela envolvió la mesa.
—¿Es ponche de brandy eso que huelo? —dijo Elton, risueño, cerniéndose sobre ellos.
—Lo será —respondió Rugg—, si dejas de moverme el brazo. Siéntate, Elton… No, ahí, con De Cloud. Basil, querido, ¿dónde te habías metido?
—En ninguna parte donde no se me pudiera encontrar —fue la seca respuesta—, tal y como acaba de demostrar felizmente Elton.
Cassius suspiró con exagerada melancolía y enlazó los dedos huesudos en su pelo lacio.
—¡Ojalá se pudiera demostrar todo tan fácilmente! Basil, tengo entendido que estás escribiendo otro libro, y me alegro por ti. De hecho —cruzó la mirada con Elton al otro lado de la mesa—, me alegro mucho por ti.
—¿Y eso qué quiere decir, exactamente?
La pregunta de Basil se quedó sin respuesta mientras Rugg levantaba en alto el cazo y pronunciaba un breve discurso sobre la amistad, las tabernas y el vino. A
Rugg le gustaba el estilo retórico de los metafísicos gerardinos, su actual interés académico. Basil ahuecó las manos en torno a su taza humeante. El otoño llegaba frío este año.
Los cuatro amigos brindaron por ellos y por el comienzo del trimestre de otoño, deseándose mutuamente alumnos de pago en abundancia para todos y una querida nueva, más fiel, para Rugg. Encargaron una cena a base de pollo asado, verduras y calabaza mantecada, que atacaron como si llevaran días sin probar bocado.
—Se han reanudado las clases de la cátedra de Horn, ¿os habéis enterado? —preguntó Elton, con la boca llena de pollo.
—Imposible —dijo Rugg—. El profesor de Horn está a las puertas de la muerte. Lleva así desde mediados de verano.
Cassius bebió un sorbo de ponche.
—Tampoco es que anden tan desencaminados los rumores, Rugg. El doctor Tortua estaba a las puertas de la muerte, efectivamente, pero ya se encuentra mejor. No tanto, pensaba yo, como para dar clases en público, pero no soy médico. Tú estudiaste con Tortua, De Cloud. ¿Qué sabes al respecto?
De Cloud se encogió de hombros.
—No mucho. No somos buenos amigos desde mi monografía sobre el Tratado de Arkenvelt.
—Lo recuerdo —dijo Rugg—. Cogiste su capítulo de La caída de los reyes y lo hiciste pedazos, ¿no es cierto?, desoyendo todos los consejos y las normas más elementales del sentido común.
—Pero es que estaba equivocado, y todo porque no se remitió al tratado propiamente dicho, sino que eligió confiar en el informe publicado por Delgardie en Espejo de la historia, que ya de por sí hablaba de oídas, a lo sumo. Tal y como dije en su día. —Fulminó con la mirada a Rugg, que parecía estar listo para volver a discutir todo el asunto de nuevo—. Ya está hecho, Rugg, y no se puede deshacer. El doctor Crabbe es su sustituto ahora, y espero que le aproveche.
—Eres incorregible, Basil. —Elton miró por encima del hombro a la ruidosa estancia iluminada por velas del Pájaro Negro—. ¿Roger Crabbe no viene a beber también aquí?
—No lo he visto —dijo De Cloud—. No desde la primavera, aquí no.
—Bueno, pues sus amigos, entonces. No hace falta que te caiga bien Crabbe, pero enemistarse con él no reporta nada.
—¿Y qué podrían contarle sus amigos? —preguntó De Cloud—. Ya sabe que no me cae bien; se lo he dicho a la cara. Y no me importa que sepa que lamento haber discutido con el doctor Tortua… Bueno, no es que me arrepienta, tampoco, porque volvería a hacerlo. Pero me entristece. Me gustaría hacer las paces con él.
El eminente doctor había reconocido en el joven De Cloud un amor por lo antiguo que rivalizaba con el suyo. Durante el segundo año de Basil, lo había ahuyentado de las leyes que había venido a estudiar a la ciudad y lo había guiado en su ascenso por los escalafones de la Universidad. Era la influencia de Tortua, además de su propia valía, lo que había convertido a Basil en el hombre más joven en alcanzar el grado de doctor. Había querido al anciano como a un padre, y se había sentido en la misma medida dolido cuando Tortua se tomó la monografía de Basil sobre el Tratado de Arkenvelt como un ataque personal en vez de como la mera corrección académica que era.
—¡Pues haz las paces con él! —lo exhortó Elton—. Me extrañaría que Tortua te viese siquiera, sobre todo ahora, por lo que dicen, con Crabbe vigilando su puerta.
—Pensaba que Crabbe me rehuía —dijo De Cloud.
—Te sobreestimas —dijo Cassius—. Estaba cuidando de Tortua.
—Aspirando a ocupar la cátedra de Horn de Historia Antigua, más bien —dijo Elton, y Rugg asintió con la cabeza.
—Es repugnante —exclamó De Cloud—. Ni siquiera Crabbe haría algo así.
Sus tres compañeros intercambiaron las sonrisitas de superioridad de quienes, conocedores de los defectos de un amigo, lo quieren a pesar de todo.
—En fin —dijo Rugg tras un momento de silencio—, ¿todavía piensas asistir a la clase?
De Cloud, al que le quedaba poco a lo que aferrarse, recurrió a su dignidad.
—Por supuesto que pienso asistir. Estoy en Historia Antigua. Iría sin importarme quién diera la clase, aunque fuera el mismísimo Crabbe.
—Te veremos allí, entonces —dijo animadamente Elton.
—Eso —acotó Cassius—, siéntate con nosotros. Así podrás avisarnos cuando se equivoque.
—Tendréis que averiguarlo por vuestra cuenta —les dijo Basil de Cloud—. Yo estaré sentado con mis alumnos.