No hace muchos días, a mi regreso del Yann, remaba por el Támesis dejándome llevar hacia el Este por la marea baja del Westminster Bridge, cerca del cual había alquilado mi bote. En el agua me rodeaban toda clase de cosas, como palos a la deriva y otros botes, y yo observaba tan absorto el tráfico del gran río que ni siquiera advertí que había llegado a la City hasta que levanté la vista y me encontré con el tramo del Embankment que se halla más próximo a Go-by Street.
Entonces, de repente, me pregunté qué habría sido de Singanee, pues la última vez que pasé junto a su palacio de marfil reinaba en él una quietud que me había llevado a pensar que aún no habría regresado. Aunque había visto salir con su terrible lanza al formidable cazador de elefantes, su aventura, sin duda alguna, estaba llena de peligros, pues yo sabía que no era otra que la de vengar Perdóndaris dando muerte a aquel monstruo con el mismo colmillo que un día le arrebataran. De modo que amarré mi bote tan rápidamente como pude a unos escalones, desembarqué, dejé el Embankment, y al llegar a la tercera calle comencé a buscar la entrada a Go-by Street. Era ésta muy estrecha, tanto que al principio apenas si resultaba perceptible, pero en cambio allí estaba, y no tardé en encontrarme en la tienda del anciano.
Sin embargo, esta vez hallé a un joven ante el mostrador. No podía darme razón alguna acerca del viejo tendero. El solo se bastaba. En cuanto a la vieja portezuela situada en la trastienda, «no sabemos nada sobre eso, señor», fue todo cuanto me dijo. De modo que no tuve más remedio que ofrecerle conversación y seguirle la corriente.
Tenía a la venta, sobre el mostrador, un instrumento que servía para coger un terrón de azúcar de un modo distinto. Pareció satisfecho cuando le presté atención y empecé a ponderarlo. Le pregunté cuál era su utilidad. Él respondió que ninguna, pero que acababa de ser inventado la semana anterior, era completamente nuevo, estaba hecho de plata legítima y se había vendido muchísimo. Durante todo el tiempo yo no dejaba de desviar la conversación hacia la trastienda.
Cuando le pregunté por los ídolos, me contestó que eran una de las novedades de la temporada y constituían una variada selección de mascotas. Y mientras fingía escoger uno, de repente, vi aquella vieja puerta maravillosa. Me apresuré a atravesarla, y el joven tendero me siguió. Nadie podría haber mostrado mayor sorpresa que él al contemplar la calle cubierta de césped y flores moradas. Con su levita echó a correr hacia la otra acera y consiguió detenerse justo a tiempo, pues allí mismo terminaba el mundo. Al mirar hacia abajo desde el borde, en lugar de las acostumbradas ventanas de las cocinas, pudo ver nubes blancas y el cielo ancho y azul. Pálido y como si le faltara el aire, le conduje hasta la vieja portezuela trasera de la tienda, lo empujé suavemente y, sin oponer ninguna resistencia, volvió a entrar. Pensé que el aire del lado de la calle que él conocía le sentaría mucho mejor.
Tan pronto como se hubo cerrado la puerta tras aquel hombre aún incapaz de salir de su asombro, giré a la derecha y recorrí la calle hasta ver los jardines y las casas, así como una pequeña mancha de color rojo en un jardín en la que reconocí a la vieja bruja con su chal.
«¿Has vuelto en busca de un cambio de ilusiones?», me dijo.
«Vengo de Londres», respondí. «Y deseo ver a Singanee. Quiero ir hasta su palacio de marfil, allá arriba en las montañas mágicas, sobre el precipicio de amatista».
«No hay nada como un cambio de ilusiones», dijo ella, «de lo contrario acabamos aburriéndonos». «Londres es un buen sitio, pero siempre queremos ver las montañas mágicas de vez en cuando».
«Entonces, ¿conoces Londres?», le pregunté.
«Por supuesto», respondió ella. «Puedo soñar igual que tú. No eres la única persona en el mundo capaz de soñar Londres».
Los hombres trabajaban afanosamente en su jardín; era la hora más cálida del día, y estaban cavando a golpe de pala. De repente, la bruja se volvió para golpear en la espalda a uno de ellos con una larga vara negra que llevaba en la mano.
«Incluso mis poetas van a Londres a veces», me dijo.
«¿Por qué golpeas a ese hombre?», le pregunté.
«Para hacer que trabaje», respondió.
«Pero está cansado», le dije.
«Por supuesto», contestó la bruja.
Entonces miré y vi que la tierra era árida y dura, y que cada palada que aquellos hombres exhaustos alzaban estaba repleta de perlas. Sin embargo, observé que había otros que, sentados en silencio, observaban las mariposas que revoloteaban por el jardín, y a éstos la bruja no los golpeaba con su vara. Cuando le pregunté quiénes eran los que cavaban, la bruja respondió:
«Son mis poetas, y cavan en busca de perlas».
Y al preguntarle a quién iban destinadas tantas perlas:
«Son para alimentar a los cerdos, por supuesto», me respondió.
«¿Pero a los cerdos les gustan las perlas?», le dije.
«Por supuesto que no».
Habría tratado de profundizar aún más en la cuestión de no ser porque el viejo gato negro de la bruja acababa de salir de una de las casas y me miraba burlonamente sin decir nada, lo que me hizo comprender que estaba haciendo preguntas estúpidas. En lugar de eso, entonces pregunté por qué algunos de los poetas se mostraban indolentes y podían contemplar las mariposas sin ser castigados. La bruja contestó:
«Las mariposas conocen los lugares donde hay perlas escondidas, y ellos aguardan a que alguna se pose sobre el tesoro enterrado. No pueden cavar hasta saber dónde hacerlo».
De repente, un fauno salió de una espesura de rododendros y comenzó a danzar sobre un disco de bronce en el que había una fuente. El sonido de sus dos pezuñas bailando sobre el bronce era tan melodioso como el de unas campanas.
«La campana del té», dijo la bruja. Y entonces todos los poetas arrojaron sus palas y la siguieron hasta la casa. Fui tras ellos, pero tanto la bruja como todos los demás seguíamos en realidad al gato negro, que arqueaba el lomo y levantaba la cola mientras caminaba por el sendero del jardín con sus losas de azul esmaltado. Atravesamos el porche techado de paja negra y la puerta abierta de roble para pasar a una pequeña habitación donde el té estaba servido.
En el jardín, las flores empezaron a cantar y la fuente a tintinear sobre el disco de bronce. Pude averiguar que la fuente llegaba de un mar desconocido, y que a veces arrojaba fragmentos dorados de naufragios de galeones de los que jamás nadie oyó hablar, malogrados en tormentas de algún mar que se halla en ninguna parte o hechos pedazos en batallas que se libraron con enemigos desconocidos para nosotros. Unos decían que se trataba de sal marina; otros, que era la sal de las lágrimas secas de los marineros. Algunos poetas cogían grandes flores de los jarrones y esparcían sus pétalos por toda la habitación, mientras que otros hablaban de dos en dos al mismo tiempo y otros cantaban.
«Al fin y al cabo, se comportan como simples niños», dije.
«¡Simples niños!», repitió la bruja, que estaba sirviendo vino de prímula.
«¡Simples niños!», repitió el viejo gato negro. Y todos se rieron de mí.
«Pido sinceras disculpas», me apresuré a decir entonces. «No era mi intención insultar a nadie».
«No tiene ni la menor idea», sentenció el viejo gato negro. Y todos siguieron riendo hasta que los poetas se fueron a dormir.
Entonces eché un vistazo a los campos de nuestro mundo conocido, y a continuación me dirigí a la ventana que daba a las montañas mágicas. La tarde tenía el color del zafiro. Distinguí el camino que había de seguir a pesar de que los campos se volvían cada vez más oscuros y, cuando lo hube encontrado, bajé las escaleras. Después de atravesar el salón de la bruja, partí para llegar aquella misma noche al palacio de Singanee.
Las luces resplandecían detrás de cada uno de los cristales —en ninguna ventana había cortinas— del palacio de marfil. Llegaban los sonidos de una danza triunfal. Era verdaderamente inolvidable el eco de un fagot, y como el peligroso avanzar de una bestia al galope los golpes de un hombre fuerte y poderoso en un tambor gigantesco y sonoro. Al escuchar, me parecía que el combate entre Singanee y aquel elefante sobrenatural que había destruido Perdóndaris ya hubiera sido plasmado en forma de música. Y de repente, mientras caminaba en la oscuridad al borde del precipicio de amatista, descubrí un puente blanco y curvado que lo cruzaba. Era un colmillo de marfil. Entonces supe del seguro triunfo de Singanee. Reconocí de inmediato en aquella mole blanca y curvada de marfil, que había sido tendida mediante cuerdas a modo de puente sobre el abismo, el colmillo gemelo de la puerta de marfil que una vez había ostentado Perdóndaris y había sido la perdición de aquella ciudad en otro tiempo famosa, de sus torres, sus murallas y sus gentes. Ya los hombres habían comenzado a esculpirlo y a tallar figuras humanas de tamaño natural a cada lado. Yo empecé a cruzar, y cuando había llegado a la mitad, justo en lo más profundo de la curva, encontré allí a algunos de los escultores profundamente dormidos. Frente a mí, junto al palacio, se hallaba el extremo más grueso del colmillo. Tuve que descender por una escalera apoyada sobre el mismo, pues aún no habían sido tallados los escalones.
El exterior del palacio de marfil era tal como yo lo había imaginado, y el centinela, a las puertas, dormía profundamente también. Aunque le pedí permiso para entrar en el palacio, no hizo más que musitar una bendición dirigida a Singanee antes de volver a quedarse dormido. Resultaba evidente que había estado bebiendo bak.
En el interior del ebúrneo vestíbulo me crucé con unos sirvientes que me aseguraron que cualquier extranjero era bienvenido aquella anoche, pues celebraban el triunfo de Singanee. Me invitaron a beber bak para ensalzar su gloria, pero, pues desconocía sus efectos y en qué cantidad podía apoderarse de la voluntad de un hombre, dije que me hallaba bajo el juramento a un dios de no beber ningún licor hermoso. Me preguntaron si no podría apaciguar a mi dios mediante la oración. Yo respondí que de ninguna manera, y me dirigí hacia donde se celebraba la danza. Los sirvientes entonces se compadecieron de mí. Empezaron a injuriar a mi dios cruelmente, pensando que de ese modo me complacerían, y siguieron bebiendo bak por la victoria de Singanee.
Por fuera de las cortinas que colgaban ante la sala en que tenía lugar la celebración se hallaba un chambelán, y cuando le dije que, aunque extranjero allí, conocía bien a Mung, Sish y Kib, los dioses de Pegana, cuyas señales hice, me dispensó la más generosa bienvenida. Le pregunté si acaso mis ropas no serían adecuadas para aquel agosto y tal ocasión. Y él juró por la lanza que había dado muerte al destructor de Perdóndaris que Singanee consideraría un deshonor que cualquier extranjero que conociera a los dioses participara en el baile inadecuadamente vestido. Acto seguido me condujo hasta otra habitación. Allí sacó unas togas de seda de un viejo baúl de marino hecho de roble, negro y gastado, con cerrojos de cobre verde adornados con un puñado de pálidos zafiros, y me invitó a elegir una toga apropiada. Escogí una de un verde brillante, con un forro azul claro que se dejaba ver aquí y allá y una vaina de espada del mismo color. También me atavié con una capa de un morado oscuro con dos líneas delgadas de azul profundo en el borde y una hilera de grandes zafiros oscuros entre ambas. Tampoco el chambelán de Singanee me habría permitido escoger nada inferior a eso, pues insistía en que ni siquiera un extranjero, aquella noche, podría quedarse en el camino de la generosidad de su señor, que él mismo se complacía en ejercer en honor a su victoria.
Tan pronto como me hube vestido me dirigí a la sala en que se celebraba el baile, y lo primero que vi en aquella cámara resplandeciente y de techos altos fue la gigantesca figura de Singanee entre los bailarines, a quien las cabezas del resto de los hombres no le llegaban por encima de la cintura. Mostraba desnudos los enormes brazos que habían blandido la lanza que vengó Perdóndaris. El chambelán me llevó hasta él y lo saludé con una reverencia, diciéndole que loaba a aquellos dioses a cuya protección se hubiera encomendado. Singanee respondió que había oído hablar bien de mis dioses a aquéllos que solían rezar, aunque sin duda se trataba de mera cortesía, pues en realidad no sabía a qué dioses rezaban.
Singanee iba vestido con sencillez, y tan sólo lucía en la cabeza una banda de oro sin adorno cuyos extremos quedaban atados por detrás con un lazo de seda morada para impedir que el cabello le cayera sobre la frente. En cambio, todas sus reinas portaban coronas magníficas, ya hubieran sido coronadas como las reinas de Singanee o ya fueran reinas llegadas de sus tronos de tierras remotas atraídas por sus maravillas y hazañas.
Todos vestían togas de sedas de colores brillantes y lucían unos hermosos pies desnudos, pues allí el uso de botas es desconocido. Al ver que mis dedos estaban deformados como es común en los europeos, torcidos hacia dentro en lugar de rectos, hubo alguno que me preguntó de un modo amable si había sufrido algún accidente. Sin embargo, en lugar de responder con sinceridad que deformarnos los dedos de los pies era una de nuestras costumbres predilectas, les dije que me hallaba bajo los efectos de la maldición de un dios malvado a cuyos pies me había negado a ofrendar bayas en mi infancia. En cierta medida, mi mentira estaba justificada; al fin y al cabo, nuestra convención también es un dios a pesar de sus malvados efectos y, de haberles dicho la verdad, tampoco habrían podido entenderme.
Me ofrecieron bailar con una dama de extraordinaria belleza. Su nombre era Saranoora, y dijo ser una princesa del Norte que había sido enviada como tributo al palacio de Singanee. Bailaba como las europeas y también como esas hadas de las tierras desiertas que, según cuenta la leyenda, empujan a los viajeros perdidos a la fatalidad. Si pudiera contar con treinta paganos provenientes de tierras fantásticas, con sus largos cabellos negros, sus ojillos de elfos y sus instrumentos musicales desconocidos incluso para el rey Nabucodonosor; si pudiera conseguir, gentil lector, que interpretaran a la caída de la tarde en algún jardín cercano a tu hogar aquellas melodías que escuché en el palacio de marfil, podrías comprender la belleza de Saranoora, el resplandor de luz y color en aquel salón magnífico y la gracilidad de los movimientos de aquellas reinas misteriosas que danzaban alrededor de Singanee. Y entonces, gentil lector, dejarías de ser gentil, pues los pensamientos, que corren como leopardos por las remotas tierras de la libertad, se arremolinarían en tu cabeza incluso si te hallaras en Londres, sí, incluso en Londres. Te levantarías y golpearías con tus manos la pared de estampados florales con la esperanza de romper el ladrillo y descubrir el camino que lleva al precipicio de amatista que habitan los dragones de oro. Ha habido hombres capaces de incendiar prisiones para que los presos escaparan, y como esos incendiarios eran aquellos misteriosos músicos que poseían la peligrosa facultad de prender fuego a la costumbre para liberar los anhelos. Sin embargo, tus mayores nada han de temer, gentil lector, nada han de temer. Jamás permitiré que suene esa música en ninguna calle de nuestro mundo conocido. Jamás traeré a esos músicos hasta aquí. Me limitaré a indicarte en un susurro el camino que lleva al País de los Sueños, y serán muy pocos los escogidos pies que logren encontrarlo. Por eso seguiré soñando en soledad con la belleza de Saranoora, y en soledad seguiré suspirando de vez en cuando por ella.
Sin cesar estuvimos danzando al capricho de los treinta músicos, pero cuando las estrellas comenzaron a palidecer y el viento, que reconocía la llegada del alba, desordenaba ya los bordes de las faldas de la noche, Saranoora, la princesa llegada del Norte, me condujo hasta su jardín. Una oscura arboleda embriagaba la noche de perfume y guardaba misterios nocturnos del amanecer naciente. Sobre nosotros flotaba, vagando por el jardín, la triunfal melodía de aquellos músicos oscuros cuyo origen era imposible averiguar incluso para aquéllos que habitaban y conocían el País de los Sueños.
Durante un solo instante cantó el pájaro tolulu, pues los fastos de aquella noche lo habían asustado e hicieron que permaneciera en silencio. Y por segunda vez lo oímos cantar desde una arboleda distante mientras los músicos descansaban y nuestros pies descalzos no hacían el menor ruido. Por un instante escuchamos a aquel pájaro con el que una vez soñó nuestro ruiseñor para legar su leyenda a sus hijos.
Saranoora me contó que habían llamado a aquel ave Hermana de la Canción, pero en cuanto a los músicos, que para entonces habían empezado de nuevo a tocar, me dijo que no tenían nombre, pues nadie sabía quiénes eran ni de dónde habían llegado. Entonces alguien comenzó a cantar en la oscuridad, muy cerca de nosotros y al son de un instrumento de cuerda, una canción que hablaba de Singanee y narraba su batalla contra el monstruo. Pronto lo descubrimos sentado en el suelo mientras le hablaba a la noche con su canción de aquella lanzada que había hallado el corazón del destructor de Perdóndaris.
Nos detuvimos un momento y le preguntamos quién había podido presenciar tan memorable combate. Él respondió que nadie sino el propio Singanee y aquel cuyo colmillo había sido la perdición de Perdóndaris, que ahora estaba muerto. Cuando le preguntamos si Singanee le había relatado la lucha, contestó que aquel orgulloso cazador jamás diría una sola palabra sobre ella, y que, por tanto, su gloriosa hazaña había sido confiada para siempre a los poetas. Dicho esto, empezó a tocar de nuevo su instrumento de cuerda y reanudó su canto.
Cuando los collares de perlas que colgaban de su cuello comenzaron a brillar sobre Saranoora, supe que el amanecer estaba cerca y que aquella noche inolvidable estaba a punto de acabar. Finalmente, dejamos el jardín y nos acercamos al abismo para contemplar el resplandor del precipicio de amatista a la salida del sol. Primero iluminó la belleza de Saranoora, y a continuación coronó el mundo e incendió la amatista hasta deslumbrar nuestros ojos. Volvimos el rostro entonces y vimos a los obreros que se dirigían hasta el colmillo para reanudar su labor de esculpir una balaustrada de hermosas figuras procesionales. Aquéllos que habían bebido bak comenzaron a despertarse y a abrir sus ojos deslumbrados por el resplandor de la amatista, restregándoselos y apartándolos de la luz. Aquellos extraordinarios reinos de canciones que los misteriosos músicos habían levantado durante toda la noche con sus mágicos acordes volvían de nuevo al dominio del antiguo silencio que reinaba incluso antes de los dioses. Los músicos se envolvieron en sus capas, guardaron sus maravillosos instrumentos y emprendieron el camino a las llanuras sin que nadie se atreviera a preguntarles adonde se dirigían, por qué vivían allí o a qué dioses adoraban.
La danza terminó y todas las reinas se fueron. Entonces la esclava volvió a salir por una de las puertas del palacio y vació su cesto de zafiros arrojándolos al abismo, tal como ya la había visto arrojarlos en otra ocasión. La hermosa Saranoora me explicó que aquellas grandes reinas no lucían sus zafiros más que una sola vez, y que a diario, al mediodía, un mercader llegado de las montañas les vendía zafiros nuevos para cada noche. Sin embargo, yo sospechaba que algo más que una simple extravagancia había detrás de aquel aparente gesto derrochador de arrojar zafiros a un abismo, pues en lo más hondo de la sima vivían aquellos dos dragones de oro de cuya existencia nadie parecía saber.
Entonces pensé, y aún lo sigo creyendo, que Singanee, terrible como era al enfrentarse a los elefantes, de cuyos colmillos había llegado a construirse todo un palacio, conocía bien y temía, sin embargo, a aquellos dragones del abismo. Tal vez valoraba a sus reinas aún más que aquellas joyas inapreciables, y así, aquél al que tantas tierras rendían tan bellos tributos por temor a su lanza, pagaba también los suyos a aquellos dragones dorados.
Nunca pude descubrir si aquellos dragones tenían alas. Y si las tenían, tampoco podría decir si eran capaces de soportar el peso de aquel oro puro y permitirles remontar el abismo ni supe jamás a través de qué caminos podrían escalarlo. Del mismo modo, ignoro también de qué utilidad podían serle a un dragón de oro los zafiros ni las reinas. Lo único que me resultaba extraño era que por orden de un hombre que a nada tenía que temer se abandonaran para siempre aquellas joyas que al caer resplandecían y mudaban de color hasta hundirse en el abismo.
No recuerdo cuánto tiempo pasamos allí contemplando la salida del sol sobre aquellas millas de amatista. Resulta extraño que aquella gigantesca y famosa maravilla no me conmoviera aún más, pero mi mente se hallaba tan deslumbrada por su fama como mis ojos por la llamarada del sol, y como sucede a menudo, se detenía más en los pequeños detalles, pues en ese momento recordaba haber contemplado la luz del día en el solitario zafiro que Saranoora lucía sobre un anillo en su dedo. Luego ella, cuando comenzó a notar el viento de la mañana, dijo que tenía frío y regresó al palacio de marfil.
Temí que nunca volviéramos a encontrarnos, pues el tiempo avanza sobre el País de los Sueños a distinta velocidad que sobre nuestro mundo conocido, como corrientes marinas que siguen distintos caminos y arrastran barcos distintos a la deriva. A las puertas del palacio de marfil me volví para decir adiós, pero no hallé palabras apropiadas para despedirme. Ahora, a menudo, cuando me encuentro en otros sitios, me paro a pensar en muchas de las cosas que podría haber dicho. Sin embargo, mis palabras fueron: «tal vez volvamos a vernos». A lo que ella respondió que seguramente nos encontraríamos a menudo, pues no era cosa que fácilmente los dioses no pudieran permitir, sin saber que muy poco es el poder que los dioses del País de los Sueños tienen sobre nuestro mundo conocido. Luego desapareció tras la puerta.
Después de cambiar de nuevo por mis ropas el magnífico atuendo que me había ofrecido el chambelán, abandoné la hospitalidad del poderoso Singanee y emprendí el camino de vuelta a nuestro mundo conocido. Crucé el gigantesco colmillo que había sido el final de Perdóndaris y pasé junto a los artistas escultores que trabajaban en él. Algunos, a modo de saludo, loaban a mi paso a Singanee, y yo, como respuesta, rendía honores a su nombre.
La luz diurna aún no había penetrado completamente hasta el fondo del abismo, pero la oscuridad iba dejando su lugar a una neblina morada, y vagamente podía distinguir uno de los dragones de oro. Volviendo la vista una vez más al palacio de marfil, y al no poder ya divisar ninguna de sus ventanas, seguí apesadumbrado mi camino. Por el sendero que ya conocía, atravesé el desfiladero entre las montañas y descendí por su ladera hasta tener de nuevo ante mí la cabaña de la bruja. Mientras me dirigía a la ventana más alta para ver los campos de nuestro mundo conocido, la bruja me habló. Sin embargo, yo me hallaba malhumorado, como si acabara de despertar, y no respondí. Entonces el gato me preguntó con quién me había encontrado, y yo le contesté que en nuestro mundo conocido los gatos se mantienen siempre en su lugar y no se dirigen a los hombres. Luego bajé las escaleras y fui directamente hasta la puerta en busca de Go-by Street.
«Vas por el camino equivocado», me advirtió la bruja desde la ventana.
Por supuesto que habría preferido volver al palacio de marfil, pero no tenía derecho alguno a volver a servirme de la hospitalidad de Singanee sin permiso, y no es posible quedarse para siempre en el País de los Sueños. ¿Qué podía saber aquella vieja bruja, al fin y al cabo, de las exigencias de nuestro mundo conocido y de las pequeñas pero numerosas ligaduras que nos atan a él? Así, pues, no le presté atención y seguí mi camino hasta llegar a Go-by Street. Vi la casa con la puerta de color verde a escasa distancia calle arriba, pero pensando que el extremo más próximo de la calle quedaba más cerca del Embankment, donde yo había dejado mi bote, probé suerte con la primera puerta a la que llegué. Era la de una cabaña con techo de paja como las demás y pequeñas agujas doradas a lo largo de la cornisa del tejado. Había unos pájaros extraños posados sobre ella que se arreglaban sus plumas maravillosas. La puerta se abrió, y para mi sorpresa me hallé en lo que parecía ser una cabaña de pastores.
Un hombre sentado sobre un tronco de madera en una pequeña, humilde y oscura habitación me habló en una lengua extraña. Yo musité algo y me apresuré a salir a la calle. La casa tenía un techo de paja por delante igual que el que había detrás. Allí no había agujas doradas ni pájaros maravillosos, pero tampoco acera. Se veía una hilera de casas, establos y graneros, pero ningún otro indicio de una ciudad. A lo lejos pude ver un par de pequeños pueblecitos. El río, sin embargo, estaba allí. Y sin ninguna duda era el Támesis, pues poseía la anchura del Támesis y también sus meandros, si el lector es capaz de imaginar el Támesis en ese punto en particular sin que una ciudad lo rodee, sin sus puentes y sin el Embankment sobre él. Entonces comprendí que me había sucedido, de modo permanente y a la luz del día, una de esas cosas que suceden a los hombres, aunque aún mucho más a menudo a los niños, al despertarse antes del amanecer en alguna habitación extraña y ver una ventana alta y gris en el mismo lugar que debiera ocupar la puerta, al hallar raros objetos en sitios equivocados y, aun sin saber dónde nos encontramos, sentir que no podemos explicarnos que aquel lugar presente esa apariencia.
Vi aparecer un rebaño de ovejas como cualquier otro, pero el hombre que las conducía mostraba un aspecto salvaje y extraño. Le hablé y no me entendió. Entonces bajé hasta el río para ver si allí estaba mi bote en el mismo lugar en que lo había dejado, y en el cieno (pues la marea estaba baja) vi medio enterrado un trozo de madera ennegrecido que alguna vez pudo ser parte de un bote, aunque tampoco habría sido posible afirmarlo con seguridad. Empecé a tener la sensación de que me había equivocado de mundo. Era extraño haber viajado hasta tan lejos para llegar a Londres y no ser capaz de encontrarla entre todos los caminos que conducen a ella, pero al parecer había viajado en el tiempo, y entre los siglos había errado el rumbo. Cuando vagando por aquellas verdes colinas llegué hasta un santuario vallado y cubierto de paja, vi en él un león aún más erosionado por el tiempo que la Esfinge de Gizeh en el que reconocí a uno de los cuatro leones de Trafalgar Square. Comprendí al fin que me había extraviado muy lejos en el futuro, y que innumerables siglos con sus años engañosos se interponían entre todo cuanto había conocido y yo.
Me senté sobre la hierba junto a las gastadas garras del león a reflexionar sobre lo que haría. Y decidí volver a cruzar Go-by Street. Pues si no había nada ya que me retuviera en nuestro mundo conocido, iría a ofrecerme como sirviente al palacio de Singanee, y así podría volver a ver el rostro de Saranoora y aquellos célebres y maravillosos amaneceres de amatista sobre el abismo en el que juegan los dragones de oro.
No me detuve a buscar restos entre las ruinas de Londres, pues hay poco placer en encontrar alguna maravilla cuando no hay nadie para oírla ni maravillarse ante ella. De modo que inmediatamente regresé a Go-by Street, a la pequeña hilera de cabañas, sin encontrar más vestigio de Londres que el de aquel solitario león de piedra. Esta vez sí fui hasta la casa correcta. Su aspecto era muy distinto, más semejante a esas cabañas que vemos en la llanura de Salisbury que a una tienda en la ciudad de Londres, pero pude hallarla contando las casas de la calle, pues seguía habiendo una hilera de casas a pesar de que tanto la acera como la ciudad habían desaparecido. Y también seguía habiendo una tienda. Era una tienda muy distinta de la que yo conocía, pero tenía artículos en venta, como cayados de pastor, algunos alimentos y rudas hachas. Había un hombre de cabellos largos y vestido con pieles. No me dirigí a él, pues no sabía su lengua, pero él me dijo algo que sonó parecido a «Everkike». Para mí carecía de significado alguno. Pero cuando miró hacia uno de los panecillos que vendía, la luz se hizo de pronto en mi cabeza, y comprendí que Inglaterra seguía siendo Inglaterra y aún nadie había podido conquistarla; que aunque aquellas gentes se hubieran cansado de Londres, seguían apegados a su tierra. Las palabras que había pronunciado aquel hombre eran: «Av er kike». Y entonces supe que aquella misma lengua que fue llevada a tierras remotas por el viejo y glorioso cockney seguía siendo hablada en su lugar de nacimiento y que ni sus políticos ni sus enemigos habían logrado destruirla tras miles de años.
El dialecto cockney nunca me había resultado agradable, pero incluso con la arrogancia del irlandés que oye a ricos y pobres hablar el inglés del esplendor isabelino, al oír aquellas palabras sentí que unas lágrimas contenidas irritaban mis ojos y me hacían recordar lo lejos que me hallaba. Creo que estuve en silencio durante un momento. Y de repente me di cuenta de que el hombre que regentaba la tienda se quedaba dormido. Aquel hábito era extrañamente similar al de cierto hombre que, de vivir en aquel tiempo (a juzgar por los estragos aparentes que el tiempo había causado en el león), contaría mil años. Pero, entonces, ¿cuál era mi edad?
Era del todo evidente que el Tiempo avanzaba en el País de los Sueños o más rápida o más lentamente que sobre nuestro mundo conocido. Pues los muertos, incluso los muertos hace mucho tiempo, vuelven a la vida en nuestros sueños, y quien sueña es capaz de vivir todos y cada uno de los acontecimientos de un día en un solo instante del reloj de Town Hall. Dado que la lógica no podía ayudarme, mi mente se hallaba confusa. Y mientras el anciano dormía —extrañamente su rostro se parecía al del anciano que me había mostrado por primera vez la vieja portezuela trasera—, me dirigí al fondo de la cabaña. Había una especie de puerta con bisagras de cuero. La empujé, y me hallé de nuevo bajo el rótulo de la parte trasera de la tienda. Al menos la otra cara de Go-by Street no había cambiado. Fantástica y remota, la calle cubierta de césped seguía conservando sus flores moradas y sus agujas de oro, y el mundo acababa en la acera de enfrente como antes.
Respiré con alivio al volver a ver algo que me era familiar. Pensaba que había perdido para siempre nuestro mundo conocido y, al hallarme de nuevo a espaldas de Go-by Street, sentía menos la pérdida que en el lugar donde habrían de haberme rodeado las cosas que me fueron familiares. Pensé en lo que me quedaba en el vasto País de los Sueños y recordé a Saranoora. Cuando al fin contemplé de nuevo las cabañas me sentí menos solo, incluso al acordarme de aquel gato que acostumbraba a burlarse de todo lo que yo decía. Y lo primero que dije al ver a la bruja fue que había perdido el mundo y regresaba para pasar el resto de mis días en el palacio de Singanee. Lo primero que respondió la bruja con dulzura, pues veía el triste estado en que me hallaba, fue:
«¡Vaya! ¡Parece que te has equivocado de puerta!».
«Sí, pero sigue siendo la misma calle», contesté. «Toda la calle ha cambiado y Londres ha desaparecido para siempre con las personas que conocía, las casas en las que he vivido y todo, todo lo demás. Estoy cansado».
«¿Qué esperabas encontrar tras la puerta equivocada?», preguntó ella.
«Eso ya da igual», respondí.
«Ah, ¿sí?», dijo ella en un tono de contrariedad.
«Está bien. Quería salir al extremo más cercano de la calle para encontrar rápidamente mi bote en el Embankment. Pero ahora mi bote, y el Embankment, y todo…».
«Hay personas que llevan siempre tanta prisa…», dijo el viejo gato negro.
Sin embargo, yo estaba demasiado triste como para enfurecerme, y no dije nada más. La vieja bruja preguntó:
«¿Y ahora adónde irás?». Su tono recordaba al de una niñera que se dirige a un chiquillo.
«No tengo ningún sitio a donde ir», le dije.
«¿Preferirías volver a casa o al palacio de marfil de Singanee?».
«Me duele la cabeza y no quiero ir a ninguna parte. Estoy cansado del País de los Sueños», respondí.
«Prueba entonces a cruzar la puerta correcta», dijo la bruja.
«No sería buena idea», contesté. «Ahí fuera todos han muerto o se han ido para siempre. Sólo venden panecillos».
«¿Qué sabes tú del Tiempo?», me dijo.
«Nada», respondió el viejo gato negro sin que nadie se hubiera dirigido a él.
«Corre», dijo la vieja bruja.
Así, pues, volví sobre mis pasos y, caminando a duras penas, me dirigí otra vez a Go-by Street. Estaba muy cansado.
«¿Qué sabe él de nada?», dijo el viejo gato negro tras de mí.
Adiviné lo que iba a decir a continuación. El gato aguardó un instante y luego añadió: «nada». Cuando miré por encima del hombro, volvía a la cabaña caminando con parsimonia.
Al llegar a Go-by Street, abrí con desgana la puerta por la que poco antes acababa de entrar. Me parecía en vano intentarlo, y cansado, tan sólo hacía lo que me habían dicho que hiciera. Sin embargo, nada más franquearla, comprobé que todo había vuelto a ser como antes. Allí seguía el viejo soñoliento que vendía ídolos. Compré alguna cosa vulgar que no me interesaba sencillamente por el placer de ver objetos familiares. Y cuando dejé Go-by Street, que volvía a ser la de siempre, lo primero que vi fue un taxímetro en marcha en un coche de alquiler. Me quité el sombrero y saludé. Luego me dirigí al Embankment, y allí estaba mi bote, en el majestuoso río rodeado de cosas sucias y ordinarias. Remé de vuelta, compré un periódico de un penique (al parecer había estado durante un día), y lo leí desde la primera hasta la última página, incluidas las patentes de remedios para enfermedades incurables. Tan pronto como me sentí descansado, decidí pasear por todas las calles que conocía, visitar a todas las personas que hubiera tratado alguna vez, y disfrutar durante mucho tiempo de nuestro mundo conocido.