UNA TIENDA EN GO-BY STREET

DIJE que tenía que regresar al Yann para comprobar si el Pájaro del río seguía aún recorriéndolo arriba y abajo y si su barbado capitán aún lo comandaba o había preferido quedarse sentado junto a las puertas de la hermosa Belzoond y pasar allí las tardes bebiendo el extraordinario vino amarillo que el montañés le llevaba desde Hian Min. Deseaba ver de nuevo a aquellos marineros oriundos de Durl y Duz y escuchar de sus labios la suerte corrida por Perdóndaris cuando la fatalidad llegó sin previo aviso de las montañas y cayó sobre la famosa ciudad. Deseaba oír los rezos nocturnos de los marineros, cada uno a su propio dios, y sentir el viento frío de la tarde levantarse a la hora en la que el sol llameante abandona el exótico río. Había creído que jamás volvería a ver las mareas del Yann, pero, al apartarme no hace mucho de la política, las alas de mi imaginación volvieron a fortalecerse a pesar de haber languidecido tanto, y entonces volví a concebir esperanzas de regresar de nuevo al Este, donde se halla el País de los Sueños que, como un soberbio corcel blanco, atraviesa el Yann.

Sin embargo, había olvidado el camino que conducía hasta esas pequeñas cabañas al borde de los campos conocidos cuyas ventanas superiores, aunque enturbiadas por viejas telarañas, dan a la tierra de lo desconocido y son el punto de partida de toda aventura en el país de los sueños.

Así, pues, tuve que hacer averiguaciones, y ellas me llevaron hasta la tienda de un soñador que vive en la City, no lejos del Embankment. Entre tantas calles como recorren la ciudad, no tiene nada de extraño que exista una que jamás hayamos visto antes. El nombre de esa calle es Go-by Street y, si nos fijamos bien, podemos verla salir del Strand.

Al entrar en la tienda nunca debemos abordar directamente la cuestión, sino interesarnos por algún artículo que deseemos comprar. Pero, si se trata de alguno que él pueda proporcionarnos, se limitará a despacharnos y desearnos un buen día. Éstas son sus maneras. Y son muchos los que se han sentido decepcionados alguna vez al preguntar por los artículos más inverosímiles —como, por ejemplo, la concha de la que fue arrancada alguna de las perlas singulares que adornan las puertas del Cielo en las Revelaciones—, y recibir por respuesta del anciano que, efectivamente, los tenía en existencias.

Dentro encontré al anciano adormilado. Sus pesados párpados le cubrían los ojos casi por completo. Estaba sentado y tenía la boca abierta.

«Busco un poco de agua del Abama y el Pharpah, ríos de Damasco», le dije.

«¿Cuánta?», preguntó.

«Dos yardas y media de cada uno, para ser entregadas a domicilio».

«Eso es una contrariedad», musitó, «una contrariedad». «No tenemos esa cantidad en existencias».

«Entonces me llevaré toda la que tenga», respondí.

Se levantó trabajosamente y buscó entre varias botellas. Vi una en la que podía leerse la etiqueta «Nilos, río de Aegyptos», y también otras como «Ganges Sagrado», «Phlegethón», «Jordán». Casi estaba llegando a temer que en efecto pudiera tenerla cuando le oí musitar otra vez: «esto es una contrariedad». Y poco después: «se nos has acabado».

«Entonces», proseguí, «deseo que me indique el camino hasta las pequeñas cabañas desde cuyas ventanas más altas los poetas se asoman a la tierra de lo desconocido, pues querría ir al País de los Sueños y navegar otra vez las aguas de ese poderoso río, semejante al mar, llamado Yann».

Al oír esto empezó a caminar pesada y lentamente con sus gastadas zapatillas de alfombra y, sin dejar de jadear, se dirigió hasta la parte trasera de la tienda. Yo le seguí. Era un sucio trastero repleto de ídolos; el extremo más próximo a la entrada estaba sucio y oscuro, pero en el extremo más alejado podía verse un resplandor azul cerúleo sobre el que parecían brillar las estrellas y donde las cabezas de los ídolos relucían.

«Esto», dijo el grueso anciano calzado con zapatillas de alfombra, «es el Cielo de los Dioses Que Duermen».

Le pregunté entonces cuáles eran los dioses que dormían, y él enumeró algunos nombres que yo no había oído jamás junto a otros que sí me eran conocidos.

«Todos esos dioses en los que ya nadie cree», añadió, «están ahora dormidos».

«En ese caso, ¿el Tiempo no mata a los dioses?», le pregunté.

«No», respondió. «Durante tres o cuatro mil años un dios es adorado, y luego duerme durante otros tres o cuatro milenios. Sólo el Tiempo permanece siempre despierto».

«Pero ésos que nos hablan de nuevos dioses…», le dije, «¿acaso no hay dioses nuevos?».

«Oyen a los viejos que comienzan a agitarse en sueños cuando están a punto de despertar, pues comienza a romper el alba y cantan los sacerdotes. Ésos son los profetas felices. Los infelices son los que oyen a algún viejo dios que les habla en sueños cuando aún se halla profundamente dormido, y profetizan una y otra vez un amanecer que no llega. Son ésos los profetas a los que los hombres lapidan diciéndoles: «Profetiza ahora dónde te golpeará esta piedra, y esta otra…».

«Entonces el Tiempo jamás podrá matar a los dioses», concluí.

Y él respondió: «Los dioses morirán junto al lecho de muerte del último hombre. Cuando llegue ese momento, el Tiempo enloquecerá de soledad, y ya no será capaz de distinguir las horas de los siglos y los años, que a su alrededor comenzarán a gritar exigiendo que los reconozca. Entonces posará afligido las manos sobre sus cabezas, los mirará con ojos ciegos, y les dirá: “hijos míos, ya no sé distinguiros entre vosotros”. Y con estas palabras del Tiempo los universos vacíos se tambalearán».

Durante algún rato permanecí en silencio, pues mi imaginación había viajado hasta esas edades remotas, y desde allí se había vuelto para burlarse de mí por ser criatura de un día.

De repente, advertí por la pesada respiración del anciano que se había quedado dormido. Aquélla no era una tienda cualquiera. Temía que alguno de sus dioses pudiera despertarse y requerir su presencia; temía muchas cosas, pues todo estaba oscuro y había un par de ídolos de aspecto más que grotesco. Finalmente, decidí zarandear al anciano con fuerza cogiéndolo de un brazo.

«Dime cómo se va a las cabañas que se hallan en la frontera del mundo conocido», le dije.

«No creo que podamos hacer eso», respondió.

«Entonces», exigí, «sírveme los artículos que te he pedido».

Esto pareció hacerle entrar en razón.

«Has de salir por la puerta trasera y después torcer a la derecha», me dijo mientras abría una portezuela vieja y oscura que había en la pared. Tan pronto como la hube franqueado, el viejo resopló y la cerró tras de mí.

La trastienda era de una antigüedad increíble. En antiguos caracteres grabados sobre un tablero leí: «Con licencia para vender comadrejas y pendientes de jade». El sol se estaba ocultando y brillaba sobre las pequeñas agujas doradas que resplandecían a lo largo de todo el tejado, que durante mucho tiempo había estado cubierto de una hermosísima paja. Desde allí pude ver que toda Go-by Street poseía la misma extraña apariencia cuando era contemplada desde atrás. La acera era idéntica a aquéllas de las que estaba tan cansado y que recorren miles de millas al otro lado de aquellas casas. Pero adornaba la calle una hierba inmaculada, como si no hubiera sido hollada jamás, con flores tan maravillosas que atraían desde las alturas bandadas enteras de mariposas que pasaban en viaje migratorio hacia un destino que ignoro. Al otro lado de la calle volvía a haber acera, pero no edificios de ninguna especie. Sin embargo, no me detuve a averiguar lo que había en su lugar, sino que giré a la derecha y proseguí por la trasera de Go-by Street hasta salir a campo abierto y encontrar al fin los jardines de las cabañas que iba buscando. En ellos se veían enormes flores que, gigantescas y radiantes, ascendían como lentos cohetes y estallaban en pétalos morados encaramadas sobre sus tallos de hasta seis pies de altura mientras cantaban en voz baja unas extrañas canciones. Entonces una bruja muy vieja salió de su casa por la puerta trasera y fue hasta el jardín donde yo me hallaba.

«¿Qué flores son éstas tan maravillosas?», le pregunté.

«¡Silencio! ¡Silencio!», dijo ella. «Estoy durmiendo a los poetas, y estas flores son sus sueños».

Y en voz más baja esta vez, añadí: «¿Y qué maravillosa canción es la que cantan?».

«Calla y escucha», dijo ella por toda respuesta.

Y al escuchar, descubrí que su canción estaba hablando de mi propia infancia y de cosas que habían ocurrido tanto tiempo atrás que casi las había olvidado por completo hasta oír aquella maravillosa canción.

«¿Por qué la canción es tan débil?», pregunté a la bruja.

«Son voces muertas», contestó. «Voces muertas». Y repitiendo «voces muertas» en voz muy baja —por temor a despertar a los poetas—, regresó a su casa.

«Duermen tan mal durante toda su vida…», la oí decir.

Subí las escaleras de puntillas hasta llegar a la pequeña habitación desde cuyas ventanas, cuando miramos en una dirección, vemos la tierra de lo conocido y, en la otra, divisamos aquellas otras tierras mágicas que yo buscaba casi temiendo ya no encontrar jamás. Inmediatamente miré hacia las montañas del País de las Hadas; el arrebol del ocaso las incendiaba, los aludes resplandecían sobre sus laderas violáceas en su imponente descenso desde las cumbres heladas de color esmeralda, y allí estaba el antiguo desfiladero excavado en el gris azulado de la montaña sobre el precipicio de amatista desde donde se puede avistar el País de los Sueños.

Reinaba una quietud absoluta en la habitación donde dormían los poetas cuando entré en ella procurando no hacer ruido. La vieja bruja estaba sentada junto a una mesa sobre la cual se veía una lámpara, y allí tejía una espléndida capa oro y verde para un rey muerto mil años atrás.

«¿Acaso puede ser de alguna utilidad a un rey muerto que te sientes a tejer para él una capa oro y verde?», le pregunté.

«¿Quién sabe?», respondió ella.

«Qué pregunta tan estúpida», añadió su viejo gato negro, que yacía enroscado junto al fuego tembloroso.

Ya las estrellas brillaban sobre aquella tierra fantástica cuando cerré la puerta de la casa de la bruja; y las luciérnagas montaban su guardia nocturna alrededor de aquellas mágicas cabañas. Entonces me dirigí, avanzando con dificultad, hacia el desfiladero que atravesaba la montaña gris azulada.

Cuando llegué, el precipicio de amatista ya había comenzado a colorearse a pesar de que aún no había amanecido. Oía un ruido y de vez en cuando vislumbraba algún resplandor proveniente de aquellos dragones de oro que muy lejos, a mis pies, hacían gala de la gloria de los orfebres de Sirdoo y habían cobrado vida mediante los conjuros rituales del hechicero Amargrarn. Al filo del precipicio opuesto, y demasiado cerca del mismo, pensé que allí construido por seguridad, contemplé el palacio de marfil de Singanee, el poderoso cazador de elefantes. En las ventanas podían verse pequeñas lucecitas, y los esclavos, que ya estaban despiertos, aún con los párpados pesados por el sueño iniciaban los trabajos del día.

Un rayo de sol coronó el mundo. Y otros mejor que yo describirían cómo iba barriendo de la montaña de amatista la sombra de la cumbre negra que se erguía frente a ella, cómo un solo rayo de luz hendía leguas enteras de amatista, y cómo el color, lleno de alegría, brincaba para dar la bienvenida a la luz y devolver un resplandor púrpura a los muros del palacio de marfil. Entretanto, allí abajo, en aquel precipicio formidable, los dragones de oro jugueteaban todavía en medio de la oscuridad. Y justo en ese momento, de una de las puertas del palacio salió una esclava y lanzó al precipicio una cesta repleta de zafiros.

Cuando el día hizo al fin pleno acto de presencia en aquellas alturas extraordinarias y los destellos del precipicio de amatista llenaron el abismo, el cazador de elefantes se levantó en su palacio de marfil y, tomando su terrible lanza y saliendo por una puerta trasera, partió para ir a vengar la ciudad de Perdóndaris.

Entonces volví la vista al País de los Sueños, y la delgada bruma blanca que jamás desaparece por completo se iba desplazando a lo largo de la mañana. Alzándose como islas por encima de ella veía las montañas de Hap y la ciudad de cobre, la vieja y desierta Bethmoora, y también Utnar Vehi, Kyph y Mandaroon, así como las leguas de camino errante del Yann. Adivinaba más que veía el Hian Min, cuyas cumbres ancianas e imperturbables apenas si consideraban como meros montículos a los vecinos montes Acroctianos, que se amontonaban a sus pies dando cobijo, tal y como recordaba, a las ciudades de Durl y Duz. Con mayor claridad, sin embargo, podía distinguir el antiguo bosque por el que, bajando hasta la ribera del Yann, según la profecía, con la luna vieja podríamos encontrar atracado el Pájaro del río, que allí aguarda durante tres días a lo viajeros.

Pues era aquélla la estación propicia, me apresuré a cruzar a través del desfiladero en la montaña gris azulada siguiendo un camino angosto de los tiempos de la leyenda, y así logré llegar hasta las lindes mismas del bosque. A pesar de la negrura de aquel bosque antiguo, las bestias que lo habitaban eran más negras aún. Sólo muy raras veces los soñadores que atraviesan el País de los Sueños son capturados por alguna de ellas, pero, aun así, decidí correr; pues si el espíritu de un hombre queda atrapado en el País de los Sueños, su cuerpo puede sobrevivido durante muchos años y llegar a conocer a esas bestias a la perfección, la mirada de sus pequeños ojos, el olor de su aliento. Es por ello que los senderos del campo de recreo de Hanwell son transitados sin descanso.

Así alcancé, finalmente, la corriente soberbia y poderosa como el mar del Yann, con el que jugueteaban y cantaban aguas provenientes de tierras increíbles. Cantando, el Yann transportaba, arrastrándolos con toda su fuerza, leños a la deriva y árboles derribados en bosques remotos que nunca nadie ha visitado; pero ni el menor rastro hallé en el río ni en el viejo fondeadero cercano del barco que había ido a buscar.

Me construí una cabaña cuyo tejado cubrí con las enormes y abundantes hojas de la maleza exuberante, comí la carne del fruto del árbol targar, y allí estuve aguardándolo tres días. Durante todo el día se escuchaba el correr estrepitoso del río, y durante la noche entera el pájaro tolulu cantaba sin cesar y las enormes luciérnagas no tenían más cuidado que ir dejando tras de sí torrentes de destellos danzarines. Nada alteraba durante el día la superficie del Yann y nada interrumpía al pájaro tolulu en toda la noche. No sé bien qué temía que hubiera sido de aquel barco, de su amable capitán que venía de la hermosa Belzoond y sus alegres marineros de Durl y Duz. Pero me pasaba el día entero aguardándolo impaciente junto al río y las noches atento a cualquier sonido hasta que las danzarinas luciérnagas acababan por hipnotizarme con sus movimientos.

Sólo tres veces en aquellas tres noches el pájaro tolulu se asustó y dejó de cantar, y por tres veces yo desperté sobresaltado y no hallé barco alguno, y descubrí que era tan sólo el amanecer lo que lo había asustado. Aquellos indescriptibles amaneceres a orillas del Yann surgían como llamaradas que nacieran de algún lugar de las montañas donde un mago, mediante algún procedimiento secreto, quemara enormes amatistas en una olla de cobre. Yo solía contemplarlas extasiado mientras ni un solo pájaro se oía y, de repente, el sol se asomaba por detrás de una colina y todas las aves, menos una, comenzaban a cantar a la vez. Era la hora en que el pájaro tolulu se quedaba profundamente dormido hasta que, al abrir un solo ojo, pudiera contemplar de nuevo las estrellas.

Hubiera seguido allí aguardándolo muchos días más, pero al tercero, la soledad hizo que me dirigiera hasta el sitio donde la primera vez había hallado anclado Pájaro del río con su barbado capitán sentado en la cubierta. Mientras contemplaba el negro lodo del fondeadero y recreaba mentalmente a aquella tripulación a la que no había visto en dos años, distinguí un viejo casco que asomaba. El paso de siglos parecía en parte haber podrido y en parte enterrado en el cieno toda la embarcación a excepción de la proa, y en ella se podía ver un nombre borroso. Muy lentamente, lo leí: Pájaro del río. Entonces comprendí que, mientras en Irlanda y en Londres para mí apenas si habían pasado dos años, en la tierra del Yann habían transcurrido siglos enteros que acabaron hundiendo y pudriendo aquel barco que una vez me fue tan familiar. Hacía años que yacían enterrados los huesos de mis amigos más jóvenes, aquéllos que solían cantarme las canciones de Durl y Duz o narrarme las leyendas de los dragones de Belzoond. Pues más allá del mundo conocido ruge el huracán de los siglos, cuyo eco sólo conmueve nuestro mundo mientras fuera todo permanece en calma.

Me detuve un momento junto a aquel casco en ruinas y pronuncié una oración dirigida a cualesquiera que fuesen los dioses inmortales de aquéllos que ya nunca volverían a navegar por el Yann; recé por ellos a los mismos dioses a los que ellos solían rezarles, a los pequeños dioses menores y humildes que bendicen la hermosa Belzoond. Luego, abandonando a la voracidad del tiempo la cabaña que había construido, di la espalda al Yann y me interné en el bosque al atardecer, justo a la hora en que las orquídeas desplegaban sus pétalos para perfumar la noche. Aquel mismo día atravesé el abismo de amatista por el desfiladero abierto en la montaña gris azulada. Me preguntaba si Singanee, el poderoso cazador de elefantes, ya habría regresado con su lanza al magnífico palacio de marfil o si tal vez habría corrido la misma suerte que Perdóndaris. Al pasar junto al palacio vi a un mercader que delante de una puerta trasera vendía zafiros. Seguí mi camino, y con el crepúsculo, llegué hasta las casas desde donde las montañas mágicas quedan a la vista de nuestro mundo conocido. Fui en busca de la vieja bruja que había visto la última vez, y la hallé sentada en su salón, con un chal de color rojo sobre los hombros, mientras seguía tejiendo la capa dorada. Débilmente, a través de una de las ventanas, se podía distinguir el resplandor de las montañas, mientras que a través de otra podía volver a ver la tierra de lo conocido.

«Cuéntame algo», pedí a la bruja, «acerca de esta tierra extraña».

«¿Cuánto sabes tú?», respondió ella. «¿Acaso sabes que los sueños son simple ilusión?».

«Por supuesto», contesté. «Todo el mundo lo sabe».

«Oh, no todo el mundo», dijo. «Los locos, no».

«Cierto», asentí.

«¿Y sabes también que la vida es otra simple ilusión?», añadió la bruja.

«Por supuesto que no», respondí. «La vida es real, la vida es verdadera…».

Al escuchar mis últimas palabras, tanto la bruja como su gato (que no se había movido del lugar que ocupaba junto a la chimenea), rompieron a reír. Permanecí allí algún tiempo más, pues había muchas cosas que aún deseaba preguntarle, pero cuando definitivamente comprendí que sus carcajadas no acabarían, me di la vuelta y me fui.