UNA CIUDAD MARAVILLOSA

TRAS escalar el ángulo más alto de un precipicio, la luna se hizo visible. La noche, por un momento, había cubierto con su capa la ciudad, que había sido trazada de forma simétrica según unos planos ordenados y pulcros. En dos dimensiones, esto es, a lo largo y ancho, las calles se entrecruzaban con una regular exactitud y toda la monotonía de que es capaz la ciencia de los hombres. Pero era como si la ciudad se hubiera echado a reír, se hubiera liberado y, en la tercera dimensión, se alzara para sostener todo aquello que, irregular y negligente, se rebela contra el dominio humano.

Incluso allí, en aquellas alturas, el hombre había seguido aferrándose a sus simetrías, proclamando que aquellas montañas eran edificios. En hileras rigurosamente ordenadas miles de ventanas se miraban unas a otras con precisión, todas perfectamente simétricas, todas idénticas, hasta tal punto que nadie sería capaz de adivinar durante el día que allí pudiera ocultarse misterio alguno. Esto era así bajo la luz solar. Sin embargo, al llegar el crepúsculo, aunque todo permanecía igualmente ordenado, tan regular y científico como sólo puede serlo el trabajo del hombre y de las abejas, la niebla comenzaba a volverse más densa y oscura. Y entonces primero desaparecía el edificio Walworth, que regresaba a sus orígenes, muy lejos de toda obediencia al hombre, para ocupar el lugar que le corresponde entre las montañas. Yo lo he visto erguirse, con las vertientes más bajas de sus tejados invisibles a la luz del crepúsculo, mientras tan sólo se distinguían sus agujas recortadas contra el cielo más claro, como sólo se yerguen las montañas. Todavía las ventanas del resto de los edificios permanecían en sus hileras regulares —todas en silencio, una junto a otra—, aún inalteradas, como aguardando a un solo movimiento furtivo para entonces escapar de los planos del hombre y volver a deslizarse hasta el misterio y la leyenda, igual que los gatos cuando huyen sigilosamente sobre sus pies de terciopelo del hogar familiar amparados en la oscuridad y en la luz de la luna.

Y al fin la noche caía y llegaba el momento. Se encendía una ventana. A lo lejos, con su luz anaranjada, otra más resplandecía. Ventana tras ventana empezaban a brillar, pero aún faltaban muchas para estar todas encendidas. Seguramente, si algún hombre moderno con sus planes brillantes gobernara alguna vez aquel lugar, pulsaría algún interruptor que pudiera encenderlas todas a la vez. Pero aún seguía perteneciendo al hombre antiguo del que hablan las viejas canciones y a cuyo espíritu todavía son familiares las leyendas extraordinarias y las montañas misteriosas.

Una a una las ventanas empezaron a resplandecer desde los precipicios; en algunas parpadeaba una luz; otras seguían aún a oscuras. Los planos ordenados del hombre habían desaparecido, y nos hallábamos en medio de vastas alturas que iluminaban balizas indescifrables.

Había visto antes esa clase de ciudades, y había hablado de ellas en el Libro de las maravillas.

Allí, en Nueva York, un poeta fue recibido.