Sobre uno de los picos jamás alcanzados e inalcanzables que se conocen como los Lóbregos de Eerie, un águila miraba al Este en medio de un esperanzado presagio de sangre. Ella sabía, y se regocijaba en esa convicción, que al Este, más allá de los bosques del valle, los enanos se habían alzado en armas en Ulk y se disponían a luchar contra los semidioses.
Los semidioses eran los hijos de madres terrenales que tenían como padre a alguno de los dioses antiguos que en otro tiempo solían caminar junto a los seres humanos. Disfrazados, a veces en las noches de verano iban hasta las villas de los hombres. Y aunque embozados e irreconocibles para ellos, las doncellas más jóvenes los descubrían y corrían a sus brazos, en tanto que sus mayores decían: «hace mucho, en las tardes, los dioses bailaban en los bosques de robles». Sus hijos vivían a la intemperie más allá de los valles de helechos, en las frías tierras de los brezales, y ahora se hallaban en guerra con los enanos.
Severos y adustos eran los semidioses, que poseían a la vez los defectos del padre y de la madre. Evitaban mezclarse con los hombres, reclamaban los derechos de sus padres los dioses, y jamás jugaban a los juegos humanos, sino que se pasaban el día profetizando a pesar de ser aún más frívolos que sus propias madres, a las que hace mucho las hadas habían dado sepultura en los jardines silvestres del bosque con algo más que los ritos humanos.
Así, pues, descontentos por no haber visto satisfechas sus demandas, disconformes con la tierra que les había sido dado habitar, sin poder alguno sobre el viento y la nieve y sin conceder importancia a los dones que sí poseían, los semidioses se volvieron indolentes, gordos y lentos, por lo que los orgullosos enanos continuamente les mostraban su desdén.
Los enanos denigraban todo cuanto participase del cielo y la divinidad. Habían sido, según cuentan, la semilla de los hombres, pero, rechonchos y peludos como las bestias, apreciaban en cambio todas las cosas bestiales y reverenciaban la bestialidad en la medida en que eran capaces de mostrar reverencia alguna. Lo que por encima de todo despreciaban, sin embargo, era el descontento de los semidioses, que soñaban con las cortes celestiales y el gobierno del viento y de la nieve. Pues, ¿qué otra cosa mejor podían hacer los semidioses?, solían decir los enanos, ¿sino meter sus narices en la tierra en busca de raíces, embadurnarse los rostros de lodo o correr junto a las felices cabras e incluso ser como ellas?
Pero en medio de la indolencia que en los semidioses había provocado su insatisfacción, la semilla de dioses y doncellas comenzó a mostrarse cada vez más descontenta y absorta en las cuestiones divinas; hasta que el desdén de los enanos, que supieron de todo ello, dejó de contenerse y exigió la guerra. Entonces quemaron ante su hechicero jefe especias bañadas en sangre y puestas a secar, afilaron mis hachas y declararon la guerra a los semidioses.
Durante la noche los enanos atravesaron los Montes de Oolnar portando cada uno su hacha, la vieja hacha guerrera de sílex de sus padres. Era una noche sin luna, y fueron avanzando descalzos y con rapidez para caer en medio de la oscuridad sobre los semidioses, que descansaban orondos, ociosos e innobles en los bosques de Ulk.
Antes del amanecer habían hallado las tierras del brezo y a allí a los semidioses que yacían perezosos y esparcidos por toda la ladera del monte. Los enanos se acercaron a ellos con recelo en la oscuridad. Pero el arte que más amaban los dioses era el arte de la guerra, y cuando la semilla de dioses y ágiles doncellas se despertó al fin y descubrió que estaba naciendo una guerra, fue como si se tratara de su endiosada búsqueda de las marmóreas cortes celestiales o de sus ansias de dominio sobre el viento y la nieve. Inmediatamente, todos desenvainaron sus espadas de bronce templado, aquellas espadas que habían sido forjadas por sus padres en las noches tormentosas de siglos atrás y, sacudiéndose su indolencia, los semidioses hicieron frente a los enanos cayendo sobre ellos espada contra hacha. Los enanos presentaron encarnizada batalla aquella noche, y golpearon sin piedad a los semidioses con las gigantescas hachas en cuya construcción no se habían escatimado robles. Pero, a pesar de la fuerza de sus ataques y de la astucia de su estrategia, los enanos habían pasado algo por alto: los semidioses eran inmortales.
A medida que la lucha se prolongaba y se acercaba el amanecer, el número de los combatientes se iba reduciendo cada vez más, y a pesar de todos los esfuerzos, las bajas seguían cayendo de un solo bando. Cuando llegó el alba, los semidioses ya tan sólo luchaban contra seis enemigos. Y una hora después de la salida del sol había desaparecido el último enano.
Cuando la luz al fin descubrió aquel pico de los Lóbregos de Eerie, el águila abandonó su peña y voló hacia el Este con solemnidad. Allí vio cumplido su presagio de sangre. Sin embargo, halló a los semidioses descansando en sus brezales, por una vez satisfechos, a pesar de su exilio de las cortes celestes, e incluso casi del todo olvidados de sus derechos divinos y sus ansias de dominio sobre el viento y la nieve.