Capítulo 40

El Señor de la noche eterna

Los periódicos de la mañana no hablaban de la muerte del Papa como de un asesinato, sino como consecuencia de un repentino ataque cardíaco. Eso sí, los titulares con enormes letras llamaban a la calma y a la meditación en pro de una nueva elección que se produciría cuando el Espíritu Santo decidiera quién sería el sucesor del trono de Pedro. Los programas de radio y televisión cambiaban sus parrillas para dar la noticia del efímero historial de monseñor Scarelli como Sumo Pontífice, que llegó también en extrañas circunstancias al papado.

Alex Craxell, Krastiva Iganov y Abul ibn Jaled desayunaban relajados en el amplio comedor del hotel Ankisira, cuando el canal local de TV dejó de emitir un aburrido documental sobre la presa de Assuán para dar la noticia de la muerte del líder de la Cristiandad.

—Vaya, parece que monseñor Scarelli ha llegado al final de su complicada vida. Espero que el siguiente sea al menos alguien que se preocupe más de la espiritualidad de sus fieles que de aventuras peligrosas —comentó Alex, al que le resultó completamente indiferente la muerte del astuto Papa.

—Siempre han sido como son… —dijo con resignación Krastiva— astutos, aferrados al poder, y conspiradores entre sí. No hay forma de que cambien.

Abul, que, obviamente, era ajeno a todo lo que no sonara a musulmán o a copto como lo era él, siguió comiendo una tostada mientras escuchaba distraídamente la conversación entre los dos aventureros amigos que llevaban ahora en sus respectivas bolsas de cuero marrón los libros de Amón y de Seth, armas capaces de cambiar más cosas de las que ellos podrían comprender. Habían decidido llevarlos a la casa de un rabino judío que era experto en egiptología, concretamente en conjuros funerarios de la época, y que sabría qué hacer con ellos para mantenerlos a salvo de ambiciosos con intenciones de gobernar por la fuerza a sus congéneres.

El Fiat verde se integró en el tráfico caótico de El Cairo y salió al desierto, donde las arenas reinaban llevadas por el viento que barre su superficie, cambiando de lugar cada caprichosa duna. Sus ocupantes abandonaron el coche, caminando despacio con el sol a sus espaldas y las dunas brillando como el oro al atardecer, a pesar de que aún era mediodía. Un roquedal amparaba una casucha que a duras penas se tenía en pie bajo su sombra. Llamaron con el aldabón que colgaba en la desvencijada puerta, y esta se abrió como por ensalmo. Penetraron en la casa para descubrir una figura encorvada y enjuta que les sonría desde el fondo, saludándolos con voz cavernosa y jovial.

—Sed bienvenidos, amigos… He estado esperando vuestra visita desde ya no sé cuánto tiempo… Pero pasad, pasad de una vez.

Los tres se miraron indecisos y entraron, sentándose frente al anciano que los escrutaba con sus ojos, los cuales parecían bailarle en las cuencas demasiado hundidas. Las paredes de la casa presentaban un aspecto lamentable y ruinoso. Solo se veían tres baldas con frascos llenos de moho y polvo, de tal manera que resultaba imposible adivinar el contenido.

—Traemos algo que queremos que vea. —Craxell fue a desenvolver el fardo de tela que contenía el libro de Amón.

El anciano, con un gesto brusco, puso su mano sobre la del europeo, impidiéndole abrirlo.

—No, aquí no; es peligroso… —Le sonó extraña la voz ahora—. Vayamos abajo. —Indicó que lo siguieran con un leve movimiento de mano.

El hombre de edad avanzada levantó, tirando de una argolla, una trampilla con demasiado vigor para su supuesta edad, y luego descendió con la seguridad de quien conoce bien el terreno que pisa. La estancia inferior sorprendió a los visitantes, por lo diferente de la que habían visto anteriormente. Era un salón confortable y bien amueblado, con estanterías limpias y ordenadas al fondo. Aquello les dejó claro en qué parte de la casa vivía el anciano, y se interrogaron cómo él solo era capaz de mantenerla.

—Ya sé que se estarán haciendo numerosas preguntas, pero en los tiempos que corren ser judío en un país árabe requiere extremar la prudencia para sobrevivir —aclaró, echándose hacia atrás la careta de látex que recubría su auténtico rostro. Una cara joven, de no más de treinta años, les mostró unos ojos negros y profundos que emanaban inteligencia.

La sorpresa fue general, y los extraordinarios ojos verdes de Krastiva amenazaron salírsele de las cuencas. No sabían qué pensar: si podía ser una trampa o si en realidad era quien creían, tal y como se lo estaba explicando aquel judío demasiado joven.

—Sé que esperaban al rabino Elinai, un hombre viejo y de encorvada espalda, para confiarle los libros de Seth y Amón; pero estén tranquilos… —El anfitrión sonrió con cierta ironía—. Yo soy Elinai, es decir, el bisnieto del rabino Elinai. Llevo su nombre, y sigo llevando sobre mí su legado de sabiduría. —Extendió las manos para recoger en ellas los dos libros.

Los tres retrocedieron hasta que sus espaldas dieron con la pared. Alex cavilaba en su mente la razón por la que todo aquello estaba sucediendo. ¿Los había traicionado alguien? Era casi imposible ya que nadie, salvo ellos tres, fueran conocedores de que poseían los libros. Por otra parte, aquel no era el anciano rabino que debía mantener a buen recaudo las sagradas reliquias.

—No sé qué decirle… —formuló Alex, todavía perplejo.

—Comprendo su extrañeza, pero dense tiempo para que comprendan que no se trata de trampa alguna, y que yo soy el descendiente de Elinai; que llevo su nombre y que aquí no hay nadie más que yo. —Abrió más los brazos para demostrar que la estancia, la casa entera se hallaba vacía.

Pasaron unos tensos minutos y el antiguo traficante de obras de arte se decidió a entregarle al judío, no sin cierto grado de reticencia, los libros que tanto había costado encontrar.

Al desenrollar la tela del primero, Elinai vio un pico negro, lo que correspondía sin duda al libro de Seth. Lo cubrió con rapidez, depositándolo en una caja de madera negra. Surgió un destello del segundo fardo y la luz, al tocar las cubiertas del libro de oro, las hizo brillar.

El miembro de la raza deicida pasó emocionado varias páginas, asombrándose del conocimiento que en ellas se revelaba. Miró luego a sus invitados y una amplia sonrisa iluminó su joven rostro.

—Habéis conseguido descubrir el lugar donde se ocultaron, por mano del Sumo Sacerdote de Amón-Ra, los dos libros… —Los tuteó por primera vez, y pasó a halagarlos—. Debéis ser especiales ya que el destino os ha elegido para tal menester. El libro habla de cómo se creó el mundo y de cómo se debe vivir en conformidad con la naturaleza, sin cambiar el curso de los ríos y los mares a otro que no sea el suyo, y advierte de que las consecuencias resultarían catastróficas. Habla de la muerte y de la vida, de cómo una no existe sin la otra, y del viaje por el más allá dentro de los límites que marca el Libro de los muertos.

—¿Y el de Seth? —se atrevió a preguntar Abul, mostrando así su impaciencia—. ¿Qué nos dices?

—Ese es un libro de poder, tan peligroso que, de leerlo una sola vez, estarías perdido, amigo mío… —El judío arqueó las cejas significativamente—. Además, no se debe conocer a Seth. Mata como premio a quien lo desentraña. En esta caja negra de madera de ébano permanecerá oculto por otros mil años antes de que alguien pueda usarlo como arma de destrucción para dominar al resto de la humanidad. Pero supongo que estaréis deseando conocer algunos de los secretos del libro de Amón. Preguntad y os responderé. Conozco cada símbolo y cada signo secreto porque me fueron enseñados por mi padre Elinai, y a él se los enseñó el suyo, claro, el primer Elinai.

Durante tres largas e inolvidables horas, Elinai les leyó del libro de Amón sus conocimientos, que solo le eran revelados a los elegidos por el destino y que llegaban a formar parte de los guardianes del libro. Ellos eran los encargados de que no fuera a caer en otras manos mientras duraran sus vidas.

El viento del desierto sopló sobre la casucha de aspecto ruinoso y pobre y que, sin embargo, contenía dentro de sí los conocimientos de la vida y de la muerte en láminas de oro, escritas de mano de sacerdotes que dejaron de ser sus guardianes más de mil años atrás.

La luna salió cuando cuatro figuras silenciosas avanzaban en la noche, caminando por las arenas que comenzaban a enfriarse. Como una hilera de antiguos sacerdotes egipcios portando una reliquia sagrada, se adentraron en pleno desierto hasta alcanzar un punto en el que depositaron la caja negra. Después Elinai, con reverencia y temor, pronunció un conjuro escrito con letras de sangre en las cuadernas de madera de la caja, con su propia sangre de sacerdote descendiente de sacerdotes.

—«Señor de la noche eterna, hijo de Seth, poseedor de la vara del conocimiento que permanece en la tierra, te pedimos que encierres tus poderes dentro de la caja que abre los males que pueblan el mundo».

Alex, Krastiva y Abul, expectantes como pocas veces en sus vidas, escuchaban atentos cada palabra del rabino judío que, tras cada conjuro, echaba negra arena sobre la caja. Tres en total. El libro de Amón, situado a una distancia de tres metros, esperaba su turno para ser enterrado. Alex miró en torno suyo y se percató de que bajo ellos debía hallarse la ciudad de Amón-Ra, algo que evidentemente ignoraba Elinai, y que debería seguir sin saber. Krastiva le sonrió con dulzura especial en un acto cómplice al darse cuenta ella también de dónde estaban situados.

—«Horus, hijo de Isis —prosiguió Elinai—, conserva dentro de tu mano la vida de quienes desechamos el poder de los dioses y danos el vigor de la consciencia».

Acto seguido, cavaron un hoyo en el que la caja de madera fue introducida y cubierta hasta que no quedó rastro de su ubicación en la inmensidad del desierto. Se apartaron tres metros para ocuparse del libro de Amón-Ra. Lo abrieron por la mitad, y Elinai leyó de él uno de los conjuros con voz grave. Lo cerró y lo cubrió con una tela blanca de lino fino. Ante la sorpresa de Alex Craxell, se lo entregó y este, con los ojos muy abiertos, lo tomó emocionado de sus manos.

—No entiendo… —Movió la cabeza—. Creí que lo enterraríamos junto al libro de Seth, algo más lejos, pero…

—No, te pertenece, y eres por lo tanto el guardián de su contenido, y el que debe decidir quién accede a él y quién no. El conocimiento que hay dentro de sus láminas de oro no debe perderse, e irá desarrollándose a medida que tú lo des a conocer al mundo.

El de Londres se sintió abrumado.

—Es una enorme responsabilidad —admitió con fervor—. Solo espero estar a la altura de las circunstancias.

En medio del desierto egipcio, una figura masculina pareció crecer de estatura y solidificarse uniéndose a las arenas de un desierto que ahora se hallaba en completa oscuridad, únicamente alumbrado por la Vía Láctea y con las estrellas de Orion junto a ella. El silencio que denota ascensión en la escala que los dioses entregan a la humanidad, para ascender a la posición celestial donde ellos moran, se apoderó de los cuatro seres que simbolizaban la perfecta simetría con la que Dios creó el mundo en cuarenta y dos mil años.

Lejos de allí, en la capital del mundo católico, una humareda blanca daba la noticia de que un nuevo Papa comenzaba su mandato en Roma, la denominada Ciudad Eterna. El Sumo Pontífice, antes cardenal Julián de Arión, daba comienzo a su andadura con el nombre de Pedro Juan I y, según las más antiguas profecías, sería el Papa que destruiría la Iglesia de Roma. Una mujer elegantemente vestida observaba desde atrás el desarrollo del acto oficial, que le daba el control total de mil millones de fieles a una mujer inteligente, fría y astuta. La segunda Eva gobernaría el mundo occidental. A su lado, el cardenal Balatti, escoltado por el capitán Olaza y el recién ascendido teniente Delan, sonreía ladinamente con la secreta esperanza de ser el siguiente en un breve espacio de tiempo.

Mi señor, cuando llegue el elegido para llevar a cabo la ceremonia de partida de este mundo todo estará listo. —Era la voz de Ramaj, el Sumo Sacerdote que informaba a Kemohankamón de la muerte de Egipto entre las montañas que nunca debieron ser su cobijo, ni mantener con vida a quienes estaban destinados a morir a manos del emperador hereje Justiniano. El pueblo trabajaba y se desentendía de los dioses a los que había dejado de adorar. Compraban, vendían, se casaban, y se amaban, sin que aquellos tuvieran parte en sus vidas cotidianas. Y los dioses se airaron, y vino su abandono. Su furia subió a su nariz, y las tormentas arrasaron la meseta del viento divino cada pocos días. Los sembrados desaparecieron, los alimentos escasearon, y las enfermedades se cobraron su letal tributo. El Sumo Sacerdote de Amón pronunció un conjuro que de nada sirvió, y se dispuso a llevar a cabo la erradicación de todo ser viviente que alentaba y respiraba en la meseta que les entregara como territorio el Rey de Reyes, Cosrroes de Persia.

Descendió a las profundidades donde yacía el faraón difunto, le hizo una ofrenda sagrada, y después puso en funcionamiento los mecanismos que permitían a las aguas inundar la ciudad con sus orgullosos pináculos apuntando al cielo. El líquido elemento penetró a borbotones por los agujeros, llenando las tuberías y cubriendo las cámaras más bajas primero, y las medias más tarde, para ir luego asomando en el suelo de palacio. Las casas comenzaron a caer al ser abatidas por los vientos que asolaban la meseta, y sus cimientos, comidos por las aguas embravecidas, no aguantaron el peso de sus propias paredes. Solo las cámaras del Faraón y la de las reinas quedaron sin inundar. El elegido debería terminar el proceso de momificación ofreciendo a los dioses el cuerpo sagrado del faraón Kemohankamón, a sus antepasados.

La ciudad de los pináculos del Cielo quedaba así sumergida en la extensión de agua que se conocería como el lago Urmía, en las perdidas montañas de la orgullosa Persia. Su historia permanecería en el olvido hasta que el dueño legal del libro de Amón regresara por él y diera a conocer al mundo sus conocimientos.

Un sonido tumultuoso le llegó a los oídos a Ramaj, último de los sacerdotes de Amón-Ra, encargado de dar fin a la dinastía de los Ptolomeos y guardar el secreto de la vida y de la muerte.

El libro de Amón comenzaba a entregar su sabiduría con estas primeras palabras:

«Este es el conocimiento que lleva a la vida y saca de la muerte a aquellos que confiaron en los dioses… el que yace con los cuerpos de los reyes de Egipto, en la ciudad de Amón-Ra y en la ciudad de los pináculos del Duat…».

FIN