Capítulo 39

Lucha a muerte

Julián de Arión esperaba pacientemente que el Papa saliera de sus habitaciones para que le informara del cariz que iban tomando los asuntos de mayor importancia. Era el encargado de terminar lo que Frida Hëber no había rematado. Llevaba un estilete entre sus ropas y era plenamente consciente de que la muerte era el final de toda aquella aventura en la que solo sus compañeros saldrían vencedores, indemnes.

Unas horas antes, la duquesa de Condotti había reunido al resto de miembros de la Orden de los Egregios en una casona a las afueras de Roma, con la intención de apoderarse del papado al más puro estilo de la temible familia Borgia y colocar a un Sumo Pontífice títere en el trono de San Pedro. El arzobispo de Sevilla fue el elegido, de salir victorioso en su letal misión en el palacio Vaticano.

Juan XXIV tardaba en salir de su habitación y antes lo hizo el recién nombrado secretario, padre Ogolo, cardenal de Zambia. De rostro circunspecto y alterado, el africano se perdió en los corredores palatinos como alma que persigue el diablo. Ogolo, que disfrutaba de fama de temperamental, había sido uno de los pilares que sostuvieron al anterior Papa, y era solo cuestión de tiempo que lo destituyera el actual, dada la enemistad que los separaba desde tiempo atrás.

Scarelli salió risueño y altivo. Después miró a su consejero de máxima confianza, y le pidió que entrara a sus habitaciones privadas.

—Eminencia —le concedió la dignidad adecuada a su cargo a Julián de Arión—, pase y cuénteme cómo van los asuntos que nos preocupan. —Utilizaba el plural como era costumbre en el Sumo Pontífice de la Iglesia Católica.

Por primera vez en su vida, monseñor Arión se sintió sucio y rastrero. Iba a asesinar al papa de Roma, quien confiaba en él como en un hermano. Palpó su estilete, el arma que usaría en cuanto su víctima le diera la espalda para clavárselo en el corazón, y al notar un primer contacto con el acero sintió un escalofrío que le recorrió el espinazo.

—Y dígame, Eminencia, ¿tenemos en nuestro poder los libros de Amón y Seth? —La faz del actual sucesor de San Pedro se iluminó como la de un niño al visionar el escaparate de una pastelería.

—Traigo malas noticias, Su Santidad… —articuló el de Sevilla con voz queda—. Han apresado a monseñor Balatti y a dos de los guardias suizos de su total confianza, el capitán y el sargento que lo acompañaban; el resto ha perecido en la operación.

Un repentino ataque de ira enrojeció el rostro de rasgos duros de Scarelli, ahora convertido en el papa Juan XXIV, y de un manotazo apartó un jarrón de porcelana china que se fue a estrellar contra la pared opuesta. Julián de Arión supo que no resultaría nada fácil acabar con aquel hombre astuto y ruin, que, sin embargo, poseía un carácter terrible cuando se enfadaba, aspecto que lo convertía en un enemigo muy a tener en cuenta.

—Esto no puede estar pasándome a mí. Es inconcebible que el cardenal haya sido detenido por esa panda de infieles musulmanes y su inepta policía —se lamentó el Santo Padre. Tras ello clavó los ojos en el prelado español, de manera que este sintió que le taladraba el alma misma—. ¿Y los libros…?

—No han sido hallados… Lo siento, Santidad… Estas noticias son las peores que podíamos esperar; pero algo me dice que es mejor así…

—¿Mejor así dice Su Eminencia? —le respondió el cabeza visible de la Iglesia Católica en tono sarcástico, acercándose al instante a su cara hasta que casi pudo olerle el aliento.

El destacado miembro de la Orden de los Egregios bajó la cabeza, sumiso en apariencia, y de nuevo palpó su arma blanca bajo su túnica cardenalicia. Scarelli se volvió como solía hacer cuando se disponía a tomar una decisión importante, y en ese preciso instante el estilete brilló al ser herido por la luz. Todo fue muy rápido. El Papa apenas notó un leve pinchazo en el costado izquierdo, y así la vida se le escapó como agua entre los dedos. Cayó a plomo, y su asesino se apresuró a sentarlo en uno de los sillones de madera dorada de estilo francés, ladeándole la cabeza para simular que dormitaba y ganar tiempo.

Julián de Arión salió de los aposentos papales con aire altanero, topándose enseguida con el cardenal Ogolo, quien retornaba cabizbajo tras rumiar la destitución. El español no pudo frenar su ímpetu, y el otro príncipe de la Iglesia Católica, ignorante de que el Papa yacía muerto y ya jamás tendría la posibilidad de revocar su destitución al mando de la curia del palacio Vaticano, atravesó las dos hojas que lo separaban de su enemigo, Juan XXIV. Lo zarandeó con suavidad, y este cayó como un fardo a sus pies. El cardenal negro comprendió, al ver la sangre que manchaba sus ropas, que el Santo Padre acababa de ser asesinado. Salió y miró al cardenal de Sevilla con la indecisión reflejada en su cara. Era una ocasión única que debía aprovechar si quería alcanzar la dignidad papal. El de Arión no podría sino ser su cómplice en aquella secreta muerte que lo implicaba de lleno.

—Es un momento muy delicado, Eminencia… Espero que se halle a la altura de lo acaecido en estos aposentos papales… Venga conmigo —le ordenó en voz baja, sin perder el dominio de sí mismo.

Por el corredor que comunicaba los aposentos papales con el despacho privado del Papa, ambos caminaron con premura para llegar hasta el cuerpo de guardia y solicitar del capitán en funciones que no molestaran a Su Santidad bajo ningún concepto. Estaba descansando, y era innecesario que se lo interrumpiera.

Acto seguido, Ogolo llevó a su colega español hasta la capilla de la Santa Providencia, donde rezaba cada noche, y se volvió hacia el asesino para enfrentarse a él. Pero este clavó de nuevo el estilete en el pecho del fornido cardenal africano, quien con una expresión mezcla de horror y sorpresa se llevó las manos a la herida, mortal de necesidad, y que todavía no sangraba, para caer torpemente apoyándose en una silla que derribó. Finalmente se derrumbó cuan largo era en el suelo de frío mármol, con los ojos muy abiertos por la letal sorpresa recibida.

Muy en su papel de hombre de la Iglesia Católica, a pesar de todo, Julián de Arión se santiguó y salió, cerrando la puerta con llave.

Casi quince minutos después, un coche oficial del Estado Vaticano llegaba al palacio Condotti y penetraba en el patio central, en el que una duquesa impaciente esperaba las letales noticias de su más allegado colaborador.

—¿Está realizado, Eminencia? ¿Está el pájaro en la jaula? Me hace tanta ilusión ese pájaro… —disimuló ella, para que nadie conociera la verdadera naturaleza del sangriento asunto que se traían entre manos.

—El pájaro está en la jaula y le gustará mucho su plumaje, aunque debo decir que son dos los que se hallan en nuestro poder en la jaula.

La duquesa de Condotti quedó sorprendida, sin saber realmente qué decir como respuesta coherente, y por ello se limitó en silencio a pedirle al cardenal que la siguiera para tomar el té.

Situados en medio del gran salón que otrora sirviera para dar elegantes bailes de etiqueta, con sendas tazas de té humeantes, servidos por un estirado mayordomo, ambos iniciaron la conversación. La Duquesa quería saber la razón por la que se había dado muerte a una segunda persona, cosa que complicaba la trama y eliminaba parte de la hábil coartada creada para Julián de Arión.

—Si descubren demasiado pronto el cadáver de Ogolo, tendremos dificultades, es posible que vayan atando cabos y den con…

—No —la cortó el español—. Tardarán, pero además podrán creer que se suicidó. El Papa lo había destituido de su cargo al mando de la curia del palacio Vaticano.

—Sí… eso es posible… sí —convino la anfitriona—. Mandaré que se corra el rumor de que el malestar producido por la destitución de Ogolo estaba causándole problemas de salud. Mis agentes harán el trabajo; son eficientes y sabrán cómo llevarlo a cabo sin despertar sospechas… —Se aclaró la voz dos veces, y continuó con su habitual tono glacial—: Hemos de reunimos en capítulo extraordinario para trazar las directrices que regirán el papado desde este momento, y cómo estará ligado a la Orden y por medio de qué canales.

—La elección del nuevo Papa debe ser controlada por los nuestros —sugirió monseñor Arión.

—Tranquilo… Sabes que tengo a tres de nuestros hermanos dentro de la curia romana, y votarán a quien se les diga. Tú serás el cuarto, y por ello pienso que con eso y con los que en verdad creen en vosotros, tendremos el ansiado capelo papal.

—Veo que no se te escapa nada… Me quedo más tranquilo tras saber cómo se hará. Iré preparando el discurso que pronunciaré en el balcón del palacio Vaticano cuando sea elegido. —Sonrió con gesto sarcástico el cardenal de Sevilla.