Reencuentro de dos poderes
Mahoud y Mahad, habían esposado a los tres supervivientes del exiguo grupo expedicionario del cardenal Balatti, y un helicóptero Mi—8T los recogió luego en el lado opuesto del lago. Las aspas del rotor principal creaban círculos concéntricos en las aguas heladas.
Abajo, Alex y Klug, situados ante un extraño mecanismo de ruedas y barras, oculto por una hornacina con una imagen de Horus, trataban de encajar la llave en su sitio. Una abertura, con forma de delgada lámina y con un diminuto círculo en medio, apareció tras limpiar el interior del mecanismo.
—No tiene la forma de la llave… —se lamentó Alex.
—Quizás sí… —pensó en alto Klug, que se negaba a rendirse tan pronto.
—¿Qué es lo que crees que se puede hacer? Toma. —Su interlocutor le ofreció la llave.
Pero al coger de sus manos la llave, esta le dio un tremendo calambre y hubo de devolvérsela en el acto.
—Vaya, parece que la llave tiene vida propia —ironizó la rusa.
—Mira si uno de los discos tiene articulación y se repliega sobre sí mismo —le sugirió a Craxell el descendiente de sacerdotes egipcios.
Hizo como Klug le pedía y vio con satisfacción que era tal y como le había dicho el austríaco, ya que el disco se plegaba y ahora sí tenía la forma de la hendidura en la piedra.
Tras soplar débilmente dos veces, el marido de Krastiva Iganov introdujo la llave y no necesitó girarla en el instante de penetrar, pues se oyó un sonido débil y metálico y, tras este, un ruido como de aguas tumultuosas.
—¡Hemos de salir de esta cámara o moriremos ahogados! —avisó Isengard, con la angustia reflejada en su mofletuda cara—. ¡Vamos, no os detengáis por nada del mundo! —insistió dando ejemplo de reflejos.
Se metieron en el gusano y ascendieron apoyándose en sus hombros y pies con toda la rapidez de que eran capaces. El inconfundible rugido del agua inundando la cámara les llegaba cada vez más cerca, y el miedo los hacía sudar copiosamente. Una vez estuvieron en la superficie, con los hombros raspados y heridas superficiales en pies y manos, se sintieron a salvo.
Alex miró delante de sí, y entonces vio cómo la gente que observara en anteriores visiones se difuminaba, y en sus rostros se reflejaba la paz que da el descanso final. La neblina se fue disipando y el lago bajó imperceptiblemente un par de centímetros.
—El libro de Amón, ¿dónde está? —Buscó, sin hallarlo, el marchante de arte, que cargaba con la bolsa que contenía el libro de Seth.
El anticuario de Viena corría campo traviesa con el libro sagrado entre sus brazos, la mirada perdida, y pronunciando olvidados conjuros que de nada le sirvieron. Lo llamaron a gritos, pero él no dejó de correr hasta que una grieta se lo tragó, como si la tierra misma deseara que el libro permaneciera en sus entrañas a salvo de posibles mentes ambiciosas.
Por el cerebro de Klug Isengard pasaron las imágenes de toda su vida mientras la conciencia lo abandonaba y su miedo se traducía en terror. Las paredes rocosas de afilados riscos no eran demasiado profundas, pero sí cortantes y resbaladizas, y él se había golpeado contra una de las paredes de piedra y se hallaba semiinconsciente. A unos ocho metros del suelo, su mano diestra se aferraba a un saliente a sabiendas de que la vida le iba en ello. Sus gruesos dedos se iban soltando de uno en uno, y sus gritos escapaban de su garganta con desesperación, sufriendo una atroz agonía que solo concluyó cuando su mano, sangrando, soltó la afilada piedra y el suelo lo llamó para que descansara sobre su fría mortaja.
Tras oír un grito desesperado, los tres acudieron a rescatarlo, pero ya era demasiado tarde. El austríaco de nacimiento yacía muerto, aún aferrado al libro de Amón y con los ojos desorbitados.
Alex, ayudado por Abul, descendió por las peladas rocas de aristas cortantes que amenazaban segar la cuerda de nailon en cualquier momento, y recuperó el libro. Lo hizo tras echar un montón de piedras sobre el cuerpo del malogrado anticuario.
—Lo siento por Klug, pero no podemos quedarnos con él, ni llevarlo con nosotros… —Movió la cabeza a ambos lados—. Harían demasiadas preguntas y, además, nos acusarían de su muerte. Aquí se quedará… Creo que es una tumba digna para quien desciende de sacerdotes como Nebej.
Nadie añadió nada a las graves palabras de Alex Craxell. Después, con caras de circunstancias y también de mala gana, dejaron el cuerpo semienterrado de Klug a los pies de la grieta que se abría de manera abrupta en el suelo de la meseta del viento divino, y se dirigieron sin más al punto previsto en el que debía recogerlos el helicóptero de fabricación rusa.