Capítulo 37

Los siete días

En la cámara del ritual funerario, Alex se embutió de nuevo la máscara de Anubis y Klug retomó de mala gana el largo proceso de momificación. Habían pasado los siete días equivalentes a los setenta de rigor para que el cuerpo se desecara y de ese modo se pudiera comenzar a vendar cada parte por separado. El vienés hundió las vendas de lino amontonadas en un estante en los líquidos que contenían los perfumes y esencias y, tras sacarlas, empezó a cubrir un brazo mientras su compañero de encierro lo hacía con el otro. Le fue entregando a este los escarabeos y los anks para irlos colocando entre los vendajes, y así situó un ank sobre el corazón como símbolo de la vida eterna. Después pronunció una oración y continuó ensimismado con su labor, como si le resultara ajeno todo lo que no fuera realizar el ritual.

Al finalizar, colocando la máscara que ya portaba el difunto en el sarcófago, le cruzaron los brazos en la posición de Osiris y lo cubrieron con una sábana de lino, antes de llevarlo al ataúd real y encerrarlo en él. Luego lo metieron en el siguiente sarcófago, y lo taparon encajando la tapa de manera de forma que ni un delgado rayo de luz penetrara en él.

Alex miró por la estrecha hendidura que servía de respiradero, y así divisó a Shotis (Sirio) reinando en el Cielo de la antigua Persia. Movió la cabeza antes de hablar en tono pesimista.

—Hemos cumplido con el ritual… —Torció el gesto antes de preguntar—: ¿Queréis decirme de qué servirá? Nadie sabe que lo hemos realizado.

—¡Ja, ja, ja! —rió Isengard, soltando unas carcajadas que a sus acompañantes les sonaron como las de un demente—. No sabéis del poder de los antiguos, pobres infelices… —Los miró con crueldad en sus ojos claros—. Dadme el libro, y os diré cómo… —No pudo acabar la frase porque un inesperado chasquido, ronco como el del rozar de la piedra con el metal, les llegó desde el fondo de la estancia.

Una enorme losa, que calcularon sobrepasaría las tres toneladas de peso, se elevó dejando el paso franco. Los tres se quedaron mirando estupefactos y después echaron a correr antes de que descendiera de nuevo, cosa que comenzó a hacer en cuanto llegó a su tope arriba. Pasaron al otro lado, despidiéndose mentalmente del faraón Kemosis, que tantos desvelos les había procurado. La losa descendió, encajando con un sonido seco y suave en el granito del suelo. Alex llevaba en las manos el libro de Amón, aferrado con sus dedos como si de garfios se tratara.

Miraron al darse vuelta para ver dónde se encontraban y su sorpresa fue mayúscula al ver dos sarcófagos de plata ante ellos. Se miraron desesperanzados. ¿Deberían realizar las momificaciones de los dos ocupantes de estos?

Pero, tras examinar el interior, apartando las tapas que resbalaron suavemente, sin tener que hacer esfuerzo alguno, vieron que estaban vendadas, ya que se trataba de dos reinas, y el ritual se había completado. Al fondo, una abertura les indicaba la posible salida y fueron a ella con los nervios tensos como cuerdas de arcos. Salieron a un espacio amplio y rectangular en el que unas escaleras conducían al fin a la superficie.

—Esperad, aquí hay algo que brilla, y no parece oro —les pidió Krastiva, que en una hornacina casi completamente cubierta de telarañas había visto un destello negro.

Bajó los cuatro escalones que había subido y quitó de unos manotazos las telarañas, dejando al descubierto el libro negro de Seth. Se quedaron quietos como estatuas, y la reportera lo tomó en sus manos, abriéndolo por el medio. Una vaharada de mal olor le llegó, haciéndole apartar la cara con gestos de asco. Klug se apartó, alejándose cuanto pudo, en contra de lo esperado por Alex, quien supuso que también querría poseer aquel libro de conjuros malditos que hasta los sacerdotes egipcios rechazaron por maligno.

—Es el libro de Seth, el que la leyenda dice que está maldito —señaló Craxell, esperando la reacción del otro.

—No es leyenda, pues hasta tocarlo contamina… Aléjalo de mí… No quiero siquiera verlo. —El anticuario se tapó la cara con el dorso de la mano diestra.

—Salgamos cuanto antes de aquí, y ya veremos qué se hace con estas reliquias sagradas —sugirió Alex, dando ejemplo inmediato al subir los escalones de dos en dos. Pero una losa pesada les cerró el paso, y los dos hombres hubieron de forzar al máximo sus músculos para despegarla de los bordes y dejar al descubierto el cuadrado que los comunicaba con el exterior. El polvo les cayó en la cara y los obligó a toser, pero reencontrarse con el cielo y el aire puro de fuera les pareció todo un premio a su afán por sobrevivir.

Piero Balatti no veía la hora de salir de aquella ratonera y, cada vez que avanzaban, sentía el terror adentrándose más en su mente. No sabía la razón, pero aquello se asemejaba más a una trampa mortal que a un camino hacia los libros de Amón y Seth. De pronto, un lamento sordo le llegó de atrás. Un guardia suizo acababa de morir sin darse cuenta. Un dardo envenenado le había penetrado por un ojo al tocar de forma inconsciente un resorte oculto en la pared. Tras él, otro compañero cayó en un pozo que se abrió bajo sus pies, y un tercero quedó agarrado al borde y tuvo que ser ayudado por sus compañeros. Los desgarradores gritos de sor Eloísa rebotaban en el corredor como si estuviera insonorizado, clavándose en la mente de los que la acompañaban.

Prosiguieron hacia adelante y Balatti comprendió que, en el mejor de los casos, aquellas trampas los iban a exterminar lentamente. No podían regresar atrás, y delante los esperaba la muerte. Un olor acre dulzón y desagradable inundó el estrecho corredor, y el ambicioso prelado sintió que las venas de su cuello amenazaban con estallar. Alguna clase de gas les llegaba, dejándolos casi inertes en el suelo.

El cardenal se echó a la cara un pañuelo que empapó en perfume y avanzó, pero al mirar atrás solo vio al sargento Delan tras él. El resto de los colaboradores en aquella suicida misión yacía desmadejado, como muñecos rotos amontonados en el túnel contra las paredes. Lamentó la muerte de sor Eloísa, que le era de suma utilidad. Por delante de Balatti, Olaza, que se tapaba la boca y la nariz con un pañuelo húmedo, seguía en pie. Le indicó con una elocuente seña que continuaran, no les quedaban opciones, y el oficial de la Guardia Suiza hizo después una mueca. A trompicones consumieron los tres únicos supervivientes vaticanos la distancia que los separaba del final, y llegaron por fin a una cámara de reducidas proporciones en la que vieron varios esqueletos atravesados por flechas. Uno de ellos daba a entender que trató de huir y lo alcanzaron por la espalda. El terror se apoderó de Piero Balatti que hasta aquel momento había hecho gala de un temple envidiable, controlando sus nervios de acero.

Olaza y Delan, con la angustia también reflejada en sus caras, acudieron a calmar a un cardenal que sudaba copiosamente y se hallaba a punto del desvanecimiento. Lo sujetaron por las axilas, esperando a que se repusiera del shock.

—Tranquilícese, Eminencia, que todo va a salir bien. Saldremos de esta como lo hemos hecho otras veces. —Olaza le recordaba que estaba allí, que era quien le sacaría del atolladero en que se hallaban y que solo él merecía la confianza plena de su persona.

Delan escrutó las paredes los esqueletos, y su rostro se iluminó al reconocer algunos detalles. Uno de los yacentes mostraba un aplastamiento craneal que indicaba claramente que estuvo en contacto con alguna clase de losa que no pudo quitar de sobre él. Miró al techo y avisó al instante:

—¡Estamos en una trampa! El techo bajará en cualquier momento. Hemos de salir cuando aún estamos a tiempo de hacerlo. De las esquinas partirán las flechas. Cubramos con las bolsas que llevamos los flancos, y lograremos salir de este infierno.

Balatti y Olaza lo miraron de distinta forma, el primero con esperanza, y el segundo con un odio candente que emanaba de sus ojos como carbones encendidos. Hicieron, no obstante, tal como indicaba el sargento y, justo al moverse, un ruido de piedra rascando piedra se oyó con toda claridad. Había dado comienzo la bajada del techo que los aplastaría sin remedio de no salir de allí cuanto antes. Se colgaron en bandolera las bolsas en las que llevaban los portátiles y los instrumentos de espeleología, disponiéndose a salir de la cámara. Solo unos instantes después, tres flechas cortas silbaron en el aire para clavarse en las bolsas con un zumbido siniestro. Una vez en el corredor de nuevo, vieron cómo la techumbre se detenía. Resultaba evidente que el peso de sus cuerpos era lo que activaba un ingenioso mecanismo que se ponía en funcionamiento cada vez que alguien pisaba el suelo de la cámara.

—Ya estamos como antes… ¿Y ahora qué…? —quiso saber el príncipe de la Iglesia Católica, que tenía la cara desencajada.

—Ha de haber una salida al exterior desde el mismo corredor. De no ser así estaríamos emparedados en vida —fue la seca sentencia que pronunció Delan sin perder la rígida compostura castrense.

Sin más comentarios, los tres avanzaron dispuestos a salir o morir en el intento, topándose en el camino con los cadáveres de los desgraciados guardias suizos que se apilaban como títeres inservibles contra los muros del estrecho túnel, además del cuerpo inerte de sor Eloísa, y los superaron no sin cierto recelo.

El sargento Delan, que parecía comprender algo de aquellos signos milenarios, les devolvió la fe en poder escapar al comunicarles que un paño de muro le pareció que cedía al ser presionado con fuerza.

—Puede ser otra trampa, o la salida… —concluyó con voz hueca.

—Adelante… —concedió Balatti, ya dueño de su persona de nuevo—. No podemos quedarnos esperando morir de inanición, o por causa de alguna de las trampas que infestan este maldito lugar.

La oscuridad impenetrable que procedía de dentro fue disipada prontamente por una linterna que mostró una hendidura más que un pasillo por donde cabía a duras penas un hombre que lo hiciera esforzándose por deslizarse entre las paredes que casi se pegaban entre sí, con una escasa separación de sesenta centímetros.

—Creo que hemos hallado el conducto por el que salieron los constructores para sellar a posteriori el corredor —dedujo Delan, satisfecho de ser el guía que consiguiera sacarlos de allí y convencido de que Su Eminencia nunca lo olvidaría.

Mahoud y Mahad habían aflojado al fin los correajes que los sujetaban y con las muñecas sangrándoles, salieron de la tienda para ver que todos los extranjeros con acento italiano habían abandonado el campamento. Estaban solos y podían moverse a su antojo, sin que nada se lo impidiera. Así las cosas, avanzaron precavidos hasta la zanja que permanecía abierta y con la oscuridad que procedía de ella por toda protección, pero algo los contuvo de sumergirse en aquella grieta siniestra.

—Tenemos que detener a esos locos, pero no seremos nosotros los que nos dejemos devorar por las entrañas de la tierra en la que esos antiguos dioses moran en su descanso final. —La profunda superstición de la que era esclavo el comisario Mahoud acababa de salvarle el pellejo junto con el de su ayudante, aunque sin él saberlo. Echaron arbustos y ramas secas sobre el agujero, y se fueron dando luego un rodeo para intentar descubrir por dónde podrían salir al exterior los hombres del cardenal y así sorprenderlos y detenerlos.

La suerte estaba de parte de los policías iraníes porque precisamente Balatti, Delan y Olaza, como únicos supervivientes, iban a salir por entre unas rocas disimuladas con la maleza que crecía entre ellas casi a ras de suelo, camuflando la salida del corredor. La tierra se removió, y las rocas ascendieron de ella quebrando la quietud del lugar. Trozos de tierra y hierba, mezclados con arbustos que eran virtualmente arrancados de ella, le indicaron a los dos policías que sus presas estaban emergiendo de su búsqueda en las profundidades.

—Mahad, dispóngase a arrestar a estos extranjeros y si se resisten, dispare a herir, no a matar. Los quiero vivos para que canten lo que sepan de esta loca escalada de desenterramientos arqueológicos, hecha sin el consentimiento de las autoridades pertinentes —ordenó el comisario, muy en su papel de máxima autoridad en aquel olvidado paraje.

Delan, cubierto de tierra y mascando hierba, escupió al sacar medio cuerpo del corredor. Se quedó quieto al ver las dos pistolas que lo apuntaban. Desde adentro, Balatti le apresuró para que saliera y les permitiera a ellos hacerlo también. Cuando Delan estuvo afuera, Piero Balatti lo siguió confiado en el éxito de la operación, y maldijo entre dientes al ver a los dos policías, que habían dejado sin custodia, libres y dueños de la situación. El capitán Olaza, situado tras el cardenal, trató de sacar el arma corta de fuego que llevaba siempre en el antebrazo, pero Mahoud le avisó en un chapurreado inglés de lo letal que le resultaría hacer algún intento de sorprenderlos.

En la orilla opuesta del lago, Alex, Krastiva y Klug salían también al exterior con ambos libros, uno en cada bolsa. El primero de ellos se quedó quieto, como si acabara de ver al diablo. La eslava frenó, tomando del brazo al de Viena, y le pidió silencio llevándose el índice zurdo a los labios.

Su marido estaba en trance, pues veía de nuevo una ciudad llena de gente yendo y viniendo, comprando y vendiendo, cargando sus mulas, y a los guardias ocupados en la entrada del palacio del Faraón. Los tenderetes de alimentos, de marfil y artesanías llenaban el espacio anterior al palacio. El bullicio y las voces que se alzaban por entre ellos, le mostraban a Craxell un día cualquiera de los que debieron vivir los egipcios de aquella época oscura en que, apartados para siempre de su tierra y del Nilo, trataban de sobrevivir con dignidad.

Un hombre ataviado con ropajes sacerdotales se le acercó y le dijo con suavidad, apuntándole con el dedo índice:

—Es tu deber terminar lo que no se hizo… llevar la luz a los muertos.

La imagen desapareció bruscamente y el marchante de obras de arte recuperó la consciencia plena de sus actos, dándose cuenta de que sus compañeros lo miraban aturdidos y sin saber realmente qué hacer ante tan insólita situación.

—¿Qué te ha pasado? Te has quedado como en trance… —le refirió con voz entrecortada la asustada Krastiva.

Antes de replicar, su pareja se encogió de hombros.

—No lo sé… Es… —farfulló en voz muy baja, casi en un susurro— es como si la vida en esta ciudad se desarrollara ante mí de manera virtual… No sé cómo explicarlo mejor… Creo que nos hallamos sobre la ciudad que en otro tiempo era la morada de miles de personas, de egipcios exiliados en este caso.

—¿Quieres decir que está cubierta por las aguas? —Su bellísima mujer miró a la pulida superficie acuosa de un lago que en ese momento apenas tenía movimiento, semejando un espejo brillante y limpio.

Poco después, en medio del agua acertaron a ver un punto que se fue agrandando a medida que se acercaban, hasta que comprobaron que se trataba de un varón aferrado a un trozo de madera que posiblemente era la tapa de un sarcófago. En la orilla esperaron a que estuviera cerca y entonces Alex, ni corto ni perezoso, se zambulló en las aguas frías del lago sin dudarlo para bracear hasta el náufrago y rescatarlo. Cuando se halló a su altura, vio con inenarrable sorpresa primero y alegría después, que era Abul el que se agarraba a la tapa de un sarcófago para no dejarse caer, pues él no sabía nadar y el miedo, visible en sus saltones ojos, lo atenazaba. Al llegar a la ribera del lago, Krastiva se abrazó al resucitado como si fuera su madre, apenas lo reconoció, mientras Klug Isengard, ajeno a las expresiones efusivas y a descubrir su lado sentimental, se quedaba en un segundo plano.

Cuando Abul se hubo recuperado mínimamente, les refirió la forma en que una cuchilla le hizo una herida y que por ella sangró abundantemente, y eso es lo que ellos vieron escapar por la rendija de la losa dándole por muerto. Pero en el techo la bóveda cedió al forcejeo del muchacho y este se vio en una sala de enormes proporciones, a modo de palacio real, en la que todo estaba en perfecto estado, salvo por la capa de polvo que recubría los numerosos objetos que allí se encontraban. El agujero estaba en medio justo de la sala, y al salir se quedó echado para recuperar el aliento. Después se quitó la camisa y la rasgó en tiras con las que se hizo primero un torniquete, y más tarde se vendó la aparatosa herida hasta que halló una especie de agujas de hueso con las que se la cosió. El perfume de una vasija le sirvió para limpiar un poco la pierna, felicitándose sin más de estar vivo.

Los andrajos que le cubrían el cuerpo daban fe de la angustia pasada, y también de lo penoso de su travesía por el submundo que un día fue la residencia de uno de los faraones de Egipto.

—Hay algo que debéis saber… —El copto miró a Alex Craxell con manifiesta ansiedad—. La ciudad que yace ahí abajo espera que se cumpla con su destino… —La frente del muchacho se llenó de arrugas temporales—. Está medio inundada, y es porque algo falló en el mecanismo que tenía que cubrirla por completo de agua.

—No, no es eso, es que no se había realizado el ritual de la momificación del faraón Kemohankamón, y solo entonces se debía inundar la zona donde reposaba el cuerpo del rey. Ignoro dónde se halla el mecanismo —reconoció el extraficante de obras de arte.

—Yo sí lo sé —afirmó Abul enseguida—. Es en la sala de la que yo vengo. Así que tenemos que bajar otra vez.

Los tres europeos se miraron con el terror pintado en sus caras, y las extremidades temblando de frío y miedo. Bajar significaba enfrentarse de nuevo a los demonios que dominaban en aquel peculiar averno; pero marcharse era dejar en manos de los hombres del cardenal algo que sería destrozado para tratar de hallar los libros de Amón.

—Está bien, descenderemos una segunda vez y haremos como desean los que moraron en este lugar una vez… —convino Alex, recibiendo una furiosa mirada de su cónyuge—. Y espero francamente que nos aporten un poco de ayuda adicional; eso si quieren que tengamos éxito en esta empresa de locos. Dinos cómo bajar ahí. —Señaló con la cabeza la masa de agua que reverberaba luz cada vez que el sol la hería con sus rayos.

—Hay un conducto estrecho que serpentea hasta la sala en la que aparecí al salir de la trampa —explicó el mozalbete—. Lo vi al acercarme, al ver lo que se asemejaba a un respiradero… —Sonrió—. Es como un gusano de tierra y piedra, y está excavado desde el salón del trono hasta la superficie. No me atreví a penetrar solo en él.

—Y no te culpo… —Craxell resopló dos veces—. De hecho resulta sobrecogedor introducirse en un agujero estrecho sin saber si encontrarás la muerte o la salida. Ahora iremos los cuatro. —Volvió la cabeza hacia Isengard para recibir su respuesta. Este movió la cabeza como resignándose a lo inevitable, una vez más, y con un gesto de sus brazos les indicó que los seguiría.

Abul llevó a los tres nativos del Viejo Continente hasta la superficie, y allí calculó la distancia entre el agujero en que se encontró en el salón y el sitio en que se hallaba el túnel, y por eso mismo añadió tres metros para compensar el desfase.

—Creo que tiene que dar a la superficie por este lado… —dijo con cautela, y luego propuso—: Miremos bien.

—Será difícil porque la hierba habrá crecido abundantemente con el paso del tiempo —apuntó Krastiva, que acto seguido ladeó su melena.

—Alguna señal indicativa debe haber —completó su pareja, muy concentrado.

Al cabo de media hora, un trozo de tierra batida y lisa, sobre el que apenas crecían hierbas, les llamó poderosamente la atención. Despejaron el lugar y así una losa de piedra apareció pulida y cuadrada ante sus ansiosos ojos.

—Bueno, no ha sido tan difícil… o quizás los dioses te hayan oído —ironizó la rusa, mirando al muchacho.

—El caso es que tenemos la boca de ese túnel al que hacía referencia Abul ante nosotros. Esto va ser una experiencia claustrofóbica —apuntó el de Austria con marcado pesimismo.

Los cuatro, primero Alex seguido de Abul, Krastiva y por fin Klug, se introdujeron en el gusano que los llevaría hasta el salón del trono del Faraón. Se ayudaron con los hombros para frenar un descenso que en algunos tramos se hacía resbaladizo y, además, en otros todavía se estrechaba más. Cuando las piernas de Craxell quedaron colgando, este supo que había llegado a su objetivo. Se dejó caer esperando que la altura no fuera demasiada, y con un sonido sordo se vio por fin en medio de un enorme salón. Tal y como describiera Abul, se trataba de un espacio cuadrado y en el que un hombre era tan solo una diminuta figura. Al fondo, una silla con patas de león sobre un escalón le recordó a los tronos usados por los faraones en el Antiguo Egipto, y de los que se hallaron varios ejemplares en la célebre tumba de Tutankamón. Se acercó lentamente, temiendo trampas dispuestas para impedir la intrusión de quien no fuera invitado por el soberano extinto, pero nada sucedió.

El polvo escondía los tesoros olvidados de una era ya pasada en la que el último de los Ptolomeos reinó en paz sobre los hijos de Horus, lejos ya de las ambiciones de la Roma de Oriente. Después manoteó sobre algunos objetos, y sus ojos se alimentaron de aquellos trabajos de exquisita factura en los que el arte de los mejores orfebres dejó su impronta.

El copto primero, la eslava después, y luego el grasiento germano, fueron cayendo del gusano de tierra y piedra para seguir la estela dejada en el suelo al avanzar.

—Mirad esto… Estamos en el corazón del palacio del Faraón… —Alex miró a Krastiva, que llevaba los libros en una pesada bolsa de la que se negaba a desprenderse.

—Alcánzame el libro de Amón, que quizás encontremos algo que nos dé una pista de la función que desempeñaba este lugar… —Arrugó la nariz al creer que iba a estornudar, pero se contuvo para concluir—: Es más que posible que la llave que permite la inundación de la ciudad esté camuflada en este salón. —Finalmente, el picor que sentía le hizo soltar un escandaloso estornudo.

Se distribuyeron por la cámara para buscar infructuosamente una pista mientras Alex pasaba las hojas del libro de oro de Amón, que resultaban ser láminas delgadas y rígidas, probablemente mezcladas con plata para darle algo de consistencia. En él se detallaban los conjuros de los sacerdotes de Amón, y el de Londres se quedó parado, completamente sumergido en sus jeroglíficos, en una especie de trance hipnótico.

Klug llegó a su altura y, con un gesto brusco, cerró ante él el libro. La cara de su compañero de aventuras iraníes al mirarle le recordó a un hombre con el cerebro abducido por una mente superior.

—¿Qué…? —balbuceó, indeciso, Craxell.

—Ese libro es muy poderoso, y por eso no debes abrirlo sin realizar el ritual correspondiente. ¿Por qué crees que los sacerdotes se iniciaban en las artes de la comunicación con los dioses? No era por sentirse más importantes, sino porque es cómo se debe hacer si no se desea quedar preso de sus poderes espirituales.

Krastiva le dio a su amor unas suaves bofetadas para devolverlo a la realidad que parecía haber abandonado y, Abul, todavía pálido, recogió del suelo un extraño objeto dorado.

—¿Qué es esto? Nunca he visto nada igual…

Isengard se lo arrancó bruscamente de las manos, y lo miró con un brillo especial asomando en sus codiciosas pupilas. Dos discos, conectados por una delgada barrita dentada y con sendos triángulos, uno en cada disco y por fuera, dieron vueltas en la mano diestra del austríaco.

—Es la llave… ¡La tenemos!

—¿Dónde estaba? —inquirió Alex, perplejo.

—En esta vasija… —explicó Abul, señalándola con el mentón, orgulloso de haber sido quien la encontrara y así resultar de utilidad—. Al darle vuelta, para que cayera su contenido, la llave quedó atravesada. Pero sacudí el cuello de la vasija, y cayó al suelo.

—Ahora hemos de hallar… —Alex se quedó con la frase a medio acabar, pues en ese preciso instante de nuevo comenzaba a ver la vida cotidiana del palacio como si lo hubieran limpiado y estuviera recibiendo el Faraón a sus funcionarios en alguna clase de reunión.

Kemohankamón, sentado en su trono con los brazos cruzados y los símbolos de poder en sus manos, hierático, presidía la escena. Ante él se inclinaba un anciano sacerdote y hablaban algo que no pudo escuchar con claridad. Se acercó temeroso de quebrar el hechizo, pero en contra de lo esperado por él, el soberano volvió la cabeza por un momento y lo miró con extraordinaria intensidad, prendándole hasta el alma. Un escalofrío le recorrió la columna vertebral, y se retiró unos pasos.

Había unas veinte personas en el salón, y todas esperaban ser atendidas por el rey egipcio. Un sacerdote que había permanecido encorvado en un rincón, se puso en pie y caminó renqueando hasta llegar ante Alex. Alzó la cabeza para intentar mirarlo a la cara, y le sonrió en una mueca rota que simuló un gesto de aprobación.

—No dejes que se lleven el libro de la muerte; déjalo seguro en el fondo de las aguas —le dijo con voz ronca—. Su maldad corroerá a quien lo posea, y corromperá también a quien lo toque con sus manos… No permitas que estén juntos jamás… Ayúdanos… —Pareciendo tan real, la imagen se difuminaba una vez más.

Así las cosas, la neblina dio paso a una escena que los sorprendió más si cabe. Los tres compañeros lo observaban atónitos.

—¿Qué pasa? ¿Por qué me miráis así? —quiso saber Craxell, quien no entendía la expresión de sus compañeros de aventura.

—Decías unas cosas terribles, mientras estabas en trance; porque estabas en trance, eso seguro, —afirmó rotunda Krastiva, que no tenía dudas de que algo estaba sucediendo en aquella cámara y que ese algo que la mantenía con vida se comunicaba con su esposo y lo guiaba.

—No sé qué he podido decir; lo siento —se justificó este.

La cara de Klug era un poema y su cerúlea palidez lo decía todo de su estado de ánimo, sin que necesitara pronunciar palabra alguna. El terror estaba perfectamente definido en su mirada y, además, temblaba de pies a cabeza.

—Separad el libro de Amón del de Seth y cubridlos ambos con telas, ropa o lo que sea que tengáis a mano —avisó en tono trémulo—. No deben estar juntos nunca. No se os ocurra abrirlo en ningún momento, que es sumamente peligroso.

En medio de la cámara real, el libro de Amón dejó brillar sus áureas páginas como un sol artificial, mientras que se mantenía a buen recaudo, encerrado en la oscuridad, el libro de Seth. La rusa fue pasando cada página con la reverencia que se le debe a una reliquia de tal valor, y se aprendió de memoria sus signos y algunos de los jeroglíficos que más le llamaron la atención. Alex se acercó y lo cerró de golpe, reprobando con un gesto la actitud de su mujer, que no obstante comprendía perfectamente. La curiosidad de un arqueólogo es superior a la prudencia que se sabe se necesita poseer cuando se tiene entre manos algo tan importante.