Capítulo 36

La momificación

Sin ningún temor, Klug Isengard metió la mano en una de las estatuas que guardaban el sarcófago real, y una abertura apareció en la pared enfrente del mismo.

—¿Qué has hecho? Parece como si conocieras el funcionamiento de esta cámara a la perfección —lo acusó Alex, que nunca se había fiado demasiado de aquel descendiente de sacerdotes egipcios astutos y reservados, como lo era él.

—Solo he recordado que cuando se realizaba una momificación en un lugar en el que se carecía de espacio para llevarla a cabo, se abría una estancia contigua en la que se desarrollaba todo el proceso con objeto preparar el cuerpo del Faraón para su viaje al mundo de los muertos.

Todos se volvieron para ver cómo un resplandor dorado les llegaba desde el otro lado de la cámara real. Penetraron en ella llenos de temor para descubrir ipso facto un estanque que prácticamente ocupaba el total de la cámara, y en su centro había una especie de altar de piedra roja veteada que sin duda era porfirio rojo. En las paredes, como si de un taller al uso se tratara, colgaban extrañas herramientas y máscaras de dioses egipcios. A los lados de la puerta, dos estanterías polvorientas llenas de frascos y vasos canopes les llamaron la atención. Alex se acercó, y sopló sobre un par de ellos para ver el contenido tras el vidrio azul de uno de ellos. Para su sorpresa, este se hallaba vacío. Destapó uno de los canopes y, de nuevo, el vacío.

—No sé qué demonios se hacía aquí, pero da la impresión de que no se utilizó jamás… Están todos los vasos limpios y vacíos… —comentó, perplejo.

Klug se dispuso a comprobar uno por uno si aquella aseveración era cierta y, tras un minucioso examen, tuvo que darle la razón a su compañero. Nada había sido usado, al menos esa era la impresión que daba. Demasiado limpio, ni marcas de sangre, ni restos de carne o vísceras, en parte alguna.

—Esto es una cámara de momificación; de eso estoy seguro —afirmó el anticuario de la capital del vals.

—Mirad esto, tallaron unas patas de león, y a los lados tiene alas. Es una cobra, exquisita desde luego —añadió Krastiva.

—Creo que no saldremos de aquí si no realizamos el ritual de la momificación. Lo que ignoro es la de quién.

Las palabras de Alex cayeron como una pesada losa sobre sus dos acompañantes. No querían pensar, ni de lejos, que tuvieran que realizar la momificación de nadie, y menos todavía la de alguno de ellos.

—Como no tenemos cuerpo, deberemos pensar en que ha de ser la de alguien que acaba de morir —dedujo Klug acertadamente.

A la mente de los tres vino al instante el penoso recuerdo de Abul muriendo solo en aquella estrecha celda trampa, en la que el desgraciado chico había caído sin que ellos lo hubieran podido remediar.

—Yo no seré capaz de sacarle las entrañas a Abul y realizar ese ritual estúpido… —avisó, casi llorando, Krastiva, que añadió con gravedad—: Os aseguro que antes me quedo encerrada en este horrible lugar, y muero luego sin más, cuando me quede sin aire respirable.

Su marido la miró muy concentrado antes de hablar.

—Eso no sucederá jamás, pues de morir lo haremos de hambre y sed. Mirad esos respiraderos. Por ahí penetra el aire libremente.

Tras ese descubrimiento, Alex Craxell regresó a la cámara del Faraón y les pidió a sus compañeros que lo ayudaran a descorrer la tapa del sarcófago real. Se le acababa de ocurrir que a lo mejor era la momificación del Faraón la que tendrían que llevar a cabo, porque quizás no la pudieron hacer por razones imperativas, y se requería aquel ritual para poder salir de allí. El Faraón podía haber estado esperando siglos la llegada de alguien que cumpliera con los preceptos de su religión.

Un sonido de metal al rozar sobre metal, con un estridente chirrido a modo de queja, les premió su esfuerzo. Dentro del ataúd un cuerpo, reseco e hinchado, apareció como una especie de monstruosidad carnal. Comprendieron que Alex había acertado, pues aquel cuerpo estaba medio descompuesto y casi momificado por el paso del tiempo, que había dejado la piel pegada a sus vísceras abultadas tras su óbito.

—No comprendo cómo metieron al Faraón en este sarcófago sin momificar. Eso es impensable en la cultura egipcia —comentó Klug, muy sorprendido.

—A menos que este no sea el faraón Kemohankamón, y estén cambiados los cuerpos… —dejó caer Krastiva con gran perspicacia.

—Y eso, claro, pudiera explicar el estado de este cuerpo —convino Craxell, que propuso enseguida—: Abramos el otro, el que parece ser el de la reina.

Los dos varones, ayudados por la reportera de Danger, que sujetaba los pies del ataúd real, lo depositaron en el suelo. Ante ellos apareció debajo otro, y aún otro más, que dejaron al descubierto el cuerpo del Faraón con una máscara funeraria de oro sobre su rostro.

—Has acertado, Krastiva, y te felicito por tu sagacidad —reconoció el marchante de arte, siendo correspondido por ella con una sonrisa levemente irónica—. Este es sin duda el faraón Kemosis. Entonces, el otro… ¿quién diablos es?

—Por las marcas de los antebrazos, debe ser el Sumo Sacerdote —intervino Klug Isengard—. Cuando moría un faraón, este tenía prioridad en ser enterrado si coincidía con la defunción de un Sumo Sacerdote. Este que ahora vemos debió morir poco después o poco antes, quién sabe. Seguro que el Faraón ocupó el primer puesto en la ceremonia de la momificación y desplazó al Sumo Sacerdote, que se quedó, ignoro la razón, sin ser cumplimentado con el ritual prefijado por los sacerdotes de Amón.

—Ya… Entonces, se supone que hemos de realizar ese ritual nosotros y después, y solo después, se nos concederá la libertad para salir de esta jaula mortal… —razonó Craxell, como mascando cada palabra—. Llevémoslo a la piedra, en la otra cámara. Ayúdame.

Entre los dos varones trasladaron el cadáver del Sumo Sacerdote, dejándolo sobre la piedra con forma de león. El más joven de los aventureros se situó a la cabecera del cuerpo, e Isengard lo cambió a los pies. Este ocupó la cabecera y se colocó la máscara de Anubis, mientras le indicaba a Alex que tomara un bisturí de la estantería que quedaba a su espalda. También le solicitó a Krastiva que les acercara los vasos canopes y que luego se retirara de la cámara mortuoria, pues ninguna mujer debía permanecer en ella bajo pena de muerte, y lo cierto era que desconocían los medios por los que podía estar controlado aquel detalle tan particular del ceremonial fúnebre egipcio.

—Hemos de extraer primero los órganos internos, el hígado, el estómago, los intestinos y los pulmones, a través de un corte en el costado izquierdo. Lo harás tú… —indicó el adiposo anticuario—. Yo, como sacerdote de Amón, no puedo hacerlo. Es una labor ajena a mí. —Su interlocutor lo miró taladrándolo con ojos encendidos.

Craxell tomó una piedra etíope bien afilada y, venciendo su asco al no llevar guantes, trazó una línea recta en el costado izquierdo del sacerdote. Para satisfacción suya no salió sangre, pues esta se hallaba ya coagulada desde muchos siglos antes. Entonces Klug, con unos ganchos curvos, fue extrayendo cada órgano con lentitud enervante, y su compañero de quirófano, al recibirlos, fue metiéndolos en cada vaso hecho expresamente para contenerlos. En el que representaba al hijo de Horus Amset con cabeza humana, el hígado; en el correspondiente al hijo de Horus Hapy, los pulmones, que aparecieron como trozos acartonados; en el que se representaba al hijo de Horus Kebehsenuf, con cabeza de mono, introdujo los intestinos, que se le antojaron cuerdas gruesas y viejas salidas de algún taller. La repugnancia de Alex fue menguando a medida que veía que la sangre era inexistente y que únicamente trozos de carne, a modo de pergamino viejo y maloliente, salían de aquel cuerpo muerto desde hacía cientos y cientos de años.

Y por fin en el recipiente que representaba al cuarto hijo de Horus Duamutef con cabeza de chacal, el marchante de arte introdujo el estómago, que fue lo que más le impresionó al tener aquella forma de odre acartonado y reseco con parte de la tráquea colgando y de la que se desprendió un trozo que hubo de recoger del suelo. Klug fue metiendo todo en una caja de madera ricamente decorada, y con suma reverencia la precintó con barro que fue formando al mezclar el agua que los rodeaba y la tierra seca, deshidratada, que vio cerca en un cesto al que se pegaba.

—Debemos tener cuidado con cada paso —avisó el vienés—. No sé cómo, pero de no hacerlo bien podemos quedarnos a hacer compañía a los que descansan, ya en sus sarcófagos, el sueño eterno.

—Es un proceso muy largo que a los egipcios les llevaba más de setenta días, y antes moriríamos de hambre —atajó Craxell, preocupado por la duración del ritual y con el ceño fruncido.

—Nosotros lo haremos en menos tiempo; de hecho será en siete días y habremos cumplido.

—¿Siete días? —repitió Krastiva, profundamente alarmada—. No aguantaré aquí encerrada tanto tiempo.

—Ignoraba que sufriera de claustrofobia —ironizó Isengard, que así veía llegada la ocasión de vengar las pullas de la pareja de aventureros que residía en Londres.

El rostro de la bella eslava se endureció repentinamente al contestar:

—Yo no tengo claustrofobia, pero una cosa es sumergirse en las entrañas de la tierra y otra muy diferente permanecer bajo ella, dentro de una cámara subterránea en contra de mi voluntad, y encima sin saber qué sucederá al día siguiente.

—Pues tenemos que esperar a que salga la estrella Sirio para que todo siga el proceso habitual, y así estar seguros de que se procede adecuadamente —explicó en tono frío el veterano anticuario.

Las manos de este aparecían rojas por el barro que iba pegando a la hendidura que rodeaba la caja de madera pintada. Daba la sensación de que había descuartizado a un animal, y se lavaba las manos con su sangre.

—Dejaremos el corazón que es donde residen los sentimientos, la conciencia y la vida. Y después cerraremos la herida del costado, pero asegurándonos de hacerlo bien… —iba relatando con deleite—. Mañana continuaremos.

—¿No podemos seguir entonces y terminar cuanto antes? —inquirió Krastiva en tono de apremio.

—¿Quieres salir de este lugar o no? —respondió con sequedad Klug, que se estaba cansando de sus, para él, miedos sin sentido.

Se acomodaron en un rincón de la cámara que ocupaban los sarcófagos del Faraón y el Sumo Sacerdote, además del otro que permanecía cerrado, para pasar con resignación las largas horas de tensión que se les venían encima. Fue entonces cuando Alex se adormiló y una neblina suave le dejó entrever otro espacio temporal, otro lugar en el tiempo cuando la ciudad de los egipcios estaba llena de vida. Sus pesados párpados se levantaron lentamente para dejar ver con sus ojos a la gente que pobló la meseta del viento divino. Así pudo contemplar un largo corredor de tenderetes con frutas y verduras con objetos de artesanía y joyas bellamente trabajadas. Oyó sus voces cambiando, quejándose de los precios al adquirir lo que les interesaba, llamándose unos a otros, arreando a sus mulas…

Como si su presencia resultara etérea, igual que si flotara en el aire mismo, se acercó y casi pudo palpar sus cuerpos, aunque pronto se dio cuenta de que no podían verlo ni oírlo. Un carro pesado, cargado de fardos atados que amenazan caer de la improvisada torre que conformaban, se precipitó hacia él y los bultos cayeron sobre su cabeza. Instintivamente se cubrió con las manos, pero al mirar comprobó que los fardos habían traspasado su cuerpo, como si careciese de carne y esqueleto.

Sin apercibirse de nada, se levantó para avanzar hacia la pared opuesta, hasta darse de cara con ella. Se quedó pegado a ella ante la mirada atónita de sus dos compañeros de aventura.

—¿Qué te pasa, cariño? Estás como abducido… —le habló Krastiva, muy asustada.

—Creo que está sufriendo algún tipo de experiencia fuera de nuestra comprensión —dedujo Klug, que torció el gesto.

La rusa miró aterrorizada a su esposo, consciente de que podía estar bajo el poder de algún extraño maleficio, conocedora como era del poder de los antiguos egipcios.

Craxell estaba todavía absorto en su experiencia, contemplando con toda nitidez el trabajo cotidiano de la gente que vivía allí y que ahora yace muerta en la meseta del viento divino bajo su tierra fría y húmeda. De repente, un personaje se acercó a su persona, se quedó mirándolo con extraordinaria fijeza y lo tocó… ¡Sentía su mano! ¡Le habló incluso!

—Tienes que ayudarnos a cumplir con el ritual de la momificación del Faraón, y después… —La imagen se volvió borrosa, desvaneciéndose rápidamente como el humo en el aire.

El extraficante de obras de arte retornó a su sitio entre sus dos compañeros, pero ahora se quedó profundamente dormido. Krastiva miró a Klug, y este le contestó con un displicente movimiento de hombros, dando a entender que se desentendía del asunto al no concederle importancia.

En el ínterin, la noche y el día se fundían en uno allí debajo, donde no desaparecía la penumbra que aportaban las antorchas en sus hachones, cuidadas con mimo para no permitir que la oscuridad los cubriera quitándoles el ánimo.

Las horas pasaban lentas, y los pensamientos de los tres derivaron hacia sus deseos inconclusos y los proyectos que quedarían sin realizar al permanecer emparedados para siempre entre aquellos muros de hermosos colores. Al despertar del letargo, se desperezaron y acudieron a la cámara en la que dos respiraderos permitían ver a duras penas un punto de luz. Klug Isengard se asomó todo lo que pudo y comprobó que era de noche aún.

—Venid, a ver si acertáis a ver la estrella de Sirio. Lo digo porque este respiradero está enfocado en dirección a esa estrella.

Alex, ignorante de lo que le había sucedido la noche anterior, intentó ver lo que había arriba del todo del respiradero, y una luz intensa le indicó que el anticuario estaba en lo cierto, ya que la estrella de Sirio se encontraba allí.

—Está ahí arriba… Sí, es verdad… Sirio está sobre nuestras cabezas —reconoció con voz queda.

Tras colocarse, una vez más, la máscara de Anubis, Craxell se quedó a la cabeza del difunto. Klug pronunció entonces con toda solemnidad oraciones olvidadas desde que el último Sumo Sacerdote egipcio murió:

—«Dígase lo que sigue cuando el supervisor de la casa del supervisor del sello, un señor de la palabra, penetre en la sala de la doble Maat de modo que pueda apartarse de todo pecado que haya cometido y contemplar los rostros de los dioses». El de Viena pasó a colocarse una máscara que colgaba de la pared entre otras cuatro más, y el rostro de Osiris parecía ocupar todo su ser al elevar su mirada sobre el muerto. Dio comienzo el ungimiento del cadáver, y Klug solicitó de su compañero de encierro que le acercara las dos ánforas que, cubiertas de polvo en un rincón, debían contener el vino de palma en su interior. Era necesario lavar interna y externamente el cuerpo. Por eso abrió un agujero en cada tapa de barro, esperando que no estuvieran secas las ánforas y, al inclinarlas, por él cayó lo que quedaba a un cuenco de grandes proporciones que se hallaba junto a la mesa de piedra tallada. Después metió en su interior unos trapos de tela medio apolillada que encontró rebuscando en una de las estanterías, mientras Alex abría el hueco de la herida para que el improvisado sacerdote lograra meter adentro el trapo empapado de vino y limpiarlo.

Como si de un sacerdote egipcio resucitado se tratara, Klug cumplía con todo detalle con la labor del tal, y lavaba el cuerpo lentamente sin dejar un solo centímetro de piel, para luego extender la mano pidiendo la mirra para rellenar el cuerpo. Pero el olor saturó las fosas nasales de los dos hombres, llegando incluso a la cámara contigua en la que Krastiva se desesperaba ante la tardanza de los dos hombres.

—Debes pronunciar las oraciones a los dioses en voz alta… —indicó el austríaco a su ayudante—. Toma. —Le ofreció una pequeña libreta de tapas negras en la que se hallaban todas las necesarias para los momentos decisivos.

—¿Llevas esta libreta siempre contigo? —preguntó Alex, sorprendido.

Por toda respuesta, Klug le insistió con la mano diestra para que expresara las oraciones en voz alta y clara. Obediente, el marchante de arte comenzó a recitarlas.

—«Te ponemos el perfume del este, para hacer perfecto tu olor y poder seguir el olfato de dios. Te traemos los líquidos que vienen de Ra, para hacer perfecto tu olor en la Sala del Juicio Final. Saludos, Osiris, que el ojo de Horus florezca siempre en ti y en tu corazón». Klug cosió la herida, colocando sobre ella un escarabeo que pegó con el líquido ambarino de esencias mezcladas.

—Ayúdame a sumergirlo en ese líquido negro del estanque… —Se quejó con bufidos del peso—. Es natrón, y en él debe permanecer hasta que pasen los siete días que equivalen a los setenta que tarda Sirio en reaparecer.

El cuerpo fue depositado con sumo cuidado en el interior del estanque, gemelo del que contenía el agua, para quedarse adentro como si no hubiera existido jamás.

—Ahora tenemos que esperar y nuestra mayor preocupación será conseguir comida, ya que agua tenemos en gran cantidad y parece potable… —se preocupó Craxell, que miraba de reojo a una Krastiva demasiado inquieta para su carácter ruso, acostumbrado a tener arrebatos de cólera que de habitual se le pasaban rápido; pero en aquellos instantes delicados y críticos, hasta su marido ignoraba si ella podría mantener el temple o por el contrario estallarían sus nervios. Como fieras enjauladas, al cabo de las horas los tres paseaban en derredor de los sarcófagos reales pensando, meditando en las cosas que se daban por hechas siempre y que ahora cobraban vida en momentos en los que parecía que todo había terminado.

La eslava, más observadora, miraba atentamente el suelo embaldosado con grandes losas de mármol, entre las cuales no cabría una cuchilla de afeitar. Pero en un cuadrado descubrió una separación excesiva en comparación con el resto, y por ello se agachó para tocar con las yemas de los dedos el cuadrado en todo su perímetro.

—Humm, creo que aquí hay algo… —meditó con calma—. No sé qué, pero hay algo… Acercaos por favor, y mirad —los llamó ella, con la leve esperanza de encontrar aún una salida a aquella locura que la estaba volviendo necrofóbica.

—Sí… —convino Alex, que afirmaba con la cabeza—. Es un hueco en el que de seguro hay algo debajo, como si alguien hubiera cavado ahí precisamente para meterlo escondido de los ojos de los demás… —Nervioso de nuevo, aspiró el viciado aire—. Ayudadme a sacar las losas. Vamos a quitar el mortero que hay en las ranuras.

Rascaron las hendiduras y en poco tiempo las losas comenzaron a ceder. El extraficante de obras de arte levantó con cuidado la primera de aquellas, rogando para que no fuera una trampa de las que tanto gustaban los arquitectos egipcios; de ahí que se apartó con reflejos de un salto al sentir un click. Una diminuta saeta salió despedida para rozar el brazo de Klug. Un agudo grito de dolor provocó que Alex y Krastiva se retiraran para atender a su compañero de aventuras, y al volver la cabeza pudieron descubrir el leve resplandor típico del oro.

—Véndale el brazo porque afortunadamente solo es un rasguño —señaló Craxell a su pareja—, aunque le dolerá y habrá que desinfectarlo. Tengo alcohol en la bolsa. Mientras tanto, voy a ver qué diablos es eso.

—Ten cuidado; podría haber más flechitas como esa.

Alex apartó las losas que conformaban el cuadrado y luego limpió con la mano el polvo acumulado, dejando al aire las tapas doradas de un grueso libro con exquisitos relieves en sus tapas y lleno de jeroglíficos egipcios. Lo sacó lentamente, mostrándolo como un trofeo entre las manos. Krastiva y Klug, que se olvidó momentáneamente del dolor de la herida infligida por la saeta, lo miraron fascinados.

—¡Al fin lo tenemos! ¡Ya es nuestro! —exclamó, sin poderse contener, el orondo anticuario. Tenía los ojos muy abiertos y las manos tendidas hacia el libro—. ¡Con él seremos los dueños del mundo! —concluyó al estilo de un paranoico.

Pero Craxell apartó el libro y con él en la mano se alejó del ambicioso compañero de fatigas iraníes.

—No hemos venido por él para dominar a nadie —avisó con voz firme—. Es una pieza que debe permanecer en un museo o ser escondida de manos ambiciosas, de ser ello posible…

—Pero es un arma formidable… —aseguró Klug, con la mirada de un loco reflejada en su faz—. Es inútil para quien no sepa usarlo, pero para quien conozca su poder es algo que ni de lejos podéis imaginar.

Alex Craxell apretó las mandíbulas antes de estallar con voz ronca.

—¡Te repito que no se usará para la guerra! Y sepárate de él o no respondo. Pareces un demente obsesionado con el libro.

—¡Ja! ¿Por qué crees que he soportado todas las penurias e incomodidades de estos años? Era por este libro, tenía la secreta esperanza de que lo hallaría en alguna de las búsquedas que iniciabais en vuestras descabelladas aventuras… y ahora está delante de mí… a mi alcance —se justificó el anticuario de Viena.

—¡No! Está delante de ti, pero no a tu alcance. Apártate, o te apartaré yo. —Alex, que desconocía a su siempre extraño compañero de forzadas aventuras, se puso a la defensiva.

Su adiposo interlocutor quiso ser conciliador.

—Tenemos que seguir con la momificación, o moriremos aquí adentro… —Suspiró algo, antes de insistir con el rostro serio—: Te propongo un trato… Tú me entregas el libro y yo termino el ritual. De lo contrario, estaremos perdidos todos para siempre.

—Tú lo has dicho… —replicó Craxell, ahora con manifiesto desdén—. Si estás dispuesto a morir aquí, con nosotros, ¿de qué te iba a servir el libro, muerto?

Isengard, que no esperaba aquella respuesta se retiró furioso y contrariado, en espera de una mejor oportunidad.