Capítulo 35

La entrada al submundo

Juliano y Bettino, que cavaban junto a otros dos guardias suizos en la zanja, gritaron de júbilo al ver el resultado de su tremendo esfuerzo, y Bettino corrió para avisarle a Piero Balatti del mismo. Una plancha de metal les cerraba el paso. Era lo que el cardenal les había dicho que encontrarían.

—¡Eminencia! ¡Eminencia! —llamó nervioso el guardia suizo—. Tal y como dijo, hemos llegado a la placa de metal que precede a la entrada. Nos avisó que le advirtiésemos y así lo hacemos.

—¡Al fin! —exclamó el ambicioso prelado—. Ahora podremos penetrar en las profundidades de un mundo cuyos secretos no han sido jamás desvelados a ningún otro que no sea sacerdote de Amón. Lléveme hasta esa placa de metal.

La faz de Balatti se iluminaba con la luz del triunfo a medida que iba consiguiendo dar los pasos adecuados en la dirección correcta. Cuando asomó la cabeza a la zanja cuadrangular que habían abierto los esforzados guardias suizos en la orilla del lago, vio la importancia del hallazgo y bajó para tocar con sus pies la plancha de plata que debería tener al menos, tal como mentalmente calculó, un par de centímetros de grosor.

—Es la placa que protege de los elementos la entrada al mundo de los muertos —explicó el príncipe de la Iglesia Católica, sintiendo un cosquilleo de emoción en su piel—. La puerta se abre a quien, como yo, llama ante ella sin profanar su santidad ni su poder sempiterno. Ahora deben extraer de los extremos la tierra con sumo cuidado, y ver cómo sacarla sin dañarla, y habremos de colocarla de nuevo tras sacar los dos libros de ahí debajo.

Balatti se quedó mirando absorto en el borde mismo de la zanja y cuando entre todos intentaron subir la placa, hubieron de emplear el total de los brazos de que disponían para desencajarla de sus asideros. El propio cardenal tuvo que usar de sus escasas fuerzas para apoyarlos. Una vez que la tuvieron levantada y lista para dejarla caer al marcharse, como era deseo del cardenal, vieron ante sí una losa de piedra, a modo de lápida, que tenía grabados en ella los símbolos de Amón y de Ra.

—Estamos en el camino correcto —anunció Piero Balatti con afectada solemnidad—. Es la entrada a las cámaras funerarias del Faraón, el último monarca egipcio.

Presionó en dos de los ángulos, y un chirrido de piedra rozando piedra sonó mientras la laja se desplazaba de su lugar. En siglos no se había molestado el descanso de quien allí reposaba. Una rampa bajaba en pronunciada pendiente con hachones en los costados, encajados en la misma piedra para colocar en ellos las antorchas que portaran. Balatti ordenó encender cuatro y olvidarse de las linternas, que no obstante llevarían en las bolsas por si las necesitaban en una emergencia. Las antorchas les indicarían si escaseaba el oxígeno.

Al llegar al fondo, se encontraron en un espacio a modo de vestíbulo. Cuatro estatuas de ébano guardaban las cuatro esquinas junto a pebeteros, cuyo contenido prendió al contactar con ellos el oxígeno que penetraba del exterior. Era uno de los trucos que los sacerdotes egipcios empleaban para impresionar a los supersticiosos y así mantener el poder en sus manos.

El cardenal adoptó ahora un marcado tono didáctico al dar explicaciones.

—Una de las cuatro es la que permite la entrada. Veamos… Son cuatro puntos desde los que les llegaban cosas diferentes a los egipcios. Del norte, el viento que les barría de la meseta; del este, del este un rey cambiante… No, tampoco es… Del oeste, del oeste el enemigo del cual huían. Solo queda el sur. Es el sur… Busquen un resorte en esa estatua de ébano del Faraón. —La señaló con una mano firme.

Olaza y Delan se acercaron para palpar cada parte de la estatua, aunque sin obtener resultados positivos hasta que tocaron la vara que aferraba en su diestra el Faraón. Un siniestro chasquido les anunció que la losa ascendía franqueándoles el paso. El sello de barro se quebró bajo la presión de la losa, y saltó en mil pedazos. Balatti se acercó y metió la antorcha en el agujero negro que era la entrada de la siguiente cámara. Un relumbre extraordinario lo cegó momentáneamente porque las paredes eran de oro puro, y en medio solo había un cesto con pergaminos enrollados, unos cien en total. Alrededor había todo tipo de objetos, y estaban cubiertos de una gruesa capa de polvo. Polvo secular.

—Tendremos que hacer un poco de limpieza, a ver si aquí está lo que buscamos o no —expresó Balatti con el ceño fruncido—. De no ser así, habrá que seguir y pasar a otra cámara. Aunque no hay indicios de que la haya… —Miró en derredor sin observar nada que le indicara un paso o puerta a lugar alguno.

—Más bien parece una especie de basurero donde echaban lo que no querían, eminencia —dijo sor Eloísa, al mirar hacia arriba y descubrir un agujero cilíndrico por el que les llegaba polvo y desde el que parecía haber caído todo aquello.

—Más a mi favor, hermana… Quizás el sacerdote de turno tuvo reparos en utilizar los libros y los tiró a lo más profundo de la tierra, deshaciéndose de ellos por este medio… —Resopló un poco—. Eso quizás indique que tenía miedo de que cayeran en manos peligrosas, y se deshizo de ellos. Busquemos entre los escombros y veamos qué encontramos —apremió el cardenal, que prácticamente nadaba entre el polvo que se levantaba tan solo con moverse de un lado a otro.

Hallaron allí trozos de papiros rotos que se desintegraban al tocarlos, restos de cuencos inservibles, de varas de madera, y bastones con cabezas de halcón, ruedas rotas en mil pedazos… pero ni rastro de libro alguno. Cubiertos de polvo y bastante desilusionados, los enviados del Papa se quedaron quietos con las cabezas bajas y sin saber qué hacer.

Piero Balatti, que no estaba dispuesto a permitir el desánimo, y menos todavía la derrota, tan cerca de su objetivo como creía estar, salió sacudiéndose las ropas y comenzó a darle vueltas a la idea de dónde podría alguien esconder un libro sagrado de tan gran valor para que nadie lo encontrara sino… «¡Eso era! Para que no lo hallara nadie sino quien debía hacerlo», caviló mentalmente, dándose de paso un golpecito en la frente con dos dedos.

Asomó la cabeza por el agujero y llamó a sus hombres.

—Ya sé cómo podemos encontrarlos… Salid porque aquí no hay nada. Tiene que haber un resorte secreto que abra un paño de pared, una entrada disimulada en estos muros aparentemente lisos.

El cardenal palpó las lisas superficies de la roca pulida hasta la extenuación. Como poseídos por una fuerza externa, todos iniciaron el reconocimiento de cada palmo de pared, con ansias renovadas. Hasta que el capitán Olaza, para mayor desesperación de Delan, dio con algo al escuchar un sonido lejano y un chasquido que le daba a entender que un mecanismo oculto estaba funcionando. Por un momento, temieron que se tratara de una trampa, y retrocedieron al ver el rostro de Delan, pálido como la cera. Lentamente se abrió un trozo de pared que ascendió perdiéndose en el dintel, dejando una puerta cuyo espacio aparecía negro como noche sin luna.

—¡Vamos, vamos! Sin miedo, que hemos llegado demasiado lejos para rendirnos ahora. —Balatti arengó a sus colaboradores, empujándolos dentro sin miramientos.

Las linternas iluminaron el interior y unos muros, recubiertos de dibujos jeroglíficos con la escritura sagrada de los egipcios, llenaron sus retinas. El corredor era realmente estrecho y, por ello, debían caminar en fila de a uno. Balatti se hizo acompañar, justo detrás de él, por sor Eloísa, Delan y tres guardias suizos, y delante por Bettino y Olaza. La monja, admirada por lo bien conservados que estaban los jeroglíficos, fue traduciendo lo que encontraban a medida que avanzaban con creciente temor.

En ellos se proferían las maldiciones más poderosas que los sacerdotes egipcios eran capaces de pronunciar contra los profanadores de tumbas. Balatti, muy escéptico en todo lo referente a credos propios o ajenos, le quitaba importancia a las palabras de sor Eloísa y calmaba como podía a sus guardias suizos.