Capítulo 34

El mundo de los muertos

Alex y Abul, que habían asistido a toda la escena que tuvo lugar enfrente de ellos, no se atrevieron a salir de su escondrijo hasta que se alejaron Balatti y Olaza. Lo hicieron tras respirar hondo y escurrirse retrocediendo hasta su posición anterior. En ese momento vieron el brillo artificial de un espejo, y comprendieron que eran Krastiva y Klug que se comunicaban con ellos. Solo rogaban a Dios que no fueran captados por el cardenal y sus acólitos.

—Algo han encontrado —dedujo el marchante de obras de arte—. De no ser así, no se hubieran arriesgado a comunicarse con el espejo. Vamos a ver si llegamos hasta donde están y los ayudamos.

Tardaron más de lo que creyeron y, al llegar, ambos habían desaparecido en las profundidades dejando una sutil pista para que supieran que habían descendido. Metieron los pies en el agujero y Abul, que se veía solo de no seguir a Alex, no tuvo más remedio que bajar tras él, sumergiéndose de tal forma en la total oscuridad. Al fondo divisaron lo que parecía una débil luz y supusieron que la habrían dejado sus compañeros de aventura para que les sirviera de guía. Bajaron lentamente, con miedo de dar un resbalón y caer como una piedra. Una vez que lograron pisar suelo firme, respiraron tranquilos y continuaron hasta que en un recodo se encontraron con Krastiva y Klug.

—Así que habéis encontrado el acceso a… —quiso opinar Craxell, antes de ser interrumpido.

—Eso es. Tratamos de saber a dónde conduce este acceso —habló el anticuario de Viena, que descifraba los jeroglíficos pintados primorosamente en la pared que la cubrían por completo. Con un lápiz iba apuntando en una libreta de tapas negras cada símbolo, y luego lo repetía en voz alta. Era su manera de memorizarlos. Como un libro, el muro les hablaba de la vida y de la muerte de los que vivieron y murieron dentro de aquellas paredes cálidas, de lo que en sí fue una jaula de oro.

—En cuanto Klug concluya el análisis de los jeroglíficos del muro continuaremos adelante para penetrar en este micromundo, que es donde deben estar los libros que buscamos —intervino la rusa con decisión—. Habremos de tener cuidado, mucho cuidado con cada paso que demos, ya que esto estará lleno de trampas para impedir que alguien como nosotros se los lleve… —Sonrió levemente—. Por lo que he podido saber, son en realidad muy peligrosas.

—En el mundo egipcio todo es realmente peligroso, y de hecho la vida pende de un hilo cuando uno se adentra en sus mundos secretos. Creo que ya tenemos evidencias suficientes al respecto —afirmó su esposo, que recordaba perfectamente los sufrimientos acaecidos tiempo atrás en la ciudad de Amón.

—Este signo… es el agua, pero no hace mención al lago sino a un mar… No comprendo la razón de un símbolo como este en un lugar tan apartado de él… —se debatió, pensando en alto Isengard, que de esta manera solicitaba la ayuda de Krastiva, sin pedirla directamente.

—Puede que se refiera al lago, pero de otra forma… como dándole mayor importancia… —arguyó ella, que luego ladeó la cabeza.

—Puede ser, pero ellos conocían muy bien la diferencia entre el mar y un lago. Apuesto a que debieron pensar en un suceso especial, muy especial…

Abul, que escuchaba boquiabierto a sus amigos eruditos en egiptología, miraba aquellos hermosos dibujos como solo un inexperto haría y, sin embargo, algo dentro de sí le decía que él iba a ser la clave de aquella aventura subterránea. Anduvo por el largo y ancho pasillo recubierto de signos, y luego pasó la mano por un trozo como acariciando el pasado. Sintió que se le aceleraba el pulso cuando Alex Craxell le advirtió sobre su espontánea iniciativa.

—No hagas eso más porque los antiguos egipcios usaban una pintura especial mezclada con una especia y un veneno que, al contacto con las manos, impregnaba la piel penetrando y causando la muerte instantánea. De esta manera hacían creer al pueblo en maldiciones de los dioses.

Atónito, Abul se miró la mano, y luego se la frotó contra los pantalones en un intento de deshacerse del letal peligro de manera instintiva.

—Tranquilo… Estás vivo y esa es la mejor prueba de que no es el caso, pero no podemos saber si hay partes impregnadas de veneno y otras no… Ven te enseñaré a leer estos símbolos; así no te aburrirás. —Craxell le pasó el brazo por sus hombros acercándolo a la pared, para comenzar a señalarle los que comprendería mejor.

»Creo que podemos avanzar sin miedo… —continuó en voz baja, como hablando consigo mismo—. Veamos… Aquí dice que los muertos están vivos, y que anhelan la visita de quienes puedan servirles de ayuda en su búsqueda de la paz… Es un galimatías ininteligible que nada tiene que ver con el mundo de los muertos, si exceptuamos que habla de una ceremonia inconclusa de momificación y que parece ser de relevancia capital, pero ignoro para quién.

Avanzaron con sumo cuidado, mirando al suelo, paredes y techo a cada paso dado, y llegaron al final del túnel que aparecía cegado por un grueso muro sin signo alguno. Klug y Alex palparon la pared sin hallar resquicio que les indujera a pensar que un mecanismo pudiera abrirlo.

—Parece un final de trayecto… pero carece de sentido que acabe de esta manera con lo que las pinturas dicen —argumentó el marchante de arte.

—Cierto, pero… quizás y solo quizás… —razonó el austríaco con cautela.

No le dio tiempo a decir más porque la tierra se abrió bajo sus pies y cayeron hacia abajo como piedras por una cascada. En la impenetrable oscuridad, todos pensaron que había llegado su final y el terror a morir allí abajo los embargó. Pero la caída resultó frenada por un montón de jergones apolillados y fardos de cereales que se derramaron al reventar por el impacto de sus cuerpos al chocar contra ellos. Una polvareda llenó el aire, obligándolos a toser de manera compulsiva. Se sacudieron el polvo con las manos, incorporándose luego cubiertos de cereales y suciedad de cientos de años.

—Esto parece un enorme almacén de cereales… Vaya, hambre no pasaremos… —bromeó Alex.

—Sí, debió serlo en tiempos de Kemohankamón, pero también debe de cumplir una función de mayor importancia para que esa trampa se abra en dirección a este almacén… —opinó el de Viena, que después propuso a sus compañeros de aventura—: Inspeccionémoslo para ver qué encontramos.

Al echar una ojeada al espacio que era el almacén vieron que se trataba de una cámara de gigantescas proporciones, donde justo en medio se cerraba el lugar estrecho y cilíndrico en el que habían caído ellos, por el hueco de la trampa. Era como si hubieran hecho aquel cubo cilíndrico a modo de conducto para que quien cayera dentro no se dañara. De hecho no cumplía otra función, ya que los sacos de cereales se apilaban de modo que creaban una especie de colchón artificial en medio de un orden estricto en el que los demás sacos se apilaban de seis en seis, en filas perfectamente alineadas.

—Esto está aquí puesto desde hace siglos con la intención de que se pueda caer sin dañarse y con un fin concreto… —dedujo Krastiva.

—Sí, resulta evidente, pero ¿con qué fin? Eso es lo que me preocupa —dijo Klug, que no las tenía todas consigo.

A la luz de sus linternas salieron del cubo en el que habían caído y atravesaron el almacén para salir a un espacio muy diferente. Ante ellos se presentaba una escalera que ascendía un par de metros hasta una puerta de aspecto sólido de piedra que, sin embargo, se levantó ante ellos sin tocar nada. Estaban seguros de que al pisar alguna de las baldosas que conformaban los escalones activaron el mecanismo que hacía que se abriera la pesada puerta de granito.

—No me extraña que los egipcios que formaban parte del pueblo creyeran en espíritus y dioses con esta tecnología tan avanzada para la época… —señaló Craxell, que aún se admiraba—. Ver cosas como esta, que ahora son algo común en nuestra civilización, les debieron parecer poco menos que brujería.

—Cierto —fue la seca y breve respuesta de Isengard, quien se concentraba en lo que tenía delante como un zorro que acecha a su presa.

Entraron a un espacio que a las claras identificaron como el palacio del Faraón, hecho para morar tras su muerte. Cuatro estatuas de ébano y oro custodiaban las cuatro esquinas de la cámara, y otras tantas puertas aparecían selladas con el nombre del soberano difunto. Cartuchos con cuerdas y el sello de este en el barro cocido señalaban que no habían sido violados en momento alguno por ladrones.

—¿Y ahora…? —quiso saber la eslava, que miraba en todas direcciones.

—Hemos de decidir qué camino tomar, y esto sí que es peligroso —añadió el orondo anticuario germano—. Tres son puertas que sin duda conducen a la muerte, por trampas seguras y mortales y la otra no sabemos a dónde va… —Los miró aprehensivo a los tres.

—Veamos… —se atrevió Krastiva, al empezar a deducir con su lógica práctica—. Son cuatro y este, la simetría, es símbolo de perfección… —Lo señaló con una mano—. Deben de estar orientados a los cuatro puntos cardinales… ¿Tenemos una brújula?

—Yo tengo una —ofreció Abul, entregándole la suya, que era regalo de su maestro.

Krastiva Iganov se puso a trabajar con ese instrumento de orientación.

—El norte era de donde les llegaban las invasiones del mar… El sur era Nubia, desde donde les llegaba el oro; esta podría ser… —Se encogió de hombros—. El oeste era Libia, y el este era por donde aparecía el sol, su dios principal. Es la del este… ¡Esa! —Apuntó decidida, señalándola con el índice diestro.

Abul se acercó a la puerta que indicaba la rusa y quebró el sello a una indicación de esta. Trozos de barro cayeron al suelo y un chasquido sordo se oyó a lo lejos. El copto se pegó a esa puerta, pasando la mano por el relieve sin recordar la advertencia que le hiciera Alex. La losa de granito giró sobre sus goznes, y Abul desapareció tras ella como si nunca hubiera estado en la estancia. Krastiva y Alex se lanzaron hacia él, pero ya era tarde. Ni tan siquiera podían escuchar los gritos lastimeros de terror que emitía el asustado chico, emparedado en un espacio cuadrado en el que apenas cabía, de metro y medio de lado.

Angustiado, Abul palpó las paredes en busca de un resorte que le ayudara a salir de aquella trampa mortal, pero los nervios lo traicionaban y solo acertaba a llorar con la idea en su mente de que la muerte le había llegado en aquella celda terrible en la que no había salida. Cuando el poco aire allí almacenado se le terminara, moriría sin remedio.

Al otro lado, Krastiva lloraba desconsolada, abrazada a Alex, y Klug, muy pálido, no acertaba a reaccionar. No habían apenas penetrado en el mundo del Faraón cuando ya tenían la primera baja. Pero lo peor estaba por llegar, ya que por debajo de la losa un hilillo rojo comenzó a escapar. Y los tres supieron que el mozalbete había muerto. Alguna trampa en el interior de la celda prisión le habría herido de muerte.

—Tenemos que continuar… —susurró Craxell, sintiendo un nudo en el estómago—. Ya no podemos hacer nada por el pobre Abul… No sé cómo se lo explicaré a su maestro… —Tragó saliva con bastante dificultad—. Me lo confió a mi custodia y le he fallado —pudo agregar.

—Tú no le has fallado… Es el destino de cada persona que está escrito y… —opinó Isengard, apenado.

—No creo en el destino que no sea el que se marca el propio ser humano… Era mi… era mi responsabilidad. —El esposo de la rusa lloró cubriéndose la cara con las manos.

—Tendríamos que haber contado con que no estamos en Egipto y que las orientaciones deben hacerse según el lugar en el que nos encontramos —dedujo el austríaco, que se recuperaba del suceso mejor al no tener un vínculo afectivo con Abul.

Los tres miraron de nuevo a las puertas que quedaban y pensaron en cuál sería la buena. Así las cosas, Alex trató de orientarse a pesar de que sentía el ánimo encogido.

—Creo que el peligro viene desde el oeste. Del este les venía el alimento, pero también residía su enemigo tradicional, y el Faraón no debía fiarse del sucesor de Cosrroes… Por eso creo que quedan dos del norte, les venía el viento y ya hemos visto lo que pasa si uno no se aferra a algo en el momento que llega… así que queda la del sur. Es la del sur, seguro.

El marchante de obras de arte que residía cerca del Támesis se acercó a la puerta del sur y rompió con saña el sello del Faraón. La puerta hizo un leve click, deslizándose con suavidad como si se acabara de engrasar. Del otro lado un haz de luz les llegó y Alex, instintivamente, se apartó. La losa ascendió escondiéndose, y les dejó ver una cámara de lujoso aspecto. En medio había cuatro sarcófagos reales que impresionaron a los inesperados visitantes.

Penetraron en la cámara y la losa que la sellaba descendió sin hacer ruido alguno, dejándolos encerrados en ella. Cuando Krastiva se volvió al cabo de unos minutos su tez cambió de color y con un toque en el hombro, pues no le salían las palabras de la garganta, le indicó a Alex que se diera la vuelta para ver. El terror apareció en los músculos faciales de su pareja. Estaban presos en la cámara mortuoria del faraón Kemohankamón.