Capítulo 33

Noche de sangre

Los fríos corredores palatinos del Vaticano recibían la visita inesperada de dos miembros de la Orden de los Egregios que, como inquilinos habituales que residían en él, tenían acceso a gran parte de las cámaras de la residencia papal. Se deslizaron por el pavimentado suelo de mármol blanco, con mosaicos de rico colorido al más puro estilo romano, hasta llegar a dar ante una puerta de ostentosa apariencia. Después llamaron a ella con dos golpes suaves y tres más fuertes, a lo cual una voz grave les respondió desde adentro concediendo su permiso.

Entraron y, tras cerrar las dos hojas de madera blanca con dorados barrocos, se arrodillaron, besando la mano del Papa, pues de sus habitaciones privadas se trataba. El anillo del pescador de treinta y cinco gramos de oro le pesaba en la mano al Sumo Pontífice actual, como si su conciencia lo acusara de haberlo conseguido de manera poco lícita.

—Decidme, hijos… ¿qué noticias me traéis de la Orden de los Egregios? —inquirió Juan XXIV con cierta ansiedad—. Sabéis que es preciso actuar cuanto antes si queremos ganarles la partida a esos herejes.

—Santidad, la Orden ha decretado asesinar a la familia de Mirella Micotti. De suceder tal cosa, toda Italia se enteraría de nuestras maniobras y debemos evitarlo a toda costa. Su familia es la dueña de varios canales de televisión y de empresas del sector en otros países —comentó con voz queda uno de los recién llegados.

—Os veo muy preocupados… Doy por hecho que vosotros mismos tenéis invertido vuestro capital en algunas de esas empresas de las que hacéis mención, y que os veríais en dificultades para continuar con el tren de vida que lleváis, a pesar de pertenecer a la curia romana… —Los dos cardenales se miraron entre sí, sin saber si asentir o negar, pues el Papa acababa de dar en el clavo. De no ser de tal manera, nunca hubieran traicionado a su Orden a sabiendas de cuál era el destino de quienes lo hacían.

»No puedo ayudaros, Eminencias, pues es necesario que la Orden de los Egregios emerja de la oscuridad, y ese puede ser el medio para al fin lograrlo. Tendréis que hacer autocrítica y volver al seno de la Santa Madre Iglesia con la humildad que se necesita para hacer tal cosa —exigió el Santo Padre, endureciendo más su tono al añadir—: Hace más de dos meses que sabemos que pertenecéis a la Orden de los Egregios y os tenemos controlados. Solo esperábamos que os delatarais vosotros mismos y, mira por dónde ahora, sin provocarlo nosotros, venís a Nos para entregaros en bandeja y entregarnos a la vez la carta que estábamos necesitando para derrotar definitivamente a la Orden.

Los dos cardenales palidecieron y tras ellos aparecieron sendos guardias suizos que los condujeron por una salida privada de las habitaciones del Papa para llevarlos afuera, donde cumplirían las órdenes de este.

De nuevo a solas, Juan XXIV sonrió complacido. Esta vez tenía en sus manos la carta que le daría la victoria sobre aquel grupo secreto que controlaba los destinos de la industria y la comunicación, y que tanto le incordiaba. Llamó a un oficial de la Guardia Suiza y le dio órdenes estrictas que debía cumplir antes de que amaneciera. El castrense se marchó con las ideas claras y el rostro serio, con un brillo asesino en sus ojos, seguro de estar cumpliendo una misión de importancia vital para el papa de Roma.

Periódicos de difusión nacional como el Corriere de la Sera, La Stampa o La Repúbblica, se hacían eco del intento de asesinato de dos miembros de la familia Micotti que se encontraban en un famoso balneario descansando antes de la boda de su hija, que aún ignoraban había sido asesinada la noche anterior. No tardaban mucho los noticieros audiovisuales en hacerse cargo de la noticia del hallazgo del cadáver de la muchacha, que había sido encontrada en la orilla izquierda del Tíber con una sola herida en el corazón, letal de necesidad y completamente embarrado el cuerpo, por lo que la policía científica estaba convencida de que había sido tirado al río la noche anterior justo después de morir a manos de sus asesinos.

La duquesa Condotti, echada sobre su chaise longue, contemplaba al presentador de Tutto il canale dar la fúnebre noticia, y entre sus manos estalló el vaso de fino cristal de Bohemia que contenía su Martini bianco. No daba crédito a tanta ineptitud. ¿Cómo era posible un fallo como aquel? Sin duda eran más los infiltrados en la Orden de los Egregios y no solo aquella joven que pretendía jugar a las sectas por puro aburrimiento. La había admitido por causa de que su padre era el mayor potentado en cuanto se refiere a medios de comunicación y sus tentáculos se extendían por toda Europa. Ahora lamentaba profundamente haber tomado esa decisión, dado que todo se complicaba por culpa de aquella mocosa. Al levantarse crispada, se miró la mano; ni siquiera había sentido cómo se hundían los cristales del vaso roto en su carne. Se dirigió al botiquín que tenía en el baño y se vendó la mano mientras pensaba como si su cerebro fuera una antigua locomotora a vapor lanzada a toda marcha.

El sonido del teléfono la sacó de su abstracción y, al escuchar la voz que le hablaba del otro lado, no mejoró precisamente su estado de ánimo. Los cuerpos de los dos cardenales miembros de la Orden, encargados de asesinar discretamente al Papa, habían sido encontrados, envueltos en sábanas blancas, en un automóvil cerca del palacio Condotti. Las sábanas indicaban que habían sido ejecutados por el Santo Oficio y al explorar sus cuerpos hallaron una sola herida de bala en la sien, como si se hubieran suicidado, cosa que ella sabía era del todo imposible. No le interesaba que se hiciera pública aquella noticia, y con eso contaba el Papa. La duquesa Condotti pensó que aún le quedaban cartas por jugar, y a sus enemigos no les iba a gustar la respuesta a sus provocaciones. Ella también tenía infiltrados en el Vaticano, y actuaría sin dilación para contrarrestar aquella escalada de muertes. Descolgó el teléfono y marcó con nervio un número que desde hacía tiempo no empleaba. Una voz ronca le respondió del otro lado y, sin mediar presentación alguna, le dijo con voz grave:

—Necesito de tus servicios… —enfatizó la palabra, dándole un tono sarcástico—. Son dos, y tiene que hacerse antes de mañana. Los objetivos son…

Un minuto después al otro lado del auricular solo se oyó un click al colgar. El encargo estaba hecho. La noble transalpina buscó en su mesilla auxiliar, situada frente a la chimenea, y sacó un talonario en el que escribió una cifra de seis números. Le saldría caro el hacer lo que deberían haber hecho sus sicarios, pero este mercenario de urgencia era del todo eficaz.

Una sombra se deslizaba por los corredores del palacio Vaticano siguiendo un plan previamente trazado. Sus pasos eran tan silenciosos que incluso pasando a centímetros de algún guardia suizo que mantenía vigilancia en su puesto nocturno, era imposible que fuera detectado. Su calzado flexible le permitía deambular sin estorbo de un lado a otro por aquel palacio inmenso en el que se desarrollaban las intrigas más astutas del mundo occidental. Calculó los pasos que el guardia helvético que hacia la ronda daba cada vez que le tocaba y, tras el último, cruzó el amplio espacio que se abría como un corredor flanqueado de columnas gruesas de mármol blanco veteado en negro. Se perdió entre las sombras y, después de un leve forcejeo con una cerradura, penetró en las habitaciones papales sin que nada ni nadie pudiera evitarlo.

Pero la sorpresa fue grande al ver que el Santo Padre no se hallaba en ella, como era su costumbre cada día tras efectuar sus rezos. El hábil intruso salió de nuevo al corredor y otra vez hubo de calcular los veinte pasos del miembro raso de la Guardia Suiza hasta poder cruzar al otro lado del pasillo.

Una vez en su coche, un Alfa Romeo de último modelo, fumó un cigarrillo rubio estadounidense y se deleitó consumiéndolo. Arrancó y condujo hasta salir de Roma para enfilar el automóvil en dirección a la gran finca que la familia Micotti poseía en las afueras. Una docena de guardaespaldas rondaba por los alrededores, metralleta en mano. Fue burlando con suma facilidad a cada uno de ellos y después se introdujo en la casa trepando por uno de los muros traseros, dejando el cadáver del único gorila que custodiaba la alta tapia oculto detrás de un árbol y cubierto de hojarasca.

Las luces brillaban como luciérnagas en la oscuridad, dando la impresión de que allí adentro se festejaba algo importante. Dio por hecho que era a causa de haber salido ilesos del atentado del día anterior en el balneario. Sonrió fríamente y extrajo un rifle con mira telescópica que llevaba en una bolsa negra. Se apoyó en la tapia con una pierna en un lado y la otra en el de afuera, y apuntó con nervios de acero. Cuando tuvo el objetivo en el punto de mira, acarició el sensible gatillo con suavidad y el individuo elegido cayó fulminado al salir del baño. Nadie se dio cuenta hasta que el segundo objetivo exigido caía enfrente de los que celebraban su aparente salvación.

Todos comenzaron a salir atropelladamente, y las mujeres gritaban como poseídas por un terror que las obligaba a empujarse unas a otras. Los collares de perlas se rompían, dejando rodar las peligrosas esferas que hacían caer a algunos de los que trataban de calmar la situación, pistola en mano. Las luces se apagaron, y todos se tiraron al suelo sin atreverse a salir. Entretanto, Frida Hëber saltaba de la tapia desde la que había disparado y se introducía en un bosquecillo cercano donde había dejado su Alfa Romeo para arrancar con premura y salir sin dilación del lugar del atentado, ahora exitoso.

Los periódicos de la mañana daban fe de la matanza en el palacio que la poderosa familia atacada poseía en las afueras, y se preguntaban si no tendrían un topo, dado que le había resultado tan fácil al asesino acceder a la casa sin ser detectado en ningún momento por los numerosos guardaespaldas que los Micotti habían contratado.

La Duquesa se felicitaba por el éxito de la operación, y esperaba que Frida Hëber la llamara para comunicarle la muerte del papa de Roma. Por supuesto que ignoraba, como todos los clientes, que el letal ejecutor fuera en efecto una mujer, y es que en el mundo en el que se desarrollaba su profesión los hombres eran los más solicitados, cosa que la alemana no compartía y se preguntaba siempre la razón de tal proceder.

Así las cosas, la noble italiana sacó una botella de cristal tallado y se sirvió un generoso trago en el vaso. Lo engulló de una sola vez, y luego agitó la cabeza con los ojos enrojecidos. Era su manera de celebrar el éxito cuando este era tan evidente como el que, por fin, tenía entre manos.