Sectas de muerte
10:53 horas, palacio Condotti
La Orden de los Egregios se reunía bajo la presencia de su gran Maestre en la cripta del palacio. Ataviados con túnicas negras y con las enormes capuchas echadas sobre sus cabezas, se situaban en dos hileras pegados a las columnas bajas y anchas de la pétrea estancia, en cuya pared frontal destacaba un altar de granito rojo y, sobre este, tres copas de oro.
Más de treinta miembros esperaban que el gran Maestre hablara y les expusiera la razón de aquella reunión secreta y fuera de todo orden prescrito, quebrando así las más elementales medidas de seguridad. Con las cabezas bajas y tapándose la cara para no ser reconocidos por los que a diestra y siniestra los flanqueaban, tensaban sus nervios como cuerdas de arcos.
10:55 horas, palacio Vaticano
En la cripta que se abría debajo del baldaquín de columnas barrocas de bronce que se elevaba bajo la enorme cúpula de Miguel Ángel, donde descansa, según la tradición, el cuerpo del apóstol Pedro, se habían reunido el Papa y sus más cercanos colaboradores bajo la estricta vigilancia de la Guardia Suiza que aún le era leal al primero.
El propio Pontífice, en medio de ellos, vestido con una túnica blanca ribeteada en flecos dorados hechos de oro puro y bordada por las monjas de San Clemente, les habla con gesto adusto y ceño fruncido. Se trataba de saber cómo iba la expedición vaticana encargada de traer al archivo vaticano los dos libros de Amón y Seth, para fortalecer el poder papal y así gobernar con comodidad de nuevo, en un mundo hedonista y violento que amenaza destruir hasta los cimientos de la Iglesia Católica.
—Hijos de la Santa Madre Iglesia —comenzó su alocución el Santo Padre—, el cardenal Balatti, miembro de nuestro grupo y de nuestra total confianza, se encuentra a punto de poseer los dos libros, de los sacerdotes de Amón y Seth respectivamente, para colocar en el lugar privilegiado que la Santa Madre Iglesia merece, y dar al mundo el patrón moral y la guía que este necesita antes de que su descontrolado deseo de placeres destruya a esta Iglesia, representante de Cristo en la Tierra, y de la verdadera fe.
Los asistentes, ataviados con túnicas blancas y mitras de color verde claro, lo miraban con los ojos vidriosos y las manos jugueteando con diferentes objetos. Eran veinte miembros y tres de ellos constituían los ojos, manos y oídos del papa Juan XXIV. El resto eran tan solo iniciados que conocían lo mínimo sobre asuntos de relevancia en cuanto se refiere a los intereses de la Orden de los Egregios. Dos hombres seglares, vestidos de traje a la europea con rostros curtidos y de aspecto altivo y duro, observaban desde el fondo de la reducida estancia la reunión, pero sin poder participar en ella. Se trataba de Lucio Benedetti y Marco di Mario, ricos comerciantes de armas que apoyaban financieramente al Vaticano en sus luchas secretas contra las religiones que se oponían a sus deseos de expansión, mientras fingían un ecumenismo del que estaban tan alejados como un polo del otro del planeta que habitamos.
Julián de Arión, junto al gran Maestre de la Orden de los Egregios, le servía el líquido rojo, viscoso y húmedo, que resbalaba de una botella de cristal tallado, desprendiendo un hilillo de débil vapor que se elevaba como si de una ofrenda se tratara, y en realidad así era.
—Tomad y bebed de la sangre que mana del cordero y que quita el pecado del mundo… —El arzobispo de Sevilla dio inicio al ritual de la reunión secreta—. Sed bienvenidos a este capítulo extraordinario en el que se decidirá el destino del mundo tras la posesión de los secretos de los sacerdotes de Amón y Seth.
Los allí presentes fueron pasando y bebiendo de los tres tazones el oro el líquido, el cual se iba espesando lentamente a medida que el aire lo densificaba. Con los labios manchados de la sangre que bebieran, se colocaron de nuevo en su lugar, y escucharon lo que el gran Maestre tenía que decirles con voz grave y gesto muy serio.
—Tenemos un infiltrado en el grupo que busca para el Papa los dos libros sagrados, y me ha comunicado que se encuentran cerca de tenerlos en sus manos. Cuando esto suceda, él se encargará personalmente de robarlos para nosotros y eliminar así el peligro que suponen los hombres del cardenal Balatti.
Al oír el nombre de tan alto cargo de la Iglesia Católica, uno de los asistentes tembló imperceptiblemente. «Ese hombre… no podía ser», pensó al tiempo que alzaba levemente la cabe/a, en contra de lo que se estipulaba para los novicios. Nadie advirtió su atrevido gesto, pero ella, pues de una mujer se trataba, pudo ver el rostro del gran Maestre y de su colaborador más fiel, Julián de Arión. Bajó la cabeza de nuevo lentamente para no hacer ruido alguno con la tela de la capucha, y se quedó muy atenta, esperando que sucediera algo. El Estado Vaticano también tenía una persona infiltrada en la Orden de los Egregios. Daba principio la guerra entre dos organizaciones milenarias que competían por el poder de controlar el mundo.
Una mujer cubierta por una amplia capa escarlata y con la capucha echada hacia atrás, se adelantó y empezó a descubrir a su vez a cada uno de los miembros de la secta. Fue besando en la mano que se le ofrecía como saludo secreto, y al llegar a la altura de la fémina que viera los rostros de los oficiantes, la miró con ojos crueles y, sacando un estilete de plata renacentista de entre su ropa, se lo clavó en el corazón con tal rapidez que la víctima no se dio cuenta de que estaba muerta mientras miraba, ya sin ver, la cara de la duquesa de Condotti. No, no la había matado para ver las caras de los dos grandes maestres, sino por haber sido detectada y desenmascarada como agente del Vaticano entre los suyos. Llevaba tres años con ellos, y en ese tiempo varios asuntos de la Orden había sido necesario suspenderlos a causa de que alguien filtraba la información a elementos pertenecientes a la curia romana y, estos, obviamente, impedían a la Orden llevar a cabo sus propósitos. Habían perdido nueve agentes por causa de la traidora. La Duquesa avanzó y dos de sus acólitos llevaron ante el gran Maestre el cuerpo sin vida de Mirella Micotti, hija del magnate de la televisión privada italiana, para que se efectuara el ritual de expulsión de su seno.
El gran Maestre le abrió una herida en el cuello y dejó que se derramara la sangre tibia en los recipientes de oro. Después derramó el líquido en la piedra del suelo, maldiciendo en latín su alma con frases cortas y ásperas. Todos a la vez maldijeron su sangre y tomaron la decisión de exterminar a su familia en un ajuste de cuentas, digno de la mafia siciliana más que de una secta secreta que llevaba mil cien años manejando en la sombra los asuntos de la alta política.
—Este desagradable asunto debe llevarse a cabo con la mayor premura posible, y sin dilación. No debe quedar cabo suelto alguno, y ha de ser cuanto antes, sin que parezca sino lo que es, una ejecución en toda regla. No nos será difícil, pues la mafia cargará con el crimen o, de lo contrario, pensarán en un ajuste de cuentas entre traficantes de armas, drogas, o algo similar… —dejó caer la Duquesa con fría cavilación, para indicar autoritaria a continuación—: El ritual debe proseguir porque las familias de los nueve clanes, que gobiernan desde tiempos inmemoriales, han de permanecer en el anonimato y si para ellos es necesario ejecutar sentencias de este tipo, se hará sin miramientos éticos o morales.
—Hemos detectado un movimiento en la Orden de los Egregios, y también hemos podido colocar dentro de ella a uno de nuestros mejores tops, que lleva dentro más de tres años para que nos vaya informando de sus avances. —El Papa se felicitaba por su sabia elección, ignorante de que su agente había sido detectado y eliminado casi en el preciso instante en que pronunciaba aquellas palabras—. Bien… —Se aclaró la voz y para ello, bebió un poco de agua mineral—. En pocos días tendremos en nuestras manos los dos libros de Amón y Seth, y podremos ponernos a descifrarlos para sí acceder a sus secretos.
–Esos malditos vienen a fastidiarnos la búsqueda. ¿Quién los habrá advertido de nuestra presencia en la meseta? Delan, vaya a ver quiénes son con un par de hombres y si es preciso, ya sabe lo que tiene que hacer… —le sugirió Piero Balatti, pero dejando la frase inconclusa.
El sargento de la Guardia Suiza y dos de sus hombres se adelantaron, y tirados sobre el suelo casi raso, apenas cubiertos por unas acumulaciones de piedras, observaron a los recién llegados. Sus caras resultaron un poema al reconocer en los recién llegados a un par de miembros de la policía por sus inconfundibles uniformes negros con galones plateados en sus hombreras. ¿Qué hacía allí la policía y, sobre todo, quién podía haberlos involucrado en aquella operación tan secreta?
—¿Qué hacemos, señor? ¿Los eliminamos? —inquirió uno de los guardias suizos a su superior jerárquico.
—No, sería un error delatar nuestra posición. Primero trataremos de despistarlos porque pueden venir más y complicar las cosas —apuntó Delan, que no quería que en su primera misión saliera algo mal y así pudiera recuperar el mando el capitán Olaza.
Los dos policías iraníes fueron oteando en varias direcciones, decidiéndose al final por la opuesta a la que ellos ocupaban. Se perdieron entre unos ralos arbustos y un roquedal de peladas rocas, en el que les pareció que estaban dispuestos a montar su precario campamento.
—Vámonos; dejémoslos ahí. Los tenemos localizados y es mejor no armar ruido en este momento en el que estamos a punto de dar con nuestro objetivo —habló, al mejor modo de militar, Delan.
Se retiraron dando a conocer la novedad a Balatti, que aprobó su decisión. Olaza miró con odio contenido al rival que le arrebataba su influencia y su ascendencia sobre el cardenal. No estaba dispuesto a cedérselo sin más ni más y se lo iba a demostrar. Se apretó la venda que le oprimía la herida ya casi cicatrizada y se puso en pie de un salto, sorprendiendo al sargento. Se acercó a monseñor y le preguntó cómo iba todo. Este lo miró admirado por su pronta recuperación, y por no haberse quejado en ningún momento; así que le sonrió para después informarle de sus avances.
—Tenemos la certeza de que ahí debajo existe un emplazamiento que contiene los dos libros, pero no será tarea fácil desenterrarlos. Estamos cavando y llevamos más de dos metros sin obtener resultados positivos, pero todavía es demasiado pronto.
Los tres hombres que realizaban el agujero se pasaban los dorsos de las manos por las frentes completamente sudados y agotados. Miraron al cardenal y le solicitaron hacer un descanso para proseguir más tarde, a lo que este accedió de mala gana.
–Abul, tú eres más pequeño, así que arrástrate y ve si tienen algo que sea de interés para nosotros, una pieza egipcia, un libro o pergamino. No sé… algo que te llame la atención… ¡Ve! —ordenó Alex Craxell con voz perentoria.
El chico copto, comiéndose literalmente el polvo del suelo, se deslizó como solo una serpiente del desierto podría hacerlo, en absoluto silencio, observando con ojos y orejas muy abiertos por entre los arbustos que se amontonaban traídos por el viento, para tratar de ver y oír lo que decían. El polvo seco y la tierra húmeda, mezclados entre sí, le dieron un camuflaje perfecto que le permitió escuchar sin ser visto.
–¿Y ahora qué haremos? —preguntó Mahad a su superior, que se veía inmerso en una aventura que no deseaba y que era consciente de que les acarrearía consecuencias no previstas por el torpe comisario.
—Ahora a planificar el próximo paso —le explicó Mahoud con ceño muy fruncido—. Necesitamos saber cuántos enemigos tenemos en la meseta, y cuáles son sus objetivos.
Al suboficial se le antojó una jerga demasiado militarizada la que empleaba el comisario, que creía estar en medio de la jungla combatiendo a enemigos imaginarios.
Ajeno a esos pensamientos de su ayudante, Mahoud extendió un mapa de la zona y señaló con círculos rojos el lugar en que se encontraban y el lago. En azul, marcó con rotulador el sitio en el que el helicóptero los había dejado, y luego trazó un círculo más grande y otro más concéntrico, ambos para determinar el radio de acción que deseaba explorar. Había visto en las películas norteamericanas, ya obsoletas, que quedaban en el mercado negro de Teherán, cómo lo hacían los policías de Nueva York y era esta su oportunidad de imitarlos. Miró a lo lejos, con un gesto que pretendía saber más de lo que en realidad conocía de aquella región olvidada de los dioses de antaño.
—Quienes busquen esas piezas deben hallarse en las inmediaciones del lago, aquí… —El comisario señaló en el mapa con afectada gravedad—. El mejor sitio para edificar una construcción desde tiempos inmemoriales es la ribera de un lago, río o similar.
El sargento Mahad, que solo pensaba cuando se le obligaba a hacerlo, lo miraba con bobalicona admiración, digna de un descerebrado incapaz de realizar la más pequeña conexión entre sus células grises. Y esa era precisamente la razón por la que resultaba tan peligroso, ya que únicamente quien no piensa sabe matar sin remordimientos.
—Entonces vayamos, señor, y cuando los tengamos cerca… —dejó en el aire la frase.
—Sí, pero de momento dejaremos que nos hagan el trabajo duro descubriendo esas piezas por las que tanto se arriesgan. Estoy convencido de que las intentarán sacar del país por el mismo canal que lo han hecho antes, y tengo que descubrir cómo lo hacen… —Mahoud arrugó la nariz, y después concluyó—: Solo de esta manera me ascenderán y podré marcharme lejos de…
—Señor, entonces, ¿qué haré yo si se va usted? —quiso saber el ayudante, interrumpiéndolo.
—No te preocupes, mi fiel Mahad, pues siempre necesitaré de tus inestimables servicios. Vendrás conmigo y, además, me encargaré de que sepan que tú fuiste parte relevante de la operación en que estamos inmersos.
La sonrisa devolvió la luz al rostro endurecido de Mahad, que se veía lejos de Teherán, quizás en otro país con mayores oportunidades de ser reconocido como el gran policía que él creía ser. De roca en roca y arrastrándose cuando el espacio que cruzar era demasiado liso o se hallaba al descubierto sin posibilidad de esconderse de ser detectados, fueron cubriendo la distancia que los separaba de sus perseguidos, los cuales ignoraban que lo eran también por fuerzas de mayor orden que ellos. El lago comenzaba a estar demasiado frecuentado, y ellos dos eran, en realidad, los últimos en llegar.
Mahoud, pegado como se encontraba a una pared de roca inclinada sobre el abismo que era la montaña, se metió dos pistolas cruzadas en la parte trasera del pantalón y empuñó otra automática. Mahad, por su parte, metió en su funda sobaquera la pistola reglamentaria y empuñó una metralleta de reducido tamaño y, tras mirar al comisario, avanzó en zigzag hasta que divisó al grupo de Piero Balatti, que se había distribuido en tres secciones para detectar y neutralizar a los intrusos que llegaban con intenciones de interrumpir un trabajo que alcanzaba cotas en las que ya se podía vislumbrar el logro que perseguían. El astuto cardenal había dado órdenes de que todo pareciera estar en completa calma, para permitir que se acercaran los recién llegados y así cazarlos sin más dilación. Él mismo y Olaza estaban aparentemente charlando relajados a la orilla del lago, mientras Delan, Bettino y Juliano, junto a sor Eloísa, permanecían en la tienda más retirada del improvisado campamento. Otros dos guardias suizos los esperaban tras unos arbustos, junto a los cuales habían amontonado las pocas rocas halladas en los alrededores.
En cuanto vieron aparecer a los iraníes, alertaron al resto, pues si en verdad eran policías del país, ¿por qué razón se escondían de ellos? ¿Qué temían?
Mahoud y Mahad, sintieron el frío del acero en sus nucas y supieron que los habían visto demasiado tarde. Los encañonaban con sendas automáticas y, sin emitir palabra, les indicaron que caminaran delante de ellos. El cardenal Balatti los esperaba con una sonrisa de triunfo dibujada en su faz astuta.
—Sean bienvenidos, señores —les habló en un árabe que ellos entendieron perfectamente—. Veo que han decidido hacernos una visita… pero no teman, son bienvenidos; así que estén tranquilos, porque cuando terminemos podrán marcharse sin problemas. A menos que nos den ustedes motivos para hacer algo especial, y entonces tendríamos, sintiéndolo mucho, que eliminarlos —los amenazó directamente—. ¿Pero qué veo? Ustedes no venían por nosotros… Se han sorprendido al vernos, cosa que no sucedería de ser su objetivo, claro está. Díganme, ¿a quién persiguen en realidad? —La cínica sonrisa del príncipe de la Iglesia Católica se hizo más insoportable aún—. No, no me lo digan… a Alex Craxell y a la rusa, su esposa… ¿O me equivoco?
Las caras de los dos policías iban pasando por el blanco de una palidez extrema al rojo de una vergüenza inimaginable por haberse dejado pillar en aquel tonto renuncio a causa de su falta de autocontrol. Estaban en manos no sabían de quién y, encima, para colmo de males, los que eran su prioridad estaban fuera de su alcance por lo visto, pues aquellos extranjeros, sin duda competidores de Craxell y la rusa, los habían cogido como a dos colegiales tontos.
—Somos Mahoud, teniente de policía de Teherán, y él es el sargento Mahad. Si nos retiene contra nuestra voluntad, acabarán en una oscura celda de dos por dos metros y olvidados hasta de su madre.
—Pero qué modales tan rudos son esos, amigos míos… —replicó monseñor Balatti—. Aquí nadie los retiene contra su voluntad; de hecho iba a proponerles que se unieran a nosotros en la caza de Alex Craxell y la rusa y así compartir los beneficios que les aseguro serán cuantiosos… ¿Qué me dicen?
Los dos policías se miraron atónitos y con gesto brusco y en un tono de voz autoritario le respondieron por boca del comisario.
—Nosotros no somos corruptos como la mayoría de ustedes, los extranjeros, suponen. Suéltennos y hablaremos, pero olvídese de compartir ninguna de las piezas que saquen de este lugar, ya que pertenecen a la República Islámica de Irán.
—Verán, no podemos hacer lo que nos pide de momento, pero negociaremos, créame, cuando sepa realmente de qué se trata, ya lo creo que sí. —El cardenal se alejó de los iraníes, riéndose a carcajadas con Olaza porque este ya no se separaba de su superior.
Sor Eloísa llegó a la carrera para, jadeando, intentar decirle algo que Piero Balatti no podía entender a causa de la tartamudez de la mujer. Trató de calmarla y esperó pacientemente a que su respiración se regulara antes de proseguir.
—¿Se encuentra ya más calmada, sor Eloísa? De no ser así, será mejor esperar porque no puedo comprender nada de lo que me dice de esta manera, entre jadeos e interrupciones…
—Sí, ya estoy mejor… Verá… Eminencia, se trata de los… —se calló al ver al lado a los dos policías.
—Continúe, que ellos no comprenden el italiano… ¿Verdad, amigos? —les preguntó mordaz, obteniendo como sola respuesta una bobalicona sonrisa por parte del sargento y un gruñido del teniente—. ¿Ve lo que le digo…? Adelante, pues.
—Cada libro está en un lugar diferente porque son incompatibles entre sí… —afirmó la monja, que arqueó a un tiempo sus finas cejas—. Si sacamos de su escondite a ambos, no podremos llevarlos juntos. Eso sería imposible, Eminencia. Se lo aseguro… —Sor Eloísa tomó aire para continuar—: De hecho sucederían cosas terribles, según lo que he podido averiguar.
—Vaya, vaya, esto supone un contratiempo inesperado. De todas formas, los sacaremos a ambos y nos dividiremos en dos grupos. Así, uno se encargará del libro de Amón, y yo mismo me llevaré el de Seth. Saquen los instrumentos que hemos traído con nosotros y comiencen a extraer cada objeto que encuentren con sumo cuidado. Sor Eloísa —se dirigió a la monja, que lo miraba absorta, sin saber cómo actuar—, usted debe continuar con la investigación y que la ayuden Bettino y Juliano. El resto del personal será necesario en la excavación.
La mujer, que no sabía qué partido tomar a estas alturas, se debatía entre llamar a Su Santidad el papa Juan XXIV o permanecer al lado de Piero Balatti para, de ese modo, tomar parte en el botín, lo que le daría un inmenso poder a aquel ambicioso cardenal dueño de la voluntad de todo el que colaboraba con él.
Así las cosas, los trabajos dieron comienzo bajo una lluvia fina y desagradable que los fue calando hasta los huesos en cuestión de pocos minutos. Una zanja de tres por tres metros fue abierta como si fueran a meter en ella un cubo de dimensiones similares. Balatti observaba desde su peculiar atalaya una roca que se elevaba solitaria a la orilla del lago entre hierbas y helechos. Dos guardias suizos con detectores de metales pasaban sus aparatos para localizar la ubicación de cualquier posible objeto que estuviera enterrado en el suelo de la ribera. Mahoud y Mahad estaban atados espalda contra espalda, a falta de un árbol o roca que ofreciera seguridad para sujetarlos. Inasequible al desaliento, el comisario forzaba sus correas en un vano intento de desatarse y escapar de aquella temprana captura que les había arrebatado la posibilidad de ser quienes intervinieran en el momento adecuado.