Capítulo 31

Las almas de los muertos

En tiempos de Kemohankamón, las almas de los fallecidos se removían en sus tumbas al ser profanado su descanso eterno y, sin embargo, estaban a punto de utilizar sus cuerpos para obtener el ansiado final. Precisaban de un proceso que no se pudo llevar a cabo durante los días siguientes a su muerte y solo, si ahora se desarrollaba, podrían al fin viajar con su Faraón al reino de Apofis y superar ante Maat, la señora de la justicia, las pruebas de Osiris, y luego pasar al Duat, donde serían felices por el tiempo prescrito para ellos, antes de tornar a sus cuerpos carnales conservados en los sarcófagos y vasos canopes, y resucitar así al mundo donde reina Ra. De nuevo, solo una vez más guiarían a los vivos en el camino de la muerte para que sus ba pudieran viajar por fin a las estrellas, reuniéndose de esta manera con sus ancestros.

En lo más profundo de las tumbas reales, las paredes mismas semejaban latir con fuerza inusitada y percibir el final de su larga espera. La oscuridad más absoluta reinaba dentro, y el silencio imperaba de modo que el descanso del Faraón no fuera turbado por los molestos ruidos de los vivos. Inmensas salas hipóstilas, con paredes recubiertas de oro de Nubia y turquesas traídas por los servidores del Rey de Reyes desde las lejanas tierras en que se extraían de las entrañas del planeta, adornaban regiamente la necrópolis real en la que docenas de hombres y mujeres descansaban.

Alex y Krastiva, junto con Abul y el silencioso Klug, salieron del hotel para dirigirse a un grupo de edificios construidos en tiempos del Sha de Persia; a duras penas sostenían su aspecto cosmopolita y moderno entre las casuchas que ya lo rodeaban. Penetraron en el ascensor y apretaron el botón de la planta veinte. En las oficinas de la empresa en la que trabajaban un par de docenas de personas, que iban y venían en ajetreado y estresante paseo en una y otra dirección, los recibió una mujer de ojos grandes y expresivos, y con un tipo de auténtico infarto. Iba ataviada con el preceptivo sador que tan solo dejaba aquellos enormes ojos libres de su negra prisión. Pocas eran las ocasiones en que unos occidentales entraban en las instalaciones de la Helip Air, empresa destinada a alquilar aparatos de todo tipo, entre ellos helicópteros para los empresarios árabes en su mayoría, que venían de los distintos emiratos y países de mayoría musulmana.

—¿En qué puedo serles de ayuda? —La hermosa secretaria sonrió a Alex mientras Krastiva le lanzaba una mirada agresiva de hembra que marca el territorio de su macho.

—Necesitamos alquilar un helicóptero para dirigirnos a la meseta en la que se halla enclavado el lago Orumiyeh; creo que se llama así.

—Sí, aquí lo llamamos el lago Urmía, que es más fácil —lo guió con suavidad, sin prestarle demasiada atención a las constantes e inquisitivas miradas de la reportera de Danger.

Abul y Klug los siguieron dócilmente, esperando que no hubiera problemas para salir de Teherán, dado que en un país de leyes tan rígidas nunca se sabía.

—¿Necesitan que se quede allí esperándolos? La tarifa es menor; si no es así, desde luego…

—No, no será necesario, con que vuelva pasados unos días será más que suficiente —explicó Craxell—. Vamos a hacer unas perforaciones en busca de metales poco corrientes para una investigación, y…

La iraní, comprensiva, ladeó la cabeza antes de interrumpir al alto y varonil europeo.

—¡Oh! No se preocupen que aquí nadie les pedirá que expliquen a qué van. Eso es solo asunto suyo mientras no sea nada ilegal, por supuesto. —Las empalagosas sonrisas de la secretaria comenzaban a causarle escozor a la rusa, que cada vez más tenía el entrecejo fruncido en un gesto de evidente desagrado.

Sura, que así se llamaba la secretaria en honor a los capítulos del libro sagrado, llevó a Craxell hasta la azotea donde dos helicópteros de factura rusa esperaban ser empleados. Krastiva sintió entonces ese orgullo patrio que le hacía olvidar todo lo demás, y se acercó hasta el primero de ellos para explicar sus virtudes militares, con el decidido deseo de restarle importancia a la atrevida iraní que llevaba del brazo a su marido y le rozaba sin recato alguno con su generoso busto.

—Este aparato, que es un Mil MI-8T, ha estado en todas las guerras libradas por el Ejército Rojo, y por otros treinta más —explicó Krastiva—. ¿Cómo decirlo…? Es un monstruo sagrado para nosotros los rusos… —Acarició el fuselaje del aparato casi con la ternura que emplearía para masajear la espalda de Alex cuando se hallaban a solas en su explosiva intimidad.

—Vaya, veo que le ha tocado la fibra sensible —repuso Sura, sin perder su sonrisa y en su casi perfecto inglés—. Lo comprendo porque es un aparato de prestaciones extraordinarias. Le diré que lo tenemos desde hace cinco años y se encuentra en perfectas condiciones de uso. Y teniendo en cuenta que se alquilan cada dos o tres días, eso supone un elogio para él.

—¿Cuánto hace dice que se lo alquilaron? —El marchante de arte le lanzó la pregunta a la bella oriental de manera inesperada.

—Hace cinco días, y precisamente para el mismo destino que tienen ustedes. Quizás tengan competencia en su trabajo, pues dijeron algo similar cuando firmaron el contrato.

Alex miró a Krastiva y a Klug con el temor reflejado en sus ojos, y esto no le pasó desapercibido a la sensual secretaria.

El piloto llegó con puntualidad británica y pronto estuvieron en el aire. Entonces Sura llamó a la central del servicio de inteligencia y les comunicó que los pasajeros que esperaban que alquilaran un helicóptero habían llegado e iban también con rumbo a la meseta. Por la descripción tan detallada de los cuatro clientes, la iraní no tuvo la menor duda de que se trataba de ellos.

Volar era algo que siempre le agradaba a Krastiva Iganov, que había sido oficial en el Ejército Rojo, cuando este ya no era ni la sombra de lo que fue en otros tiempos, pero que conservaba ese aire de superioridad que da el saberse en posesión de armas capaces de devorar el mundo más de dos veces entre llamas nucleares y tremendas radiaciones.

La reportera abrió una de las ventanas que chirrió al ser bajada por falta de aceite, y dejó que el viento le rozara la cara y le revolviera el pelo, como cuando ella iba de misión con su regimiento y les daba las órdenes oportunas para despegar. ¡Ah! Qué tiempos aquellos en que era obedecida sin rechistar, e incluso se podía sentir la reina del aire. Ahora tenía que ceder ante estúpidos y pusilánimes para no dañar las operaciones en que se veía envuelta y perjudicar a los que con ella iban. Los rotores apenas se oían adentro si las ventanillas estaban bajadas pero, si esto no era sí, el ruido atronaba dentro del aparato a quien no estuviera familiarizado con él.

El cielo, azul y despejado, ayudó a que el helicóptero llegara con más de media hora de adelanto, y tras dejarlos en tierra quedaron en que los recogerían pasados cuatro días. El piloto ya se estaba acostumbrando a aquella petición de todo el que era depositado sobre la meseta.

—Tenemos que acampar en un lugar discreto que no sea de fácil localización y, además, que nos permita movernos con agilidad —ordenó, más que sugirió, Krastiva, sin darse cuenta de su tono autoritario a cuenta de su pasado castrense.

—Vale, vale, señora teniente… —bromeó Alex Craxell con su actitud.

—Perdonadme, es que a veces me sale el militar que llevo adentro, y me invade… —La bellísima eslava hizo un mohín gracioso a modo de disculpa.

Hallaron un lugar entre tres enormes rocas a resguardo del viento que comenzaba a soplar con fuerza, y luego levantaron una tienda de campaña lo suficientemente grande como para caber los cuatro sin demasiadas apreturas. Krastiva, experta en el arte del camuflaje, cubrió con ramas la tienda todo en derredor, dejando tramados sobre ellas arbustos con brotes verdes. Visto desde arriba, solo resultarían ser unos matojos que crecían silvestres en medio de rocas peladas.

—Nos distribuiremos en dos grupos para abarcar mayor cantidad de terreno y así encontrar antes los libros de Amón y Seth. Yo iré con Abul —propuso Alex, que miró a su pareja afectiva—; y tú, con Klug. Necesitamos tener a alguien que sepa qué buscamos en cada uno de los dos grupos, y nos comunicaremos con señales cada hora… ¿Tenéis los espejos?

Todos asintieron sin decir palabra, lanzándose a la afanosa búsqueda tras sincronizar sus relojes y escabullirse entre las rocas y matojos que crecían desmesuradamente. Desde el aire habían visto la magnitud del lago en que deberían buscar, y algo dentro de sí les decía que era allí donde hallarían lo que buscaban; pero tenían que neutralizar a sus rivales si deseaban poder hacerlo con cierto grado de tranquilidad.

—En este lugar descansan los que sobrevivieron a la dura experiencia del exilio y construyeron lo que buscamos en esta meseta que, como vemos, está cortada a ras de suelo por la mano del hombre, con las rudimentarias herramientas de que disponían entonces. Algo flota en el aire —continuó Klug Isengard— como si… no sé… Es algo que atrae. —Se encogió de hombros.

—Más bien creo que ese algo podrían ser las armas de los acólitos del papa de Roma, que de seguro están por aquí cerca… —La rusa cambió el curso de la conversación, ya que también había detectado aquella sensación tan especial que los conducía, sin ellos saberlo, hasta uno de los secretos mejor guardados por los egipcios de la época ptolemaica.

Transcurrieron al menos veinte minutos, y el aire les pareció que se densificaba como niebla que les ocultara a los ojos de alguien a propósito. Los dos se frotaron los brazos simultáneamente, mirándose en un gesto de mutua comprensión. Jirones de una bruma que cada vez resultaba más artificial y espesa los rodeaban, y por eso comenzaban a sentirse aprehensivos con lo que les estaba sucediendo.

—Esto no me parece normal, y yo no soy de las que se asustan por nada; tú lo sabes bien, Klug… —se justificó la mujer, en un intento de romper aquel silencio ominoso y pesado que caía sobre sus testas como losa de granito. Era plenamente consciente de que de no salir de aquella trampa de neblina húmeda y maloliente, no darían con nada de interés para su investigación.

—No, esto no es algo natural; pero al contrario que tú, yo sí creo que nos lleva a alguna parte, a algún sitio en el que ese guía desea que lleguemos y conozcamos… —aventuró el aludido, quien veía más allá de lo que su preocupada acompañante podía divisar entre la niebla.

Caminaron a tientas, palpando el aire como invidentes temporales que son guiados por una invisible presencia que, sin embargo, sabe dónde los conduce. En un momento determinado, la niebla comenzó a disiparse y el azul celeste reinó una vez más en el cielo de la antigua Persia, sobre la montaña que acunaba en su seno al lago Urmía. Ante ellos, un agujero rodeado de musgos y arbustos, además de negro como boca de lobo, se les presentó como una insólita puerta abierta a… ¿adónde? Se preguntó Krastiva, ¿al averno de Apofis? Tras la experiencia sufrida en las arenas de Egipto al hallar la ciudad de Amón, había dejado de dudar de la existencia de mundos más allá de los que en la Tierra se conocen como la realidad.

—¿Tenemos que meternos ahí adentro? Eso está oscuro como la muerte misma —se lamentó Krastiva, que ya se veía bajo tierra una vez más—. ¡Qué manía con edificarlo todo bajo tierra tenían aquellos egipcios en tiempos de Kemohankamón…!

—Sí, claro, pero primero hemos de advertir a los otros de adónde vamos, no sea que piensen que nos han tomado presos o que nos hemos perdido… —indicó el anticuario—. Saca el espejo, y así les diré que vamos a sumergirnos en esa densa negrura que nos parece lleva a algún lugar de interés… —procuró asustar más a la eslava, ya que a veces se reía de su timidez con cierto grado de sarcasmo.

Movió el espejo para captar la luz del sol, tan escasa al ser ocultada por numerosas nubes, y emitió varios destellos previamente prefijados para saber la ubicación e indicar que habían hallado algo que se asemejaba a un indicio. Después desaparecieron en el agujero que se ensanchó apenas entraron en él, dejando ver, al encender sus linternas, unas paredes terrosas con asideros de hierro oxidados y por las que resbalaban hilillos de agua humedeciendo el interior. Los escalones de piedra, toscamente tallados, descendían en una peligrosa pendiente que los obligaba a agarrarse a los asideros con fuerza. Metro tras metro, dejaron de ver la luz del astro rey y se fueron acostumbrando a la penumbra que reinaba en aquel túnel que parecía bajar al interior de la Tierra misma.

Alex y Abul, por su parte, caminaban escondiéndose tras las escasas rocas que veían, pues habían visto a monseñor Balatti con el sargento Delan, que cerca, muy próximos ya, hablaban de sus planes para cuando consiguieran los dos libros de Amón y Seth. A la orilla del lago, entretanto, el resto de los hombres del cardenal cavaban una zanja que ignoraban qué propósito tendría una vez acabada. El ruido de los rotores de un helicóptero los obligó a esconderse y taparse los oídos mientras se lamentaban entre dientes al ver que tendrían, a partir de aquel momento, competidores por los libros, y que poco o nada podrían hacer para apartarlos de la búsqueda, de no ser…

El ruido los había alertado, y miraron preocupados al aparato que se posaba no demasiado lejos de su posición. Era el momento más inconveniente para que llegaran personas ajenas a su expedición, el instante de mayor vulnerabilidad.