La Meseta de Viento Divino
Un satélite militar iraní vigilaba los movimientos que se sucedían en lo alto de la meseta donde se ubicaba el lago Orumiyeh. Los servicios secretos trabajaban en aquel caso con prioridad dos respecto de otros que no aportaban un movimiento de individuos semejante. Así las cosas, el cardenal Balatti era controlado cada cierto tiempo por el satélite a pesar de que, en ocasiones, este fallaba en su detección y se producía un espacio en blanco en la información y seguimiento del alto enviado del Estado Vaticano.
El tiempo transcurría lento y únicamente los implicados en el hallazgo de los libros de Amón deambulaban por la meseta como hormigas hacendosas.
El comisario Mahoud y su fiel perro de presa, Mahad, se afanaban en llamar por teléfono a la Guardia Revolucionaria que se hacía cargo en las inmediaciones de la meseta de la seguridad nacional. Desde el aeropuerto le habían comunicado el regreso del marchante de arte Alex Craxell, su esposa Krastiva, la rusa y dos acompañantes que no conocía de nada. Inmediatamente se puso en contacto con los servicios secretos iraníes, uno de los mejores servicios de inteligencia de Oriente Medio, y solicitó el mando de la operación con el fin de detener sus actividades una vez hallaran las piezas que sin duda buscaban. Él era quien mejor conocía sus andanzas en Irán, dado que estuvo involucrado en dos de los casos en que Craxell sacó subrepticiamente piezas de la época de Artajerjes de Irán, para venderlas luego en el mercado negro a un alto precio. No pudieron atraparlo, se les escurrió como una anguila entre los dedos cuando estaban a punto de conseguir detenerlo. Ocurrió que alguien, en la Embajada de España, le proporcionó un pasaporte diplomático y tuvieron que dejarlo marchar a regañadientes. Ese era el mismo pasaporte que había impedido que lo retuvieran dentro del país cuando regresó para supuestamente investigar la muerte del arqueólogo que encontró piezas de Egipto en la costa persa.
Pero, pensó para sí el comisario iraní, harto de ser burlado por la maldita burocracia, es igual que un muerto tenga pasaporte diplomático que no: no le sirve para nada. Sonrió para sus adentros, y después miró al fiel y rastrero Mahad. Este sería el instrumento de su venganza y de la justicia también cuando lo encontraran en la meseta del lago Urmía. A fin de cuentas, ¿para qué sirve alguien como Mahad, que se arrastra tras él para servirle en todo si no es para ponerle en bandeja a su más escurridizo enemigo? «La patria se lo agradecerá con un pomposo funeral», pensó.
El aire estaba cargado de humo, con lo que apenas se podía respirar en aquel cuartucho de mala muerte que llamaban despacho. El timbre del teléfono no dejaba de sonar y cada encargado de la seguridad de la zona en la que se hallaba el lago Orumiyeh, así como las comisarías de las cercanías, querían su parte en la gloria de aquella operación que se preveía sonaría como una gran victoria ante los capitalistas occidentales.
Mahoud, que no pensaba contar sino con los agentes del servicio secreto a fin de asegurarse el éxito en la empresa que iba a iniciar, salió a la calle y se quedó con los brazos en jarras ante la entrada, mirando afuera arrogantemente.
—Esto no será como tú crees, Alex Craxell —dijo entre dientes—. Esta vez tengo en mi mano todos los ases y te atraparé —fingió cazarlo en el aire con la mano— y, cuando estés en mi poder, te haré pasar por los tormentos del averno, infiel maldito.
Un coche de la policía secreta aparcó justo delante de él y un árabe de rasgos duros vestido a la europea salió de su interior. A Mahoud le desagradó que un alto funcionario del Estado vistiera de esta manera y no con la túnica que debería llevar. Él, que siempre que salía del trabajo se enfundaba en una de sus cuidadas túnicas, veía lo contrario como un signo de la influencia occidental y de la decadente moda que en Europa se llevaba entonces. El alto funcionario lo saludó inclinándose para tocarse el pecho y la frente como es costumbre entre musulmanes, deseando al otro que Alá esté con él, y Mahoud le devolvió el saludo.
—Estoy aquí porque mi superior, el comandante de la Guardia Revolucionaria, Suleimán Ben Fahdoud, me ha ordenado colaborar con usted en este caso que trae de cabeza al departamento de antigüedades de la nación. Me llamo Salim Ben Fahdoud —se presentó con el firme deseo de intimidar al comisario, sin saber que solo los seres que ostentan un grado alto de inteligencia deducen de las palabras que se le dicen lo que debe tener siempre presente.
—Me alegra tenerle entre nosotros, señor —repuso Mahoud—. Es necesario detener las actividades de Alex Craxell y su grupo de ladrones de antigüedades antes de que procedan a salir de nuestra patria de nuevo con ese pasaporte que…
Salim Ben Fahdoud alzó una mano en señal de interrupción.
—En esta ocasión no se respetará el pasaporte diplomático que lleva ese hombre, venga de la embajada que venga. Se le detendrá en el momento en que se le tenga enfrente y punto. Son las órdenes que tengo de arriba… —Arqueó las pobladas cejas—. ¿Lo entiende, comisario?
Mahoud comprendió que la gloria por la detención de aquel buscado marchante de obras de arte se la llevaría el servicio secreto, y de ahí que frunció el gesto sin darse cuenta de que el funcionario lo miraba con atención, leyéndole el sombrío pensamiento.
—No se preocupe, comisario Mahoud. Le aseguro que los méritos por la detención de ese hombre se los llevará usted. El Servicio de Inteligencia de la República solo le hará el trabajo sucio, como siempre hace —prometió Salim.
Sin embargo, desde aquel preciso momento el comisario supo que se llevarían mal, pues los dos ansiaban ganar en ascendente sobre los demás que tenían bajo su mando y subir en el escalafón ante el Consejo de los Ayatolás, y eso únicamente lo haría uno de ellos dijera lo que dijera el hermano pequeño del comandante de la Guardia Revolucionaria.
Entraron los dos a una comisaría que presentaba un aspecto lamentable, y Salim Ben Fahdoud se fijó en las paredes desconchadas y con humedades que afloraban por su desgastada pintura ya vieja. Se prometió que aquel abandono debía dar paso a una renovación estructural y de personal de manera inmediata en cuanto terminara con el caso que les ocupaba. Su hermano le había advertido encarecidamente que no provocase al comisario, que bien sabido era su mal genio y que colaborara con él en todo. Si bien también era cierto que debería conducir el caso para que no sucediera lo que en anteriores ocasiones, dado que Mahoud había resultado incapaz de resolver aquel endiablado caso de robo de piezas antiguas descubiertas en los yacimientos de Persépolis. Un relieve de considerables dimensiones había volado del lugar y aparecido en una subasta londinense de Cristhie's para ser vendido por una cifra escandalosa. A pesar de todos los reclamos del servicio diplomático iraní, el relieve fue vendido a un rico coleccionista y llevado a lugar desconocido, de manera que hubieron de desistir de hallarlo para recuperarlo para el museo iraní. Era algo que jamás podría volver a pasar, y de eso se iba a encargar Salim en persona.
Se sentaron en torno a una destartalada mesa de despacho, que había conocido tiempos mejores, y sobre la que descansaba un ordenador antediluviano. La pantalla reverberaba una luz azulada que le daba un aspecto siniestro al comisario, y Salim se preguntaba si no sería mejor reconvertir a aquella plantilla de desharrapados en algo lo más parecido a una comisaría de corte occidental. Por el recinto deambulaban, más como seres desorientados que como eficientes policías, cinco agentes con sus uniformes desgastados que semejaban tornar de una guerra con el Irak de Saddam Hussein.
—Comisario, le recalco que es del todo prioritario que encontremos a ese traficante de obras de arte con las manos en una pieza, para poder condenarlo y tratar de recuperar, al menos, la mayor parte de lo robado al Estado. De no ser así, corremos el riesgo de resultar burlados como en anteriores ocasiones.
—No se preocupe —replicó el aludido, cuyo rostro se deformó algo con una mueca furtiva—. En esta ocasión tengo el cebo perfecto para ese pez tan escurridizo que tanto desea el Estado pescar. Yo mismo dirigiré la operación de captura y se lo entregaré atadito como una salchicha.
Salim lo miró un tanto perplejo, dudando si creerle o si, por el contrario, la lectura de noveluchas policiacas norteamericanas le estaría dañando el cerebro a su irascible interlocutor. Movió la cabeza de un lado a otro con resignación y accedió a que se hiciera como el comisario tenía previsto, siempre y cuando él mismo pudiera supervisar las distintas fases de la operación. Carecía de los efectivos necesarios para llevar a cabo aquella caza de proporciones demasiado grandes para no necesitar de los hombres del comisario.
—Le recuerdo que un solo fallo en este tema lo llevaría a la degradación, comisario… —Salim ladeó la cabeza antes de continuar con tono grave—: Téngalo en cuenta si desea seguir al cargo de esta comisaría porque, en este departamento, no podemos continuar siendo el hazmerreír de la policía estatal. Por otra parte, la detención de tan importante individuo le daría la oportunidad de rehabilitarse a ojos de los mandos y recuperar algo de su perdido prestigio. Incluso… —pensó en suavizar sus duras palabras con algo de inmerecido encomio— podría tratar de que lo condecoraran con el ascenso que conllevaría tal acto de servicio a la patria… —dejó caer las palabras como sin darle mucha importancia.
—Haré lo que se espera de mí sin pretender ninguna condecoración, ni acto de clase alguna, señor —aseguró el comisario con manifiesta gravedad—. Soy un agente de la policía, y solo he de cumplir con lo que es, sin duda, mi deber como tal. —Se había expresado en un arrebato de dignidad ofendida.
—Bien, está bien; es mejor así, y no esperaba tanto de usted. Lo reconozco, comisario. Desde este preciso instante queda usted al mando de la operación Cóndor negro, que es como se denominará de ahora en adelante a la caza de Alex Craxell y de su acompañante, la rusa.
La marcha de Salim Ben Fahdoud del edificio de la policía le resultó reconfortante al comisario que allí mandaba y su fiel perro de presa, el sargento Mahad, apareció de nuevo como una sombra huidiza que lo siguiera a todas partes únicamente cuando el peligro no fuera demasiado para su adaptable mente de rastrero.
—¿Cree que hará algo para obstaculizar la detención de ese occidental? —le preguntó este subordinado-alfombra, mirándolo con esa falsa admiración que solo los que se arrastran ante sus superiores son capaces de mostrar—. Tenemos que adelantarnos a ellos y conseguir que se le reconozca a usted este mérito, señor. —La bobalicona sonrisa de Mahad asqueó al propio comisario, quien no supo disimular el gesto de repulsión, que por otra parte no acertó a comprender el simple de su ayudante.
Lo cierto era que Mahoud no estaba dispuesto a permitir que se le adelantaran y le quitaran la presa que tanto tiempo había estado persiguiendo y que, ahora por fin, se hallaba tan cerca de su mano; tanto como para poder apretar y sentir en ella su cuerpo preso. Disponía de medios a su alcance, razón por la que Salim le había tenido que dar su visto bueno, a pesar de que no deseaba que fuera él quien dirigiera la operación.
Dos helicópteros Mil MI-8T esperaban al comisario y su ayudante, el inseparable Mahad, y cinco de sus mejores agentes, que aspiraban a ascender en el difícil escalafón de la policía estatal de la República Islámica.
Los rotores de los aparatos rugían como caballos nerviosos y el viento era desplazado con fuerza por sus palas. Bajaron las cabezas y se acercaron a ellos para abordarlos, y así volar con rumbo a la meseta del viento divino. Era así como la llamaban, pues un ayatolá dijo una vez que los dioses de los paganos habían sido confinados a su encierro en ella y de allí no podrían escapar sin el consentimiento de Alá. Esto lo había expresado el ayatolá Jambaní para dar aliento a los más supersticiosos que creían que en ella moraban los dioses de una nación pagana y que, además, castigaban a quienes se atrevían a acercarse a la meseta para robar sus tesoros. Se decía que bajo sus nobles y erosionadas piedras se hallaban los cofres del tesoro de un faraón que huyó de la persecución del césar de la Roma de Oriente, y que las trampas diezmaban a quienes hollaban el territorio de Osiris, como realmente lo llamaban antes de que el referido ayatolá le cambiara el nombre.
Los dos helicópteros volaron a casi doscientos cincuenta kilómetros por hora, forzando al máximo sus posibilidades con el fin último de llegar cuanto antes a la meseta. Bajo ellos, situados a cuatro kilómetros de altitud, la tierra era como una hermosa y diminuta maqueta que iba pasando a sus ojos como si nadie pudiera vivir en su superficie. Mahoud miraba constantemente al suelo con el miedo pintado en su mirada y el corazón latiéndole a mil por hora. No quería que su rastrero ayudante lo viera temblar de terror ante la altura que había adquirido el aparato, a solo quinientos metros de su techo máximo operativo, y que lo hacía sentirse impotente ante los que le rodeaban.
La orografía desértica y llana pronto dio paso a la región montañosa que se volvía gris a cada decena de kilómetros que el helicóptero avanzaba en dirección a la meseta del viento divino. Mahad hacía planes para adquirir parte de lo que creía que hallarían en aquel lugar en el que moró un rey egipcio, y que yacía enterrado entre las rocas grises. Estas le daban aquel color siniestro a los farallones de piedra que se alzaban orgullosos en medio de las montañas que la rodeaban. Su sonrisa bobalicona y simple no evidenciaba nada fuera de lugar para el comisario, que estaba harto de verlo en aquel estado de meditación intranscendente en que caía cada vez que algo lo provocaba, de manera que se sentía transportado a un nirvana en el que parecían morar solo los rastreros y atontados, que sin embargo tan útiles eran para los que, como él, precisaban de fieles en quienes confiar mientras no hubiera otro.
Poco a poco Mahoud se fue tranquilizando, quizás porque pensar en otro asunto lo separaba de su miedo para situarlo en un lugar en el que toda la energía le sería necesaria para desenvolverse en un ambiente hostil, y en el que no se le iba a dar tregua. El piloto, con los controles apretados entre sus largos dedos, dirigía el aparato con firmeza y, erguido en su asiento, tan solo hablaba con un copiloto que a veces miraba hacia atrás para ver el estado del comisario.
La meseta apareció en el horizonte como el titán mítico Atlas que sobrevivió a la guerra con los dioses y fue condenado a llevar sobre sus hombros el orbe del mundo. La meseta cortada por la mano del viento y el agua durante cientos de miles de años, semejaba ser una superficie lisa sin arruga alguna, hasta que ya más cerca se divisaban los farallones elevándose a los costados como murallas naturales, y también los cráteres inundados de agua que azuleaban como espejos celestes reflejando el color del cielo, que pocas veces aparecía como ahora tan intensamente azul. Era una masa acuosa, alargada y estrecha, que ocupaba una pequeña parte de la meseta, a cuyo costado oeste se extendía una llanura verde esmeralda de césped alto que le daba un extraño aspecto.
—Piloto, ¿dónde aterrizará con el helicóptero? —le preguntó el comisario, más que nada por romper a hablar y así obtener información.
—Ignoro dónde podré hacerlo. Tenemos que ver un lugar donde el viento no sople con tanta fuerza como aquí, donde desestabilizaría el aparato y nos derribaría. Es posible que encontremos un espacio lo suficientemente grande como para aterrizar y elevarnos después sin dificultades. En otras ocasiones, lo hemos hecho de esta manera y ha salido bien. Lo veremos ahora… ¿Cómo se encuentra?
—Bien, estoy bien, gracias… Es la falta de costumbre, porque no suelo despegarme del suelo si no es para colgar un cuadro… —Mahoud trató de quitarle hierro al asunto con una trivialidad, y desviar así la conversación.
—¡Mire! —exclamó el piloto, que acto seguido señaló con la diestra—. Allí podremos aterrizar porque parece hecho para nosotros. Es un espacio grande y con los muros de piedra, los cuales nos protegerán del viento a cada lado.
El helicóptero giró dando la cola al viento, y fue bajando lentamente hasta que tocó la hierba y logró asentarse en suelo firme. El comisario sintió que nacía de nuevo dentro de sí, y salió dando tumbos a causa del mareo, seguido del incombustible Mahad, que le tomaba del brazo a sabiendas de que, de no hacerlo, su superior acabaría en el suelo desmayado.
—Los dejamos aquí. Volveremos dentro de una semana a lo sumo. Si necesitan salir antes, comuníquense por radio y vendremos a sacarlos de este lugar helado. Les dejo tiendas de campaña, alimentos y agua suficientes como para el doble de tiempo… —les aseguró el piloto para darles ánimos a aquellos locos que osaban provocar a los dioses del antiguo Egipto.
—Váyase tranquilo, que estaremos bien. Tenemos demasiadas cosas que hacer como para que nos entre el miedo. ¡Ah! Tíreme ese fardo: es lo más importante que trae con nosotros. —El comisario indicó con el índice zurdo bien rígido un envoltorio de tela gris y arena que contenía las armas con las que defenderse de los posibles enemigos que poblaran ya el lugar.