Capítulo 29

Jartum la Grande

El ruido y el bullicio esperado no llegaron, y Jartum, denominada la Grande por ser la mayor de las ciudades de Sudán, resultó tranquila a pesar de la marea de gente de las aldeas que llegaban sin cesar desde los más recónditos lugares. En sus enormes mercados se veían cajas amontonadas llenas de frutas y hortalizas que los aldeanos traían de sus huertas para venderlas o cambiarlas por lo que necesitaban. El perfume del sándalo y de inciensos con los que atraían a sus clientes a sus vistosos tenderetes, todos cubiertos de telas multicolores, llamaron su atención.

Salah se despidió para tomar la carretera que une la frontera egipcia con Jartum. Fue en una línea que se cortaba en medio del desierto, de la nada en sí, donde se bifurcaba para dirigirse a la abigarrada urbe cairota de tráfico caótico. Krastiva lo abrazó y lo besó en contra de lo que es prudente hacer en países de leyes musulmanas estrictas y, al darse cuenta del detalle, se separó de él como si le quemaran la piel con un cigarro. Unos apretones de manos dejaron ver el afecto que le habían tomado sus improvisados compañeros de aventuras al honrado taxista.

El todoterreno llevaba a remolque al segundo en una caravana que avanzaba lenta, como una comitiva de dos enormes hormigas que supieran adonde ir y cómo. El asfalto, que amenazaba con derretir la carretera, dejó que se deslizara sobre él como si dependiera su vida de ello. Krastiva se preguntaba si no hubiera sido mejor contratar a un segundo conductor, pero Salah había insistido en que iría solo hasta la frontera y una vez allí, su primo acudiría a buscar su todoterreno.

Ellos continuaron caminando, casi nadando entre la gente, agarrados de las manos para no perderse en aquella masa de carne sudorosa. Llegaron hasta una caseta en la que unos cristales opacos tenían pegados a ellos unos carteles amarillentos y a medio rasgar. Anunciaban el autobús que llevaba a los nativos al aeropuerto.

Esperaron pacientemente y, cuando un renqueante autobús de chapa desconchada y a medio pintar llegó al fin hasta el embarrado aparcamiento, se llenaron de pavor al contemplar lo lleno de gente que venía, pues algunos asomaban las cabezas por los huecos de las ventanillas, que algún día sirvieron de soporte a cristales. Subieron abriéndose paso como pudieron a codazos, quedándose muy quietos los cuatro uno junto a otro. El atiborrado bus arrancó en medio de una asfixiante nube de humo negro a cuenta de lo mal que el motor quemaba gasoil, quejándose del peso excesivo que transportaba y salió de la ciudad dejando una estela en el barro con sus desgastados neumáticos.

El aeropuerto les pareció algo mejor, pues un edificio de grandes proporciones en comparación con lo visto en Jartum los recibió y en él pudieron caminar sin estorbo humano hasta la puerta de embarque en la que también se compraban los billetes. Sonreían al pensar en que más se asemejaba a la parada de un autobús en Londres que a un aeropuerto en medio del continente africano. En el mostrador, que era tan solo una barra de madera acristalada tras la que un par de hombres, de sucios uniformes ajados y que habían conocido tiempos mejores, les sonrieron mintiendo sus ojos que demostraban una profunda tristeza.

—Aquí tienen, señores, sus tarjetas de embarque. Su vuelo saldrá del hangar número nueve. Embarquen por la puerta doce, gracias —fue la escueta explicación, de cortesía obligada, que le dio el dependiente de la compañía Air Compte.

—Bueno, ya estamos en camino, aunque no se sabe muy bien con qué destino, salvo que será Irán donde se desarrolle lo que tenga que ser —comentó, resignado, Alex Craxell.

El avión a reacción, en contra de lo que esperaban, resultó relativamente cómodo y los asientos parecieron abrazarlos al sentarse en ellos. Salir de Sudán les produjo una mezcla de sensaciones contradictorias; por una parte, pena de dejar allí aquella gruta secreta junto al mar Rojo, y también la ciudad de la Candace, que ya no se recordaría, por cuyas calles no caminaría nadie quizás nunca ya; por otra, una liberación de un peligro que se cernía sobre sus cabezas como una auténtica espada de Damocles.

Teherán tampoco les daría esa tregua que anhelaban, pues en ella los esperaba su comisario de malas pulgas, deseoso de encerrarlos en una cárcel iraní donde saciar su sed de venganza sin razón. Pero allí el pasaporte diplomático que cubriría a la persona de Abul, como ayudante suyo, le ofrecía garantías de no ser acorralado como en Sudán, revuelto y guerrillero, donde la vida no valía nada fuera uno quien fuera.

Un campo de nubes, como sembrado celeste, cubría el suelo por el que se deslizaba el fuselaje del jet. Su níveo aspecto tranquilizaba a Craxell su espíritu inquieto, y le daba momentáneamente esa paz que precisaba para pensar con claridad. El trayecto de un par de horas le sirvió a Klug Isengard, que retornaba a su callado comportamiento, para dormir, mientras que Abul sometía a un tercer grado a Krastiva, quien gustosa le contestaba a todas sus preguntas, satisfecha de poder serle útil a aquel muchacho recién salido de su reducido mundo copto. Necesitaba saber tantas cosas que se atragantaba con la información que la reportera rusa le proporcionaba poco a poco, sabedora como era esta de que las plantas no se deben regar con aguaceros sino siempre con lluvia fina.

Amablemente, un auxiliar de vuelo les preguntó si deseaban carne o pescado en su menú, y es que ya que habían pasado penurias sin cuento, ahora viajaban en clase Bussines, para compensarse a sí mismos del sufrimiento y hambre pasados. Alex vio ante sí un plato de porcelana y cubiertos, y por eso se sintió como en casa. Se ajustó la servilleta en el cuello, y devoró la ración de carne de cordero. A su lado, Krastiva y Abul se metían la carne en la boca como si alguien se la fuera a quitar. Era tanta el hambre pasada que en pocos minutos no quedó nada. Klug, que actuaba despacio, cosa rara en él, cortó y separó las espinas de una dorada para meterse en la boca cada bocado como si la comida fuera sagrada.

Los asientos de cuero desprendían ese olor característico que llena la nariz, y así se dejaron dominar por un sopor que los invadió tras la comida copiosa, acompañada de un buen vino, y que todavía paladeaban con sumo deleite en su mente.

Teherán era una ciudad moderna y cosmopolita en la que los viajeros que llegaban de países económicamente inferiores veían un reflejo de la civilización más capitalista, salvo por los sadores que desconciertan a quienes vienen de Occidente y saben de las libertades de que gozan las mujeres allí. Los edificios, la tecnología y los luminosos que abundan en la mayor concentración urbana iraní animan al cansado europeo que ve la posibilidad de realizar compras imposibles en otros lugares.

Alex, Krastiva, Abul y Klug salieron en un taxi del aeropuerto y tomaron dos habitaciones en el hotel Nuevo Islam, de cuatro estrellas, que les ofrecía las comodidades por tanto tiempo negadas en Sudán. Alex tiró la bolsa sobre la cama y se dejó caer sobre ella después. El blando colchón lo amenazó con llevarle al mundo de Morfeo en pocos segundos. Krastiva, por su parte, exploró el habitáculo higiénico, y comenzó a prepararse un baño caliente con espuma.

Isengard, que compartía habitación con el joven Abul, se abandonó bajo la ducha para quitarse el olor a desierto y arena que se le metía hasta por los dientes. El chico copto abrió un cajón y descubrió un lapicero y papel, en el que escribió sus impresiones y después lo guardó en un bolsillo de su pantalón. Esperó pacientemente a que saliera el orondo vienés, y llenó la bañera de agua caliente con abundante gel para sumergirse en ella durante media hora que le arrugó la piel. Era una experiencia nueva que lo reconfortó, tanto que creyó que, de ahora en adelante, no podría prescindir de aquel instrumento cuasi divino que era la bañera.