La gruta de Anubis
Alex Craxell conducía uno de los dos todoterrenos en los que se acercaban a la costa del mar Rojo. Una delgada línea azulada, que iba ensanchándose, le indicaba que aquella extensión de agua salda estaba tras las últimas colinas de hierba y arena que veía. Despertó a sus compañeros de insólita aventura, que dormitaban apoyados como podían en los asientos traseros. En el otro todoterreno, Salah hacía otro tanto mientras frenaban al borde de un escarpado desde el que se divisaba la masa de agua que era el mar que separa la península de Sinaí del continente africano.
Descendieron de los coches y, desperezándose, contemplaron el paisaje.
—Hemos de encontrar la ubicación de esa gruta, si es que existe… —dijo Alex, todavía escéptico.
—Pongámonos a ello o, de lo contrario, no lo sabremos nunca… —lo apoyó Krastiva, que luego le guiñó un ojo cómplice.
En los alrededores parecía no haber ningún rastro de entrada a gruta alguna, ni de ningún lugar en el que se viera nada que tan siquiera indicara la posibilidad real de que existiera. Se distribuyeron en dos grupos, uno con Klug, Salah y Krastiva, y el segundo con Alex y Abul como componentes del mismo.
Las hierbas, resistentes tanto a bajas como a altas temperaturas, abundaban y crecían entre matojos y arbustos de escaso tamaño. La eslava se descolgó haciendo rappel por la pared del acantilado, sin que obtuviera resultados positivos. Alex, por su parte, se alejó hasta un promontorio del que sobresalían unas rocas peladas que llamaron mucho su atención. Abul y él escarbaron en torno a ellas, y un signo animó a los dos a seguir con la tarea, pues era ni más ni menos que una cabeza del dios Anubis, el dios de los muertos de los egipcios.
—¡Aquí! ¡Aquí…! —les gritó Alex a los otros para que se acercaran.
Una vez que se hallaron juntos de nuevo, todos se pusieron a liberar de arena y tierra los contornos de las rocas, que resultaron ser de mucho mayor tamaño que lo que esperaban en principio. Una grieta entre las dos rocas más grandes fue el primer indicio de que se hallaban en el buen camino. Poco después, una ráfaga de aire les dio en la cara y Alex le pidió a Abul, por ser el más delgado del grupo, que intentara pasar a través de la hendidura.
Metiéndose entre las dos enormes piedras, el chico desapareció en el interior, donde encendió una linterna que le proporcionó la luz suficiente como para ver qué había allí adentro. La visión lo dejó helado. Una gruta de dimensiones colosales con el mar entrando a lo lejos, con un gigantesco arco de piedra por donde penetraba la luz del exterior, los invitaba a entrar en un mundo donde moraron por un tiempo los egipcios huidos de la garra poderosa del césar Justiniano, de la Roma de Oriente.
Buscó algo con lo que hacer palanca y ensanchar el hueco para que este permitiera entrar a sus compañeros, pero no lo encontró.
—Aquí no hay nada con lo que agrandar la grieta, tenéis que hacerlo desde afuera —avisó a sus compañeros.
—Tranquilo, que algo podremos usar. Quédate ahí, y explora lo que puedas —le aconsejó Alex.
Acto seguido, el marchante de arte se acercó a su bolsa y sacó una bebida de cola fría que le quedaba en la nevera portátil que llevaba en el portaequipajes del todoterreno. Después calentó agua en una improvisada hoguera y la echó sobre las piedras para luego derramar esa bebida tan popular. Esperó y un leve sonido le dijo que estaba surtiendo efecto su truco. Un crack anunció que las dos rocas se quebraban, abriendo el acceso a los que esperaban afuera.
Al entrar, retirando los restos de las esquirlas que habían saltado de las rocas, vieron lo que ya conocía Abul. Una exclamación de admiración y sorpresa salió de sus bocas.
Bajaron por la resbaladiza pendiente, cubierta de diminutas piedrecillas que caían y saltaban al ser pisadas, como quejándose de ser despertadas tras tantos siglos de plácida estancia. La orilla era bañada por un oleaje suave que más acariciaba que golpeaba. La superficie aparecía oscura y de un azul casi negro, que en verdad intimidaba.
—Aquí hay algo… —anunció Salah, tomando del suelo un objeto brillante que resultó ser una cabeza del dios Anubis tallada en oro por algún hábil orfebre del tiempo de Kemohankamón.
Klug se la quitó ansioso de las manos y tembló ante ella como un niño.
—Sí, es cierto… Es una cabeza del dios Anubis, el dios de los muertos… y quizás lo único que quedó para… —Se quedó pensativo, sin concluir la frase.
Todos se reunieron en torno al grasiento anticuario para verla. Salah propuso hacer fuego y comer algo, pues estaban sin probar bocado y, desde ya, ni se acordaban. Él llevaba en su mochila algunas galletas y pan árabe.
Craxell rechazó la idea de hacer fuego, pero aceptó de buen grado la sugerencia de comer algo para al menos engañar al estómago hasta una mejor ocasión. Sentados en el suelo de la playa de piedras, miraron en torno suyo y dieron comienzo a disquisiciones sobre el Faraón y sus posibles destinos.
—Creo que lo más probable es que se dirigieran a Persia. Sí… —afirmó, acompañándose con movimientos de cabeza—. Quizás esa sea la razón por la que se hallaron restos de piezas egipcias en la costa del actual Irán.
—Entonces, hemos de hallar la manera de llegar y de conseguir esos dos libros… —casi se lamentó Krastiva, quien se mostró de acuerdo con la proposición de su marido.
Se echaron en unas esterillas para descansar y este soñó una vez más. En esta ocasión vio a una mujer que viajaba en un dorado palanquín sostenido por varios hombres de fornido aspecto. La sacaban de la ciudad para acercarla a un lago enorme que se extendía todo lo que la vista era capaz de abarcar. Iban dejando una huella en el césped exquisitamente cuidado, y tras ella, doce guardias cerraban la comitiva, todos ataviados al estilo de los egipcios ptolemaicos. Unos dedos delicados y blancos apartaron los cortinajes de seda dorada que cerraban el palanquín y un rostro de óvalo perfecto, adornado con un tocado hecho de oro representando la diosa Nejbet, le sonrió indicándole que se acercara con un gesto de su mano.
Como si esto le fuera posible, su presencia se acercó hasta ella, y la escuchó decir:
—Sé que te hallas confuso, y que buscas el poder que descansa en los dos libros. Solo tú podrás encontrarlos y, sin embargo, no los podrás usar jamás… —Su cara se ensombreció—. De hacerlo, se sucederían hechos terribles y cambiarían la faz del orbe… Ven conmigo, que te mostraré dónde está preso del olvido el libro de Seth, el de mayor peligro para las manos que lo abran.
La señora de Egipto pasó la mano sobre las aguas y estas vibraron como si obedecieran su ligero contacto energético. Bajo el agua, un resplandor dorado cegó a Alex, que se tapó instintivamente los ojos. Todo comenzó entonces a volverse borroso y a desaparecer de su vista.
Despertó en medio de un sudor frío, y se frotó para que la sangre circulara de nuevo por sus brazos y piernas. Nunca había sentido tanto frío. Sus compañeros dormían plácidamente, ajenos a lo que su mente le enviaba.
Ahora estaba decidido a resolver la incógnita que le planteaba aquel extraño e inquietante sueño. Estaba seguro de que una dama del antiguo Egipto se comunicaba con él por aquel medio; que le revelaba su secreto y lo guiaba por el camino que debía seguir para hallar el libro de Amón, y quizás también el libro de Seth. Se incorporó de un salto y miró alrededor suyo, con una seguridad que jamás había sentido. Lo hizo con el aplomo que proporciona el saberse respaldado por alguien en quien se puede confiar y su cuerpo pareció crecer dentro de sí, como si se agigantara. Un mapa de aquellos libros se le revelaba en su mente preclara, y por ello era consciente de que todo marcharía según lo previsto… La pregunta clave seguía siendo… ¿por quién?
Ya desvelado por completo y sin saber realmente qué hacer, paseó por la playa de piedrecillas blancas y se metió unas en el bolsillo de su pantalón, como si de un fetiche se tratara. En su mano diestra le recordaron lo melifluo del ser humano, lo rasposo que se es en vida, para desaparecer en el olvido de la historia sin ser ya recordado sino por la obra que se deje en manos de quien desee cuidarla, si es que así es. Era plenamente consciente de que un poder más allá de lo normal se cernía sobre ellos y debía conjurarlo para hallar los dos libros.
Con la suavidad de una brisa suave fue despertando a sus compañeros que dormitaban plácidamente en sus esterillas, como hacen los niños en su siesta diaria. Le parecieron pequeños guijarros como los que se había guardado en el pantalón, y sonrió paternalmente a cada uno de ellos, que lo miró con evidente extrañeza.
Una hora más tarde todos estaban en pie y Alex les explicaba lo que había soñado, esperando que se rieran de él, pero tal reacción no se produjo. Muy por el contrario, se tomaron su mundo onírico muy en serio y le preguntaron qué debían hacer.
—Lo mejor es que marchemos cuanto antes de aquí, ya que el sueño mostraba un lago en una meseta de una montaña que no conozco —indicó Alex, mirando uno a uno a sus compañeros—. Desde luego, una cosa sí que sé, y es que tiene que hallarse en Irán —concluyó convencido.
Salieron a la luz de un sol que bañó sus cuerpos, reconfortándolos bastante. Después cerraron la hendidura de manera que resultara difícil de encontrar, para impedir que alguien penetrara en el santuario de Kemoh y Nebej, una vez que ellos lo abandonaran.
Tras caminar hasta los todoterrenos, los pusieron en marcha. Ronronearon como gatos melosos para alejarse del lugar del que partieran las naves egipcias muchos siglos atrás. Alex sintió que se le desgarraba algo dentro de sí, y miró con nostalgia cómo se empequeñecía el sitio a medida que se distanciaban de él. Trazaron una línea recta y, traqueteando sobre un suelo pedregoso y en el que varias veces estuvieron a punto de embarrancar el auto, a causa de la lluvia, que de manera insospechada caía como un chaparrón sin previo aviso, llegaron horas más tarde a un puerto en el que las mercancías se acumulaban en su muelle en espera de ser transportadas a barcos de bordas oxidadas y aspectos fantasmales.
Un bullicio ruidoso llenaba el aire salitroso y con olor a pescado podrido, atormentándoles los oídos. El gris era el color dominante y chalupas a vela, observadas desde el muelle por sus dueños, llevaban las mercancías a los navíos. Los contenedores metálicos escaseaban allí, y los pocos que se veían eran de un desconchado oxidado que clamaba por un poco de pintura. En un recodo del malecón de piedras amontonadas una mugrienta taberna se tenía en pie milagrosamente, sostenida por roídas columnas de madera y contrachapado que más se asemejaba a una chabola que a un lugar de asueto en el que beber un buen trago en un vaso limpio de impurezas. Penetraron en ella y un olor acre a suciedad, sudor rancio y alcohol de ínfima calidad les llenó las fosas nasales, sin olvidar los orines próximos a la entrada.
Krastiva Iganov, más sensible a los olores, se tapó la nariz, e hizo un considerable esfuerzo por no vomitar lo poco que tenía en el estómago. Alex echó una inquisitiva mirada por el interior, y de esa forma descubrió a dos enormes negros sentados frente a sendas botellas de licor vacías y cantando sus hazañas sin cuento. Una barra extrañamente limpia y brillante protegía a un camarero mulato de pelo ensortijado y aspecto agradable que los observaba fijamente.
Se acercaron y solicitaron cervezas que les fueron servidas en una de las destartaladas mesas redondas que se pegaban a la pared como si fueran apéndices de ella. La rusa se entretuvo en limpiar concienzudamente el exterior de la botella, a pesar de que recién salidas del congelador se veían nítidas.
Una vez más, Alex Craxell llevó la voz cantante.
—Si queremos tomar un avión para llegar cuanto antes a Irán, hemos de parar lo menos posible en este infecto lugar, porque Jartum es el objetivo ahora.
—Sí, por favor, vayámonos cuanto antes de este lugar que me pone los pelos de punta solo con ver la suciedad acumulada —empezó a quejarse su atractiva esposa mientras buscaba con la mirada a Klug, que entre Salah y Abul casi desaparecía. Este último estaba seriamente preocupado pues creía que al marcharse de Sudán lo devolverían a la comunidad copta y así concluiría su periplo de aventuras junto a Alex Craxell. Salah, sin embargo, deseaba recuperar el día a día y sentarse tranquilamente en su taxi para recoger a clientes menos movidos. Ya había tenido su tasa de emociones inesperadas y no deseaba permanecer al lado de aquellos occidentales locos.
Así las cosas, Abul sonsacó a Alex y descubrió que pensaba llevarlo con él a partir de entonces. Una luz se encendió en su rostro casi infantil, y se envaró en el asiento, orgulloso de haber sido elegido para ser ayudante de tan gran aventurero. Salah, preocupado, reveló su intención de regresar a su casa, a El Cairo, y tanto Alex como Krastiva estuvieron de acuerdo en su decisión, aconsejándole que se quedara con ambos todoterrenos para, tras devolver a su primo el suyo, tener uno propio con el que llevar a los turistas por la populosa capital egipcia en excursiones más rentables que el deambular en taxi cada día. Salah afirmó que elegir se le daba mal, así que tomó la decisión de hacer ambas cosas.
Rieron de buena gana y celebraron su éxito en aquella larga carrera que aún habría de darles sustos y satisfacciones. Alzaron las cervezas y las entrechocaron en un gesto de camaradería. Era la última vez que estarían todos juntos y, plenamente conscientes de ello, una tristeza se entremezclaba con la alegría del momento en la despedida.