La reunión secreta
En ausencia del gran Maestre, el cardenal Julián de Arión oficiaba en aquella reunión de la Orden de los Egregios el capítulo extraordinario que congregaba a los miembros de mayor rango. Dos magnates de los medios de comunicación italianos, uno venido de Rusia, poseedor de la mayor parte de los pozos de petróleo descubiertos recientemente, cinco de los políticos de más reconocido prestigio en Europa y dos cardenales de la curia romana se daban cita en el caserón de uno de los miembros de menor rango que, venido a menos económicamente, veía ahora cómo sus arcas se llenaban de nuevo. Con las ganancias obtenidas en la secta había remozado el palacio, casa solariega de la familia, de estilo renacentista. En el gran salón abovedado, recubierto de pinturas recién restauradas que representaban el fin del mundo visto por una mente del siglo XVI, el prelado de Sevilla se levantaba y daba la bienvenida a los que ocupaban el total de los asientos a su alrededor.
—Señores, estamos reunidos en esta ocasión para tomar drásticas decisiones respecto del tema que mayor preocupación levanta entre nosotros, y que no es otro que el de los dos libros, de Amón y Seth respectivamente, que el papa Juan XXIV ha mandado buscar en Irán… —Se aclaró algo la voz—. Debemos adelantarnos si deseamos conservar la ventaja que le llevamos dentro del palacio Vaticano, donde vive apenas recluido en sus habitaciones con un par de sirvientes fieles. De no ser de esta forma, se descubrirá lo que a sus ojos sería una grave traición y se desharía de los hombres de confianza que tenemos cerca de él.
La reunión, en nada semejante a los rituales que se desarrollaban en las ceremonias en las que presidía el gran Maestre, más parecía de negocios que de secta oculta. Allí se dilucidaban los mayores y más rentables negocios que más tarde saldrían a descubierto sin que ningún otro pudiera competir con aquella especie de logia secreta, que cada día crecía como lo hiciera la hidra de siete cabezas de la mitología griega.
Transcurrieron seis largas horas llenas de planes y sugerencias, que quedaron impresas en papel dentro de una carpeta de tapas rojas que fue guardada en la caja fuerte del palacio. Del contenido de ella solo se enteraría el gran Maestre de la Orden de los Egregios, tras pasar a solas un rato de charla con monseñor Arión. Este era conocedor de los secretos de aquellos barones de las finanzas, la religión y la política, que reinaban en la sombra con absoluta impunidad.
Tras dar por concluida la reunión, los coches de los asistentes fueron deslizándose por el asfalto como serpientes astutas que se echan sobre sus presas sin que se aperciban del peligro que se cierne sobre ellas.
El caserón quedó vacío como una cáscara de huevo y Julián de Arión fue el último en desaparecer de escena. Como un fantasma, recorrió el pasillo central del vestíbulo y se escuchó un ruido. Como no debería de quedar nadie en el palacio, dio media vuelta y abrió tres de las numerosas puertas que flanqueaban el corredor sin que oyera nada sospechoso, por lo que se encaminó a la salida sin más.
Debería haber sido más estricto con la seguridad, pues una sombra se deslizaba por entre las columnas como si se pegara virtualmente al suelo mismo. Su calzado flexible no producía ningún ruido y su figura, pequeña y negra, se colaba por una puerta que aparecía cerrada con una vieja cerradura que no opuso resistencia suficiente como para frenar su avance. Tras ella, una estancia de reducidas proporciones mostraba un cuadro que cubría prácticamente todo el paño de la pared frontal. Pero ese óleo de Caravaggio no le interesaba al visitante nocturno. Se encaramó a una escalera que le facilitó el poder descolgarlo y lo dejó a un lado. Tras él, una enorme caja fuerte guardaba el objeto de su interés. Pegó la cabeza a la puerta de acero y calibró con los dedos una y otra vez, hasta que se escuchó un clic adentro. Giró la rueda externa, la puerta cedió y entregó su contenido. Tan solo un montón de papeles era lo que allí se guardaba, con todos los capítulos de la Orden de los Egregios. La mano delicada y maestra del intruso escogió una carpeta de tapas rojas y se la guardó en la bolsa negra que llevaba en bandolera. Cerró la caja, y un click le indicó que de nuevo estaba como la encontrara. Colocó el gran lienzo de quien está considerado como el primer maestro de la pintura barroca y descendió de la silla para, tras asegurarse de que se hallaba solo, salir y perderse entre las sombras propiciadas por la escasa luz que se filtraba desde afuera. Las altas pilastras que sujetaban la bóveda de medio cañón que recorría el crucero central del palacete revelaban sus pinturas de vivos colores al recorrerlas con su linterna el intruso, y este se deslizó sobre el suelo embaldosado de mármol blanco y negro, hasta llegar a la altura de una de las ventanas de la que colgaba una cuerda de nailon negra.
Trepó por la cuerda con la agilidad de un gato, pasó al otro lado y cerró tras de sí cuidadosamente la ventana para no dejar rastro de su huella. La soledad habitual dominó el interior del palacete renacentista, y el intruso se esfumó en medio de la noche. Solo unos faros, al encenderse, dejaron constancia de su huida.
El papa Juan XXIV se había reunido con sus más allegados colaboradores, escasos por cierto, en sus habitaciones privadas. Era conocedor de que una secta secreta, poderosa en todos los campos, influía en el entorno que creía dominar el clero vaticano: algo que no podía permitirse. Esperaba ansioso la llegada de su agente para demostrarles a sus partidarios que existía en verdad aquella secta y que ello lo situaría en una posición peligrosamente delicada de continuar con sus captaciones. Ante él tenía a tres cardenales y cinco políticos que dominaban tres de los países de mayor relevancia en Europa.
—¿Para qué se nos ha mandado llamar con tanta premura? —Inició el turno de preguntas el cardenal Francesco Camilleri, en un tono áspero que no quiso disimular—. Tenemos cosas que hacer para estar perdiendo el tiempo en…
—¿Me está diciendo, monseñor Camilleri, que pierde el tiempo cuando se reúne con nosotros, sus hermanos de fe y de negocios? —lo interrumpió Scarelli, ahora el papa Juan XXIV, incorporándose molesto—. De ser así, quizás desee Su Eminencia abandonar nuestra lucrativa sociedad…
—Oh, no… no… —farfulló el prelado, un tanto azorado—. Yo no quería decir eso a Su Santidad… Verá… Sin duda me he explicado mal.
—Entonces, será mejor que Su Eminencia permanezca en silencio y haga acopio de toda su paciencia, dado que esta reunión se ha convocado para recibir a uno de nuestros agentes —contestó con firmeza el sucesor del apóstol Pedro en la Tierra—. Ese alguien nos aportará las pruebas que necesitamos para actuar contra esa secta que ha surgido de entre nuestros hermanos sin respetar la jerarquía establecida.
El Papa ganaba tiempo, esperando en lo más interno de su ser que su agente llegara a tiempo de portar los datos necesarios y así dar comienzo a la purga dentro del Vaticano. Sus dedos tamborileaban sobre la pulida superficie de la mesa, ante la que se acomodaban los miembros de la sociedad Scarelli. Pasaron todavía unos intensos y largos minutos hasta que unos golpes secos quebraron el silencio, pesado y ominoso, que reinaba en la estancia. Un guardia suizo abrió de par en par las dos hojas blancas ribeteadas en oro y una esbelta mujer, elegantemente vestida con un traje de falda y chaqueta tipo Chanel en blanco y negro, penetró con aire de suficiencia.
Se quedó en pie, ante el extremo opuesto al que ocupaba el Sumo Pontífice y esperó las palabras de este para hablar.
—Sé bienvenida, hija mía, estamos impacientes por conocer qué nos traes. Siéntate con nosotros y expón tus argumentos.
—Santo Padre, eminencias, señores. —Ella comenzó su disertación sin sentarse—, ayer a la noche entré en el palacio en el que se reúnen los miembros de la Secta de los Egregios y les arrebaté la carpeta correspondiente a su último capítulo, desarrollado allí mismo horas antes. Los Egregios se preparan para conseguir arrebatarnos los libros de Amón y Seth, de cuya existencia solo sabe el propio Papa… —añadió, dejando luego ante cada uno de los asistentes una carpeta con una copia de los documentos robados a los Egregios—. Les corresponde a ustedes tomar las medidas que les parezcan pertinentes, y así conjurar el peligro de que ellos intercepten al cardenal Balatti, quien se halla a punto de conseguir su objetivo en Irán —concluyó con severidad la joven de escrutadores ojos grises.