Capítulo 26

El último Ptolomeo

El faraón Kemosis yacía jadeante en el diván de palacio, boqueando para aspirar el escaso aire que sus cansados pulmones le permitían respirar. Se moría sin remedio, y en esos momentos tan críticos lo rodeaban sus más directos familiares, entre ellos dos esposas y tres funcionarios de alto rango, además de Ramaj, el Sumo Sacerdote de Amón. Nefermereth, hija de su padre y de una de sus concubinas, la primera esposa y reina de Egipto, acariciaba la frente del Faraón como haría la gran madre Isis. Istharen, la esposa persa, hija de un noble nombrado recientemente sátrapa de la región oriental de Persia, nunca se había llevado demasiado bien con Nefermereth, que, sin embargo, ahora le mostraba deferencia y respeto al comprender que las dos perderían con su muerte la aventajada posición que ocupaban. Ignorantes de los designios de Ramaj, planeaban hacerse con el poder para preservar así la memoria de Kemohankamón, ahora llamado Kemosis, y conservar sus privilegios.

Ramaj abandonó la cámara en la que el kaa del Faraón pugnaba por salir del cuerpo para reunirse con sus antepasados, y se encaminó hacia la entrada que conducía a la cámara funeraria donde descansaría el cuerpo del difunto rey cuando llegara el momento. Empujó la pesada puerta de piedra y un resplandor dorado lo recibió. Las paredes estaban recubiertas de oro puro, tallado con motivos cotidianos, pues el Faraón nunca fue guerrero que llevara a cabo grandes batallas, sino que conducir al pueblo egipcio fue su única misión en esta tierra en la que su padre Ra le confiara a sus súbditos humanos.

Cuatro pebeteros de hierro recubiertos de oro, uno en cada esquina, brillaban impacientes por ser quienes iluminaran el camino del dios egipcio por el reino de la serpiente Apofis para renacer junto a su padre como hijo del sol, al alba de cada día. Ramaj fue encendiéndolos uno por uno, hasta que el olor fragante de las especias y el incienso llenaron el aire. Las llamas crepitaron alegremente en sus prisiones de hierro dorado, creando sombras en las paredes.

El Sumo Sacerdote se plantó ante las dos hojas todavía sin sellar que daban acceso a la estancia que precedía a la cámara del soberano, y las separó para comprobar que todo estaba en orden. A cada lado se veían puertas doradas, dos a cada lado, que llevaban a trampas mortales y una sola de ellas, a la cámara del Faraón. Se dirigió a la que sabía era la puerta del otro mundo para Kemoh, y la abrió para ser recibido por una escalera larga y recta que se bifurcaba al llegar a la mitad de ella. Torció por la derecha y descendió hasta que dos altos faraones, con el rostro de su monarca, hechos enteramente de ébano y oro, le anunciaron la presencia del rey, en este caso aún solo en forma de sarcófago real. En medio de la ostentosa cámara real, un sarcófago de oro encerraba otros dos, uno también de plata y otro de oro, bajo el cual estaría la máscara del faraón Kemoh y, lo más importante, su momia. Pasó la mano por el tallado relieve del ataúd real, y acarició luego el rostro de oro que representaba a la perfección al rey Ptolomeo, último de su estirpe. Sintió que algo se quebraba dentro de él. Era tanto el tiempo transcurrido junto a su señor… tanto el esfuerzo desplegado, ya que le costó que confiara en él como lo hiciera antes en Nebej, que se sentía desorientado.

Tomó una decisión en firme y se dispuso a llevarla a cabo, sin permitir que nada, ni nadie, lo estorbaran, ni lo convencieran de hacer otra cosa. En las paredes de la cámara mortuoria real, unos diminutos agujeros que servían para respirar cuando los trabajadores de la tumba trabajaban en ella, habían sido disimulados entre los dibujos de los dioses y escenas que llenaban las paredes. Accionó varios mecanismos y un click sonó siniestramente, haciéndolo sonreír de manera que le satisfizo oírlo.

Nefermereth lloraba sentada en el suelo y, sobre su pecho, una desconsolada Istharen gemía como una gata apaleada. Las sirvientes las cubrieron con telas de lino y les trajeron infusiones de hierbas calmantes que las tranquilizaron momentáneamente. Afuera, se congregaban los curiosos y los partidarios de la dinastía ptolomeica que llegaba a su fin con Kemoh, por no haber tenido hijos propios con ninguna de sus dos esposas.

Los funcionarios y los sacerdotes se afanaban en los preparativos del funeral y daban las órdenes pertinentes para que todo estuviera listo cuando Kemohankamón marchara tras de su padre Ra.

Iluminado día y noche, el palacio se veía como una joya a punto de ser robada por el ladrón máximo que es la muerte. Las luces brillaban sin que se permitiera que se apagaran, para así servir de guía a quienes no podían o no se les permitía el acceso al interior del edificio.

El viento al que ya se habían acostumbrado hizo acto de presencia, comenzando a barrer la meseta como un anuncio de mal augurio. La lluvia caía como si fuera su deseo respetar al Faraón moribundo, y por las delgadas y elegantes columnas de la entrada a palacio resbalaba erosionando sus coloristas dibujos. El majestuoso edificio se elevaba en medio del lago que lo rodeaba a modo de foso protector. Los cimientos se hundían diez metros por debajo de las aguas y la escalinata principal conectaba con la orilla del lago, permitiendo así una sola entrada al recinto palaciego. Las casas de los nobles se arracimaban en la orilla, compitiendo por hallarse lo más cerca posible de la casa del Faraón. Así era en vida y así seguiría siendo en la muerte, pues cada uno de ellos ansiaba estar cerca del soberano cuando traspasaran la frontera de los vivos, para enfrentarse a los peligros del reino de las sombras. Los conjuros más poderosos eran los que pronunciaban los sacerdotes de Amón para el rey hijo de Ra y, si ellos viajaban hasta su presencia, cuando les llegara la hora, y eran acogidos en su seno, les resultaría mucho más sencillo superar las pruebas de Osiris.

Las noches se sucedían interminables una tras otra, sin que el Faraón muriera, y el sol salía cada vez con mayor impaciencia, como si deseara la presencia del rey en su mundo. Kemoh boqueaba, aspiraba, jadeaba, pero se resistía a morir. Ramaj, que veía cómo se alargaba la agonía de su señor, esperaba para poner en práctica su decisión sin que se lo hubiera comunicado a ninguna persona, ni tan siquiera de su total confianza.

Los murmullos de la gente que poblaba la ciudad, de reducidas dimensiones alrededor del lago, eran como oraciones a un dios extraño que llegara desde lejos para apropiarse de lo que no era suyo.

Las estrellas se veían como nunca antes, o quizás era que las circunstancias hacían que se las mirara con especial inquietud esperando conocer lo que en ellas estaba escrito. Pero los egipcios creían ver en ellas todo tipo de buenos y malos augurios, que anunciaban desastres y buenas nuevas, por igual.

Sonó un gong de oro reluciente y afinado, y tras él otro… y otro… y todavía otro más. El faraón Kemohankamón acababa de morir, pasando al reino de Osiris en las alas de Horus, quien llevaría su kaa a la morada de los dioses en cuanto se cumplieran los setenta días tradicionales del rito de la momificación tras volver a salir la estrella Sirio por el horizonte. Asimismo, las máscaras de Anubis y Amón estaban listas. El cuerpo o jat debía ser preparado para el gran viaje y el ba, ahora liberado, abandonaba aquel. Los cuatro hijos de Horus estarían presentes en el rito, protegerían de todo daño los órganos vitales del Rey en sus cuerpos a modo de vasos canopes. Los observadores de las estrellas trabajarían ahora sin descanso para decidir el mejor día para efectuar el funeral y dar comienzo a la momificación. Los llantos de aquellos que amaban al Faraón, como eran sus esposas y amigos personales irían en primer lugar en la comitiva que descendería hasta las entrañas de la tierra donde descansarían su ba y su kaa, hasta que regresara de entre los muertos ocupando el jat que poseyó en vida.