Capítulo 25

Carrera contra tiempo

Los servicios secretos iraníes abrieron un capítulo nuevo para seguir al cardenal católico y sus acólitos, a fin de aprehender cualesquiera documentos o piezas de interés histórico que pudieran hallar aquellos en su búsqueda, de momento, absurda y peligrosa para la imagen de la antigua nación persa. Balatti, por su parte, volaba en un helicóptero alquilado a una de las escasas empresas privadas que quedaban en el país, rumbo al noroeste al lago Orumiyeh, donde las aguas saladas no permitieron al Gobierno edificar un balneario para turistas extranjeros que le proporcionara unos ingresos extra que tanto necesitaba. Ahora, con la compra de petróleo por parte de la poderosa Rusia, el dinero ya no suponía problema para el Gobierno de los ayatolás, que veían cómo sus planes se desarrollaban a la perfección.

Piero Balatti pensaba que de saber lo que el lago ocultaba bajo sus saladas aguas, los iraníes hubieran dado la vuelta al asunto con tal de obtener el poder terrible que podría desatarse en el país derribando a quienes se sentían seguros en los asientos del Parlamento de Teherán. El ruido de las aspas del aparato llenaba los pabellones auriculares de los que viajaban en él. Un Mil MI-8T biturbina de fabricación rusa, aún en buen estado de conservación, llevaba en su vientre a los miembros del equipo del cardenal.

Sor Eloísa consultaba sus mapas, sujetando como podía estos, con los dedos como garfios en el papel, por sus extremos. Este revoloteaba, amenazando salir volando de un momento a otro, y apenas lograba ver en sus líneas lo que buscaba para orientarse. El piloto se dio la vuelta sujetándose el caso y le gritó para hacerse oír.

—Estamos llegando, monseñor; ahí abajo… —Le señaló el piloto con la mano diestra una extensión grisácea y rugosa que crecía hacia el cielo, apuntando como un misil su afilada punta—. Dentro de unos minutos descenderé en un claro que hay en un extremo de la superficie de la meseta.

Balatti asintió en silencio con la cabeza y le hizo un gesto de aquiescencia con el corazón acelerado, saboreando de antemano el éxito de su expedición. Miraba hacia abajo para ver la enorme y azulada extensión acuosa que destacaba entre la piedra desnuda como una masa de agua salada quieta, muerta, sin que nada alterara su estado desde que un faraón egipcio se instalara a cubierto de sus muros de escarpados farallones. El ruido aumentó al entrar en contacto con un espacio en el que las ondas sonoras chocaban contra la piedra dura de unas paredes que se alzaban como titanes guardianes de secretos inconfesables. Los rotores continuaron girando vertiginosamente y el príncipe de la Iglesia Católica y los suyos desembarcaron al fin con las cabezas bajas, sujetándose sombreros y abrigos hasta estar fuera del radio de acción de las palas del aparato.

El piloto se despidió con la orden de regresar en diez días para recogerlos con su preciado tesoro, los dos libros de Amón y Seth respectivamente. El helicóptero de transporte medio se perdió en el horizonte, y de ese modo el ruido dio paso a un silencio pesado y ominoso que los impresionó a todos los que, acostumbrados como estaban, no conocían el valor de no escuchar sino a quien reina en la nada, el silencio absoluto.

—Tenemos que montar el campamento y organizarnos cuanto antes para distribuir el trabajo y sacar de su escondite los dos libros —anunció Piero Balatti con autoridad en su voz—. Sor Eloísa, usted tiene a su cargo las comunicaciones vía satélite, así que vea si se pueden establecer desde aquí, y dígamelo. Usted, Delan, y usted, Olaza —los señaló con el mentón—, deben controlar el perímetro del campamento. No me fío de que no aparezcan de pronto competidores iraníes o nuestros estimados —ironizó al decirlo— Klug Isengard, Alex Craxell y la astuta Krastiva Iganov… ¿Entendido? —Clavó los ojos a los que lo escuchaban.

Sor Eloísa, sin pronunciar siquiera un monosílabo, abrió su portátil y se dispuso a obedecer conectando un pequeño aparato en uno de los puertos del ordenador. La señal llegó por unos momentos y se apagó en el acto, sin que el ordenador diera signos de estar ni tan siquiera conectado. Un gesto de desagrado torció el ceño de la monja y luego miró a Balatti con la secreta esperanza de que no hubiera detectado su fallo, pues conocía sus reacciones cuando algo no salía como él deseaba.

—Delan, acompáñeme —dispuso el cardenal—. Hemos de explorar los alrededores de estos muros de piedra a ver qué es lo que encontramos.

Las tiendas de campaña estuvieron preparadas en apenas quince minutos y unas estacas delimitaron el lugar donde se operaría con los ordenadores, de modo que nadie sobrepasara los límites marcados a fin de dejar libre el mayor espacio posible para que funcionaran en lugar tan escondido y de tan difícil acceso para la tecnología moderna. Tras varios intentos de conexión con el satélite que el Vaticano tenía alquilado, sor Eloísa, desesperada, abandonó su sitio y salió de la tienda paseando como una tigresa enjaulada que no halla presa que devorar para alimentar a su camada.

Balatti se desentendió de todo lo que no fuera perderse por los alrededores en busca de pistas que le indicaran dónde podrían hallarse los tan ansiados libros, aunque por supuesto no esperaba que resultara tan fácil de encontrar algo que podría cambiar el mundo tal y como lo conocemos.

Se metió por entre una grieta que separaba en dos un farallón (Urmía) de más de treinta metros de altura, de costado, y un brillo lo animó a continuar hasta salir por el otro extremo de la abertura natural en la roca, dejando tras de sí a un sargento Delan realmente desconcertado.

Unas rocas peladas como a cuchillo relucían ante sus ojos al sol que jugaba a salir y ocultarse entre unas nubes que anunciaban tormenta. La desilusión se pintó en la cara del ambicioso prelado y regresó al campamento para tener, desde su posición, una vista en general del lugar. La actividad era la tónica habitual cuando se montaba el campamento, dado que cada uno deseaba decidir dónde ubicar su centro de operaciones, y de esa forma hallarse más cómodo en aquella ocasión.

La lluvia apareció como un castigo divino, cebándose en el pequeño campamento como si quisiera barrerlo de la meseta. Se refugiaron en las tiendas, y se conectaron con el satélite que los mantenía informados en todo momento del devenir de los acontecimientos. Pero eran comunicaciones intermitentes que desataban los nervios de sor Eloísa, la cual se veía impotente ante la tormenta eléctrica que se desarrollaba sobre sus cabezas. Delan curaba con desgana al capitán Olaza, quien ya había advertido cómo una extraña animadversión nacía en su subordinado, ignorante de sus deseos. Balatti, por su parte, se concentraba en los mapas que traía consigo y esperaba pacientemente, cual ave de presa, para lanzarse sobre su víctima con avidez.

La tormenta duró toda la tarde y parte de la noche, hasta que el cielo mismo semejó vaciarse y el ruido terrible que laceraba sus oídos dejó de sonar. Durmieron unas pocas horas, y casi al alba empezaron a hacer preparativos para iniciar la búsqueda. Piero Balatti eligió a Delan y a Olaza para marchar en avanzadilla exploratoria con él. Se cargaron con sendas mochilas ambos guardias suizos, y con el cardenal delante de ellos, caminaron por entre los riscos donde la grieta permitía acceder a la parte de la meseta.

Una hierba verde daba paso a zonas terrosas en las que la cubierta vegetal había desaparecido, y las piedras se clavaban en ellas como aguijones que quisieran esconderse del mal genio del poco benigno tiempo reinante. El viento regresó a las dos horas de caminata y amenazó con barrerlos de la meseta en la que ahora no encontraban asideros viables que les pudieran permitir aferrarse a ellos sin que el viento huracanado, que solía limpiar la meseta como si fuera un dueño posesivo, los arrancara igual que a la mala hierba.

A lo lejos, divisaron un grupo de rocas peladas que se arracimaban muy juntas en el borde mismo de la meseta, y decidieron acercarse antes de que la fuerza del viento creciera. Una vez pegados a las rocas grises y erosionadas, se quedaron quietos en espera de que el clima les diera su permiso para abandonar su precario refugio y avanzar así de nuevo.

Dos horas más tarde cuando el sol ya estaba en su cénit, retomaron la marcha y caminaron bajo un sol abrasador que contrastaba con el frío y el agua y el viento que los castigara desde que llegaran a la meseta. Desde el aire, el lago semejaba estar en medio de la cortada montaña y muy cerca de los bordes; pero ahora, a la hora de acercarse a pie, se daban cuenta de que tan solo era una ilusión óptica que no resultaba real.

La masa de agua del lago Orumiyeh se extendía como una suave tela de seda entre los riscos que la arropaban como a un tesoro. Los farallones de piedra gris se alzaban a más de un kilómetro de distancia de cada borde, y entre sus pliegues crecían, desafiantes, hierbas y arbustos que resistían los furiosos embates del tiempo. Como gigantes de otra época, todavía intimidaban a quienes raramente se llegaban hasta sus laderas.

Balatti, Delan y Olaza vieron el azulado espejo que era el lago y se quedaron admirándolo unos minutos antes de proceder a desempaquetar todos los objetos que transportaban en sus pesadas mochilas. Delan curó la pierna de Olaza y lo dejó a la orilla, para acercarse al cardenal en espera de ser él quien fuera su mano derecha en esta ocasión. El capitán de la Guardia Suiza comprendió cuál era el juego de su subordinado y por eso se levantó, cojeando aún por el dolor de la cura sufrida. En ese preciso instante Piero Balatti le explicaba al sargento su plan de acción.

En el campamento base, sor Eloísa conectaba por fin con el satélite que el Vaticano tenía alquilado y le daba todo tipo de explicaciones a Su Santidad Juan XXIV, y ello en contra de las estrictas instrucciones del cardenal Balatti. La monja que tenía sus propias órdenes al respecto, ya que prefería saberse cerca del temible excardenal Scarelli, ahora convertido en Papa, pues conocía demasiado bien sus métodos de eliminación de enemigos. Los guardias suizos, ajenos a todo lo que no fuera cuidar de la guarda del campamento y los pertrechos, dejaban en manos de los cardenales y sus colaboradores más directos todo lo referente a conspiraciones que en nada los afectaba.