El poder de Ramaj
El Sumo Sacerdote observaba el modo en que la expresión de Kemohankamón cambiaba, pues en ella se dibujaba una sonrisa bobalicona que decía cómo se hallaba de confuso y atolondrado el Faraón, que visionaba cosas negadas a los mortales por medio de las drogas que le administraba Ramaj. Se movía torpemente por toda la cámara y a punto estuvo de caer y de derribar al propio Sumo Sacerdote que esperaba paciente a que se disipara el efecto de la pócima que ardía como fuego en las entrañas de su señor.
Kemohankamón veía su futuro en el aire mismo, en unas líneas que se desmarcaban de toda posibilidad real de que estuvieran en el plano en que él vivía. Poco a poco, el potente efecto de las drogas fue dando paso a la lucidez acompañada de un fuerte dolor de cabeza que resultaba ser precio ineludible por la información recibida.
Tras echarse las manos a la cabeza, torció el gesto aturdido. Se sentó sobre un cofre dorado que tenía en sus costados representaciones de los dioses de Egipto y de él mismo, preparado para contener sus pertenencias algún día, cuando tuviera que realizar el viaje por el submundo de Apofis.
—¿Qué me ha pasado, Ramaj? —inquirió, aturdido, para sincerarse después—: Me siento como si me hubiera arrollado un carro de guerra… ¡Uf…! —exclamó, arrugando mucho la frente—. ¡Qué dolor tan grande!
—Son los residuos que deja la droga, mi señor. Sucede que causa dolor de cabeza hasta que lo elimina el torrente sanguíneo. Aguanta y verás cómo deja de dolerte… —El Sumo Sacerdote sonrío débilmente—. Es el precio de la sabiduría y de conocer los secretos de los dioses.
Los minutos pasaron lentos y Kemoh sintió que al fin se le aliviaba el intenso dolor que en un principio lo laceraba. Se colocó mejor la corona nemes que llevaba puesta, como recuperando la dignidad real, y se puso en pie, altivo y seguro de sí mismo.
—Salgamos de aquí —ordenó con voz hueca—. Has de decirme qué significan mis sueños, lo que he soñado por el efecto de tus artes mágicas.
Los dos hombres abandonaron la tumba real creada para un dios egipcio que se convertiría, a su muerte, en un viajero en el mundo en que reinaba Osiris en contraposición a Apofis. Los cofres de oro, llenos de piedras preciosas y coronas y objetos religiosos, esperarían para servir a las necesidades del Faraón en el mundo de los muertos, acumulando en sí todos los tesoros que en vida adquiría él. En la superficie, y mientras el sol brillaba tímido, las nubes, que regularmente visitaban a los recién instalados egipcios en el noroeste de Persia, amenazaban con descargar una generosa cantidad de agua que daría vida a los cereales y hortalizas a que tan aficionados eran.
La luz solar, como agradecida de calentar de nuevo la sangre de las venas reales del faraón Kemoh, le resultó cálida a este y lo reconfortó cuando miró al cielo para sentirla.
El Sumo Sacerdote era en aquel momento el hombre más poderoso de Egipto, de aquel Egipto que sobrevivía en las más duras condiciones para que las páginas de la historia no se lo tragaran para siempre y erradicaran de la faz de la tierra su nombre. Los que con él llegaron, rastrillaban las tierras y vendían y compraban ya plenamente integrados en el nuevo sistema que para ellos había creado el Rey de Reyes, señor de la todopoderosa Persia, capaz de derrotar a la mismísima Roma de Oriente.
Ramaj abandonó la grata compañía de su monarca para tratar de temas esotéricos y religiosos con sus acólitos, que eran enseñados en las artes de los poderes de los sacerdotes egipcios, milenarios y místicos. En el templo, las antorchas crepitaban como seres vivos y los sacerdotes menores recorrían los pasillos flanqueados por gruesas columnas bellamente pintadas con escenas de dioses olvidados y de Isis, que extendía sus alas dando nueva vida a quien se colocaba bajo su amparo. Los pebeteros ardían consumiendo grandes cantidades de incienso y especias secretas que costaban tan caras como el oro de Ofir, las minas del rey Salomón, o el lapislázuli de Afganistán.
Caravanas enteras serpenteaban por rutas de alto peligro para desembocar en el Egipto de los faraones y cambiar sus ricas mercancías por piedra y artículos de manufactura que eran sumamente apreciados en las lejanas tierras de los nómadas. Ahora era el señor de Persia quien enviaba regularmente caravanas de preciosos objetos para que el Faraón, considerado un dios incluso por él, intercediera por sus campañas militares y así ganar favor a los ojos de los dioses que desconocía en su limitada sabiduría. No escaseaban el incienso, la mirra, el olíbano, ni las piedras semipreciosas que se incrustaban en figuras exquisitas de los sarcófagos reales a fin de que los ritos sagrados de los sacerdotes prosiguieran sin estorbo.
En los pináculos de las pirámides que se erguían en los campos, que nada tenían que ver con los arenales del Egipto de ayer, brillaban nuevos dorados por el metal en que estaban acabados, oro puro. Tres eran las que se levantaban como principales y diez de menor tamaño para los sacerdotes de Ramaj. Trece más se arremolinaban como un racimo de uvas blancas, alrededor de la del faraón Kemoh y en un cuadrado perfecto, enfilando sus respiraderos a la estrella Sirio, donde sus ancestros esperaban las almas de los suyos tras pasar por el reino del submundo donde Apofis mataba el alma de quienes no llegaban puros hasta él. Allí, Maat observaba el miedo de quien temía por su vida eterna y cuando libraban de aquel lugar su eternidad, veían la luz de las pirámides con su kaa volando en torno a su casa funeraria.
Era una explanada ancha y larga que se llevaba la mayor parte de los recursos de los egipcios, que en sí le daban más importancia a la muerte que a la vida. «Vendrá, en tiempos posteriores, gente que no conocerá a los dioses y expoliará sus secretos sin temor al castigo que de ello se derivara… hombres poderosos que no serán detenidos por el ya difunto Rey de Reyes, que yacerá con sus antepasados en tumba real. Más uno de ellos será elegido para proteger el lugar de descanso de los huesos del señor de Egipto, Kemohankamón, faraón último de una estirpe que reinó en el mundo sin estorbo durante miles de años. Él será quien distinga lo sagrado de lo profano, y él, y solo él, ha de ver en su mente la realidad de un lugar que descansará hasta que llegue con su poder destructor para aquellos que osen desentrañar lo más sagrado de lo que guardan los sacerdotes de Amón.
»La profecía se hará efectiva cuando uno que no debe pose su pie en tierra sagrada y ya no pueda escapar de la maldición que caerá sobre su cabeza sin remedio, sufriendo el justo castigo de los profanos».
Así rezaba en los muros de la gran pirámide de Kemosis, a la que se le ha cambiado el nombre a fin de preservarlo de la avaricia de los ladrones de tumbas, que aún los hay. No se sabrá de su nombre sagrado si no se conocen los otros nombres y no se retendrá de este mundo sin su kaa mismo, a fin de mantener oculto el lugar en que se ubica la ciudad del faraón.
En los jeroglíficos que se dibujaron en torno a los muros de cada una de ellas se narraban los hechos de mayor relevancia acaecidos durante el reinado de Kemosis, el faraón que llevó a través del mar y las montañas al pueblo egipcio, sin descanso, hasta darle una tierra que les permitió desarrollar sus artes y sus ciencias, de modo que no tuvieron estorbo durante cinco décadas más. El Faraón envejeció entre los sacerdotes de Amón y de Isis, que llegaron a ser más de doscientos, en medio de un pueblo que nunca olvidó a la Candace Amanikende, señora de la sabiduría y del Imperio Meroíta.