Capítulo 23

La orden de los Egregios

Nunca hasta ahora se había dignado Juan XXIV a abrir aquellas puertas que lo conducirían a un mundo nuevo, el cual transformaría a pesar de no desearlo. En él, los libros incunables, las vitelas de apariencia terrible y los pergaminos que escribieron santos desconocidos que no interesaba se supiera de su existencia, lo recibieron con el olor a cadáver que se descompone irremediablemente sin que nadie leyera su contenido antes de morir.

El Santo Padre se dirigió a una esquina donde descubrió una portada negra que tenía una cruz roja como símbolo del peligro que guardaba. La abrió con cuidado tras ponerse unos guantes de látex, y en ella vio escritas las letras más sorprendentes que jamás leyera. ¿Pues no dice que una Orden secreta busca desde antiguo acabar con la secta que se separa de la Iglesia verdadera? Él, tras pensar que esta iglesia es la católica, sufrió un espasmo al leer que quienes se separaron de los cristianos que morían en el Circo Máximo eran considerados apóstatas y crecieron como la mala hierba… No pudo leer más, ya que su alma se contrajo en un rictus de amargura al comprender…

Cerró de golpe aquella herejía, al considerarla así, y después la abrió de nuevo, pues deseaba llegar hasta el final.

La Orden buscaba terminar con quienes se separaron de los auténticos cristianos y a su vez, fueron expulsados de la cátedra de Joshua (Jesús), que es el Cristo y es porque hacían uso de la violencia que no se debe emplear. La Orden de los Egregios llegó a ser una religión en sí misma, mezclándose con creencias paganas, y sus acólitos realizaban el Hieros gamos cada primavera.

El corazón de Juan XXIV se agitaba y aceleraba como algo que fuera independiente, y cerró de nuevo la portada negra. Comprendió que aún no se encontraba preparado para continuar leyendo.

«No me importa eso de quién tiene la razón en cuestiones religiosas; es lo de menos… Ahora solo interesa saber cómo alcanzar el poder absoluto y ser el Papa más poderoso de la historia. Es posible que…», pensó concentrado, cavilando en la forma de acercarse a los seguidores de la Orden sin despertar sospechas y así aniquilarlos.

Paseó por el interior atestado de documentos que jamás verían la luz y de autores que el mundo desconocía por haber sido defenestrados por el poder reinante. El olor le resultaba nauseabundo, y por eso salió del lugar para regresar de nuevo y sentarse a la mesa en que se apilaban los pergaminos más viejos, que manoseaba y abría sin mucho cuidado, hasta dar con uno en particular. En él se relataba la fundación de la Orden de los Egregios en el año 125 de la Era Cristiana, y se podían leer las estipulaciones que se hicieron en el acta de fundación para que quedaran escritas para siglos posteriores, y así hacer constar el objetivo principal de aquella secta. Allí se detallaba que trece ancianos de doce congregaciones se separaron en el año 102 d.C. para crear una religión paralela en la que se adoraría, en contra de lo que prescribían los Santos Padres, apóstoles de la Iglesia cristiana, a los que se consideraran santos y se harían en contra del segundo mandamiento imágenes que serían mostradas a los fieles. Poco después, y ante la terca oposición de los más cultos y refinados, se formó un cisma y salió de ellos la Orden de los Egregios. Estos perseguirán con saña a los recién separados ancianos hasta que ellos mismos casi desaparecieron de la historia.

El papa Juan XXIV vio la realidad abrirse ante sus ojos que no deseaban sino saber de los dos libros que con anhelo buscaba. Pero ahora comprendió la muerte del padre Lozinsky, descubriendo que corría un gran peligro su vida misma. Salió cerrando con rabia la puerta de la estancia más secreta del Vaticano, y abandonó el lugar con premura a sabiendas de que le quedaban pocas oportunidades de salir ileso de aquella locura en que se había convertido su vida, al insistir en hallar los dos libros.

Tendría que nombrar a un secretario nuevo que fuera de su entera confianza, y eso no le resultaría nada fácil pues se podría infiltrar un miembro de la Orden de los Egregios. Pensó en nombres y más nombres hasta dar con uno que le había pasado desapercibido hasta ahora. El padre Patrick Lynch, a quien envió a Irlanda para alejarlo de la intrigante curia romana. Le serviría fielmente si le diera la oportunidad… Mandó llamarlo a uno de los secretarios, el cardenal Mantieri, y este, que ignoraba la razón de su interés, contactó con el eclesiástico que ejercía su ministerio en Irlanda y que no suponía a primera vista un peligro inminente. Acto seguido, Mantieri llamó a su coordinador de la Orden y le puso al día de lo que el Papa maquinaba sin saber de qué se trataba. El Maestre de la Orden de los Egregios le dio instrucciones al respecto, y una sonrisa de satisfacción se dibujó en la faz del cardenal Mantieri.

Julián de Arión se reunió con los miembros de la Orden de los Egregios en el palacio ducal en que tuvieron lugar las celebraciones del Hieros gamos. Ataviados con las capas negras y las máscaras que los ocultaban de los que eran sus nuevos compañeros, procedieron a ordenar a los que ya habían pasado las pruebas que se prescribían en los estatutos de la secta, procurando que los que se unieran demostraran antes sus dotes y sus habilidades, además de su ciega lealtad a la organización por encima de cualquier otra cosa. El cardenal de Sevilla, uno de los últimos en pertenecer a ella, se sentó junto a uno de los novicios que temblaba bajo su túnica blanca y negra. Él lo tranquilizó apretándole el brazo con su mano y, sin inmutarse, se levantó después para proceder al clásico ritual de iniciación.

El gran Maestre de la Orden de los Egregios alzó los brazos hacia el cielo y así desplegó teatralmente, a modo de alas, su túnica negra con el símbolo rojo que recordaba a un árbol. Su voz, que retumbaba entre las gruesas paredes del recinto de una vieja pero sólida piedra, llegó a los oídos de los presentes con la habitual grandilocuencia y poder.

—Hijos de la luz, vosotros que creéis que el Señor nos dejó la norma a seguir, sin que se permita a cristiano alguno apartarse de ella… levantaos y pronunciad conmigo las palabras que os convertirán en testigos fieles del paso de los tiempos… de la permanencia de la norma en la Tierra.

Dos acólitos encendieron velones, todo en derredor de la estancia, y una penumbra hizo que la luz jugara con las sombras en un baile de máscaras en que los cinco iniciados, puestos en pie, escuchaban y observaban bajo la máscara lo que allí acaecía. Julián de Arión, situado tras el muchacho que se había puesto en pie, descubrió cómo las piernas le temblaban, no sabía si de emoción o de miedo a lo desconocido. Los allí presentes, con máscaras de color escarlata y capuchas echadas a la cabeza, componían una imagen de tenebroso pasado, digno de una ópera de Wagner.

El oficiante prosiguió con su letanía, recitando versículos del libro del Pentateuco hebreo, con palabras de gran poder que eran escuchadas por los asistentes. Los cinco varones iniciados fueron invitados con un gesto evidente a acercarse al gran Maestre, quien los descubrió ante sus compañeros, echando hacia atrás las enormes capuchas negras y blancas que escondían sus rostros hasta el momento. Acto seguido, mojó sus cabezas con un líquido rojo que olía a vino dulzón y les colocó las máscaras escarlata que habrían de llevar sobre sus caras en las siguientes reuniones.

—Hijos de Dios, de ahora en adelante os debéis a Él en cuerpo y alma, de manera que la Orden de los Egregios mantendrá la pureza de la doctrina inicial que se nos entregó por medio de los elegidos del Señor, para que se la devolviéramos con fruto abundante. Pronunciad conmigo los votos que serán públicos ante vuestros ya hermanos: «Yo desecho de mí la tentación que mata el alma, y hago voto de ser humilde en el actuar según la norma de la Orden sagrada». Los cinco varones repitieron en letanía, con voces emocionadas, las palabras finales que daban por terminada la iniciación a la que sucedía el ritual de la cena. Se fueron situando en dos filas y se sentaron, según el orden previamente prescrito por el gran Maestre, a una mesa en la que se reclinaron como era costumbre en tiempos de la antigua Roma. En ella, sobre un mantel negro y blanco, unas copas de vino tinto y distintos tipos de cereales rodeaban un cordero asado con hierbas amargas.

El gran Maestre oró y, cuando hubo concluido, se sentó en la cabecera y dio comienzo el banquete en pro de los cinco nuevos miembros de la Orden de los Egregios.

La oscuridad de la noche les prestaba unas breves horas y sus mantos negros los escondían de miradas indiscretas. La noche iba avanzando conforme ellos terminaban su celebración, y se iban marchando de uno en uno, para no alarmar a los carabinieri que hacían su ronda cerca del palacio ducal. Los coches fueron deslizándose como serpientes viscosas, con sus tripas llenas de miembros de la secta en diferentes direcciones que los llevó lejos de Roma a unos y a las afueras a otros. Las casas residenciales de los extrarradios recibieron a sus señores con las luces apagadas y sus mayordomos en las puertas. La soledad del palacio ducal hizo que se olvidara la reunión de la noche anterior al alba, que ya acariciaba a Roma con sus rayos solares. Las arañas de los salones de lujosos y refinados artesonados los iluminaron, dejando al descubierto, una vez más, sus delicadas figuras y sus adornos recargados y barrocos.