El sacerdocio de la Madre Tierra
Los concurrentes a la reunión en el palacio de la Duquesa se fueron retirando discretamente a medida que los participantes iban cumpliendo con sus atribuciones en el Hieros gamos que se había desarrollado ante los escépticos ojos del padre Lozinsky. Monseñor Julián de Arión, ataviado todavía con la capa blanca que le confería su grado en la organización secreta a la que pertenecía desde hacía mucho tiempo subió los escalones que le llevaban a la planta superior donde le esperaba la Duquesa. Ella, aunque no solía integrarse en la ceremonia, veía con buenos ojos que se realizara en su casa y era la encargada de contactar con los que se entregaban a los ritos paganos de la Madre Tierra ya viejos, cuando el mundo aún no conocía las religiones que hoy dominan el mundo occidental. Los más acaudalados señores de la política y las finanzas acudían a la llamada de la diosa Tierra cada primavera, abandonando sus negocios en manos de sus hombres de confianza.
Las luces del alba disipaban los misterios que la noche traía consigo, y los coches con cristales tintados desaparecían tragados por el tráfico de la caótica Roma. El padre Lozinsky, metido ya en el coche oficial que utilizaba en contadas ocasiones para salir de su hábitat natural que era la Ciudad del Vaticano, abandonó el lugar tras comprobar que no quedaba nadie en el palacio ducal. Su cerebro, poco acostumbrado a cosas similares, hervía en pensamientos que lo turbaban sin cesar.
Al pasar por uno de los edificios que flanqueaban la Via Mosqueto, un automóvil se situó justo al lado del suyo y el cristal del copiloto bajó sin hacer ruido alguno. Un tubo negro apareció asomando por entre el espacio que el vidrio dejaba y dos taponazos sonaron como si se descorcharan sendas botellas de champagne. Así las cosas, el vehículo del eclesiástico polaco hizo un viraje peligroso y se incrustó contra una pared del edificio que cerraba la calle. El padre Lozinsky, sin embargo, no pudo apercibirse de tal hecho pues hacía diez segundos que acababa de despedirse de la vida con una bala bien alojada en la sien izquierda. Su conductor, al igual que el sacerdote, viajaba ya en busca de ese Cielo en el que creen los que, como él, confían en el clero vaticano, con otra bala en su sien, en el mismo lado. El choque produjo una pequeña explosión y el radiador comenzó a humear, aumentando el caos circulatorio.
Había sido descubierto y controlado en cuanto hubo mirado por la ventana que daba al parque por la que observó el Hieros gamos, creyendo ingenuamente que nadie lo había detectado. La orden de eliminarlo fue fulminante y, a partir de ese momento, tuvo ya los minutos contados.
El Papa recibió la noticia con consternación dado que era su máximo hombre de confianza y, además, lo perdía en el peor de los momentos. Con el cardenal Balatti en Irán y monseñor de Arión, al que creía fiel a su persona, en medio de una evidente conspiración, las cosas no pintaban nada bien para Su Santidad. Mandó llamar a un sacerdote en quien podía depositar su confianza sin dudarlo, pero se hallaba en Irlanda y debería venir sin más dilación para ocupar el cargo del malogrado padre Lozinsky.
A partir de ese momento las carreras por los corredores del Vaticano se sucedieron como una marca ineludible de la crisis por la que pasaba la curia romana.
Lejos de allí, se reunían trece hombres que dilucidaban cómo rodear al Papa de personas afines a sus intereses y no permitirle tomar iniciativa alguna sin que contara previamente con uno de ellos. Eran tres cardenales, entre ellos el de Sevilla, y diez de los más acaudalados financieros conectados con organizaciones mafiosas que les prestaban apoyo.
—Señores, es del todo imprescindible que tomemos en serio la amenaza que nos viene del Papa —dijo con voz grave uno de hombres de negocios allí reunidos—. Por lo que sabemos, está buscando unos documentos que le podrían proporcionar el poder absoluto sobre los que ahora le niegan su apoyo en temas de finanzas. Ignoramos de qué se trata, pero hemos de darnos prisa, pues mis informadores me dicen que está a punto de alcanzar su propósito.
—Por lo que yo sé, no creo que nos pueda perjudicar en nada… Son solo dos libros los que anda buscando el Papa —replicó Julián de Arión despectivamente.
—Por esos libros ha puesto en marcha todos los mecanismos que no se usaban desde la muerte del papa Juan Pablo I. Algo se trae entre manos y quiero saber cuanto antes qué es. Por menos se han perdido reinos en el pasado —aseguró don Pietro di Monte, que llevaba la voz cantante.
La mente de monseñor Arión calibraba el riesgo que corrían de ser descubiertos por Su Santidad Juan XXIV, al que sabía capaz de barrerlos de la faz de la Tierra sin pestañear; valoraba demasiado aquellos dos libros como para que se pusiera en peligro toda la operación. Tenía la plena convicción de que era el cardenal Balatti quien, al final, se alzaría con los dos libros en su poder, a favor o en contra del Santo Padre; pero hasta entonces no cabía sino la posibilidad de interceptar y conseguir esos libros a fin de neutralizar el creciente y desmesurado poder del Papa. Por otro lado, sabía que Pietro di Monte era el intermediario de la mafia con el Vaticano, y que no permitiría que se interpusiera entre ellos y la curia romana ningún otro que no estuviera controlado por él. La cuestión era si Arión podría sacar algo que mereciera la pena de todo aquello, o tan solo integrarse, sin desearlo, en una organización mafiosa que lo tendría atado a ella el resto de su vida.
—¿En qué piensas? —inquirió Di Monte en tono apremiante, para luego añadir—: Vuelve a la Tierra que tenemos un serio problema con el Papa y su gente. Te necesitamos cerca de ese hombre para estar al día en todo cuanto se refiere a esos dos libros… —Se pasó la lengua por el paladar inferior—. Quiero saberlo todo al respecto… ¿Queda claro? Y sabes que no admitiré un solo fallo. De ser así… —Hizo un gesto evidente con su mano pasándola por el cuello— te aseguro que no tendrías otra oportunidad…
Fue entonces cuando el prelado español supo que les sería harto difícil escapar de las garras de aquellos que gobernaban ciudades enteras, y que ahora pretendían introducirse en el palacio Vaticano. Iba a precisar de un poder capaz de neutralizarlos sin ambages, que intimidara a aquellos hombres curtidos en mil fechorías y que, además, estaban acostumbrados a que nada escapara a su control.
—Sí, sí está claro, pero te aseguro que no será nada fácil… —avisó con voz queda—. El Papa tiene a hombres de su entera confianza a su alrededor y no querrá apartarlos de su lado, a menos que…
—A menos qué… ¿qué…? Dilo de una vez, hombre —le exigió Pietro di Monte—. Sabes de sobra que no me gustan los acertijos.
—A menos que llegue a creer que se le está traicionando… y eso es precisamente lo que lo pondría en nuestras manos.
El capo que mandaba aquel siniestro grupo sonrió complacido.
—Ya empiezas a pensar como uno de nosotros, Julián. Así me gusta… —Sonrió con malicia—. ¿Sabes? Esa es una gran idea, así que debes ponerla en práctica cuanto antes.
Julián de Arión se lo tomó como una ofensa a su supuesta integridad, pero optó por dar la callada por respuesta a sabiendas de que su vida correría serio peligro de decir lo que en aquellos momentos pensaba. En realidad, dentro de su cerebro se fraguaba una traición a sus socios actuales, pero debía tenerlos contentos y no quería que sospecharan de su persona, sino que era fiel a la organización en la que se veía inmerso.
La conversación apenas duró cinco minutos más, y únicamente dos de ellos habían abierto la boca para decir algo; el resto se informó por ellos de cómo iban las cosas. Eran los más prominentes e influyentes banqueros y financieros que controlaban la banca italiana, y todos fueron saliendo en los coches que los esperaban afuera, para tomar distintas direcciones a fin de despistar a posibles policías que los tuvieran vigilados. Roma, acostumbrada a lo largo de su historia a sobrellevar las intrigas de césares tiranos, reyes y dictadores, acogía a aquellos barones de la nación como algo natural que formaba parte de su cuerpo torturado por la historia.
A la mañana siguiente, en los periódicos no apareció sino una pequeña esquela que anunciaba la defunción del padre Lozinsky. Era todo cuanto se podía saber de aquel suceso que podría, de otra forma, conmocionar a la opinión pública y situarla en contra de la curia romana, que ya pasaba de por sí una de sus peores etapas en cuanto a popularidad se refiere. Su Santidad Juan XXIV se veía sin apoyos en su despacho del Vaticano, y sus nervios afloraban a menudo, gritando sin razón aparente a todo aquel que se le acercaba. Necesitaba perentoriamente los dos libros, de ahí que tomara una decisión que cambiaría el curso de la búsqueda. Dio aviso de que bajaría a los archivos vaticanos, y así se dispuso a zambullirse en el mundo de pergaminos, vitelas y papiros antiguos que allí dormían el sueño eterno.
Sus ropajes rozaron el suelo de mármol brillante de los corredores y atravesó el palacio hasta que comenzó a descender —como lo haría a los infiernos, pensó él— a las dependencias que se comunicaban con las exteriores y más conocidas por los investigadores. Una parte de estas instalaciones permanecía secreta y, por tanto, cerrada a cal y canto para guardar los verdaderos secretos que no convenía a nadie que salieran a la luz, pero que mantenían vivo el espíritu de la Iglesia Católica como milenaria institución. Unas cuantas luces en forma de antorchas alumbraban la escalera que bajaba a los sótanos donde un día estuviera, en un estrato inferior, el palacio de Nerón. Ahora convertido en archivo secreto vaticano, era el verdadero corazón del pequeño Estado Vaticano. Allí se guardaban los esqueletos que todo estado posee.
No había guardias suizos elegantemente vestidos al estilo renacentista, ni sacerdotes de confianza; nada de todo aquello era necesario allí, pues unas máquinas electrónicas gobernaban y controlaban el acceso, de modo que solo tenía que introducir la clave correcta que era cambiada por cada papa que llegaba al trono por una nueva, y se le permitía la entrada a un lugar tan restringido. Nadie, sino los papas que ahora yacían con sus predecesores, conocían aquellos terribles y sorprendentes secretos. Al presidente de los Estados Unidos de América se le entregaba el ya famoso maletín nuclear… y este era el maletín, ciertamente explosivo, que se le daba a cada papa que accedía al trono pontificio.