Capítulo 21

Los Dioses de Egipto

Abandonar la ciudad les costó luchar contra una nostalgia que les hizo volver la cabeza más de una vez para despedirse de aquella que dormiría en las profundidades arenosas de la tierra, quizás para siempre. Necesitaban salir de Sudán, y llegar a la costa era una manera de hacerlo sin despertar las sospechas que sin duda levantarían de retroceder hasta un país como Egipto, para tomar un avión con rumbo a Irán. Aquella noche primera la pasaron en la tierra lisa y verde de las cercanías de la costa, con la brisa marina deseando acariciarles. Alex soñó en horas nocturnas con una maravillosa ciudad que le ofrecía sus puertas abiertas, para que penetrara en ella sin miedo. Dos hojas de bronce dorado y goznes de oro se deslizaron como el agua sobre sí mismas y le permitieron ver su interior. En ella se levantaban numerosos picos dorados de oro que, sin lugar a dudas, pertenecían a altísimas pirámides que circundaban la ciudad en sí.

En medio se elevaba un palacio presidido por dos pilonos pintados en vistosos colores, que mostraban una batalla entre Osiris y Apofis, y al Faraón luchando contra enemigos a los que sometía sin piedad, de pie en su carro de guerra. Una sensación de plenitud lo embargó y creyó ver a los comerciantes en sus tenderetes, vendiendo las mercaderías y tratando de convencer con su labia a quienes admiraban sus productos traídos de lejanas tierras. Paseó entre ellos, perdiéndose en sus calles atestadas de carros y personas, y oyó incluso las voces de quienes se llamaban desde lejos. Pero de pronto todo cambió y se vio en una cueva húmeda y enorme en la que cuatro naves se balanceaban en las aguas de la noche, sin que nadie hubiera en ellas. Solo las sombras parecían adueñarse de sus tablas, viejas y medio carcomidas.

Se removió inquieto en su manta como si lo torturaran y comenzó a sudar copiosamente, hasta el punto que Krastiva, que se acomodaba junto a él, lo notó y lo zarandeó como a un fardo al temer que sufriera una terrible pesadilla. Las imágenes comenzaron a emborronarse y todo semejó doblarse sobre sí mismo, como un lienzo de tela en el que el pintor da sus toques maestros. La realidad fue reemplazando al sueño, y se entremezcló para posteriormente permitirle salir del orbe onírico y despertar sobresaltado.

—¿Qué pasa…? —preguntó, torpe todavía—. Estaba en… —Y sus palabras dejaron de tener sentido, pues olvidó lo que había soñado en el acto.

—Creo que estabas en medio de una pesadilla porque te removías como si estuvieras poseído… —le resumió su bellísima esposa, que añadió a continuación—: A ver si ahora concilias el sueño y duermes tranquilo, que ya queda poco para que amanezca.

Las horas que faltaban pasaron como segundos y Alex se sentó con una taza de té en las manos, calentándose con ella las palmas y pensando en hacia dónde dirigirse. Una imagen suelta le llegó desde ese almacén maravilloso y enigmático que es el subconsciente, y así vio al fin una cueva de proporciones gigantescas. ¡Eso era! ¡Tenía que haber una cueva en la costa que pudiera albergar naves de gran tamaño!

—Tenemos que encontrar una cueva de grandes dimensiones que pueda dar cabida a varias naves del tipo de las egipcias de aquella época —casi gritó, levantándose enseguida.

—Pero ¿cómo hallar una cosa así? —inquirió Klug, que lo miraba como si fuera un iluminado a punto de estallar en un ataque de locura.

Por toda respuesta, el marchante de obras de arte extrajo de su bolsa negra, ya casi gris a causa del polvo que la recubría, un pequeño portátil y le aplicó un diminuto pendrive que en realidad era un aparato que le permitía conectarse en cualquier lugar del mundo con un satélite que le devolvió la señal en el acto. Tecleó unos datos y una costa recortada y pedregosa se le ofreció a la vista. Era lo más cercano a ellos, y por ello tendrían que recorrer en los todoterrenos unos doce kilómetros hasta llegar a aquel punto fielmente señalado en el ordenador. Todos se arremolinaron en torno a él, y vieron que a pesar de parecer perdidos en la sabana sudanesa, aún mantenían el contacto con la civilización occidental. Craxell tecleó de nuevo y salió ampliada la imagen.

—Aquí lo tenemos: es un escarpado que presenta arrecifes peligrosos en sus cercanía por lo que lo rehúyen los pescadores y casi nadie lo visita. Carece de interés turístico… o eso se cree —matizó con marcado acento—. Porque, de ser como pienso, allí estuvieron las naves del faraón Kemoh hace siglos y puede que todavía queden rastros de ellas.

—Entonces, ¿qué esperamos? —se preguntó la rusa, que propuso al instante—: Démonos prisa en llegar, y así podremos ver de primera mano cómo es que huyeron de Egipto los que quedaban de los egipcios para residir en tierra extraña.

En la mente de Alex se fueron formando imágenes de una ciudad bulliciosa y colorista que le resultó familiar. Las voces de los mercaderes le recordaron un mundo que no conoció nunca y, además, las vestimentas le decían claramente que se trataba de egipcios de un tiempo en que el mundo no se dividía de la misma manera que ahora.

—Me… están… No sé qué me está pasando —titubeó, entrecortando las palabras.

—¿Qué te ocurre, Alex? —se alarmó Krastiva.

—No lo sé… —reconoció el aludido con poca voz—. Es que me vienen flashes de una ciudad extraña que, sin embargo, me parece que ya he visto antes… —Dejó escapar un corto suspiro—. Si al menos pudiera saber de qué ciudad se trata… —arrugó mucho la frente— pero no la puedo relacionar con ninguna…

—Es posible que alguien esté tratando de conectar contigo —le sugirió el de Viena, que lo observaba con suma atención.

La rusa intervino de nuevo, ahora esbozando una sonrisa irónica antes de contestar:

—Vamos, Klug, no irás a creer en esoterismos de ese tipo… No sé… Seguramente será el estrés al que estamos sometidos y nada más.

—¿Ah, sí…? Y después de ver cuánto has visto… ¿eres aún incapaz de comprender que hay más cosas en los Cielos que en la tierra?

Krastiva Iganov bajó la cabeza confundida, rememorando las aventuras pasadas en la ciudad de Amón-Ra y las cosas que hubieron de ver, y que de seguro hubieran negado de no ser ellos mismos los protagonistas de la historia. En aquel momento en que todo parecía estancarse, una luz se encendía en la mente de quien más cerca se hallaba de poder encontrar la civilización egipcia perdida en las montañas persas del actual Irán.

—Sí, claro, es verdad… —reconoció con suavidad— pero parece tan extraño… No acabo de acostumbrarme a que las cosas escapen a nuestro control.

—Todo lo que sucede en lo que se refiere a Egipto escapa al conocimiento de incluso los más eruditos arqueólogos —insistió Isengard—. Mira si no el caso de Zahi Hawas, el más importante de ellos y el más humilde por extensión.

—Callad… —exigió Alex Craxell en tono perentorio—. Creo que regresan las imágenes… Sí… sí, veo de nuevo la ciudad.

—¿Cómo es? Esfuérzate por observar detalles… —le pidió Klug, quien se entusiasmaba con la posibilidad de que algo les diera ventaja sobre sus seguros contrincantes vaticanos.

—Veo unos pináculos de oro que se alzan en medio de una ciudad esplendorosa… La preside un palacio de paredes de piedra arenisca… dorada… y… y… —balbuceó el vecino de Londres— la gente que la pueblan va y viene como en cualquier otra. Esperad… —Levantó las manos tras juntarlas, como en una oración—. Hay algo diferente… —tosió un poco— una reunión de funcionarios… o de sacerdotes… que tienen caras de circunstancias… Se borra, todo se borra… Lo siento, no puedo mantener la imagen —se lamentó, cabeceando.

—No te preocupes. Creo que esto nos aclara algunas cosas… —afirmó Klug con autoridad manifiesta—. A medida que nos vamos acercando a nuestro objetivo los mensajes van siendo más nítidos, ¿verdad? —le preguntó a Alex Craxell, que estaba muy asustado con lo que le sucedía.

—Pues creo que sí —dijo este con lentitud—. Es la segunda vez que me pasa, y en esta ocasión han sido mucho más explícitas que en el sueño que tuve antes. No me gusta que me utilicen de esta manera… —Soltó un breve suspiro de hastío—. Es humillante que mi mente se convierta en juguete de no sé quién cojones…

—No te alteres —trató de calmarlo, a su manera, el orondo austríaco, que se crecía por momentos a medida que se adentraban en el desierto egipcio—. Es solo que alguien necesita comunicarse, así de sencillo, y te ha elegido a ti para hacerlo, claro.

—Ya, y supongo que debo sentirme un privilegiado —ironizó con lo que le perturbaba de nuevo.

—Lo cierto es que sí… —afirmó Klug, que luego hizo una extraña mueca con la boca—. De otro modo no podríamos hallar el lugar exacto donde las naves del faraón Kemoh se armaron para el viaje sin retorno que emprendieron con rumbo a Persia. En esas naves encontraremos las claves que vamos a necesitar para llevar a cabo con éxito la búsqueda de esos libros que, de ningún modo, estarán al alcance de cualquiera. Son de hecho sumamente peligrosos y, de ser hallados por ese cardenal del vaticano… bueno, no quiero ni pensar lo que podría hacer con ellos, especialmente con el libro de Amón.

—Eso quiere decir, si interpreto correctamente tus palabras, que somos bienvenidos en lo que se refiere a los dioses de Egipto… —auguró la reportera de Danger con cierta cautela.

Klug la miró desplegando una amplia sonrisa que le respondió claramente. Abul y Salah que se veían inmersos en medio de una lucha de poderes sin igual, se miraron a su vez con un movimiento de hombros que indicaba resignación.

Los dos todoterrenos saltaron virtualmente sobre la tierra húmeda de la sabana sudanesa, como brincando alegres en medio de la llanura verde esmeralda que se extendía hasta donde los ojos eran capaces de ver. Unas marcas de neumáticos quedaban tras de sí, e igual que si una mano los borrara, se iban desdibujando como disolviéndose en el aire de la mañana. Los kilómetros que quedaban por delante eran pocos en comparación con los que llevaban recorridos y les motivaba a seguir sin desfallecer en su intento de encontrar los libros. El cielo color turquesa los cubría como una madre que los acariciara en su viaje a los confines del mundo conocido.