Capítulo 20

El lago salado

Piero Balatti conversaba con miembros del servicio diplomático, y se daba cuenta de lo que las cosas habían cambiado en cuestión de meses en Irán. De poco le sirvieron los pasaportes diplomáticos y el pertenecer a la curia romana con rango de privilegio entre la curia del Vaticano. En el Irán, que nacía con futuro de gran potencia en ciernes, eran mal vistos los occidentales, y más los que gobernaban en el palacio Vaticano, que lanzaban cruzadas contra quienes creían en el Profeta. Al cardenal le estaba costando esfuerzo que se le permitiera deambular por territorio iraní sin ser escoltado en todo instante por miembros de la Guardia Revolucionaria Islámica. No deseaba que se supiera qué buscaba en las antiguas tierras persas, y menos que pudieran acabar confiscando su libro de Seth.

En la Biblioteca Nacional de Teherán era vigilado por dos guardias de la Revolución asignados de antemano por el Comité del Patrimonio de la Nación, a fin de controlar cualquier hallazgo que se diera en manos de aquel astuto pagano. Vestidos de lego, para no levantar suspicacias entre los buenos musulmanes, monseñor Balatti y sor Eloísa, amparados por los guardias suizos que los acompañaban, entre los que ya se contaba un Olaza prácticamente recuperado de su herida en la pierna, se distribuían entre las mesas de la enorme biblioteca a fin de distraer a los policías secretos que los controlaban. No sabrían estos de ese modo a quién vigilar, dado que solo eran dos. Un amplio abanico de pergaminos y papiros se extendían en la mesa de Piero Balatti y sor Eloísa, por su parte, desentrañaba el contenido de los que previamente seleccionaba el cardenal y le pasaba.

Los ojos del príncipe de la Iglesia Católica se abrían como platos ante lo que le transmitían aquellas palabras muertas hacía tantos siglos, y que ahora volvían a cobrar sentido y poder. Los dioses de Egipto y sus conjuros emergían ahora de adentro del mayor de los ostracismos con hambre nueva.

La luz se filtraba por los tragaluces que, en lo alto de las cúpulas, caía como si Ra les hablara en persona. Balatti fue tomando notas en dos libretas distintas y guardó la que tenía los datos importantes entre su camisa y su pecho. La otra la llevó en la mano diestra, aferrada como si un tesoro de gran valor fuera. Confiaba en que le saliera bien la jugada. Era un farol en toda regla, y sabía que, de no salirle bien, todo se podría ir al traste. Las horas fueron pasando y cambió el turno de los ujieres. Los que se iban les susurraron algo al oído a los que se quedaban, y estos miraron a los infieles que leían en sus volúmenes con auténtico deleite. Parecían ávidos del saber de Oriente, que se abre camino en la mente como cuchillo que corta entre hueso y tuétano para cambiar el curso de quienes creen tenerlo todo seguro sin ser así.

Sor Eloísa enrolló cada pergamino con mimo y los colocó en su lugar con la ayuda, demasiado cortés, del ujier que se acercó a un gesto suyo. Era consciente de que solo intentaba ganarse su aprecio y de esa forma que se confiara para poder acercarse y conseguir la información que deseaba, por eso de que se cazan más moscas con miel que con vinagre. Balatti hizo otro tanto, y luego se pasó la mano por la cabeza que le comenzaba a doler. Las cinco últimas horas de extrema concentración le pasaban factura. Cada cual guardó sus notas como mejor pudo y, al salir por el gran arco de herradura que era la puerta, los ujieres les exigieron que les entregaran las notas para fotocopiarlas. Balatti les puso en las manos la libreta que llevaba en su diestra y el ujier negó con la cabeza. Le indicó que sacara la que llevaba entre la camisa y se la diera. Balatti enrojeció hasta la raíz y obedeció sin rechistar. El guardia revolucionario sonrió satisfecho e inmediatamente le entregó las notas con una mueca de triunfo que indicaba que le había ganado la partida.

—Maldita sea, se han dado cuenta de que se guardó Su Eminencia esas notas, y ahora nos seguirán por medio Irán —se lamentó Olaza, que rabiaba más por la humillación en sí que por la herida.

—No crea que todo sale según se ve, amigo mío… —Sonrió ampliamente Balatti, quien añadió con tono enfático—: He jugado fuerte, pero he ganado. Le entregué la libreta con las notas reales y no las quiso, así que le di las falsas que eran las que me solicitó.

—Entonces… no tiene las verdaderas…, —dedujo sor Eloísa, perpleja.

—Cuando las tomaba, me di cuenta de que me miraban a mí constantemente, así que tramé este hábil ardid para deshacerme de su constante vigilancia, o que al menos no les diera el fruto apetecido… —El cardenal resopló para aliviar la tensión acumulada—. Las notas que guardé, esperando que me vieran hacerlo, carecían de importancia y solo eran datos sin relevancia alguna. Rabiarán más tarde al ver que han tenido los datos en sus manos y no los quisieron. Es más, no podrán acusarnos de ocultarlos; eso desde luego… ¡Ja, ja, ja! —rió a carcajadas.

El aire de la noche que se cernía sobre Teherán le confería un aura de misterio que seducía a quien la visitaba por vez primera, como era el caso de Piero Balatti y sus acompañantes. La calma que se respiraba en la circunferencia que rodeaba a la Biblioteca Nacional, era algo que no se podía sentir en ningún otro lugar de la capital iraní. En otros tiempos, cuando el Sha Reza Pahlevi reinaba en su palacio de oro y perlas con paredes de marfil, semejaba ser un cuento de Las mil y una noches contado por Sherezade. Ahora, las mujeres ataviadas con sus sadores negros y las túnicas de los varones, lo retrotraían a una época medieval que, sin embargo, estaba muy lejos de la actual República Islámica de Irán.

Caminaron despacio hasta el hotel que habían contratado y sin hablar más que lo imprescindible, se distanciaron de la biblioteca que ya no visitarían de nuevo. Ahora se imponía encontrar la ubicación final de la ciudad en que pasó sus últimos días el pueblo egipcio y donde, supuestamente, se encontraban los libros de Amón y Seth.

El cardenal extendió sobre el cobertor de la cama las notas y varios mapas de la peculiar geografía del antiguo país persa. A modo de consejo de guerra, fueron dando sus opiniones cada uno de los integrantes de aquella compañía de católicos embajadores de Su Santidad Juan XXIV. Sor Eloísa contactó una vez más con el Vaticano, a sabiendas de que su conversación sería interceptada y calibrada por los servicios secretos iraníes, razón por la cual se comunicarían por medio de claves concernientes a la religión católica que los espías musulmanes no acertarían a comprender bien.

La monja solicitó, vía satélite, mapas de los lagos más grandes del país, así como de las montañas más abruptas, a fin de localizar una posible ubicación secreta en un lugar al que no pudieran acceder las tecnologías occidentales por muy de última generación que resultaran ser. En poco tiempo tenían en sus manos lo que sin duda debería ser un sitio especial para esconder a toda una nación de al menos dos millones de personas, contando con que se reproducirían en aquella ciudad escondida del mundo.

—Orumiyeh, ese es el lago que buscamos, seguro —afirmó Olaza, rotundo, rompiendo todas las claves concertadas.

—Sí, puede ser. Es el lago Urmía y está a mil doscientos metros de altitud. Tiene ciento cuarenta y cinco metros de largo y unos cuarenta y cinco de ancho. Pero es tan salado… —objetó ella.

—¿Qué tiene eso que ver con lo que nos ocupa? —presionó monseñor Balatti a sor Eloísa, que ladeaba la cabeza.

—Que no puede contener vida, ni tan siquiera animal. Ni los peces mejor adaptados podrían vivir allí, Eminencia.

—Entonces, es el lugar que buscamos… ¿A quién se le ocurriría buscar en un cementerio natural que hace años no contiene nada y que pueda interesar a turistas siquiera? Es el escondite perfecto, e incluso pienso si no serían los propios egipcios quienes terminaran salándolo para que no se acercaran por allí los que pudiesen robar sus secretos —dedujo Balatti, que frunció el ceño.

Todos los allí presentes aplaudieron la perspicacia del cardenal y luego se miraron, como si de pronto una luz invisible les avisara de que se hallaban pisando terreno acertado. Guardaron los mapas y las notas en un maletín de acero brillante que, a su vez, quedó dentro de una bolsa negra y se echaron unas horas antes de proceder a salir en busca del poder que les ofrecían los dos libros.

Los satélites dejaron de funcionar y el silencio se hizo, dejando a los escrutadores iraníes sin saber qué habían encontrado a ciencia cierta, pues hablaron tan bajo y con tanto cuidado que no pudieron captar sino palabras sueltas que contenían poca información. Sabían, eso sí, que iban en busca de dos libros y que un lugar oculto les daba descanso con respecto a quienes deseaban hallarlos. Dos helicópteros militares se ponían en marcha rumbo al hotel en que descansaban los extranjeros, esperando pacientemente a que salieran para ir en pos de los dos libros. Uno estaría alerta, para no ser descubierto, y el otro dejaría que lo vieran para comprobar su reacción, y que dieran por hecho que lo despistaban sintiéndose relajados tras hacerlo.

Al noroeste del Caspio, el lago Urmía se extendía como un pendiente gigantesco caído de la oreja de algún dios mítico de la Antigüedad. Bajo sus aguas descansaban los restos del pueblo de Amón que dejó de formar parte del mundo tras dura lucha contra el tiempo y las páginas de la historia. La sal que llenaba la gran panza del lago impedía, en efecto, que hubiera vida en sus aguas y permitía que se le olvidara, dejándolo a su suerte, sin que sociedad humana alguna lo poblara. Las autoridades militares habían considerado edificar allí una base del Ejército de Tierra, pero al no poder abastecerse de su agua, olvidaron pronto la idea. Fue la última vez que se habló de aquel lago en el Irán actual.

Khonshu, el enviado del dios de la noche, voló sobre las cabezas de los que se acercaban a sus dominios como si deseara que se encontrara su lugar de habitación en las montañas perdidas de Persia. Una sombra blanca pareció pasar por encima de aquel edificio de acero y cristal que desafiaba a la cultura más antigua del mundo.