Capítulo 19

Monseñor Julián de Arión

El arzobispo de Sevilla cavilaba sobre cómo hacer para ganarse el afecto del nuevo Papa que, en contra de lo previsto, cerraba alianzas con los más conservadores, en una línea que marcaba la política del Vaticano. Monseñor Julián de Arión era descendiente de duques de apellido con rancio abolengo, capaces de cualquier cosa con tal de servir a quienes consideraban sus amos. Ahora, una vez más, este prelado español veía la posibilidad de acceder a una posición de privilegio que no podía dejar escapar. Se cambió en el palacio de su protectora y, con ropas de lego, sus sentidos no le advirtieron de la peligrosa cercanía del padre Lozinsky, que, como sombra negra y amenazante, lo seguía por la Roma de los papas, actuales pontífices máximos, al estilo de los césares romanos más comprometidos todavía que ellos que con la llamada Ciudad Eterna.

Un traje negro del extinto Yves Saint Laurent le confirió la presencia que requería el acto al que iba a acudir aquella tarde, nada religioso, y sí, muy lúdico. Se trataba de un cóctel que daba el gobernador con motivo de la llegada del nuevo embajador de Gran Bretaña y del de España, que conocerían a los nuevos nuncios papales que servirían a la Santa Madre Iglesia de Roma, nada apostólica, y muy romana. Se precisaba ser de aspecto mundano y conocer el arte milenario de la seducción para poder hallarse entre el reducido número de asistentes. Monseñor Julián de Arión, por los contactos que guardaba en su sotana y por la familia a la que pertenecía, accedía siempre, si no de la mano del Papa, sí de la mano de su protectora, la Duquesa. No le agradaban los Legionarios de Cristo, pues eran la competencia que les arrebataban los adeptos que tanto apreciaban en sus filas.

Todos vestían a propósito sus mejores galas y las joyas relucían como si nada brillara más en el mundo que su valor intrínseco. Mujeres de embajadores, ministros del Gobierno cambiante de Italia, y los cardenales que no conocía monseñor Julián de Arión, llenaban el salón del palacio Drussonni, que albergaba a lo más granado de los que habitaban la Roma del hoy. La música sonaba suave, tras ellos, y las arañas colgaban con sus cristales como estrellas de un universo particular y privado. Camareros elegantemente ataviados pasaban bandejas de plata con canapés de salmón, caviar beluga, y copas de champagne, para relajar el ambiente que reinaba entre ellos. Las conversaciones aún no habían comenzado, pues el acto estaba en ciernes y llegaba en aquel preciso instante el dúo de embajadores que presentarían sus credenciales ante el gobernador como delegado del Gobierno italiano. Se los aceptaba en el estrictamente privado círculo de poderosos señores que en la sombra decidían el modo en que se harían las cosas en Roma.

Como sombras negras casi invisibles, los dos embajadores penetraron entre aplausos en el gran salón decorado al efecto. Ante el gobernador se desarrolló el ritual de presentación, flanqueados por guardias de honor que adornaban el acto. Iras las consabidas palabras de bienvenida, unas palmadas indicaron a los camareros que podían dar comienzo a la fiesta y los negocios que se fraguarían allí dentro, como siempre a espaldas de quienes pagaban los tributos en forma de impuestos. Las luces amarilleaban las ventanas que en la noche semejaban poseer la magia de quien vive a espaldas del mundo, sin compartir el poder que subyace en las catacumbas de las estructuras políticas.

El padre Lozinsky, que miraba como lo haría un indigente a través de la ventana que daba al parque de setos bien cuidados y fuentes cantarinas, sonreía al convencerse de que había dado con la fuente de contactos más importante que pudiera hallar sin esforzarse demasiado. De ahora en adelante, se entretendría en controlar a monseñor de Arión para así acceder sin ser visto ni conocido por aquellos señores que reinaban en la sombra. Pero todavía lo esperaban nuevas sorpresas al eclesiástico polaco, que veía cómo al cabo de dos horas, cuando ya las figuras comenzaban a sostenerse a duras penas, se apagaban casi todas las luces y penetraban en el salón damas enmascaradas, que vestían ropajes propios de una fiesta pagana de tiempos ancestrales y no precisamente de señoras de buen saber estar.

Hicieron un círculo y echaron las cabezas hacia atrás para dejar caer después las máscaras, bajo las cuales unas pinturas similares a tatuajes de tintas rojas y negras apenas dejaron ver sus agraciados rostros. Sus voces se alzaron en el silencio que se había hecho, y ninguno pareció sorprenderse de lo que estaba sucediendo. Los varones abandonaron la escena para ocultarse de ellas, y regresaron con vestiduras blancas sobre sus desnudos cuerpos que rebosaban de deseo. Se aparejaron, y después cayeron en una especie de trance soporífero en el que copularon de forma que nadie quedó solo, ni olvidado por hembra de aquellas que elegían pareja en el salón. Las máscaras tiradas en el suelo fueron desechadas, y los jadeos y suspiros de los contendientes amorosos llenaron el aire de la primavera, que veía ofrendados sus cuerpos y sus deseos como si de una diosa se tratara. El hieros gamos en que se veían inmersos les garantizaba la fecundidad, y también la protección de los espíritus que anidan en la naturaleza en que reina la reproducción. Lozinsky se tapó los ojos y se avergonzó de pertenecer a la curia romana que se plegaba a aquellos ritos paganos de tiempos ancestrales y anacrónicos que ya se creían muertos y enterrados.

Se retiró para dejar que todo siguiera su curso, sin que se le descubriera y así poder usar del poder oculto que tenía en aquella secta, que le aterraba creer era solo una de las muchas que poblaban Roma. La velada se alargó hasta altas horas de la madrugada y únicamente entonces comenzó el desfile de automóviles de lujo que salían de la finca de la Duquesa en el palacio Drussonni. Las estrellas fueron testigos mudos de su huida del lugar, y callaron temerosas de ser censuradas.