Se fragua un destino
Ramaj, acompañado de Kemohankamón, supervisaba las instalaciones de extraño aspecto que él había mandado construir en secreto. Se trataba de una especie de presa que funcionaba con mecanismos tan complejos que hasta el propio Faraón ignoraba para lo que servirían.
—Mira, Majestad, hijo de Ra… —El Sumo Sacerdote abrió los brazos—. Esto será la llave de la eternidad para tu pueblo si decides aprobar que se utilice cuando sea necesario. Es un mecanismo que inundará la ciudad para ocultarla de ojos extraños cuando no haya habitante por cuyas venas quede sangre egipcia.
Los ojos de Kemoh bajaron por el hueco redondo que descendía hasta que no se veía dónde estaba su conclusión, y temió por la cordura de Ramaj. De ser ciertas sus afirmaciones, aquello podría suponer el final de todos los que vivían bajo el cetro del Faraón.
—Esto es… —titubeó con disgusto—. No sé cómo definirlo, así que explícame su uso —decidió saber antes de condenar el proyecto y mandarlo a destruir.
—Se trata de que si en alguna ocasión una maldición de los dioses cae sobre tu pueblo, gran Faraón… desde este mecanismo podrás actuar de manera que se inunde la ciudad.
No temas porque se podrá vaciar pasado el peligro… —Ramaj torció el gesto—. Yo te diré el modo y tú, mi señor, tomarás decisiones al respecto. En lo más bajo de esta estructura se guarda un secreto terrible que podría destruir el mundo conocido, y que pondría en manos de un tirano las vidas de cuantos pueblan la tierra.
El Sumo Sacerdote lo fue guiando por los vericuetos y corredores que horadaban el subsuelo, dándole todo tipo de explicaciones a las que Kemoh se limitaba a asentir con la cabeza, procurando no olvidar nada de lo que el otro le decía. Comprendió la utilidad de tal proyecto, y por ello consintió en que nadie, salvo ellos dos, supiera de su existencia. Los obreros habían sido elegidos y formaban parte del sacerdocio que se hallaba más cercano a Ramaj. Su obediencia era absoluta. Dioses egipcios, muy familiares para el Faraón, salpicaban las paredes y en algunos tramos estaban recubiertos de oro puro. Al llegar a la parte más baja vio una cámara que se dividía en celdillas cuadrangulares, las cuales encerraban trampas mortales en cada una de ellas, salvo en dos. Allí morirían quienes algún día profanaran el lugar bendecido y ofrecido al dios Osiris. Resultaba tener la apariencia de un templo vulgar, pero albergaba en su interior secretos que la humanidad debía tener encerrados con llave si deseaba sobrevivir a su influencia.
—Mira aquí, donde se guardan los libros sagrados, y ahí justo enfrente se halla la abertura por la que se desliza el libro de Seth. Nunca lo saques de su cárcel de conjuros que lo encantan para obligarlo a permanecer inactivo. —Ramaj señaló una puerta de oro que tenía hermosos grabados en sus dos hojas. Representados se hallaban Osiris y Seth, en lucha permanente con sendas armas en sus manos para impedir el acceso a la cámara del libro. El suelo resbaladizo y brillante era de porfirio rojo manchado con vetas negras, que raramente se encontraba y había sido hallado en los navíos que guardaron el tesoro real de Kemohankamón en la gruta del mar Rojo.
»Cuando llegue la hora de reunirte con tus antepasados —continuó el Sumo Sacerdote— y se realice la ceremonia de la momificación, el libro dejará de saberse dónde se halla, pues yo mismo me enterraré en este lugar para que jamás nadie lo encuentre. Es una morada en la que el poder de los dioses habita para siempre, y ellos eligen a quienes les otorgan sus favores. Ahora ven, señor de las dos tierras, porque aún queda algo por hacer… —Arrugó mucho la frente—. Debes ocupar el lugar que te corresponde entre tus ancestros antes de proceder a ser el gobernante último de la dinastía última que reinará sobre el país del Nilo.
Los dos hombres avanzaron bajo los pétreos suelos, rojos como sangre, para explorar el uno y supervisar el otro cada detalle que debía permanecer en perfecto estado para el oficio final. Las vestiduras del Sumo Sacerdote en quien comenzaba a confiar Kemohankamón, rozaban el suelo, acariciándolo como mano amiga. El lino de los atavíos de faraón, ceñidos por un cinturón de oro que simbolizaba la carne de los dioses, danzaban como impelidos por un viento inexistente dentro de aquel pesado y vacío camarín. Traspasaron varias cámaras de pequeñas dimensiones, y llegaron así hasta una en que ardían especias que llenaban las fosas nasales con su embriagante olor que llevaba a mundos desconocidos por los mortales a quien las aspiraba. En ellos visionaban hechos de otros tiempos, en que faraones famosos como Tutmosis III guerrearon hasta extinguir imperios como el Mitanni, llevando consigo navíos fabricados en los astilleros de Biblos para cruzar el Éufrates y exterminar el peligro que se cernía sobre un Egipto que dominaba el mundo conocido.
Eran las drogas de los sacerdotes de Anión, potentes como para dejar que quienes gobernaban sus vidas llegaran a decirles lo que anhelaban saber. En sus sueños veían los sucesos que pronto tendrían lugar y, admirados, quedaban absortos en sus visiones. Creían en su destino sin ver que únicamente su mente deliraba sin más.