En el Palacio Vaticano
Su Santidad el papa Juan XXIV charlaba animadamente con el arzobispo de Sevilla, monseñor Julián de Arión, que apoyaba con ahínco todos sus postulados. A su lado se encontraba el inseparable padre Lozinsky, que como una sombra lo seguía a todas partes. Los pergaminos que encontrara el papa de Roma en la Biblioteca Vaticana le habían servido para detectar la posible ubicación de la ciudad en que se deberían hallar los dos libros: el de Seth, el más importante, y el de Amón, el que le servía de excusa para enviar a sus acólitos a tan distantes países.
—Santo Padre, es posible que de hallarse el libro de Seth, este tiente a monseñor Balatti y se apropie de él, razón por la cual deberían ser varios los que se encargaran de su custodia. Grande ha de ser su poder para perdurar en el tiempo y haber logrado llamar la atención de Su Santidad.
Al Papa le pareció más que razonable aquella apreciación de Arión y lo miró sorprendido, como dándose cuenta de que era capaz de pensar por sí mismo. Ya había hecho algo parecido al enviar a Alex Craxell tras el libro de Amón, pero tener controlado de cerca a Balatti no era tan fácil como parecía en un principio. Era perro viejo y sí, él también se había puesto a pensar en la posibilidad, más que real, de que el cardenal se encaprichara de aquel maldito libro que iba a tener al alcance de la mano.
—¿Querría ser Su Eminencia quien lo vigilara supliendo mis ojos? —le ofreció.
—No sé, Su Santidad, si soy el más adecuado para tal misión, pero estoy convencido de tener a quien lo haría gustoso de ser de la entera aprobación de Su Santidad.
—¿Ah sí? —El Sumo Pontífice mostró su sorpresa, e inquirió enseguida—: ¿Y quién es ese individuo del que responde Su Eminencia con tal prontitud?
—Es… bueno, es un pariente que necesita sentirse útil de alguna manera y hará cuanto se le diga por un buen precio.
—Ya… ya comprendo; el dinero es quien siempre manda…
—Oh no, no me he explicado bien, Santidad, no me refiero a dinero cuando hablo de precio —se excusó el prelado español—. Lo siento, es otra cosa la que le interesa al padre Rudolf. Es un políglota que además se maneja en Internet como nadie, y le diré que su ansia de aventuras compite con su eficiencia.
—Más se parece a Indiana Jones que a un cura, su pariente…
—Bueno, no he querido dar esa impresión a Su Santidad.
—Tranquilo, que solo era una broma… Y dígame… ¿qué es lo que le satisfaría a su, digámosle, pariente?
Julián de Arión respiró hondo antes de contestar.
—Él estuvo a cargo de una diócesis en un pueblo del norte de España, pero…
—Sí, ande, prosiga —lo animó el Papa.
—Bueno, no fue muy ortodoxo su comportamiento que se diga… —El cardenal bajó los ojos. Su voz se hizo más queda al añadir—: Se deslizó con un chico… menor de edad… y ya me entiende…
—Así que es eso, y tendré que perdonarlo si me sirve bien… ¿No? —El Sumo Pontífice de la Iglesia Católica forzó una sonrisa de circunstancias antes de continuar hablando—: Ni se imagina cuántos curas de ese tipo he de trasladar cada año de parroquia. Es que de cesarlos, la Iglesia se quedaría casi sin curas en poco tiempo.
—Sin duda le agradaría saber que Su Santidad le otorga su perdón y que, además, le encomienda una tarea importante para nuestra Santa Madre Iglesia. —Monseñor Arión obvió el desagradable comentario del máximo jerarca del catolicismo.
—Llámelo y que se presente ante mí cuanto antes, pero responde Su Eminencia por su comportamiento en el futuro.
El cardenal Arión sonrió ampliamente y se retiró tras besar el anillo de Pedro, en la mano de Juan XXIV.
Este se dio vuelta y miró hacia la plaza de San Pedro, que se comenzaba a llenar de gente que esperaba la hora del ángelus para ver a su líder religioso. Se agolpaba cada día venida de todos los rincones del mundo pseudocristiano, con el fin inconsciente de adorarlo como a un ídolo de oro. Cada vez se agobiaba más con aquel ritual que no le aportaba nada nuevo, pero que era el pan de cada día y debía tomarlo como una tarea más que realizar dentro de sus muchas funciones. Tras él, el padre Lozinsky, que no había abierto la boca en ningún momento, se retiró consciente de que algo se fraguaba en la mente de aquel hombre excepcional, capaz de conseguir lo que se propusiera. Había escuchado toda la conversación sin atreverse a intervenir, y ahora seguía con cautela los pasos de monseñor Julián de Arión para ver cuáles eran sus próximas acciones a favor de Su Santidad.
Piero Balatti, a bordo de un avión de Alitalia que pertenecía en realidad al Vaticano, iba rumbo a Irán para desentrañar in situ el misterio de los libros de Seth y Amón. Su pasaporte diplomático le permitiría acceder a cualquier documento por secreto que este fuera, siempre y cuando resultara discreto su uso.
Se acomodaba en su asiento de primera clase, cerca de la cabina de vuelo, con una copa de champagne Dom Pérignon en la mano diestra y el ordenador portátil frente a él. Estaba conectado con la Biblioteca Vaticana y repasaba cada pergamino o papiro que tenía algo en común con su tarea. Tras de sí, sor Eloísa y Juliano discutían en voz baja sobre algunos datos y el sargento Delan cuidaba del capitán Olaza, que tenía la pantorrilla casi tan hinchada como un balón de fútbol. Bettino dormitaba como una marmota, resoplando como lo haría un viejo que se dejaba vencer por el sueño en cuanto se acomodaba un poco sobre algo blando.
El maquiavélico cardenal pensaba en cómo convencer a las autoridades iraníes de que le facilitaran el acceso a documentos considerados por el régimen como impíos o contrarrevolucionarios. Siendo como era una autoridad religiosa que representaba al estado más poderoso en aquel ámbito, esperaba tener alguna consideración de parte de los ayatolás que regían los destinos del antiguo país de los persas. Envidiaba su posición, que él creía debería ser la que predominara en el mundo actual. Si los clérigos llevaran las riendas del poder otro gallo cantaría. No se atreverían los medios, como era el caso en Irán, a calumniarlos con mentiras terribles y extirparían a las religiones que no se acoplasen a sus designios, que eran los estrictamente correctos y no otros. Los parámetros con los que se medirían cosas como la moral del pueblo resultarían más fáciles de asimilar, y se sabría dónde ubicarse. Obviamente volverían los verdugos de la Inquisición a hacer su trabajo.
Paladeó un sorbo del exquisito vino espumoso galo con el regusto de su fantasía y sonrió con gesto cruel, saboreando mentalmente la destrucción de quienes consideraba herejes. ¡Ah, qué tiempos aquellos en que se quemaba en la hoguera a quienes se atrevían a rebelarse contra lo establecido, aunque esto fuera una gran mentira! Ahora iba a ver la puesta en práctica de su sueño en aquel país que había sabido derribar al monarca reinante que no prestaba atención a los mandatos religiosos, aliándose con los enemigos del Islam. A él le repugnaba el Islam como tal, pero su estructura teocrática lo subyugaba mucho. Los ayatolás eran percibidos como un ejemplo que seguir en el Vaticano; eso sí, en secreto, dado lo mal vistos que estaban en el exterior. Llevaba cartas del Papa para ellos y él mismo era un diplomático en activo, por lo que raro sería que lo trataran con desprecio, pues no tenían nada que ganar y sí, mucho que perder. Un aliado tan influyente como el Estado Vaticano no se encontraba todos los días.
Aprovecharía su posición de ventaja para saber el paradero de los libros y, si se terciaba, se los compraría tras convencerlos de que documentos de esa clase era mejor que estuvieran fuera de su país, para no ser destruidos ni tener que dar explicaciones a nadie de la razón de su existencia; algo poco justificable desde el punto de vista de su ortodoxia.
Un campo de nubes algodonosas cubría la parte baja del avión, y Balatti se preguntó si aquello se asemejaría de algún modo al Cielo en el que pensaba a veces cuando rezaba sin pensar en lo que pedía al repetir el Padre Nuestro. No le inspiró nada aquella contemplación celestial, y miró tras de sí para ver cómo les iba a sus acólitos. La pierna de Olaza tenía mal aspecto y se veía ennegrecida, por lo que temía que se le gangrenara. Lo internarían en un hospital de Teherán para que pudiera salvarla. Delan se ocuparía en delante de sus obligaciones, asumiendo el cargo en funciones de capitán de la Guardia Suiza. Sor Eloísa, que casi no dormía nunca, se mantenía lija en la pantalla de su ordenador, viajando por Internet para extraer información que, más tarde, emplearía en sus tareas de mantener las comunicaciones con el Vaticano.