Capítulo 16

Los pináculos del Duat

El faraón Kemohankamón y su numeroso pueblo ascendían por las empinadas laderas de los montes persas, en cuyas cimas suponían que se encontraba su morada final. Cinco soldados de Cosrroes, a modo de guías, los conducían hasta el territorio que les cedía su señor, el Rey de Reyes.

—Mi pueblo está acostumbrado a morar en llanuras de arena y sol. No sé si se aclimatará a vivir en un lugar tan distinto de su tierra… —se preguntaba Kemoh, conversando con sus guías persas.

—Nuestro señor, en su inmensa sabiduría, ha pensado en esto también y aunque ahora subimos estas laderas que se antojan interminables, más tarde descenderemos a un valle que se abre como en un abrazo entre rocosas montañas. Está regado por un río que llena el lago que ocupa el centro del mismo —afirmó el oficial de Persia que mandaba el reducido grupo de guías.

Al último faraón se le antojó que aquella descripción era la que más se acercaba al Duat, el paraíso de los egipcios, que era la meta final tras sobrevivir a las pruebas de Osiris en el submundo donde reinaba la serpiente Apofis. Un lugar para las almas puras, cuyos pecados pesaron menos que la pluma de la diosa Maat.

Como una hilera de diminutos insectos, serpentearon por entre las rocas y arbustos sin que nada estorbara su avance. Al llegar a la cima de la montaña, que terminaba en un acantilado escarpado como cortado a pico, pudieron ver su nuevo hogar. A un lado, un camino estrecho descendía con escalones tallados por la mano del hombre, en empinada pendiente, hasta una zona en la que se ensanchaba lo suficiente como para que cupieran cinco personas juntas. Los guías se distribuyeron en dos grupos y ayudaron a descender a cuantos iban pasando delante de ellos.

El faraón Kemoh en primer lugar, acompañado de Ramaj, dirigió a su pueblo por los caminos pedregosos que bajaban al lugar de su morada, que se veía como una sucesión de pináculos de oro elevando sus piramidiones al cielo mismo, creando de este modo una imagen mítica. Desde que vieran la ciudad a lo lejos, los ánimos subieron varios enteros, y el descenso se hizo peligroso a causa de la ansiedad por llegar abajo que algunos mostraban.

La noche se echó sobre ellos, y aun así debieron continuar hasta llegar abajo, para poder acampar antes de penetrar en la ciudad. Las hogueras iluminaron la oscura noche y los sonidos de animales, totalmente desconocidos para aquellos sufridos exiliados egipcios, les impidieron dormir, o acaso fuera por la cercanía del nuevo hogar que los acogería al día siguiente. Apenas a tres kilómetros de distancia se alzaba la ciudad sin nombre que esperaba a sus habitantes para cobrar vida.

Hubo cantos y bailes para festejar la libertad de la Roma de Oriente, en la que Justiniano reinaba como único tirano, enviando a sus generales contra los que vivían en los antiguos dominios de la Roma de Occidente. Narsés y Belisario habían conquistado para él tierras inmensas que lo hacían sentirse el señor de Roma. Egipto dejaba de ser libre de nuevo para incorporarse al renacido Imperio, y aumentar la megalomanía del nuevo césar de Bizancio. Solo la Persia de Cosrroes derrotaba y frenaba el avance por oriente de los soldados imperiales, arrebatándoles Anatolia, Siria y Palestina, y amenazando de hecho a la propia Constantinopla, que sería prácticamente la frontera natural con Persia desde entonces.

La marcha se inició al día siguiente con las fuerzas renovadas y la esperanza de no ser más molestados por extraños a fin de morar en seguridad el resto de tiempo que le quedara al pueblo egipcio. La ciudad fantasma se les apareció desierta y nueva, vestida como una novia para su esposo. Refulgían los pilonos recién pintados y los adornos de oro que se incrustaban en las jambas de las puertas, por las que el faraón Kemoh penetraba en un mundo que le era entregado en sus manos.

Las estatuas de su persona flanqueaban los pilonos, y aparecían, como era costumbre, sentadas en tronos de piedra. Casas de adobe, encaladas con yeso de color de las arenas del desierto, y un palacio, que se elevaba de entre la ciudad como titán que guardara a quienes moraran dentro, configuraban el resto del conjunto arquitectónico.

Ramaj presidió la comitiva real que se separó de la masa de egipcios que ya entraban en casas, apropiándose de ellas a medida que avanzaban con mal contenida emoción. La curiosidad iba en aumento, y solo Kemohankamón y Ramaj pensaron en descubrir, junto con los guías persas, el interior de los edificios más importantes a fin de saber lo que contenían y de qué dispondrían desde entonces. Los tesoros que con ellos llevaban fueron descargados en las cámaras del templo y del palacio, según lo que fuera que desempaquetaran.

Entre las montañas protectoras que rodeaban el valle, un lago de grandes proporciones atestiguaba el poder de una naturaleza que se sentía dueña y señora hasta la llegada de los egipcios, que la domesticarían para su beneficio. El verdor inundaba los prados que alrededor de la ciudad le prestaban sus colores, y los pináculos, que se alzaban al cielo mismo, semejaban agujas que lo quisieran traspasar.

—¡Los pináculos del Cielo! —exclamó el faraón Kemoh, al ver los piramidiones alzarse sobresaliendo de las casas y el palacio mismo. El oro de sus picachos brillaba como agradecido de tener al fin a quien pertenecer.

El Faraón permanecía sentado en el trono flanqueado por sendos pebeteros, en los que ardían especias traídas de China e India y que nunca conocieron sus ancestros, que le daban una apariencia sobrenatural capaz de impresionar a quien lo veía allí, creciendo en poder y al cuidado del pueblo. Ramaj, a su lado, personificaba el poder religioso de Egipto, aconsejándolo en todos los casos. Ante ellos se presentaban los jefes de la Guardia Real que tomaban desde ahora el gobierno y custodia de palacio, sin que nadie estuviera sobre ellos sino el faraón. La vida comenzaba tras la ceremonia que oficiaba el Sumo Sacerdote de Amón y los dioses de oro de ellos, y los de plata y los de bronce ocupaban ya sus lugares en los pedestales de los que no se moverían ya más.

—Traed las ofrendas a los dioses que hemos preparado para que bendigan el camino que iniciamos en este fausto día —ordenó Kemohankamón en tono solemne.

Trece sirvientes, en fila de a dos, depositaban frutas y agua en cuencos de oro que echaban sobre las estatuas, para luego repetir la operación con el Faraón y el Sumo Sacerdote que se desprendieron de sus túnicas de lino blanco y agacharon las testas, para recibirlas.

Corría el agua por los suelos embaldosados del palacio como la sangre limpia de males que ellos pretendían que fueran. Bebieron de los cuencos lo que quedaba y libaron delante de los ídolos lo que les chorreaba por el cuerpo. En el exterior, entre las altas columnas de piedra se apelotonaban los que querían ver a su rey en todo su esplendor, antes de salir a las calles que llenarían de tenderetes y puestos de casas de compra y de venta para seguir con la que siempre fue su costumbre.

Ramaj se retiró porque debía terminar de esconder el libro de Seth antes de que alguien descubriera el contenido y la cizaña se apoderara de ellos, desatando la codicia y la sed de poder. Sus largos ropajes le impedían caminar con la rapidez que deseaba, rozando las losas que se veían nuevas de mármol rojo y porfirio. Miró atrás, como si el demonio mismo le siguiera los pasos, y únicamente después de estar seguro de hallarse a solas pronunció conjuros olvidados que ataban el libro para tenerlo en seguridad durante cinco siglos.

Negro y brillante se mostraba el libro de Seth, y el Sumo Sacerdote lo abrió una última vez antes de encerrarlo en su cárcel de piedra y conjuros. En sus páginas se hablaba de tiempos en que, en Babilonia, se pronunciaban palabras obscenas que se referían a dioses crueles que premiaban a sus acólitos con riquezas sin fin, y también de poder que no era de hombres. Escritas estaban con oro y plata sobre metal pulido como si azabache fuera. Cada pesada página era como un mundo al que viajar de la mano de señores que gobernaban al hombre sin este saberlo. Ha sido, desde aquel infausto día, un dolor terrible el que azotara a quienes tuvieron la mala idea de adueñarse de él, como si esto fuera posible para un mortal. Ahora él lo cerró con temor a ser captado por su inmenso poder, dejándolo en medio de la mesa en la que antes depositara hierbas y polvo negro para efectuar el conjuro que lo retendría un tiempo, hasta que un hombre sabio lo destruyera para siempre y no habría de ser servidor de Amón ni de Seth.

El humo que salía de allí olía tan mal que asustaba a quienes por debajo servían como soldados del Faraón en pie firme, sin apartarse de sus puestos por ello. Un cofre de madera cubría el libro y Ramaj hizo llamar a dos hombres para que lo cargaran entre ambos, para dejar que resbalara por un conducto que conducía a las entrañas de la tierra. Así desapareció el libro de las manos temblorosas del Sumo Sacerdote, que pudo respirar tranquilo sin saber que de esta manera había condenado a una muerte cierta a hombres que nacerían en siglos posteriores. Rezó a sus dioses, agradecido por haberse librado de aquel peso tremendo que lo aplastaba, y después echó especias olorosas en los pebeteros que permanecían apagados para así mostrar su alegría. Estaba al fin libre del poder omnímodo de aquel dios que comandaba las fuerzas del submundo donde hacía reinar a Apofis, la serpiente enemiga de Osiris.

Tres acólitos penetraron en la cámara del sacerdote a unas palmadas suyas y recogieron los derelictos de su acción ante la mesa de conjuros. El Sumo Sacerdote se retiró seguro de que ahora y no antes, el Faraón podría al fin descansar de su exilio forzado por el poder creciente de la Roma de Oriente en manos de Justiniano.

Del lago comenzaron a salir brazos que serían canales acequias para regar los campos y dar alimento a sus moradores, hasta que el fin les llegara de manos de la naturaleza que no distingue entre unos y otros.

Una ciudad egipcia cobraba vida en las abruptas montañas persas, a espaldas del mundo que evolucionaba a gran velocidad sin contar ya con el que fue el imperio de más larga duración de la historia con casi tres mil años.

El faraón Kemoh paseó entre las callejuelas de casas de adobe endurecido al sol, y contempló a su pueblo absorto en su acomodo. Fue entonces cuando recibió la visita de su Sumo Sacerdote Ramaj que, con gesto adusto, lo llevó hasta el templo para comunicarle el resultado de sus consultas a los dioses.

—Debes saber, mi señor Kemoh, que no es del agrado de los dioses que sigamos viviendo en tierra de otro rey que no sea la de Egipto. Han decidido darnos un tiempo para regresar pues, de lo contrario, solo tendremos quince años para vivir en esta tierra.

—¿Por qué…? Solo tratamos de sobrevivir, de tener paz en una tierra que nos dé cobijo y alimento —se quejó Kemoh.

—Solo en tierra de Egipto deben vivir los hijos de Ra, mi señor, y es allí donde se les puede proteger de otros dioses que desean poseer a sus hijos.

—Entonces, no tenemos opción… y el pueblo debe saberlo, tiene derecho a elegir. Yo me quedaré en esta tierra, pase lo que pase; eso está decidido. Estoy fatigado por tanto viaje y no deseo sino vivir con tranquilidad el resto de mis días. «Ah, si estuviera aquí mi fiel Nebej…» —pensó el Faraón, casi en voz alta.

—Majestad, si hacemos algo así podemos sembrar el pánico entre tus súbditos, y el resultado puede ser catastrófico… —avisó el Sumo Sacerdote en tono de súplica.

Kemoh arrugó la frente con preocupación.

—Aun así, es mi deseo que se comunique al pueblo este dato que será decisivo para el futuro del pueblo que me ha tocado dirigir en tiempos revueltos y críticos como son estos —decidió con afectada gravedad.

—Tu deseo, mi señor, se cumplirá como si el mismo Ra lo requiriera de mí. —Se inclinó Ramaj, decepcionado por la falta de respeto del rey y la escasa influencia que su decisión demostraba.

Tres días más tarde, en la plaza pública que se abría ante el palacio como una ostra que encerrara su mayor tesoro en vasos de oro, el pueblo se congregaba como uno solo para escuchar lo que de antemano consideraban ya malas noticias de su monarca.

—Pueblo egipcio, hijos de Amón y de Ra, hoy he de comunicaros una noticia que pondrá de nuevo en el filo de la vida a todos nosotros. El Sumo Sacerdote Ramaj me ha comunicado que los dioses no aprueban nuestra marcha de Egipto y habríamos de marchar a nuestra amada tierra para recibir el final de nuestra nación a manos del tirano de la nueva Roma de Oriente… —Un abucheo general se oyó como el sonido de muchas aguas en tumulto—. No me iré de esta tierra que el Rey de Reyes nos ha cedido. El que desee volver, será recompensado con oro para que rehaga su vida y con lo necesario para que el retorno sea seguro. Yo me quedo con los que decidan hacerlo.

Un revoloteo y los aspavientos de muchos que consideraban un dios a su Faraón, se elevaron en el aire para llenarlo de gritos y lamentos una vez más. Tras esto, todos se quedaron muy callados, como si ya se dieran por muertos y esperaron que hablara otra vez su soberano.

—¿Cuántos desean marchar a Egipto de regreso? —quiso saber este—. Que alcen sus manos sin miedo.

Ni una sola mano se alzó sobre las cabezas de los allí congregados y el Faraón sintió que ganaba una batalla a los dioses mismos. Desde aquel mismo día él y sus súbditos resultarían ser uno solo, una única voluntad. Sin embargo, Ramaj se sintió menospreciado y consideró la idea de marcharse de donde no era útil. Así las cosas, el faraón Kemoh se acercó a él y tomó sus manos entre las suyas como lo haría un padre con su hijo amado.

—No te lamentes —le pidió con tono afable—. Es este un pueblo cansado de errar, y harto de dioses que no lo defienden de sus enemigos cuando más los necesita. Solo les queda un dios y es demasiado pequeño en poder y gloria como para vencer a la Roma de Justiniano.

—Tú… —casi le susurró Ramaj.

—Sí, amigo mío, yo que solo sé conducir a un pueblo aterrado y dolorido, fatigado por el destino. Quédate con nosotros, y sé parte del destino que nos labremos como un solo hombre.

El Sumo Sacerdote sonrió al fin, y alzó la testa agradecido de no ser repudiado por su pequeño dios hijo de Ra.

—Me quedaré con los míos y con mi rey, que será nuestro guía, capaz de conducirnos más que dios alguno a través de caminos seguros.

—¡Ramaj! ¡Ramaj! ¡Ramaj se queda con nosotros, hijos de Ra! —gritó el Faraón como nunca antes, para animar al pueblo y a sí mismo.

Un coro de voces graves y agudas le sirvió de eco, y elevó un cántico al Cielo en acción de gracias a sus dioses. La ciudad resultó ser del agrado de quienes ahora vivían en el lago que se conocería como Orumiyeh, en el noroeste del actual Irán. Entre las llanuras inmensas y las montañas circundantes aún vivirían muchos años antes de concebir una manera de resultar inmortales en el tiempo, y poder traspasar sus conocimientos a generaciones no nacidas. Pero las aguas del lago que les daba la vida se irían salando con el tiempo, y lo sentirían como una maldición que les sobrevenía de los dioses a los que habían desobedecido.