En el desierto de Sudán
Dejando atrás el Wadi Amur, y siguiendo siempre hacia el noreste, Alex Craxell trazó una recta lo más derecha posible en las arenas del antiguo Imperio Meroíta. Su destino era ahora el golfo que abre al mar en Dunqunab. Allí deberían hallar algo que les revelara de manera definitiva el enigma que iban desentrañando a pedazos según avanzaban por los territorios de la Candace. Llevaban atrás las losetas que bailoteaban al son de la marcha, desesperando a Salah, quien veía cómo se descomponían los tesoros hallados en el apilamiento terroso que encontraran cerca de aquella olvidada aldeúcha.
—No te alarmes que no se dañarán en absoluto, las necesitamos enteras y después las enterraremos durante un tiempo antes de entregarlas a las autoridades de Sudán —lo tranquilizó Alex al natural de Egipto, al ver cómo este volvía la vista hacia el cargamento de losas con escritura impresa en ellas desde hacía siglos—. Por lo que he podido ver en una de las líneas, parece que los restos del pueblo egipcio salieron de algún lugar de la costa, resguardado de la vista de enemigos a los que ya no eran capaces de hacer frente. Descansaremos a la caída de la noche, que ya está cerca, y las extenderemos para confirmarlo.
El todoterreno trotó por las arenas levantando nubes de polvo de cuarzo, y se paró en espera de que el sol huyera del cielo y se sumergiera en el submundo de Apofis. Cuando la luna hizo su aparición estelar, descargaron las losetas y las extendieron en la todavía caliente arena, sobre unas mantas. Las hileras de a tres fueron siendo leídas despacio como deleitándose con ello.
—Aquí dice que el último faraón se acogió a la espera de… No, no puede ser eso. A… la misericordia, sí, eso quizás sea… a la misericordia de… Está borroso, pero diría que es un nombre real… ¿Qué te parece a ti, Krastiva? —preguntó a su pareja.
La rusa se acercó y leyó atentamente, con una lupa para aumentar los signos y ver algún rastro de letra o signo que no estuviera borrado del todo.
—Yo diría que sí, que es… —habló como consigo misma—. Parece una A… Creo que hemos dado con lo que buscábamos, pero habremos de tener paciencia. Han pasado muchos siglos, y debemos dar gracias de que no está todo destruido.
Bajo las titilantes estrellas, en medio de la inmensidad del desierto sudanés, la escritura de un imperio que desapareció por completo tras dejar su impronta en la historia, desplegaba sus conocimientos en el suelo por el que un día el faraón Kemoh vagó en busca de una alternativa para su pueblo, amenazado por el poderoso Justiniano, que se extendía como una plaga por el mundo recordando la tiranía de Roma, y confiriéndole vida a la bestia que era el ejército de Bizancio. Alex y Krastiva, ayudados por Klug Isengard, que demostraba saber qué era lo que tenía enfrente, desentrañaban los secretos que un día fueron asuntos conocidos por el pueblo en general.
Las lanzas de… una… —Dubitativo, Craxell se encogió de hombros—. No sé qué coño pone en esta parte de la loseta, porque se encuentra en muy mal estado —resumió antes de que su esposa y el austríaco se acercaran para examinarla.
La periodista rusa se ató el pelo en una cola de caballo y se inclinó ante la loseta con infinita paciencia, releyendo cada signo para deducir, por el contexto, qué era lo que quería transmitir. Para ella, descubrirlo suponía un reto que superaba cada día junto a Alex, quien era en realidad el experto en aquel tema.
—Yo diría… que se trata de un símbolo que se refiere a un edificio, ¿un palacio quizás? —Lo miró anhelante con sus increíbles ojos, pidiéndole ayuda.
Alex, en cuclillas, tomó de su mano un pedazo que estaba suelto de la parte principal de la loseta y se concentró en él. En efecto, aquello era algo así como un cartucho del tipo de los egipcios aunque unido a un cuadrado, y dentro había tres signos iguales, tres ibis. No estaban bien definidos, pero aquello marcaba de alguna manera la ubicación de un palacio o de un templo en su defecto.
—Podría tratarse de la ciudad de la Candace, pero no debemos hacernos ilusiones —precisó el marchante de obras de arte—. También puede ser un centro religioso como el de Napata… —Pensativo como estaba, se acarició la barbilla—. Psché, qué sé yo, incluso otro desconocido por nosotros.
—Pues yo creo que hemos dado al fin con la situación de la ciudad que andamos buscando. Si no, no tendría razón el esconder esas losetas con tanto cuidado —aventuró Klug, que hasta ahora había sido el menos entusiasta.
Alex Craxell sonrió condescendiente y no respondió; prefería que la moral estuviera alta a que la indiferencia se apoderara de ellos y la apatía hiciera mella en su ánimo.
—Es hora de situar esa ciudad en el mapa y enterrar esas losetas en lugar seguro, hasta que las podamos trasladar a un museo en Jartum —propuso pensativo.
¡Como habían cambiado sus expectativas respecto a los objetos hallados! En otros tiempos, no tan lejanos, se hubiera apropiado de las losetas y las hubiera vendido al mejor postor en alguna subasta clandestina. Pero esta vez el ambicioso papa de Roma lo había provisto de medios generosos para la búsqueda, y no necesitaba dinero como en otras ocasiones en las que lo crematístico primaba ante cualquier otra previsión.
Entre Alex y Krastiva, a los que ayudó Salah, cargaron en el todoterreno las losetas. Entretanto, Abul se encargaba de preparar café para calentarse todos un poco, pues la temperatura comenzaba a bajar de un modo espectacular. Klug, que se encontraba con uno de sus cambios de humor, tan habituales en él que ya no extrañaban a ninguno de sus compañeros de aventura, comenzó a explicarles el porqué de aquellas losetas y la razón por la que él creía que fueron ocultadas.
—Es más que posible que al ver que la ciudad se iba quedando sin habitantes, el Sumo Sacerdote pusiera por escrito los sucesos que se describen en ellas y los escondiera en lugar seguro; quizás como una advertencia para posteriores ocasiones en que a alguien se le ocurriera poblar esa zona maldita por la muerte de la Candace. Si es como yo supongo, entonces estamos más cerca de lo que creemos de su centro de poder, la ciudad de la señora de África.
—Eso querría decir que, si nos esforzamos un poco más, entraremos bajo el dintel de la muralla en pocos… ¿días…? ¿horas…? —le preguntó de manera retórica Alex, y añadió enseguida—: Salgamos de esta trampa de arena de momento, y veamos qué hemos de hacer para conseguir ese objetivo.
Abul y Salah se les acercaron con dos termos de café y les pusieron en las manos unos vasos de plástico para que hicieran un descanso mientras dilucidaban sobre qué hacer.
—Por lo visto, esas losetas eran la máxima prioridad —opinó este último—. Son más importantes de lo que parecía en un principio.
—Así es, Salah —convino Craxell—. Nos conducen directamente a la ciudad de la Candace, y hemos de llegar antes de que esa tropa de salvajes lo haga para dejar su violenta huella en ella… ¿Comprendes?
—Sí, comprendo —le respondió el taxista, retirándose.
—¿Y yo qué puedo hacer para ayudar? —inquirió Abul, que se veía impotente hasta aquel momento por no poder colaborar de una forma u otra.
—Tu momento llegará. Considera que eres nuestra reserva de energía, algo realmente importante, hijo —lo trató paternalmente el de Londres, pasando luego su brazo izquierdo por el hombro del muchacho.
La sonrisa de Abul lo devolvió a la realidad y Alex, tras revolverle el pelo y simular golpearle en un dos-uno de boxeo, lo ayudó a subir en el todoterreno, para escapar de la nada que reinaba en aquel desierto los cinco compañeros de búsqueda. El reloj les marcaba el tiempo con un tic-tac imaginario que no daba tregua.
El motor ronroneó como un gato, y tierra y piedrecillas salieron despedidas a causa de la potente tracción trasera del auto que se deslizó sobre ella con rapidez, como una mota de polvo en medio de una alfombra y de césped verde oscuro. La ciudad de la Candace estaba muy cerca, tanto que la podían casi oler. Miraron con atención todo en derredor, para escrutar el terreno en el que se movían y no perder cualquier pista que les indicara que habían llegado a su meta.
Abul abría sus ojos negros igual que esferas brillantes que se adaptaban al medio ambiente, como diseñados por una mano maestra, para que nada les pasara inadvertido. Su pelo ensortijado hablaba de unos ancestros que cruzaron con sus caravanas el desierto y la sabana en largos recorridos cargados de especias y marfil, con telas de rica hechura y oro de Nubia para adquirir materias primas. Quizás por eso mismo el chico detectó una protuberancia en la nada misma, y gritó en su lengua materna con entusiasmo.
—¡Allí! ¡Allí! ¡Está allí! Lo veo. Es una duna que no encaja con el resto. Es algo cubierto de arena.
Craxell miró en la dirección que le señalaba Abul, y volvió la vista hacia su mujer con un encogimiento de hombros que evidenciaba su incapacidad para ver lo que sin duda el mozalbete divisaba con sus ojos, mucho más acostumbrados al desierto abrasador y su cegadora luminosidad.
—Yo… no veo nada, Abul… ¿Dónde dices? —quiso saber Krastiva.
—Allí, entre aquellos bultos que crecen entre las dos dunas que se cruzan —le indicó el egipcio, con el índice diestro delante de su cara.
—Yo veo otra duna… —La gran reportera de la revista Danger negó con la cabeza—. ¿De verdad crees que es diferente a las demás? No es que dude de ti, pero mis ojos no son como los tuyos, que día a día ven cosas que los europeos no podemos ver… ¿Comprendes? —trató de explicarle para no herir su sensibilidad.
—Sí, pero mira más atentamente y lo verás cómo lo veo yo —insistió el muchacho.
Krastiva Iganov hizo lo que él le pedía, y poco a poco las dunas le entregaron su secreto para que viera la diferencia entre las que se elevaban entre la tierra verde y los arbustos y el bulto que no encajaba entre ambos. El paisaje, mezcla de sabana y desierto, engañaba a quien no sabía mirar. Unas piedras sobresalían debajo de unos arbustos que crecían ladeados y parecían ir a caer en cualquier momento. Alex se acercó y se pegó a la rusa, sintiendo la tibieza de su cuerpo contra su hombro como cuando empezó a trastornarle los sentidos en la anterior aventura, cuando se conocieron. Ella se volvió un poco y le sonrió con complicidad, a la vez que agrandaba sus increíbles ojos verdes. Después, no tardó en ver lo que para Abul resultaba tan evidente.
—Pues es verdad… Se ven como escombros saliendo de debajo del montón de arena y arbustos. Vayamos y examinémoslos.
El sudor comenzaba a hacer su aparición, y bajo los brazos de Alex se marcaron unos cercos húmedos que al poco tuvieron su réplica en los de sus compañeros. Los cinco transpiraban, secándose el agua que escapaba de sus cuerpos con el dorso de sus manos. Bebieron de sus cantimploras y se acercaron en círculo hacia el lugar. Abul se quedó algo atrás y esperó a que Alex sacara los primeros restos, pues no deseaba estropear nada tan valioso como las losetas que transportaban en el todoterreno. Aquello debía ser de mayor importancia y quizás incluso fuera una entrada a la ciudad de la Candace. Krastiva tiró suavemente de un extremo de algo que parecía una vara de metal y parte del promontorio se desmoronó ante sus ojos, como tierra fresca.
—Lo siento, esto está como… —La eslava dudó unos instantes— como si alguien lo hubiera tapado recientemente con escombros de adobe y ramas. Esa era la razón por la que veíamos cómo los arbustos parecían crecer de lado. Es que los han colocado sobre los restos a propósito.
—Los nómadas que pasan por esta zona son muy supersticiosos, y puede ser que lo cubrieran para no despertar a los espíritus malignos de la sabana que moran cerca de este lugar —dijo Abul, que lo había leído en sus libros en la ciudad copta.
—Eso tiene sentido… Sí, creo que se acerca mucho a la realidad —lo apoyó sin reservas Alex Craxell.
Durante los siguientes cuarenta minutos sacaron de debajo de los improvisados escombros dos objetos alargados de metal oxidado que enrollaron en tela para depositarlos en una bolsa de piel flexible. En el suelo, un agujero de un metro de diámetro les mostró una oscuridad impenetrable que parecía descender hasta los confines del averno mismo.
—Puede ser que hayas acertado, amigo mío —concedió Alex, que agregó—: Esto parece una entrada a alguna parte; a dónde, no lo sabemos… —Suspiró—. Vamos a ver si la ensanchamos de alguna manera.
El extraficante de obras de arte, con el nerviosismo típico en él cuando descubría algo de relevancia, se aprestó a excavar con una paleta que le pidió a Abul, quien transportaba su instrumental siempre metido en una bolsa de piel marrón, ya desgastada por el uso. El chico la buscó dentro, de rodillas sobre el suelo verde amarillo, con las dos manos, y se la entregó con una sonrisa. Era el que había hecho el descubrimiento del sitio, y eso le engrandecía a él que hasta hacía poco miraba al suelo tímidamente sin atreverse a decir palabra.
El agujero se agrandó considerablemente, y unos escalones de piedra tallada les pidieron con su sola presencia que bajaran a su reino escondido de los avarientos ojos de los que buscaban sus tesoros, aunque sin hallarlos jamás.
—Tenemos que bajar y dejar la entrada disimulada para que no nos sigan —les sugirió Alex a sus compañeros de aventura arqueológica, temiendo que se negaran a bajar por aquel agujero oscuro y siniestro que no sabían qué les depararía más abajo.
Salah, casi tan blanco como la cal, se negó a bajar, y miró a Alex como temiendo su reacción.
—Prefiero quedarme y guardar el todoterreno y las losetas que tenemos a bordo de él —avisó con gesto muy pronunciado.
—De acuerdo… —le sorprendió Krastiva, adelantándose a su marido en dar una respuesta definitiva—. Quédate aquí porque nos vendrás más que bien guardando la entrada. Me quedaré más tranquila en ese sentido.
Alex, Abul y Klug, que no había abierto la boca, se miraron y asintieron con la cabeza, dando así su beneplácito en aquella cuestión. Alex dio la vuelta y, de espaldas, se metió en la hendidura, desapareciendo tragado por ella al poco. Tras él bajó el de Viena, que a duras penas pudo caber en él, para él, estrecho agujero, y acto seguido descendieron la rusa y Abul. A una orden de Craxell, Salah tapó con ramas y arbustos la entrada y se fue sin más, dejándolos allí para volver el día convenido a la hora que le había pedido aquel.
Las paredes olían a moho y a humedad, y aquello era tan intenso y desagradable que a punto estuvieron de vomitar. Casi no podían darse la vuelta en el foso en que se hallaban, y por eso tardaron una hora larga, que a ellos les parecieron tres, en llegar al fondo. Una vez allí, encendieron una linterna cada uno, recorriendo con ellas las paredes. Ni rastro de signo alguno ni de escrituras antiguas… nada de nada. Por un momento creyeron haberse equivocado pero, al avanzar más, un recoveco, hecho por la mano del hombre, los animó a continuar sin desmayo, pues les decía a las claras que iban por buen camino.
—Si en algún momento los habitantes de la ciudad creyeron que resultaría práctico realizar un túnel de escape, no se entretendrían en tallar ni pintar nada que diera pistas a sus perseguidores… —dedujo en voz alta y con toda coherencia, Alex Craxell, que de esta forma se tranquilizaba a sí mismo.
—Eso quiere decir que en lo que sí pensarían entonces sería en colocar trampas… —auguró el vienés en tono muy sombrío, que transpiraba a pesar del frío que reinaba en el interior del estrecho pasadizo de tierra y roca cortada a pico.
—Muy animador, Klug… Tú, como siempre, en tu línea —le reprochó Alex, que, obviamente y dada su experiencia, ya había pensado en aquella posibilidad sin decir nada para no desmoralizar a sus acompañantes.
—Una vez leí en un viejo pergamino que me dejó Mehmet, que los etíopes creaban corredores subterráneos en tridente para despistar a los que los acosaban —apuntó Abul, que amplió sus conocimientos—: La salida era indefectiblemente la de la derecha, pues creían que los espíritus se marchaban al submundo de Apofis por el centro, y la izquierda, era por donde se iba a la morada de los dioses.
—No, si este chico nos acabará siendo imprescindible. Os lo digo yo… —Krastiva, cuyo bello rostro cruzó una mueca furtiva, trataba de quitarle importancia a las palabras de Klug con algo de ironía positiva.
—Al fondo veo algo, como…agujeros… —anunció Alex, ya con el ánimo encendido.
—Esos deben ser los tres corredores de que ha hablado Abul —se apresuró a decir la reportera antes de que Klug lo echara a perder con su habitual pesimismo.
Efectivamente, ante ellos se abrieron tres entradas bajo tres arcos en los que tres símbolos indicaban algo que ellos, de momento, no acertaban a comprender. En la del centro, una serpiente se alzaba del suelo sobre un cuerpo de un hombre tumbado; en la de la derecha, un sol radiante, en forma de disco solar, reinaba en soledad; y en la de la izquierda, estaba el símbolo del faraón, algo que no solía aparecer en lugares como aquel.
—Tenías razón, Abul. Aquí hay tres entradas. Lo que no tengo claro es que sea tan fácil elegir correctamente. —Craxell lo miró en busca de ayuda, por si aún sabía algo que les pudiera ayudar, pero todo lo que recibió del muchacho fue un encogimiento de hombros a modo de lo siento, no sé más.
—El sol —comenzó a descifrar Krastiva, muy concentrada en la labor— puede indicar que verás el sol si vas por ahí… —Señaló con el mentón.
—O que no lo verás más —comentó Klug, en marcado tono fúnebre.
Krastiva lo fulminó con la mirada, sin dignarse a decirle nada.
—El faraón es lo que me despista… —prosiguió ella— pero Apofis está en el del medio, lo cual ya me echa para atrás… Veamos… —Movió la cabeza arriba y abajo—. Si vamos por el que nos indica el sol, puede ser tanto bueno como malo ir por él, pero el del faraón… No pondrían ese signo tan sagrado para que significara muerte, ni aún por seguridad… —dejó caer, mirando a los tres varones que la acompañaban.
—Eso es cierto, no lo harían en este caso que simboliza la realeza de la Candace —convino su esposo.
—Entonces, lo que normalmente era la entrada para los espíritus es en este caso la entrada a la ciudad —concluyó la rusa.
—Tiene sentido, pues si sus enemigos conocían su manera de obrar, nunca elegirían el que se supone es la salida de los demonios del submundo… —apostilló Klug, sonriendo al fin.
—Vayamos por este, pues… —propuso la profesional de la información.
Enfocaron las linternas hacia adelante, en prevención de que se hubieran equivocado, repasando las paredes en las que tampoco hallaron reseñas de que fueran por buen o mal camino. Tardaron dos horas en salir a un lugar en el que unas empinadas escaleras de tierra aplastada, con refuerzos de madera, ascendían a una trampilla que cerraba el paso. Alex y Abul empujaron y un chorro de luz los cegó al penetrar en el estrecho pozo que era el sitio por el que subían de dos en dos, muy apretados. Salieron a la superficie, y así se hallaron en una tierra fértil de verdes campos con árboles salpicando el paisaje, y animales que, en manadas, trotaban a la carrera, atronando con su potencia el aire a la vez que levantaban enormes polvaredas. Eran manadas de cebúes y cebras, y alcanzaron a ver algunos elefantes que comían de las hojas altas de los árboles.
—Parece una zona distinta de África, pero no puede estar demasiado lejos del sitio del que venimos —comentó Alex.
—Sí, pero mira allí… —señaló Krastiva con una mano extendida—. Está rodeado de montañas no muy altas, pero que lo rodean impidiendo ver desde el otro lado.
—Es cierto… —intervino Klug—. Son los montículos que se veían a lo lejos desde la llanura de la sabana, donde se mezclaba con el desierto, que dejaba de dominar, para dar paso luego al verde de las praderas africanas. —El grueso anticuario miraba sorprendido por el ingenio simple y práctico de los que se escondían a la vista del mundo externo, sin ocultarse de ellos.
Caminaron, primero como robots, y más tarde con la ligereza que da el saberse no observados, para penetrar en el territorio de la última Candace, la poderosa y sabia Amanikende. Ahora, delante de aquellos restos que se escondían entre la maraña de tierra y ramas que crecían sobre ellos, vieron que una ladera de empinada pendiente descendía hacia un anchuroso valle en el que se alzaban las ruinas de lo que fue, sin lugar a dudas, la ciudad de la Candace.
Bajaron resbalando a tramos que, alisados por la erosión, semejaban ser espejos brillantes, pero también eran peligrosas rampas por las que rodar si no tomaban las precauciones debidas. Dos torreones, uno de los cuales todavía se conservaba bastante bien, se irguieron ante ellos como guardianes de una misteriosa maldición tan antigua que fue olvidada por el padre tiempo antes de que el mundo conociera la civilización. El dintel de la entrada, ya a medio derrumbarse, les permitió no obstante pasar por debajo antes de caer ante sus desorbitados ojos y sus palpitantes corazones. Hizo un ruido estruendoso, y los escombros desprendieron una enorme polvareda que se elevó varios metros del suelo. En el interior, un complejo edificio de piedra se mantenía casi completo, y las dos hojas de madera, que en algún tiempo debieron resultar recias y reforzadas con adornos de cobre y bronce, aparecían caídas y destrozadas por animales que las habían hollado sin tener en cuenta su dignidad real.
—Es maravilloso; fascinante más bien, diría yo… —acertó a decir Alex en voz baja, con miedo de provocar un nuevo derrumbamiento—. Estamos en el palacio de la Candace. Miró en torno suyo, contemplando con reverencia los restos de muebles y los derrelictos de una lucha terrible entre los siglos inmisericordes y las piedras leales a la señora de África.
—Subamos a las dependencias superiores a ver qué encontramos allí… —sugirió Krastiva, que soñaba con ver de cerca las habitaciones privadas de aquella sabia mujer y conocer de ese modo sus más íntimos secretos.
Sin decir nada más, los cuatro ascendieron peldaño a peldaño los escalones tallados en círculo que se perdían en la altura de lo que era en realidad un torreón cuadrangular. Este se abría en el centro en un hermoso patio en el que fuentes sucias y desconchadas hablaban de su esplendor pasado, cuando delgados surtidores de agua ascendían con alegre sonido entre parterres de flores exóticas y plantas tropicales. Grandes arcos de medio punto circundaban, a modo de claustro, las cuatro paredes, y Alex creyó penetrar en un mundo en el que parecía que, de repente, aparecería una persona encargada de su mantenimiento, invitándolos a sentirse como en su casa.
Pero, obviamente, nadie hizo acto de presencia y solo los relieves hablaron por sus creadores. Vieron combates entre lo que reconocieron como romanos y algo similar a egipcios. Y ello les demostró que al fin se hallaban en el sitio correcto.
—¿Veis lo que hay aquí? —preguntó el marchante del Reino Unido—. Es una escaramuza entre romanos y meroítas, no cabe lugar a dudas. Es de una belleza singular… Está terminado en marfil y, como resulta lógico, se halla sucio… —Pasó la mano para limpiarlo un poco—. Pero, a pesar de eso, merece estar en un museo de los más importantes.
Junto a él se apiñaron sus compañeros de aventura, para admirar ipso facto el extraordinario trabajo de aquellos escultores que yacían en el recuerdo de la historia, tan desagradecida a menudo. Tres más aparecieron al desempolvar la pared con una brochita de maquillaje de Krastiva. Se trataba de un tríptico en el que se desarrollaba la escena completa. Enmarcado exquisitamente con una filigrana, delicada cenefa que cercaba el rectángulo, evidenciaba la tecnología de la que disfrutaban en el palacio real y, asimismo, de la destacada sofisticación alcanzada en su época.
Siguieron su ascenso hasta llegar a la terraza desde la que se divisaba la tierra que perteneciera a la indiscutible señora de África.
—Esta vista calma el espíritu… —afirmó Alex, aspirando una bocanada de aire que llenó sus pulmones—. Me quedaría a vivir aquí si me lo pidieran.
—Eso pensaron los meroítas, y ya ves… —continuó Klug, en su línea lapidaria.
—Nada debería alterar este lugar en el que se guardan los secretos de la Candace. Sería como profanar un templo —agregó Krastiva, que deseaba preservarlo al precio que fuera necesario.
Durante las dos horas siguientes recorrieron el palacio, parándose en los sitios en que aún se conservaban restos en buen estado, ya fueran estos de relieves o de estatuas, incluso de pinturas medio borradas. Se sentaron en el patio y, tras limpiar una de las fuentes, la miraron con ternura propia de arqueólogos. Era una auténtica obra de arte. Por el suelo se veían hojas de árboles resecas, ramas y polvo de siglos. Una brisa suave penetraba desde afuera y barría el patio como si se lo hubiera encargado un antiguo dios, olvidado de los hombres. Fue entonces cuando Klug creyó haber dado con algo, incierto todavía, pero con algo de relevancia.
—Si el viento viene de adentro… entonces es que existe un pasadizo que lleva a alguna parte. —Miró a sus compañeros, inquiriendo de ellos respuesta.
—Sí… sí viene del interior, sí. Veamos de dónde llega ese aire fresco… —propuso Alex, sacando unas cerillas que orientó en varias direcciones hasta que una de ellas se apagó. Los miró con una sonrisa de triunfo en la cara y les dijo con tono apremiante—: Por aquí… Venid, que es por aquí.
Se pegaron a lo que en un principio era tan solo un lienzo de pared pétrea, y Alex encendió otra cerilla para asegurarse. Cuando esta se apagó otra vez, palpó la pared hasta que uno de sus dedos dio con un resorte oculto en uno de los sillares, que se hundió al instante. Un chasquido siniestro se produjo, y todos rogaron para que no se tratara de una trampa. Pero, por el contrario, una estancia de enormes proporciones se abrió como por ensalmo ante sus desmesurados ojos. Se hallaban en el salón del trono de la Candace.
—¡Está como se quedó al marcharse! —exclamó la rusa—. Ni el tiempo lo ha tocado… Es… —Apenas inició la nueva frase—. Solo hay algunas telas de araña, y polvo —rectificó, concluyendo emocionada—: Por lo demás, está todo intacto.
Se separaron para abarcar el total del gran salón del trono, y parecieron diluirse en él. Abarcaba unos mil metros cuadrados, y desde afuera resultaba imposible saber qué se encontraba allí. Alex subió los tres peldaños que daban altura al sitial del trono propiamente dicho, y luego limpió la silla de marfil y madera en la que administraba su reino la señora de África. Klug Isengard les habló desde su posición, y un eco le devolvió su voz. Era lo que él deseaba, saber si el fenómeno se produciría o no. En aquel momento no comprendieron su interés en detalle tan nimio para ellos, pero más adelante resultaría esencial para su búsqueda.
Disfrutaron de aquella cámara como solo los niños lo hacen con un juguete nuevo. Incluso les pareció que en cualquier momento iba a entrar y sentarse en el trono la Candace misma, tal era el estado de conservación del lugar. Así las cosas, Alex palpó las paredes en busca de algo que le dijera qué era lo que le ocurrió a aquella gente y, si acaso, hallar una pista sobre el exilio del último faraón.
—Aquí no hallaremos nada que nos conduzca hasta el faraón Kemoh… —Le pareció leer el pensamiento Klug—. Solo era la sala en la que administraba justicia la reina negra de Meroe. Pero si encontramos los papiros en que detallaba sus actividades cotidianas, habremos dado con la pista que deseamos.
—Busquemos entonces esa especie de diario jurídico… —apostrofó Alex Craxell, que a continuación dio una sonora palmada.
—Tiene que estar bajo el sitial mismo, es lo habitual —apuntó el de Austria, que a veces parecía regresar a donde perteneciera, sorprendiendo a sus compañeros.
Todos se miraron atónitos por su seguridad en hallar el rollo de papiros. No supieron si los conducía a sabiendas de adónde iba, o si era pura deducción de experto. No obstante, siguieron sus instrucciones al pie de la letra y, en efecto, allí donde dijo Klug se encontraba el rollo grueso de papiros atados con hilos de seda azules. Krastiva lo cogió en sus manos con reverencia, y se sentó, sin darse cuenta, en el trono de la Candace. Desató el rollo de papiros, y el polvo flotó en el aire haciéndola toser. Klug fue tomando uno a uno los pliegos, según se los iba dando la reportera, y leía en sus líneas.
—Aquí únicamente se detallan las actividades de la Candace durante tres años, y solo contienen datos relativos a… —Torció el gesto antes de continuar—: Espera, espera… Aquí dice que se le otorgó al rey de las dos tierras… Vaya, está borrado. Pero se diría que lo borró alguien deliberadamente.
—¿Y cómo sigue? —lo apremió la eslava—. Quizás por el contexto podamos discernir el resto.
—«En la tierra de los muertos, donde habitan los señores de la noche…». No, no dice nada.
—¡Sigue! ¡Sigue! —exigió Krastiva, quien, en su gran impaciencia, estuvo a punto de arrebatarle los rollos.
—Dice que se marcharon de aquí, pero parece referirse a su pueblo, no al… faraón.
—Pero ¿adónde? —quiso saber ella.
—«A la costa del mar que muerde la tierra…» —Isengard ladeó la cabeza—. No entiendo nada —reconoció con voz hueca.
—Ese mar que muerde la tierra, ¿no podría ser el mar Rojo? —apuntó la rusa.
—Podría, claro que sí —admitió Alex—, pero debemos tener en cuenta que a veces lo que parece tan claro es solo una coincidencia que después resulta una pista falsa. Puede muy bien hacer referencia a ese mar que conocemos como Mediterráneo.
—Sí, es verdad, podría hacer referencia a ese mar y no al Rojo… —admitió la sensual señora Craxell.
—Sigamos buscando en este sitio, que debe haber muchos secretos que nos pueden ayudar más que este rollo —sugirió Klug, mirando a su alrededor.
Se dispersaron por el espacio que era la sala del trono y después tantearon con desánimo cada lienzo, cada detalle esculpido. Un click los devolvió a la realidad y miraron al sitio donde se había producido. Ante un Klug acuclillado, se abría un agujero por el que apenas pasaría un niño de tres años. Oscuro como boca de lobo, y maloliente. Se acercaron y Alex metió la mano en él para palparlo por dentro, tras lo que sacó un paquete polvoriento y mohoso que parecía otro rollo de papiros.
—A ver si esta vez tenemos más suerte. En caso contrario, no daremos con la pista que nos lleve a Irán —se quejó Alex, que emitió un silbido.
Desenrollaron lo que resultó ser otro rollo de papiros todavía más antiguos y, a pesar de las consabidas manchas de moho, leyeron con avidez su contenido. Lo habían protegido con una piel curtida que, una vez cubierta de moho y polvo, resultó ser impenetrable. En esta ocasión fue Craxell el que leyó en voz alta cada signo impreso.
—«Un hijo del sol ha llegado hasta nosotros por segunda vez, y con los que le entregué en cuidado… —se cortó al no poder leer los tres signos que se hallaban borrosos—. Camina, parece decir, a… una muerte el pueblo». No, no puede ser. Se mire como se mire, esto no tiene sentido.
Klug se le acercó y miró de soslayo, y se los quitó para verlos. Luego se los dio a Abul, para leer nuevamente los primeros, por si contuvieran algo que los conectara.
—«El pueblo marcha para no morir…» —afirmó seguro—. Eso quiere decir que tenemos la pista que necesitamos.
Sonaron unos aplausos y todos miraron tras de sí. Allí estaba, en pie y rodeado de su guardia pretoriana, el cardenal Malatti, que veía cómo le hacían el trabajo de campo sin que él tuviera que mover un solo músculo.
Muy bien descrito, colegas… —les habló con marcada ironía—. Por fin tenéis lo que me vais a entregar sin dilación si no queréis formar parte del pasado glorioso de la Candace. Entregad al capitán Olaza los documentos y no tendréis que lamentarlo… ¡Ah! Y creo que ya os conocéis de otra ocasión en que él no quedó muy satisfecho de vuestra actuación… Yo que vosotros, no tentaría a la suerte…
Alex depositó en la palma de la mano diestra del capitán Olaza los papiros, pero solo los que no hablaban del último faraón, pues mientras hablaba Balatti, Abul había escurrido hábilmente los que hallaran en el segundo hueco por entre sus ropas, sin que se diera cuenta un enfático cardenal ocupado en impresionar a sus presas.
—Así me gusta, que seáis buenos chicos. Ahora os quedaréis aquí con la Candace, y no nos daréis más guerra porque esta misión es nuestra —anunció con tono muy sombrío el príncipe de la Iglesia Católica.
—Pues el Papa no parece pensar así, dado que fue él mismo quien nos pidió que diésemos con los rollos que llevan a los libros de Amón. —Craxell lanzó su órdago, en un intento postrero de crear confusión entre los intrusos del Vaticano.
Las palabras del antiguo traficante de obras de arte calaron hondo en el ánimo de Balatti, que se consideraba la mano derecha de Su Santidad, y por ello se volvió contra él con los ojos inyectados en sangre.
—Eso es una vil mentira. —Monseñor escupió su rabia—. Así no conseguirás que dude de Su Santidad —concluyó con voz engolada.
—¡Ja! Yo no estaría tan seguro, comuníquese con él y pregúnteselo. Le sorprenderá la respuesta que le dé.
—Conectaré con Su Santidad en breve, y si me habéis mentido… entonces tendréis tiempo para arrepentiros de veras. —Los amenazó, lanzándoles una mirada asesina.
—Hágalo, cardenal, hágalo y verá cómo la confianza se disipa fácilmente cuando se trata de hallar algo tan valioso como… —Krastiva estuvo a punto de revelar la existencia de dos libros, pero se cortó a tiempo.
—De dos libros y no uno, ¿eso iba a decir, señora Craxell? Lo sé… —se jactó Balatti—. Son dos, aunque el más valioso no es el que contiene los conjuros de Amón, sino el otro… el que revela la fuente de poder más potente que el hombre haya tenido jamás en sus manos, o al menos a su alcance. —Sonreía triunfal, como si ya poseyera el libro entre sus dedos delgados como agujas de coser.
—Entonces, deduzca por sí mismo lo que quiere Su Santidad. —La natural de Rusia remarcó las dos palabras que le conferían el título de Papa con ironía.
Piero Balatti no respondió pues estaba convencido de que una vez obtuviera el libro de Seth, el papa de Roma se haría cargo de él y no lo volvería a ver nunca. Pero aun así, él tenía sus propios planes, que se cocían en una mente perturbada por el ansia irrefrenable de poder. Olaza era el obstáculo que debía salvar, ya que se trataba del perro fiel del Papa y sus guardias con él… Calculó que ya hallaría el modo de librarse de su custodia de alguna manera práctica.
Les dio la espalda y salió de la gran estancia del trono consciente de que daba comienzo una lucha sorda y sin cuartel, en la que el vencedor obtendría el premio mayor, el libro de Seth.
Pero así no pudo descubrir la sonrisa de satisfacción en los labios de Alex Craxell, quien veía cómo la cizaña era sembrada entre sus enemigos con completo éxito. Él poseía aún los papiros auténticos que le dirían la forma de llegar a Irán, a la zona en concreto en la que el faraón Kemohankamón se perdió irremediablemente en las páginas de la historia.
Bajó la cabeza por miedo a ser descubierto en su triunfal expresión, y se quedó esperando al vengativo y cruel. Olaza, como todos los que carecen de espíritu propio. Le pareció extraña la presencia de dos monjas que entraban en la cámara del trono y a las que pudo reconocer por haberlas visto de refilón en el Vaticano, además de por su tocado, que contrastaba vivamente con su indumentaria seglar. Una de ellas se apoderó de los papiros, y Alex rogó al Cielo que no se percatara de que eran otros los que les había entregado. Pareció que lo escucharan desde allí, pues la monja que parecía llevar la voz de mando se los entregó a la otra, quien los guardó como un tesoro en su bolsa de piel de camello.
La tranquilidad de la Candace estaba siendo alterada y, de pronto, como impulsadas por un remoto resorte, dos flechas cortas se clavaron en las carnes de los intrusos. Habían quedado atascadas en sus arcos, escondidas como serpientes, a la espera de una víctima propiciatoria, y una de ellas atravesó limpiamente la pantorrilla de Olaza, para clavarse en la pared opuesta. Un agudo grito de dolor llenó el aire, y así el miedo a lo desconocido se adueñó de todos. La siguiente le dio a la monja que portaba los papiros y la mató en el acto. La punta de la flecha asomó por entre los lechosos y breves pechos de la religiosa, que se miró la herida dándose cuenta al instante de que moría, con la cara descompuesta más de miedo que de dolor.
Todos salieron de aquel lugar como alma que lleva el diablo, pues se volvía malsano por momentos hasta extremos letales, reagrupándose jadeantes en el exterior.
El sargento Delan ayudó a su capitán herido en la pierna a salir pasando el brazo de este por sus hombros, y cojeando, Olaza logró quedar fuera de la sombría sala del trono. Entre dos guardias vaticanos sacaron, casi arrastrándolo, el cuerpo de sor Eulalia que miraba con los ojos muy abiertos al cielo al que sin duda no podría acceder, y la cubrieron con una manta que uno de ellos trajo del todoterreno.
—Esto no puede estar pasando, es como si… —dijo el oficial de la Guardia Suiza, entre gemidos de dolor que lo laceraban como si un látigo invisible lo castigara.
—Si sigue con lo que va a decir, lo dejo aquí en manos del desierto —lo amedrentó Balatti, que lo que menos necesitaba era una explicación supersticiosa de lo ocurrido—. ¿Comprende lo que le digo?
Olaza calló contrariado, y supo desde aquel momento que el cardenal iba por libre. No era tan tonto como presuponían, y estaría al tanto de cada movimiento que hiciera. Los guardias suizos a sus órdenes cavaron una fosa de arena y en ella depositaron el cuerpo del infortunado compañero, cubriéndolo de piedras que les costó encontrar. Balatti pronunció unas tópicas palabras en latín, y se santiguó sin mucha convicción. Dentro de sí se alegraba de que fuera Olaza el que saliera herido, pues era el hueso más duro de roer después de todo. El resto le obedecería por hábito, más bien que por razonamiento. Le dolía sin embargo la pérdida de sor Eulalia, pues era la que conocía al dedillo las escrituras antiguas, y ahí los dejaba tuertos, por así decirlo.
—Tenemos que sobreponernos a este penoso incidente y superarlo. Estamos en territorio desconocido y nos enfrentamos a poderes humanos —remarcó esta palabra— que pueden querer lo mismo que desea Su Santidad, que le entreguemos para el buen discurrir de la Santa Madre Iglesia. —Creyó que una arenga adecuada los ayudaría a levantarse y olvidar, al menos temporalmente, lo acaecido.
La caravana de guardias suizos, con sus ahora prisioneros, se distribuyó en los tres todoterrenos para custodiar de cerca a los que competían con ellos hasta aquel momento. A unos dos kilómetros del sitio, montaron un campamento en el que destinaron una de las tiendas a los prisioneros, que quedaban bajo la custodia de Olaza, quien ya poco podía hacer y, desde luego, no estaba capacitado para seguir a su cardenal a donde quiera que fuera este.
Pietro Balatti se concentraba en desenterrar los secretos de la Candace, ocultos desde hacía tantos siglos, para saber dónde buscar el libro que lo tenía preso de ansiedad.
Lo primero que hizo fue contactarse con el papa de Roma, y comunicarle el feliz hallazgo en tierra infiel. Pero se guardó de dar a conocer el estado real de las cosas. Juan XXIV le reconoció que había contratado a Alex Craxell a fin de eliminar su competencia y que le sirviera de ayuda en su tarea, cosa que no convenció a Balatti en absoluto. Por el contrario, pensó en que el marchante de arte tenía razón en lo que le expuso, y vio que el rey del Vaticano jugaba abiertamente a dos barajas. Por lo demás, la muerte de sor Eulalia le causó una honda impresión al Sumo Pontífice, pues se trataba de una amiga y fiel colaboradora de las pocas en las que podía confiar. Balatti no pudo ver el rostro de su superior jerárquico surcado por lágrimas y contraído de dolor.
Monseñor Balatti se mostró huraño e irascible el resto del día. Le reconcomía por dentro el hecho de tener que darle la razón a Craxell sobre la doblez del Papa. Pero por otra parte, eso le permitía actuar al margen de los deseos de Scarelli y, dado que el libro de Seth era lo que, al parecer, menos le interesaba al Papa, se lo quedaría él como premio a su trabajo. El tiempo jugaba a su favor y, ahora que estaban sobre la pista del faraón Kemoh, no estaba dispuesto a ceder un ápice en su búsqueda. Se alejó caminando con las manos en la espalda y la cabeza baja, pensando, cavilando sobre dónde podría hallarse un sitio tan seguro, que ni con el paso de los siglos, ni aun poseyendo la tecnología de última generación se pudiera descubrir. Recorrió los desolados parajes del sur de Irán con la mente, tal y como los había visto en más de una ocasión en mapas, aunque sin concentrarse en un punto concreto.
«¿Dónde esconder a una multitud sin que se descubra la ubicación de la ciudad en que moran? Esto es de locos. No se puede… No se puede…», se repetía mentalmente una y otra vez, moviendo la cabeza de un lado a otro.
Los guardias suizos, que ahora recibían las órdenes por medio del sargento Delan, conectaban sus ordenadores portátiles al satélite prestado al Vaticano para detectar lugares que figuraran en la memoria que poseía. Solo una extensa cubierta vegetal los rodeaba, como si el verdor de una eterna primavera permaneciera perenne en aquella parte del mundo. El desierto se negaba a cubrir sus secretos con arena, y el viento mismo semejaba abandonar el estrecho valle donde se hallaban.
Sor Eloísa ayudaba en las comunicaciones a los guardias suizos e insertaba programas de fabricación propia que mejoraban su trabajo de detección.
—Nada, no hay más que una llanura eterna que se pierde en la lejanía, donde el desierto hace frontera con la sabana. Sin embargo, la ciudad debería ser detectada por el satélite en toda su extensión. Si no sucede un milagro, tendremos que meternos en esa ciudad en ruinas a riesgo de perecer entre sus escombros —se quejó la monja, que añadió—: Barremos el suelo en todas direcciones y nada de nada. Es como si incluso lo que vemos no existiera. Ni tan siquiera devuelve en el radar la firma de esa cámara secreta.
Delan miró a sor Eloísa, que fruncía el ceño enfadada consigo misma por no ser capaz de hacer bien su trabajo.
La monja se inclinó ante el ordenador en el que Juliano y Bettino trabajaban sin descanso, y tecleó unas letras que le devolvieron un mensaje. Ambos se quedaron perplejos en aquel momento. Ella tenía recursos que desconocían por completo. No se la había reclutado por nada, ni tan siquiera por ser de la mayor confianza del papa de Roma, sino por aquellos secretos que la hacían especial para aquella misión de búsqueda a los ojos del rey de Roma. Sonrió feliz de saber que estaban allí cerca de ella, esperando serles útil. Preguntó a la pantalla por los centros habitados que se situaban en la zona, y la respuesta no se hizo esperar. Aparecieron cinco puntos destacados en rojo perfectamente enclavados en el mapa, que no lograba leer el satélite.
—¿Veis que todo es posible si se confía en el Señor…? —ironizó ella, saliendo después en busca del cardenal Balatti. Era necesario que salieran lo más rápido posible en la dirección que le habían indicado tras unir los puntos de las poblaciones cercanas. De lo contrario, quedarían cercados por quienes los buscaban con denuedo.
Lo alcanzó en lo alto de una colina de césped y arbustos, desde la que solo se veía el horizonte, aunque él miraba sin ver. Únicamente pensaba.
—¡Monseñor! —lo llamó—. ¡Tenemos algo!
—Bajo ahora mismo, sor Eloísa, y dígame qué tienen. Necesitamos avanzar en la dirección correcta.
Alex forcejeaba con sus correas de nailon, para ensancharlas en lo posible y desatarse. Lo mismo intentaban, con suma discreción, Krastiva y Klug. Abul y Salah dormitaban, en apariencia, realizando un intento similar. Los nudos de la rusa comenzaron a ceder al poco tiempo, y miró a Alex para decírselo sin pronunciar palabra, ya que un arqueo de cejas fue más que suficiente.
Olaza, que se resentía de la herida sufrida, apenas prestaba atención a los prisioneros y trataba de dormir algo a fin de olvidarse del dolor. Por eso no se apercibió que Krastiva y Klug se habían liberado de sus cuerdas, y ya soltaban al resto por detrás. La mano de Salah pasó por la nuca del capitán de la Guardia Suiza y lo dejó sin sentido antes de que pudiera saber qué le sucedía. Salieron de la tienda de uno en uno aprovechando que Balatti conversaba lejos con sor Eloísa y el resto de sus enemigos estaba muy concentrado en sus ordenadores.
Los cinco se arrastraron hasta uno de los todoterrenos y, agazapados, se introdujeron en uno para darse cuenta que era el de monseñor Balatti. Alex le hizo un gesto a Abul y a Salah, pidiéndoles que se apoderaran de su todoterreno y estos, tumbados, comiendo arena literalmente, llegaron hasta aquel.
Un ruido de motores alertó a los guardias suizos que dejaron todo, temerosos de haber sido descubiertos y salieron. Dos de los autos se perdían ya en la lejanía a gran velocidad. Un griterío se formó en aquel momento, y Piero Balatti supo que algo iba mal. Regresó para comprobar que habían sido burlados por unos prisioneros que, además, se llevaban parte de sus cosas, entre ellas sus mapas, lo más apreciado para él.
De nuevo daba comienzo la carrera por la consecución de los libros de Amón y Seth. Y esta vez ambos bandos conocían la región en que debían buscar.
—Nos vamos de este país, ya no pintamos nada aquí —ordenó el cardenal, dándose la media vuelta a la vez que pateaba el suelo con rabia—. Ellos nos guiarán hasta el lugar en que nos esperan los libros. Veremos qué hacer para encontrar la ubicación exacta de la ciudad en que moró el faraón Kemoh, aunque creo que lo saben o, al menos, lo han deducido; por lo que ahora es cuando da comienzo la verdadera búsqueda, leñemos que llegar a Irán cuanto antes.
En pocos minutos, todo lo que pudieron guardar en el todoterreno que les quedaba desapareció de la vista. Lo que no cupo, lo enterraron bajo tierra y lo cubrieron con arbustos para no ser detectados por quienes pudieran perseguirlos. Dejaban la ciudad de la Candace para viajar lejos de allí, pero sin saber que sus enemigos daban en aquel momento un amplio rodeo para volver y adentrarse de nuevo en su interior. Necesitaban saber qué se escondía allí tan bien que no lograban dar con ello.
—Es necesario que sepamos por dónde andar cuando estemos en Irán, y eso solo lo sabremos si hallamos las pistas que yacen dentro de las ruinas de la ciudad de la Candace —afirmó Alex, que regresaba dando un movimiento circular al volante y describiendo una parábola que concluía en el campamento ahora abandonado por los sicarios del Vaticano.
Descendieron de los dos automóviles y se internaron otra vez en las ruinas, hasta que estuvieron en el salón del trono de la Candace.
—Bien, ¿y ahora qué? —preguntó Krastiva, con los brazos en jarras, mirando a su pareja.
—Buscad una losa, un relieve, lo que sea, que abra la siguiente puerta o agujero, que nos permita penetrar en el interior del edificio. —Dicho y hecho, pues dando ejemplo, Alex Craxell se puso a trabajar.
Palparon cada centímetro de pared de suelo e incluso del techo, aunque sin ningún resultado positivo. La desesperación empezaba a mellar el ánimo de los cinco cuando a la profesional de la revista Danger se le ocurrió algo.
—Quizás y digo solo quizás, sea la propia Candace la que nos pueda decir por dónde continuar… —Sonrió un poco, y añadió con un deje mordaz—: Llamadlo, si queréis, intuición femenina…
La miraron entre sorprendidos y pensativos, acercándose automáticamente al trono que, aunque vacío, les pareció que aún podría hablar de su dueña tendiéndoles una mano en aquel momento tan crucial. Quitaron las telas de araña que lo recubrían y observaron los dibujos que formaban los relieves exquisitamente labrados por manos hábiles siglos atrás. Soplaron con cuidado de no dañar aquella reliquia del pasado, y después tradujeron la escritura ideográfica que les enviaba un mensaje desde la muerte de la Candace hasta el momento actual. Con las cabezas muy cerca del respaldo del sitial, Alex comenzó a describir lo que él creía era la traducción más aproximada.
—Estos dos egipcios podrían muy bien ser la respuesta a lo que buscamos, pero dudo de que se nos presente tan fácilmente. Y aquí las dos… pueden ser princesas o damas de la corte de la Candace. Lo digo porque tienen en las manos unos cuencos que parecen contener un líquido… —Resopló—. Quizás quiso decir el escriba que la Candace recibía cuidados de médicos egipcios. Si es así, eso nos indicaría que aún se hallaban entre ellos en ese momento los súbditos del faraón Kemoh. Debajo hay cuerpos tendidos como si estuvieran muertos… ¿Será la maldición que asoló esta tierra en aquellos días?
Nadie respondió a su interrogante.
—¿Y qué es esto que hay tallado en los costados del trono? —quiso saber su mujer, que añadió algo ceñuda—: Mira… es como… un éxodo.
—¿Qué…? A ver, a ver… Mmm, me imagino… ¡Es cierto lo que dices…! —reconoció Alex, al inclinarse junto a ella, y tras pasar suavemente las yemas de los dedos para limpiarlo en lo posible y que resultara legible—. Esto confirma que vamos por el buen camino. —Presionó el relieve para dejarlo libre de las telarañas que quedaban.
Un chasquido sonó como un tiro en el salón, que el eco devolvió. Y a este le siguió otro y todavía otro más. Hasta tres se sucedieron sin apenas pausa. Así las cosas, el trono se deslizó, dejando ver un hueco triangular que descendía a las profundidades de la tierra misma. Unos escalones tallados en la roca viva parecían solicitarles que los usaran para descubrir al fin el secreto de la emperatriz negra de Meroe.
—Tendremos que bajar por ahí de uno en uno, pues es estrecho para dos. Yo lo haré en primer lugar —propuso Alex—, y me seguirá Krastiva, y después van Klug, Abul, y Salah. ¿Tenéis todos linternas y pilas de repuesto para ellas? Que no se os apaguen por nada, que no tendremos más luz que la que llevemos, y pisaremos con suavidad paso a paso, siempre sin presionar en ningún lado de paredes o suelos, y menos aún estatuas o relieves si no sabemos qué son ni adonde nos conducen…¿Ha quedado claro?
—¡Señor: sí, señor! —exclamó la rusa, que estaba de excelente humor, como si fuera un marine obedeciendo a su suboficial.
En fila de a uno descendieron, y los círculos de luz de las linternas alumbraron las frías paredes de tierra y roca que excavaran los obreros de la Candace… ¿para qué? Una emoción especial, mezclada con temor a lo desconocido, los embargaba, y por eso miraban en torno suyo, como si estuvieran en presencia de una gran reina que dominara el mundo africano conocido cuando Roma caía, abandonando a su suerte a los pueblos del continente árabe/negro.
El túnel serpenteó como una culebra a la caza de una presa escurridiza y Alex, muy atento a lo que veía de frente, se paró ante lo que parecía el final del corredor terroso.
—Aquí parece terminar… —comentó con calma—, pero tiene que haber una derivación que conduzca a alguna parte… —Palpó la pared del fondo y arañó la de los costados—. No encuentro nada… —Se cortó porque oyeron un sonido como de piedra rozando contra piedra y supieron que el trono se deslizaba de nuevo para ocultar la entrada. Un terror enfermizo se apoderó de los cinco, que de haber podido verse en un espejo se hubieran dado cuenta de la extrema palidez que sus rostros mostraban. Apenas pasados unos segundos de tremenda incertidumbre, la tierra comenzó a desprenderse del fondo a modo de derrumbamiento, lo que aumentó su miedo a quedar sepultados en vida debajo de las ruinas que guardaban celosamente sus secretos.
Se echaron hacia atrás instintivamente, y vieron cómo la luz penetraba desde adentro, para llenar el pasadizo en que se encontraban.
Alex avanzó penosamente entre la tierra que ya le llegaba a los muslos, y asomó la cabeza por el agujero que había producido el derrumbamiento. Ante él, un conjunto de edificios en perfecto estado de conservación bajo una oquedad rocosa lo maravilló.
—No tengáis miedo alguno, que al fin hemos encontrado la ciudad de la Candace. Abríos paso entre la tierra que vais a ver algo increíble —les aseguró a sus compañeros de aventura, con el rostro iluminado por la emoción del inesperado descubrimiento.
Una vez que hubieron pasado al otro lado, se quedaron mirando boquiabiertos aquella descomunal metrópoli escondida de los ojos de los mortales bajo toneladas de piedra que se negaban a caer sobre ella.
—Es fascinante… —resumió Craxell, que estornudó con fuerza tres veces—. Ahora comprendo la razón de que jamás fuera descubierta la ciudad, e incluso que se dudara de su existencia. Se hundió paulatinamente en las arenas, por el propio peso de las rocas a las que le debieron fallar los cimientos naturales sobre los que se asentaba. Quedó semihundida en esa oquedad y, a la vez, la roca la protegió de ser bailada por satélite de búsqueda o tecnologías de otra índole.
—Una ciudad entera que como la de Amón aún sobrevive a los siglos y la devastación que las guerras han producido en otras aún mayores que ella —comentó Krastiva, la cual miraba a lo alto de las dos torres de entrada que se alzaban orgullosas cerrando el paso a quienes hasta ella llegaban. Conservaban dos ventanas que, oscuras, esperaban ser iluminadas por el calor de las antorchas.
—No comprendo nada… Creía que la ciudad era aquel conjunto de edificios soberbios que estábamos explorando cuando fuimos sorprendidos por ese maldito cardenal —ladró Klug, sediento de venganza.
—Y lo eran, solo que la ciudad debió de tener unas dimensiones descomunales y esta parte, que era, según acierto a deducir, donde se ubicaban los edificios imperiales y de los altos funcionarios, se hundió lentamente, por lo que quedó así oculta a la vista y sin posibilidad de ser descubierta hasta ahora —le aclaró Alex, que abrió los brazos en pose teatral.
—En realidad, está tan cerca de la superficie que incluso se filtran algunos rayos de luz… —indicó la rusa—. ¿Veis aquello que semeja ser la luz de una cámara? Es solo la refracción de la luz solar que penetra por allí. —Señaló una capa de arena más delgada, que parecía dorada.
Ante ellos, un suave terraplén descendía hasta las proximidades de las torres, invitándolos a continuar tras la primera y maravillosa contemplación. La arena era allí oscura y estaba apretada, por lo que Krastiva dedujo que había agua muy cerca. Como pequeñas figuras indefensas que el destino guiara hasta aquella remota ciudad escondida de los que moran en la superficie, fueron dejando sus huellas abriendo un camino hecho de pisadas frescas. La distancia, que en un principio les pareció no muy grande, les mostró lo equivocados que estaban. Tardaron media hora en presentarse ante los nobles muros de las dos torres que anunciaban la majestuosidad del palacio de una reina que gobernó África.
La arena se negaba a profanar el santuario de la Candace, y una sensación de reverente respeto les llenó el espíritu. Las dos torres eran del mismo estilo que el que viesen anteriormente, y el dintel tallado reflejaba a dos guerreros de poderosos brazos sosteniendo extrañas espadas y flanqueando a una mujer que identificaron fácilmente como la señora de África. Los cinco, mirando en torno suyo fascinados por el momento y la obra que veían ante sí, fueron entrando para observar un palacio muy bien conservado que daba la impresión de que estaba todavía habitado por los nubios y meroítas. El aire era fresco, cosa que extrañó a Alex, y Abul, aprehensivo como pocos, miraba a su alrededor con ojos saltones, como si el alma de un muerto fuera a sorprenderlo para llevárselo al inframundo. Alex se dio cuenta de ello, y lo estrechó contra sí para infundirle valor. Tendría que explicarle que los muertos no tienen conciencia de nada y que, obviamente, nada pueden hacer a quienes están vivos. Pero necesitaba tiempo, del que no disponían ahora, por lo que lo mejor sería mantenerlo cerca de sí.
Era Klug Isengard el que cambiaba y con una estúpida sonrisa de satisfacción que iluminaba su cara, leía cada signo en busca de algo aclaratorio. Ya no sudaba, y se movía más ligero y seguro que fuera de aquel sitio que se le antojaba a Alex amenazante y peligroso, cosa que parecía ignorar el grueso austríaco. Salah, que se veía inmerso en aquella carrera contra el tiempo y la Iglesia romana, se asombraba cada vez menos de lo que iban descubriendo, dado que a cada paso surgían elementos nuevos que excitaban su curiosidad, y por ello estaba firmemente decidido a continuar más que nunca su carrera interrumpida de arqueología.
Una escalinata de piedra los invitó a entrar en el edificio por sus escalones de mármol rojo, que parecían nuevos. Y con cautela fueron subiendo en fila de a dos. La oscuridad del interior se disipó en cuanto una linterna apuntó a su corazón, iluminándolo. De forma instantánea, una estancia enorme les devolvió sus límites en forma de paredes recubiertas de marfil. Algunos muebles conservaban sobre sí objetos cotidianos tales como vasos de plata y jarras que aún contenían vino agrio, y grandes velones que en cada esquina sirvieron de nuevo para iluminar el salón central. Junto a ellos, vieron unos haces de velas que limpiaron de polvo, guardándolos en una bolsa.
No hallaron allí tronos ni alcobas, sino únicamente viviendas de lo que debieron ser funcionarios y de alto rango, y también las habitaciones privadas de la Candace. Sin embargo, estas carecían de algo similar a cama alguna. Todo parecía estar como cuando lo abandonaron sus moradores. Esto le impulsó a pensar a Craxell que el peligro pudiera permanecer todavía en aquel lugar.
Lo que deberíamos buscar es el templo de Amón, pero no cabría en esta ciudad dormitorio… —dedujo Klug, con aplastante lógica—. De modo que tendría que hallarse bajo nuestros pies…
Instintivamente, todos miraron al suelo y pensaron si no sería posible que de un momento a otro se hundiera, dejándolos caer hacia abajo. Lo cierto era que Klug tenía como siempre razón, pues era en el templo donde hallarían las tan ansiadas respuestas.
—Entonces, excavemos en círculo formando grupos de dos, y que Krastiva examine mientras tanto el interior de las dependencias de la ciudad —indicó su marido.
—Marcho entonces para allá adentro, que seguro será más agradable que hacer de arqueóloga con vosotros. —La rusa hizo un gracioso mohín para poner una nota irónica en sus palabras.
Sacaron las paletas de las que no se separaban nunca y, clavando a duras penas las linternas entre rocas, comenzaron el arduo trabajo de sacar a la superficie un templo que dormía en las profundidades de las arenas desde tiempos inmemoriales. Pero la arena se endurecía a medida que profundizaban en ella, evidenciando que el agua existía debajo de aquella capa gruesa que cubría… ¿qué? Las horas se les hicieron eternas con la incertidumbre de no saber si serviría para algo aquel rudo trabajo en que todos los varones se afanaban. El sudor apareció enseguida en las sienes de Klug Isengard y Abul, ansioso por ser el primero en descubrir algo que más tarde contar a sus amigos en el barrio copto, llevaba la delantera en excavar, sin bajar la intensidad en momento alguno. Salah, que lo hacía en un punto equidistante de él, lo miraba moviendo la cabeza, como diciendo. «¡Ah, esta juventud de sangre ardiente!» Pero fue Alex quien se encontró con un objeto duro que sobresalía de entre la arena, enseñándoles poco después una talla en piedra que hablaba por sí misma.
—¡Aquí, aquí, que he encontrado una talla del dios Amón! —avisó con nervios—. Venid a ver esto. Creo que Klug tenía razón porque debe pesar mucho más de lo que las arenas pueden soportar, y se ha hundido más que el resto de la ciudad.
Todos concentraron sus esfuerzos en desenterrar aquello que ahora, sabían, merecía la pena sacar del fondo del olvido, para desentrañar el misterio que se cernía sobre una raza que desapareció sin dejar rastro en la historia, después de ser la más importante de África junto a Roma, Egipto y Cartago. Diez horas después de dar comienzo la titánica tarea, un pilono asomaba y el otro, el gemelo, casi también. Unas tallas del dios Amón, tiradas en medio de la arena, y las hermosas pinturas de Candaces, vestidas como faraones egipcios, les regalaron la vista con su arte legendario.
—Por fin tenemos algo tangible en que poder confiar, sin hacer conjeturas ni suposiciones que no llevan a ninguna parte —se alegró ostensiblemente Alex Craxell.
—Sí, claro, y habremos de saber cuánto necesitamos para llegar al lugar en que moró el faraón Kemoh antes de desaparecer él también de las páginas de la historia. Eso es lo que más importa ahora que estamos aquí —dijo Klug, con los ojos abiertos y sus manos nerviosas que excavaban sin cesar en un intento de ganar cuanto tiempo fuera posible en aquella carrera contra la adversidad.
Abul se descomponía en agua sudando y su piel oscura brillaba, acostumbrada a luchar contra un sol abrasador que no podía con él. A su lado, como compitiendo con él, Salah trabajaba sin descanso hasta que Alex, muy metido en insólito capataz de obra, ordenó hacer un alto y tomar algo de comer para no desfallecer.
—Vamos, dejadlo todo y a comer, que sin fuerzas no podremos resultar eficaces —argumentó para convencerlos de no dejarse la piel en el intento.
El fuego, hecho con restos de maderas y ramas que llevaban muertas tanto tiempo como sus coetáneos, sirvió para calentarlos y cocinar en precario unos trozos de carne seca que acompañaron de zumos y agua que se terminaba demasiado rápidamente. Comieron sin hablar e Isengard recostó su orondo cuerpo para echar una cabezada, cosa que fue imitada por el resto, que repuso de esta manera las fuerzas perdidas, y de este modo se deshizo al tiempo de la tensión producida por la huida del cardenal Balatti.
Un temblor de tierra los despertó de su letargo con un ruido que les hizo temer la llegada del fin del mundo. Afortunadamente para ellos, solo se trató de un hundimiento que se tragó a la rusa y al austríaco en medio de un caos que levantó una espectacular polvareda al elevarse por encima de sus cabezas. Un agujero de descomunales proporciones se abrió, y dejó ver una negra oscuridad en la que nada parecía poder sobrevivir. Pero unos gemidos de dolor anunciaron que, al menos, los dos accidentados vivían.
—¿Estáis bien allá abajo? —les preguntó Alex, que se había quedado en el borde justo del agujero, casi trastabillando para no caer abajo con ellos.
Un quejido, mezclado con una respuesta que indicaba dolor, les llegó, y Abul y Salah se dispusieron a lanzarles una cuerda para que ascendieran a la superficie. Pero abajo, una vez pasado el miedo inicial, y constatado que estaban enteros aún, alumbraron con la linterna de Klug, ya que la de Krastiva había desaparecido entre los escombros, y una de las paredes les devolvió las pinturas más bellas que jamás pudieran ver en templo alguno.
—Bajad, bajad, aquí tenemos algo… —aviso Klug, que después se quejó del costalazo que se había dado—. ¡Ay! Bueno, tenemos algo importante, así que bajad de una vez.
Alex, Abul y Salah se miraron atónitos. No tardaron en descender tras asegurar las cuerdas a unas rocas que apenas daban para que les permitieran bajar y, además, no sabían si aguantarían para subir después. Una vez abajo, enfocaron las linternas hacia las paredes circulares de una cámara que semejaba pertenecer a un personaje de alto rango, dado el lujo que conservaba en muebles y adornos tales como mosaicos en los suelos y pinturas en las paredes.
Una puerta comunicaba con otras estancias y, al abrirla, tras un chirrido cuando los herrumbrosos goznes rozaron y asomaron la cabeza, descubrieron asombrados que se hallaban en lo alto de un edificio de dos plantas que se alzaba por encima de una columnata a medio derruir, la cual conducía a otra cámara.
—¿Estáis todos bien…? —preguntó de nuevo Alex Craxell—. Si es así, podemos seguir para averiguar qué es lo que encierra esta ciudad que cada vez parece agrandarse más y más.
—Bueno, estamos magullados, pero creo que enteros —replicó Klug, que ahora hacía alarde de hombría al tener en ciernes lo que tanto anhelaba.
—Pues entonces adelante, vayamos con precaución —indicó el que fuera traficante de obras de arte a los dos egipcios, antes de bajar—. No sabemos qué nos podemos encontrar ahí afuera.
Los escalones de piedra blanca los condujeron a la terraza que, por encima de unas cámaras techadas, los llevaron hasta las alcobas de la Candace. Unas telas de lo que fue seda en su época, colgaban hechas jirones de un techo que cubrieron hacía tanto tiempo que se había olvidado. Y numerosos papiros hechos trizas se dispersaron al penetrar a causa de la brisa que los cinco intrusos levantaron.
—Creo que podemos aventurarnos a decir que hemos llegado a nuestra meta sin miedo a equivocarnos… —apreció Alex, quien a duras penas contuvo un bostezo rebelde—. Aquí han de estar los documentos, si es que han resistido el paso del tiempo, claro… Ellos nos dirán donde fueron el Faraón y los suyos, y también qué pasó para que todos se disolvieran en la historia como por ensalmo.
Registraron cada centímetro de la gran estancia real, y Abul alcanzó a ver unos rollos bien atados, recubiertos de una sustancia viscosa que no acertó a identificar. Los cogió en sus manos y observó que estaban recubiertos de una rara especie de hormigas. Acto seguido los tiró en un gesto instintivo.
—¿Qué era eso que has tirado como si fuera veneno? —lo interrogó Isengard.
—Unos rollos de papiro recubiertos de hormigas que segregan una sustancia viscosa que resulta asquerosa. —El chico hizo un elocuente gesto de repugnancia.
—A ver… —Alex se acercó, acompañado de los otros dos europeos, para mirarlos con toda atención—. Esto es precisamente lo que estamos buscando, y tengo el presentimiento de que son… —No concluyó la frase.
Apartó la sustancia y a las hormigas con cuidado, y los desenrolló para ver qué contenían. Unas palabras, en algo similar al egipcio de los faraones ptolemaicos, aparecieron en ellos. Sentándose todos en círculo, Craxell leyó en voz alta lo que referían en sus páginas aquellos misteriosos rollos.
—«En los días en que el faraón Kemoh llegó a la tierra de la Candace muerta hacía tiempos, la maldición se había ya cobrado la vida de tres mil hombres, mil quinientas mujeres y ochocientos niños». —Una repentina sensación de dolor interior los embargó ante las fúnebres estadísticas que reflejaban aquellos escritos últimos de aún no sabían muy bien quién.
—Así que una plaga los asoló y los diezmó considerablemente… —dedujo Klug Isengard, que luego torció el gesto.
—¿Los diezmó? —saltó Krastiva, quien añadió arrugando el entrecejo—: Los erradicó más bien, diría yo, de la faz de la tierra de los vivos… Continúa leyendo, por favor, Alex. Es importante que sepamos qué les acaeció si deseamos saber realmente qué es lo que hizo y adonde fue el faraón Kemoh con los supervivientes.
—«Yo, el Sumo Sacerdote de Amón, hijo de Soreb, escribo esto con la esperanza de que algún día se escuche la voz de la Candace y que perdure su memoria…». Es todo; no hay más, amigos —concluyó el aludido.
—Pues no dice nada de adonde fue el Faraón; qué escueto. Pero ahí hay más rollos; algo añadirán… Vamos, digo yo… —insistió la rusa, que ladeó la cabeza dos veces en gesto inconformista.
—Veamos qué dicen, ¿sí? —convino su marido.
Desenrolló el siguiente y en él se pudo descubrir cómo una ciudad se sumergía en la oscuridad de los tiempos para no resurgir más de su desesperanza y su dolor, al ver el modo en que sus habitantes morían sin remedio por una causa desconocida. Creyeron que la muerte de su Candace los dejaba sin la protección que necesitaban para vivir en sus tierras, y también indefensos ante los espíritus malignos. Los otros rollos abiertos añadieron más datos y cifras, pero solo el último les proporcionó al fin una pista clara de por dónde continuar, al indicar, aunque de pasada, que el Faraón iba en pos de unas tierras cedidas por el señor de Persia. Este les entregaba unas montañas que les servirían de cobijo, y les preguntó a dónde se dirigían cuando pasaron por la ciudad maldita de la difunta Candace.
—Esto nos lleva de nuevo a Irán; pero, no obstante, la incógnita persiste todavía… —Alex Craxell arrugó la nariz. Después se preguntó en voz alta—: ¿En qué dirección marcharon? —Dejó escapar un breve suspiro, y concluyó un tanto solemne—: Necesitamos saberlo antes de continuar.