En Persia
En otro tiempo y lugar, el Sumo Sacerdote Ramaj precintaba los dos libros, uno separado del otro, en un intento que con el devenir de la historia resultaría vano, para enterrarlos en lo más recóndito que la madre tierra le regalaba para que no cayeran en poder de quien deseara resucitar aquel maldito poder que causaba el desastre, allí donde algún ambicioso lograba descifrarlos. Su temor era que alguien los descubriera ocultándolos y los desenterrara para obrar a su antojo, razón por la que esperó a que la noche cubriera con su oscuro manto el cielo. Por ello se alejó entre las rocas de la playa en la que habían desembarcado hacía dos días, y se perdió entre los bajos acantilados que se adentraban en el interior de la Persia de Cosrroes. Divisó en una oquedad un agujero que parecía no tener fondo y lo iluminó con su antorcha de brea. La oscuridad no dejaba ver el final del agujero y para ver lo hondo que podía ser, lanzó una moneda de cobre que no oyó sonar. Sonrió y tras alzar el primero de los libros, rezó a sus dioses y lo dejó caer. Iba a hacer lo mismo con el segundo, pero o pensó mejor y se lo llevó consigo en espera de hallar otro sitio al que confiar su custodia. No quería correr el riesgo de que, si era encontrado, fueran los dos y no uno solo los que salieran a la luz. De regreso al campamento que temporalmente se alzaba en la playa, arropado por el sonido de las olas al estrellarse contra las rocas que se sumergían una vez tras otra bajo la espuma que producían, metió el libro de Seth en un baúl de madera de cedro que llenó de ropa vieja, y luego se durmió echado sobre el jergón de lana que, tirado en el suelo de su tienda, le ofrecía un pobre recostadero.
La añorada tierra del Nilo quedaba ya muy lejos, perdida en el lejano horizonte que se unía al mar en un abrazo tierno y cruel a un tiempo. Por delante quedaban ya las etapas que concluirían con su llegada al territorio que les cedía el rey Cosrroes, para ofender así a Roma demostrándole su poder. Ahora él era el poder máximo entre el pueblo egipcio, que dependía de sus arengas y cuidados.
En su tienda Kemohankamón, soñaba con el lugar al que se dirigían para descansar del acoso de Roma y de la maldición que se abatía sobre las tierras de la Candace de Meroe. Entre las montañas, una ciudad creada por manos persas, al modo de los egipcios, se escondía de los ojos que desearan verla, de modo que, como una novia vestida para la ocasión anhelaba ser tomada y habitada por sus destinatarios, el novio se acercaba para hacerla suya. Mil hogueras ardían en la costa de Persia, desprendiendo el olor de los exiliados al aire frío de la noche, como un círculo estelar que se adhiriera al manto de la noche, con la mismísima Nut. Un dios de oro, ubicado en medio del campamento, brillaba con el aura de la inexistencia que sirve tan solo para admirar su hechura. Reflejaba las llamas, casi confiriéndole vida. Ramaj dormitaba en la tienda cercana a él, y preparaba en su mente lo que iba a necesitar en su largo camino hacia las montañas. Una vez allí, un templo en honor de Amón-Ra cobijaría sus estatuas de oro fundido, y reiniciaría sus ritos secretos para convertirlo en centro de sus obligaciones sacerdotales.
Los soldados de guardia, situados en sus puestos, rígidos y temerosos de un ataque desde el interior, oteaban escrutando los jirones de oscuridad en un intento de definir sus sombras. Una delegación persa llegaría en cualquier momento, y se uniría a la comitiva egipcia para escoltarla hasta lo más profundo de su territorio, allí donde nadie se atrevía a morar.
La corte del rey Cosrroes I, la más lujosa del continente asiático, rendía pleitesía a su Rey de Reyes, revestido de la dignidad real, quien, en medio de su campamento y con su túnica de oro, se paseaba como si lo hiciera en los jardines de su palacio, en compañía de sus mujeres e hijos que lo seguían como hipnotizados por su personalidad abrumadora. Había salido él mismo a recibir al faraón de Egipto con un pequeño ejército de diez mil hombres, con sus armas brillantes al sol, y sus nobles ataviados con sus mejores galas, pugnando por permanecer cerca de su señor.
Los estandartes de sus dioses y los banderines que delimitaban a los distintos regimientos de soldados de distintas naciones bajo su cetro, pinchaban el cielo con sus tallas. Apenas a veinte millas de distancia, se preparaban para el encuentro histórico con el último de los faraones.
—Dime, consejero, ¿qué crees que se debería hacer respecto a nuestro real invitado? ¿Crees que algún día resurgirá Egipto? Sería un gran aliado para defendernos de los arrogantes romanos.
El aludido movió la cabeza con pesimismo.
—Dudo, mi señor, que resurja de la nada, pero con tu ayuda esto no sería tan difícil… —matizó en tono convincente—. Todo reside en que se tenga la sabiduría suficiente como para que este pueblo, tan humillado, se reproduzca hasta alcanzar la capacidad de formar un poderoso ejército que apoye con fuerza tus proyectos expansivos por África y Asia.
—Eres, en verdad, el más sabio de mis consejeros… —Cosrroes mostraba así su complacencia—. Haré eso que me dices y, además, lo haré cuanto antes, de acuerdo con el Faraón. En la tierra que les cedo podrán multiplicarse sin estorbo, y obtendremos un nuevo y nutrido ejército con el que plantar cara a Roma. Ya se han llevado un buen susto con la derrota a orillas del río Éufrates, que deben estar rumiando en su retirada camino de su orgullosa capital. —La mano diestra enjoyada del Rey de Reyes se movió en un gesto de cansancio y dos servidores lo acomodaron en una silla de grandes proporciones, que ocho esclavos transportaban sobre barras de oro. Sentado como lo haría en un trono, se dispuso a pensar en el próximo movimiento contra su secular enemigo, Roma. En su avance por Anatolia y la provincia de Siria, que lindaba con Palestina, se habían observado grandes partidas de romanos, incluso una legión bien provista de armas y pertrechos, que le podrían poner en dificultades si atacaba sus posiciones. Era necesario tomar precauciones para que, al sentirse fuertes, no se envalentonaran y les causaran problemas en sus fronteras. ¡Tenía que echarlos de aquellas tierras como fuera!
Los nobles que se alineaban en su corte como rémoras, aportaban sus soldados al tratarse de sátrapas que anhelaban ascender en influencia y poder ante el rey, para desbancar a sus contrincantes. El lujo de sus comitivas rivalizaba en algunos casos con la del mismo rey y este, buen conocedor de sus intrigas y deseos, los manipulaba a su antojo. Desde el gran Darío, ningún otro había gozado de su poder en la tierra. Desplegaba sus tropas en casi treinta naciones que le aportaban mercenarios para sus siguientes conquistas en tierras que limitaban con el Indo. Más allá de ellas, hombres de ojos rasgados y color amarillento se resistían a formar parte de su imperio, y es que ellos, más viejos en sabiduría y numerosos en hombres de armas, conformaban un imperio que se dividía en reinos aliados entre sí contra extraños a sus costumbres.
Tras la batalla de Calínico, en la que el nuevo césar de la Roma de Bizancio, Justiniano, salió humillantemente derrotado, el ejército persa no tuvo ya rival y tomará Antioquía en el 540 y el territorio largamente disputado por Bizancio de Siria. El rey Cosrroes I se siente poderoso en verdad, y se dedica a reglamentar los impuestos y leyes de su inmenso imperio, que se establece como una dinastía, la Sasánida, de la que él será el primer gran emperador.
El faraón Kemoh está a medio camino de su campamento, y el soberano persa se dignará a avanzar a su encuentro para no humillarlo, y ganarse así su confianza eterna. A lo lejos, cuando la ostentosa comitiva real de Persia se pone en camino, divisa el ejército egipcio que llega hasta él. Sus lanzas brillan al sol como plata fundida, y a su cabeza avanza el faraón Kemohankamón, que se alza erguido en su caballo enjaezado con plumas de colores vistosos y ricas telas cubriendo su montura. Tras él van cinco carros de guerra y mil hombres de armas que lo acompañan, honrándolo y demostrando su procedencia de una nación otrora poderosa.
El Faraón se distancia de su gente y el rey Cosrroes hace otro tanto sobre su caballo, decorado con armadura plateada, que lo recubre por completo, hecha de escamas. Ambos soberanos se encuentran en la llanura arenosa, y se toman de los antebrazos en saludo fraternal. Relinchan los equinos y patean el suelo nerviosos al no reconocer el olor de los extraños.
—Bienvenido seas, señor de las dos tierras —saludó Cosrroes en tono jovial—. No temas ya a tus encarnizados enemigos, que son también los míos, pues ahora recorren el amargo camino de la derrota rumbo a su tierra, de la que nunca debieron salir, para lamerse las heridas infligidas por mi gente en las orillas del Éufrates.
—Pocos son mis hombres de armas, señor de Persia, y te agradezco en su nombre tu generosa oferta que acepto como hermano que te considero en estos tiempos turbulentos y terribles.
—Uníos a mi comitiva y descansad de vuestro largo viaje. Más tarde, mis guías os conducirán a la tierra en que una ciudad, ya terminada, os espera, para que viváis en paz sin ser molestados por nadie.
El Rey de Reyes regresó a su comitiva y el ejército egipcio se unió a ellos como si los dos se convirtieran en uno, sin que ni tan siquiera la historia supiera de tal alianza en tierras de Mesopotamia. El oro de Persia y el oro de Egipto en uno solo, tras las guerras que asolaron a los dos colosos de antaño por la disputa del territorio que el padre tiempo entregaba al fin a la Persia sasánida de Cosrroes I.