Los barcos de Amón
Reunidos ante el escarpado que se alzaba como una señal enhiesta en medio de la arena que luchaba con los arbustos y la hierba por la hegemonía del lugar, los soldados del faraón Kemohankamón se afanaban por extraer de los animales de carga las herramientas necesarias para excavar una entrada a los navíos que se suponía se hallarían aún en el interior de la gruta en la que los dejaran años atrás.
Los picos y las azadas golpearon la roca blanda y, como hormigas industriosas, todos a la vez hicieron pronto un agujero lo suficientemente grande como para que cupiera un hombre por él. Un oficial, antorcha en mano, se aventuró dentro de la oquedad y alumbró la soledad de la grieta. Cuando estuvo al otro lado, pasados un par de minutos, contempló la espléndida estela de los cuatro navíos que, como cisnes, se balanceaban inquietos en las aguas grises a causa de la oscuridad, en medio de jirones de vapor. El calor se concentraba en la gruta y creaba un microclima que le era propicio a las embarcaciones, conservándolas parcialmente.
Poco a poco, tras el regreso del oficial, que informó con entusiasmo lo que vio, se apresuraron a abrir el orificio, convirtiéndolo en un enorme boquete por el que fueron pasando al interior y en perfecto orden, todos los que estaban designados para reparar los barcos. Unos cien hombres con antorchas iluminaron los barcos que, como sarcófagos contenedores de los tesoros de Egipto, los esperaban ansiosos por servir de nuevo a sus amos.
Bajaron resbalando por la ladera de piedras sueltas, que caían a medida que ellos descendían por entre las rocas, hasta llegar a las bordas mismas de los navíos. Entraron en ellos como lo hicieran en un templo, con el crujir de las tablazones al ser pisadas, despertando tras el tiempo que llevaban dormidas sin ser holladas. Exploraron sus camarotes, y comprobaron que si bien no tenían daños mayores, se necesitarían reparaciones que llevarían días, quizás semanas, para ponerlos en condiciones de navegar por el mar Rojo rumbo a Persia. La seguridad cobraba mayor importancia en cuanto que viajaba con ellos no solo el Faraón y su corte, sino el pueblo entero, o más bien lo que quedaba de él.
Allí se encontraban los sarcófagos de oro que no pudieron extraer de los barcos y los cofres que contenían a los ídolos de sus dioses. Una pátina de azul verdoso recubría todo lo que se asomaba al exterior, camuflándolo de manera natural. Los egipcios se afanaron en desempolvar cada parte de ellos y devolverles el brillo perdido. Un enjambre de operarios se apoderó de las naves, embarrancándolas en la playa de piedras, para darles la vuelta y calafatearlas debidamente, reparando los agujeros y cambiando las tablas podridas. El salitre y el agua habían dañado las naves más de lo que creyeron en un principio y solo la colaboración activa de todos los que componían la nueva caravana del exilio consiguió que, en un tiempo récord, estuvieran listas para abordarlas.
Tres semanas más tarde, la Guardia Real se alineó en las bordas de los navíos para rendir homenaje al faraón de Egipto por última vez en su tierra natal, y despedirse así del territorio sagrado que los dioses no habían sabido proteger de sus enemigos. Los estandartes de la Casa de Kemohankamón caían lánguidos desde las jarcias de las naves, que tenían sus velas plegadas. Un olor a salitre y a mar impregnaba el aire, y las aguas semejaban frías losas de mármol negro al no reflejar la luz solar. El oleaje, apenas perceptible, llegaba hasta la orilla de la playa compuesta de miles de pequeñas piedras que el mar iba depositando amontonadas, como desechadas por él.
Limpios y repintados, los navíos se balanceaban en el agua, agradecidos como bellos cisnes que rejuvenecieran al saber que de nuevo surcarían los mares, llevando sobre sí a los descendientes de los que gobernaran el mundo antiguo. Un imperio que dominó más de tres mil años, finalizaba su presencia en el continente africano, dejando tras de sí una multitud de misterios que nunca lograrían desentrañar por completo a lo largo de los milenios que le sucederían.
El faraón Kemoh, ataviado con su corona nemes y sus símbolos de poder real, cruzado de brazos, se mantuvo firme sin mover músculo alguno, en pie sobre una plataforma que se elevaba sobre la cubierta del barco que sería la nave capitana de la expedición. A su lado, el Sumo Sacerdote de Amón-Ra, Ramaj y el jefe de la Guardia Real, le daban escolta. El resto de los que lo acompañaban esperaban sus palabras de ánimo, y que les dijera dónde se dirigirían en aquellos navíos que tanto trabajo les habían dado, para ponerlos en condiciones de navegar.
El soberano echó de menos a su fiel Nebej, que siempre sabía lo que se debía hacer en cada ocasión, y confiando en sus anteriores experiencias habló con voz potente y pausada.
—Pueblo de Egipto, hoy proseguiremos viaje, el viaje que los dioses desean que hagamos para preservar la raza que ellos crearon para habitar Egipto y poder regresar como señores que reclamen su tierra, cuando ellos estimen justo hacerlo… —Se aclaró la garganta y continuó—: Amón-Ra guiará nuestros pasos por tierras extrañas en las que habremos de morar un tiempo. —Los ojos de todos los presentes derramaron lágrimas de dolor y se mantuvieron firmes apoyando las duras palabras de su Faraón, que los guiaba a una tierra extraña, pero segura.
»El rey Cosrroes de Persia nos ofrece una tierra donde morar en seguridad, fuera del alcance de Roma y sus aliados, ahora que la Candace ha muerto. —Continuó explicándoles cuál sería a partir de entonces su tierra y quién se encargaría en realidad de su protección—. Allí nuestro pueblo conocerá por fin la paz y el descanso que se nos niega en la tierra de nuestros antepasados. Ya no habremos de huir como fugitivos por los caminos arenosos de Egipto, ni temer por nuestros hijos… —Pensó en ese momento en sus tres vástagos, que se acercaban a la edad en que se los consideraría hombres adultos—. La muerte se alejará de nosotros y viviremos allí hasta que los dioses se dignen traernos de vuelta a Egipto para tomar posesión de lo que legítimamente nos pertenece. Será una larga etapa, pues tan solo tenemos cuatro navíos y no disponemos del tiempo necesario para construir más; razón por la que habremos de completar varias fases en las que se irá trasladando a secciones de cuatro en cuatro y bajo estrictas normas de seguridad.
Los súbditos que oían aquellas palabras de ánimo se sintieron estimulados a colaborar con el último de los faraones de Egipto, con la esperanza de volver un día. Ninguno dudó en momento alguno que regresarían a su tierra cuando el peligro que los acechaba desapareciera del cielo de Egipto. Alzaron sus voces como un solo hombre para atronar el aire con sus gritos de júbilo, que demostraban su fe en aquel que era ahora el señor de las dos tierras, el rey que les conduciría por territorios extraños y muy lejanos, a una tierra que les daría cuanto necesitaran para sobrevivir con dignidad.
Era el momento en que el Sumo Sacerdote debía evidenciar sus poderes, para mantener el orden establecido, y Ramaj levantó por eso sus manos hacia el cielo, musitando unas palabras en un idioma ya muerto antes de que el hombre pisara el orbe. Poco después, un viento frío y húmedo barrió la enorme gruta, raspando las paredes y metiendo el miedo en los cerebros de los asistentes al emotivo acto. Los navíos parecieron cobrar vida y se removieron en las aguas como cisnes inquietos. El faraón Kemoh lo miró con una sonrisa de agradecimiento en su cara y Ramaj, muy complacido, sintió que era admitido en el corazón de su señor.
Los carpinteros habían realizado un trabajo digno de encomio en el mínimo tiempo exigible, lo que les permitió iniciar la primera etapa del exilio a los dos días del discurso del Faraón. La Guardia Real se distribuyó por los cuatro navíos y contuvo los ánimos exacerbados de más de uno, que pretendía ser quien se aposentara en primer lugar. Fueron entrando en los barcos según su rango, y solo cuando estuvieron todos los asignados dentro se dio la orden de partir. Las naves se deslizaron con gracia por las aguas grises y frías de la gruta como si no desearan hacer ruido alguno, con sus velas aún plegadas y las jarcias dispuestas a desprenderse de ellas. Al salir a la luz del exterior los cuatro navíos se aparejaron de dos en dos, y se fueron alejando paulatinamente de la gruta para tomar el rumbo prescrito en las cartas de navegación de sus capitanes.
—¿Crees que todo saldrá bien esta vez, amigo mío? —le preguntó el Faraón a Ramaj, que ahora se convertía en su mejor aliado.
—Todo irá bien, mi señor, nada va a derivar en desastre. Los dioses están contigo y con tu pueblo, y protegerán en este viaje a sus hijos. El rey Cosrroes ha enviado a cinco de sus naves de guerra para esperarnos en mar abierto y conducirnos, bajo escolta, hasta el lugar de desembarco. Una vez en él, nos entregará un mapa y nos dotará de una numerosa escolta que nos llevará hasta las estribaciones de unas montañas en las que, al parecer, se abre un valle rico en naturaleza y que produce en abundancia.
—Parece que estás hablando del Duat… —Se imaginó por unos momentos el Faraón del sitio en el que iban a vivir.
—Se le parece mucho a lo he observado en una visión en sueños y es algo indescriptible. Solo la inmensa generosidad del rey Cosrroes podía pensar en desprenderse de ese lugar de ensueño.
En aquel momento el faraón Kemoh deseó que estuviera junto a él Nebej, su fiel Nebej… y Ramaj le leyó el pensamiento al ver su expresión de añoranza.
—Él está aquí, contigo, mi señor; no te ha dejado nunca… —susurró el Sumo Sacerdote—. Aunque lejos, en la carne permanece cerca de ti con su mente.
—¿Acaso sabes leer el pensamiento, mi fiel Ramaj? —Le sonrió el soberano, dulcificando así sus palabras.
—No, mi señor, no hay quien pueda hacer cosa semejante, pero es el caso que cuando piensas en Nebej, mi antecesor, tu rostro adquiere una expresión particularmente dulce.
El Faraón dejó escapar un suspiro nostálgico antes de contestar:
—Creo que nos entenderemos a partir de ahora como no hemos sabido hacerlo antes, Ramaj. Será una hora difícil la que nos tocará vivir, y tendremos que hacer sacrificios que ahora ni pensamos sucederán… —Volvió a suspirar—. Cuando lleguemos a Persia, iniciaremos un viaje sin retorno y, en cuanto el pueblo lo sepa, pueden acaecer motines que pondrán en peligro los objetivos del viaje.
—Yo estaré ahí contigo, mi señor, y los contendré para que todo salga según está escrito en las estrellas. Te aseguro que no acaecerá ningún suceso terrible que frustre tus planes de llevar a un lugar seguro al pueblo —afirmó el Sumo Sacerdote con pronunciado tono.
—Por si acaso, tendré también a la Guardia Real en alerta permanente, para que, en un momento determinado, nos rodee con sus armas y desanime a quien piense en ocupar el puesto de líder de este castigado pueblo mío.
El Faraón miró en torno suyo y vio a los guardias en pie, con sus lanzas dispuestas, y su espíritu se calmó ante aquella visión. Ellos se veían obligados a ser los que pusieran orden donde podían surgir los peligros que colocaran al máximo dirigente en una posición desventajosa. En el barco en que viajaban iban con ellos veinticinco de sus mejores soldados, que se distribuían por todo el navío en grupos de cinco. Un alto oficial de la corte los mandaba con autoridad, sin permitir que se relajaran en sus tareas.
Kemohankamón rememoró los días en que realizó el viaje anterior en unas condiciones inimaginables con un pueblo hambriento y despojado de su dignidad, sin poder hacer otra cosa que huir lo más lejos posible del tirano de la nueva Roma. Ahora tenían un orden, una guardia armada, y el reino de Saba ya no existía pues, tras caer en desgracia ante Roma, había sido destruido, como pensaban hacer con Egipto cuando fueron conscientes de su debilidad.
Ya no se interpondría entre ellos y su destino en Persia. Las naves surcarían el mar Rojo primero y el mar abierto después, sin estorbo, dejando una estela blanca que se iría borrando a medida que avanzaran rumbo a su mundo perdido en las montañas persas.
El Faraón vio cómo la enorme gruta se desvanecía en la lejanía, igual que si se disolviera junto a sus posibilidades de retorno a Egipto. Una gran muchedumbre quedaba en su orilla, en espera de que los barcos regresaran por ellos y así reunirlos en las costas de Persia, para iniciar el previsto exilio hacia el valle que esperaba a sus habitantes, preparado por el Rey de Reyes desde su fundación misma. Las naves habrían de realizar muchos viajes más para agrupar a todo el pueblo, antes de perderse en las viejas páginas de la historia.
—Regresaré con cada nave para recoger a quienes se quedan en la playa —prometió en tono grave y solemne.
No dejaré que se desesperen por creer que lo que busca su rey es su propia salvación.
Ramaj torció el gesto antes de hablar:
—Mi señor, no es prudente que te arriesgues a ser descubierto por algún navío romano y apresado. Eso supondría un desastre mayúsculo, del que tu pueblo no se recuperaría ya jamás —le reconvino quien veía un corazón rebosante de buena voluntad hacia su pueblo por parte del Faraón, pero que todavía tomaba decisiones poco meditadas.
Con la pena reflejada en su faz, Kemoh lo miró y asintió en silencio por toda respuesta. Pero dentro de sí pensó en qué alternativas reales eran las que se le ofrecían para demostrar su preocupación por sus súbditos. Si él y el Sumo Sacerdote eran imprescindibles, alguien de alto rango debería estar al frente de los barcos para efectuar el traslado a Persia. Un alto oficial de su corte lo representaría dignamente, creyó el señor de las dos tierras. Se retiró a su cámara, y su manto dorado se hinchó de aire como si se fundiera con las velas que comenzaban a caer de las jarcias, desplegándose. Las bellas líneas de los navíos se mezclaron con el azul verdoso de las aguas, trazando una línea recta en medio del mar Rojo, bajo el cual un mundo de colores se les presentaba cuando la superficie acuosa salada se calmaba.
En la cubierta inferior, en cinco filas y sentados, se apiñaban los pasajeros que tenían el privilegio de ser los primeros en emprender el exilio junto a su Faraón. A su lado, en cofres y hatillos llevaban consigo sus pertenencias más preciadas, y compartían sus anhelos con quienes se situaban a su derecha e izquierda. Las voces creaban un murmullo singular que llenaba el espacio bajo el puente. Soldados de la Guardia Real se sentaban en cada escalera de acceso a la cubierta superior por parejas, con sus piezas de armadura brillantes y sus armas dispuestas para cualquier emergencia que pudiera surgir.
Los días se sucedieron lentos, tediosos, y en un par de ocasiones hubieron de ejercer paciencia pues el viento dejó de soplar y la calma chicha los puso a prueba. Cuando escucharon por fin el ruido de las velas al hincharse, un grito ascendió al Cielo junto con las encendidas plegarias de los más ortodoxos, que creían que los dioses quizás no estaban de acuerdo con que ellos, sus elegidos, abandonaran Egipto. A babor y a estribor, acomodados en las barandas junto a los cabos amarrados a ellas, se podían divisar, a lo lejos, las orillas del continente africano y de la península del Sinaí. Eran una barrera que los cobijaba como una madre hace con sus hijos, dándoles confianza y protección. Pero cuando dejaran atrás aquellos muros de tierra que les daban referencias, sus almas se sentirían inquietas y se perturbarían en gran modo, pensaba el señor de las dos tierras.
Día tras día, Kemoh, ahora convertido en el báculo de Ra, departía con su Sumo Sacerdote Ramaj sobre los detalles del largo viaje marino y dejaban que sus sentimientos de miedo e indefensión quedaran en un segundo plano. Los pasajeros se comportaban como ellos no esperaban que lo hicieran, y eso les daba la tranquilidad necesaria para continuar sin que nada se les opusiera.
Los navíos enfilaron el mar abierto y estando aún en la gran desembocadura que les abría el paso, el Faraón ordenó echar el ancla para que todos pudieran despedirse y llorar a la tierra que dejaban donde descansaban sus ancestros y sus dioses. Todos los que viajaban en los barcos ascendieron por las escaleras y respiraron el aire fresco de la mañana, pues eran dos horas pasadas del alba. Organizados como una hilera de hormigas se fueron situando en las bordas, y alzaron sus brazos al cielo, donde reinaba Ra, implorando su protección para ellos y sus difuntos que quedaban a su merced en Egipto. El Sumo Sacerdote Ramaj y diez de sus acólitos, todos ataviados con túnicas blancas de fino lino y cabezas afeitadas, oficiaron los rituales correspondientes y ofrecieron incienso y especias olorosas traídas de los lejanos reinos de los confines del mundo, para aplacar su ira. Cuando terminó el solemne ritual, todos descendieron resignados a sus puestos en la cubierta inferior, cabizbajos y tristes.
Las naves se deslizaron con el dolor en sus tripas, abandonando el mar Rojo para adentrarse en las aguas profundas y frías del gran mar. Las velas, llenas del viento del norte, empujaron a los crujientes armazones egipcios cuyos pasajeros se llenaron de inquietud y miedo a lo desconocido, como les sucede a los niños cuando cambian de casa y de ciudad. Una línea blanca, que ellos no podían ver, se dibujaba en el mar como la estela de un cometa que se borraba tras de sí, protegiendo su huida hacia su paraíso final. Cuatro cisnes hinchados con el orgullo de Egipto y la carne de su pueblo que, en el vientre de las naves, semejaba el nacimiento de una nación, poderosa en conocimientos y artes que se negara a desaparecer, como así era.