Los ojos de Amanikende
Monseñor Balatti llegaba por fin a las inmediaciones de la necrópolis de Meroe, y penetraba en su recinto abierto con el deseo ferviente pintado en su faz casi de loco. Frente a la tumba real de Amanitore, la más famosa de las Candaces de Meroe, reverenció su persona y pensó en cómo sería la reina cuyo eunuco se convirtió en cristiano de la mano de Felipe, que lo bautizó en el desierto en una masa de agua, estando él a cargo de los tesoros de la Candace. Negra como el carbón, seguramente su belleza cautivaba a quien se dignaba mirarla de frente, perdiéndose en el fondo de sus inteligentes ojos de mujer poderosa.
La luz de la luna iluminaba los pilonos que precedían a la pirámide y mantenían alejados a los forasteros, ajenos a su cultura. Pero Balatti era otro tipo de persona, un hombre acostumbrado a poseer cuanto deseaba sin pararse en nada que no fuera más poderoso que él mismo. El silencio pesaba en aquel lugar más que las arenas que se negaban a cubrir los pináculos con sus corpúsculos de cuarzo. Cincuenta y seis de ellas se alzaban pinchando el cielo, desafiantes, y orgullosas, como residencias finales de los reyes y reinas de Meroe.
Se adentró entre los pilonos y palpó los signos jeroglíficos que conocía junto a Delan, experto en descifrarlos. Les habló de sus hazañas, de sus construcciones más altas que las de sus predecesores y también de su muerte, que solo era un paso a la vida eterna junto a sus padres y antepasados. Después salieron y buscaron la de Amanikende.
Una espléndida pirámide, en perfecto estado de conservación, los impresionó al ver su altura y sus cuatro pilonos en lugar de dos. En sus paredes de piedra arenisca se grabaron los signos que ahora les hablaban a ellos de su drama en la ciudad… pero no se leía el nombre bien. Un gesto de rabia se dibujó en la cara de Piero Balatti. El monumento todavía conservaba los colores originales y, apenas raspados por el padre tiempo, mostraban la habilidad de los escribas meroítas en su labor funeraria.
Como insectos gigantes, los todoterrenos de la comitiva vaticana se mantenían alejados de lo que se consideraba un recinto sagrado. Junto a ellos los guardias suizos, en pie fuera de los metálicos habitáculos rodantes, miraban ausentes, sin evidenciar interés alguno en aquello que no entendían. Desembalaron aparatos que pegaron a las paredes de la pirámide, y escucharon como auscultando su interior para saber de su grosor, de sus cavidades secretas; posteriormente escanearon cada centímetro de piedra, sin dejar nada al azar. Descubrieron una sombra sospechosa que repasaron una y otra vez, y tantearon la pared.
—¿Cree que será algo que nos pueda interesar? Parecen objetos funerarios que se depositaran con la momia en el día de su muerte —adelantó Balatti, deduciendo sin mucha precisión.
—No creo que haya nada que nos dé una pista fiable para llegar hasta la ciudad de la Candace. Más bien creo que se trata de los consabidos encantamientos para sobrevivir en el inframundo… como tenían por costumbre los egipcios también.
—Buscaremos en cada pirámide si ello es necesario… Tenemos que encontrar esa ciudad o no daremos jamás con los libros de Amón —se lamentó el cardenal, frotándose las manos nervioso.
Alrededor de la necrópolis se alzó todo un campamento de tiendas, igloos de nailon, y maquinaria para la exploración interna de los monumentos funerarios meroítas. Los guardias suizos, con precisión absoluta, fueron escaneando cada palmo de piedra de todos los pináculos hasta que dieciocho horas después, desanimados, se rindieron a la evidencia. Allí no había nada que les fuera de utilidad para hallar la ciudad. Meditabundos, fueron plegando las tiendas, guardando los sofisticados instrumentos y poniendo a punto los motores de los todoterrenos para partir con rumbo incierto.
Desde lo alto de una cordillera de enormes dunas, tras la pirámide de un rey sin nombre a causa de lo derruida que se hallaba, Alex Craxell y Krastiva Iganov observaron la partida del numeroso grupo vaticano, listos para descender en cuanto sus miembros desaparecieran. Habían llegado hacía tres horas a las afueras de la necrópolis y al ver a monseñor Balatti y sus acólitos en plena acción, desistieron de acercarse esperando que no encontraran nada. Solo con un guía de otro tiempo se podía ver lo que estaba oculto para cualquiera que no conociera los enigmas de las Candaces, verdaderas sabias para su lejanísima época.
Los dos coches de Balatti fueron perdiéndose en la inmensidad del desierto, dejando el paso franco para el marchante de arte y los suyos. Descendieron con cautela, con los ojos bien abiertos y con las armas listas para la defensa. Se habían apoderado de las armas de los desdichados guardias de fronteras que yacían en el suelo semienterradas, y con ellas en las manos avanzaron hasta llegar al pie de los pilonos de la pirámide de Amanikende.
La luz de mediodía se derramaba sobre los piramidiones con generosidad, prestándole su calor y concediéndoles la vida que perdieron como mortales, a sus inquilinos momificados. Alex, en compañía de Klug y Krastiva, se acercó a los muros y los acarició como haría con un objeto precioso.
—Hemos de dar con el mecanismo que permite el acceso a la pirámide… —pensó el austríaco en voz alta.
—¿Acceder al interior de la pirámide? Pero si es muy pequeña y parece maciza… —le contradijo Alex.
—No te fíes de lo que ven tus ojos, no sea que te pase como a ese engreído cardenal. Se abrirá para nosotros como una fruta madura en su tiempo justo. Ve sino cómo sucede.
Ante los atónitos ojos de Alex, Krastiva, Abul y Salah, el grasiento anticuario presionó en determinados lugares, uno tras otro, y una sección de la pirámide, que permanecía perfectamente alineada con el resto de la piedra, se abrió al contacto, permitiendo la entrada de ellos a su oscuro interior. El delicado mecanismo construido hacía casi mil setecientos años, para guardar el cuerpo embalsamado de la Emperatriz, se activó con precisión. Una estrechísima escalera de piedra los condujo boquiabiertos hasta las mismas entrañas del monumento funerario, donde una galería se ensanchaba en una sala de grandes proporciones y en cuyo centro, a su vez, se hallaba el sarcófago de Amanikende.
Encendieron las antorchas, que en sus hachones habían permanecido dormidas desde tiempos realmente inmemoriales, y la luz les reveló el esplendor de una Candace, una emperatriz de Meroe. En el exterior, la losa se cerró dejando protegidos a sus invitados adentro, con un sigilo propio de una serpiente.
El tesoro de la Candace, esparcido por el suelo y las paredes en hornacinas excavadas en la piedra arenisca, relucía como únicamente el oro lo puede hacer. Vasijas de oro adornadas con rubíes, cetros de oro tallados con exquisitez, adornos de lapislázuli y turquesas, perlas a miles, rebosando cofres enteros, y la corona de la Candace, ubicada sobre su sarcófago. Sillas reales y camas con cabezas del dios Apedemak y de Amón-Ra, se alineaban en torno a las paredes.
La pieza principal, el sarcófago de la Emperatriz, era una obra de arte refinada y que desplegaba un alarde de habilidad de orfebrería que pocos podrían imitar con éxito hoy en día. Craxell acarició la pulida superficie con la palma de su mano haciendo gala de un cuidado sin igual. Miró a Isengard como para darle la razón, y entre los dos levantaron la tapa del primero de los ataúdes de oro. Encontraron otro de plata tan bello como el anterior y, al levantarlo, sus ojos vieron a la Candace como si estuviera viva, pues tan perfecta era la máscara funeraria que cubría su rostro, arrugado y oscurecido por el betún con el que les pintaban la faz a los difuntos en una parte de la ceremonia de la momificación.
—He aquí el rostro más sabio de África, y posiblemente del mundo… —dijo Alex, absorto con los rasgos de la señora de Meroe.
Klug, como sacerdote de Amón, levantó la máscara y allí ante ellos se reveló la cara de Amanikende sin adornos, sin tapujos, tal cual era. Envuelta en tiras de lino empapadas en aceites vegetales, incienso y mirra, con amuletos entre ellas, y una diadema de oro en sus sienes que mostraba su rango.
Sus brazos aparecían cruzados sosteniendo una vara de oro con una cabeza de león que dedujeron sería el dios Apedemak, y un cetro de plata y oro con turquesas engastadas que refulgía como si su hechura fuera reciente.
El olor impregnó la cámara funeraria, embriagando a todos los presentes.
—Ya os dije que se abriría ante nosotros con facilidad —recordó Klug, un tanto pretencioso—. Ahora le preguntaremos a sus restos a ver qué nos pueden decir… No os asustéis; es broma… Los muertos no hablan, pero sus cosas sí dicen mucho de ellos. Veamos qué nos cuentan sus amuletos y sus cetros en primer lugar. El de plata es el que dice que es la Candace, una mujer, y no un rey; ojo, que también los hubo en Meroe, y muy importantes. Mira —le pidió a su joven compañero—. Tiene grabados interesantes… Acércate —le pidió a Alex, con los ojos virtualmente pegados al cetro—. Aquí… —Señaló un punto en el que el grabado daba la vuelta por debajo pegándose al cuerpo— dice… —se esforzó por leerlo— «una reina… para una vida… una leyenda…» A ver si logro mirar por debajo… —Carraspeó algo—. No, mejor darle la vuelta al cetro… —Hizo que se deslizara el cilindro del cetro, tras despegarlo de la férrea mano que lo engarfiaba—. Dice: «que se cumplirá con la muerte». Esto explicaría de alguna manera lo que debió sucederles entonces, pero ¿qué fue?
—He aquí el objetivo de los codiciosos, acumular tesoros en vez de disfrutarlos —filosofó Krastiva, que recorría con la vista de sus hermosos ojos el cuerpo yacente de la Emperatriz que en otros tiempos gobernó media África, en realidad la parte civilizada, tras la caída de Egipto.
Un olor fragante era aspirado por las fosas nasales de los tres europeos, de modo que la calma más extraordinaria que jamás sintieran los embargaba. No se atrevieron a extraer la momia del sarcófago real, y pensaron en dónde escondería la Reina su secreto sobre la ubicación de la ciudad en que reinó sus últimos años en paz. Desde luego era lo suficientemente inteligente como para no dejar tal información a la vista, pues seguramente fue consciente de que alguien tan avispado como para dar con su tumba, como eran los ladrones de sepulcros reales, podrían dar con su cuerpo embalsamado y abrirlo sin más, profanándolo en su descanso eterno. Por lo tanto, dieron por supuesto que debería haber algo más valiosos que el oro o las perlas. Qué se ocultaría en… ¿dónde?
Abul, en su inocencia, acarició las vendas de lino de la Candace y tres dardos salieron disparados de un escondite en la pared opuesta. Afortunadamente, Salah se tiró en plancha y lo derribó a tiempo de salvarlo de una muerte cierta. Las saetas se clavaron con sonido mortal en el lateral del sarcófago, atravesándolo, llegando casi a la carne de la momia.
En el suelo, Salah y Abul jadeaban con sus rostros enrojecidos, el de este último a causa de la vergüenza, y el de Salah, por el miedo pasado. No habían pensado en la protección que hubieran dejado los constructores para cuidar en los siglos venideros de la Candace, aun después de muertos ellos mismos…
—A partir de ahora tendremos especial cuidado. Es seguro que habrá más trampas mortales y deberemos estar alerta, sin tocar nada… —explicó Alex, sonriendo al mozalbete, que mantenía la cabeza baja—. No pasa nada, Abul, esto es así, y forma parte de la aventura de descubrir tumbas bajo la pátina del tiempo.
Abul alzó tímidamente la cabeza y lo miró suplicante, esperando un perdón que no llegó por innecesario. El de Londres se olvidó del incidente y prosiguió su detenida exploración del cuerpo de la Reina. El oro y los tesoros obscenamente expuestos eran en realidad un cebo para que el más preciado de ellos no fuera descubierto y resultaran cegados por su brillo, dejando abandonado el verdadero.
La sonrisa burlona de Alex y el silencio de Krastiva, que hablaba por ella, pesaban en el ánimo de sus acompañantes. El antiguo traficante de obras de arte acarició el rostro de la Candace y, entonces, la cabeza, como si estuviera viva, se movió hacia un lado, su lado derecho. Cogió por sorpresa a Alex, que se retiró al sospechar de otra trampa. En el cuello de la Candace apareció un collar de oro de exquisita factura y sencillo diseño, en el que los símbolos aparecían llenándolo por completo.
—Creo que he dado con algo de interés… —dijo en voz apenas audible, entusiasmado al comprobar que era un movimiento previsto para dar, a quien tuviera un gesto de ternura con la Reina, un premio—. Aquí dice que ella reinó en un lugar donde los elefantes no llegaban a traspasar las puertas; donde el marfil se hallaba en las calles como algo vulgar, y… a ver… —Frunció el ceño— está borrado por… —dejó inconclusa la frase—. No, no lo está. Dice que… que las torres se elevaban por encima de Apedemak, inclinándose ante Amón. No aclara mucho este enigma, pero al fin nos da algo con lo que trabajar. Salgamos de aquí. Podemos llevarnos unas piezas de recuerdo, pero no demasiado, pues le pertenecen a ella, a la Candace de Meroe, y por lo tanto sería como robarle a ella.
A Krastiva, con su innato sentido práctico, le faltó tiempo para apoderarse de un collar de perlas que alternaban con esferas de lapislázuli y cerraba con un broche de rubíes rojos como la sangre. Alex metió en su bolsillo un brazalete de oro que tenía inscripciones de jeroglíficos meroítas, grabados con adornos de turquesas. Abul, temblando aún, miró en la palma de su mano dos figuritas de plata con rubíes que parecían mirarle y se las guardó. Salah, que ansiaba proseguir estudiando en Londres, introdujo en una bolsa de tela varios collares de perlas, y Klug Isengard tan solo se guardó un cetro de oro con turquesas. El resto, digno rescate de un rey, quedó en su lugar, adornando con su brillo cegador el descanso de la Candace más sabia de África.
Salieron a la luz del día tras pasar por el dintel que la losa permitía atravesar, y que se cerró de nuevo tras de sí. Una sensación de estar vivos y de poder aspirar el aire limpio que el desierto les regalaba, los llenó por completo, haciéndoles valorar en su equitativa medida la vida y la luz. La arena semejaba hablarles desde el viento que barría las dunas del Sahara con la dulzura de quien comparte el tiempo desde siempre. Dejaron en el todoterreno sus tesoros guardados bajo los asientos, y se dispusieron a salir sin más de la profanada necrópolis.
—Tenemos la pista que conduce hasta la ciudad, donde sabremos qué es lo que les ocurrió cuando la Candace murió, y qué fue, en consecuencia, del faraón Kemohankamón —les dijo a sus acompañantes, más animado, Alex Craxell, quien veía cómo todo se desarrollaba según lo previsto, algo que además lo asustó—. La ciudad debe hallarse en el límite del desierto con la sabana africana, donde los elefantes llegan pero que no se adentran en él. Solo así se explica que esa frase tenga significado —añadió con pleno convencimiento.
—Pero debe estar arruinada, llena de arbustos, oculta de toda posible exploración que a simple vista se pudiera hacer —objetó el anticuario de Austria.
—No lo creas… —Craxell ladeó la cabeza—. Esas torres han de mantener un poco al menos de su altura anterior, por lo que ahora conformarán colinas al ser semienterradas por tierra, arbustos, como tú bien dices, y piedra y arena provenientes del desierto.
—¡Es verdad! Eso sí es posible… Entonces, escrutemos con atención el terreno. Aquí no hay muchas ondulaciones del terreno. Las que veamos, podrían ser las que entierran las torres. —Alegró su cara Klug, que, como siempre, tenía frecuentes cambios de humor y volvía a sudar a chorros.
Las ruedas del todoterreno escupieron arena al salir de la explanada que se abría ante las pirámides, dejando una estela con el dibujo de los neumáticos como sello de los invitados de la Candace. Una alegría recién llegada flotaba en el ambiente, y les concedía una fuerza inusitada, dotándolos de la energía necesaria para continuar con su fatigosa búsqueda, aunque a partir de aquel momento era ya con un enfoque distinto al inicial. Renovados desde adentro, los cinco se apretaban en el interior del coche entusiasmados con la posibilidad de ver la ciudad desde la que se rigió el destino del mundo africano una vez, hace setecientos años. Siguieron el curso del Nilo hasta que avistaron la ciudad de Atbara a su orilla, como una hija fecundada por su ancestral dios acuático.
—Mirad, allí hay una aglomeración de casuchas y chozas con algunos edificios altos de ladrillo de adobe…
Parece… —dudó Krastiva—. Sí, es Atbara. Hemos de explorar por sus alrededores para dar con los restos de la ciudad.
—Hemos salido del estado de As Shamaliya, y del llamado Nahr An Nil, o estado del Nilo, para ahora adentrarnos en el estado DE al Bahr Al Ahmar. Dicho esto, amigos, ya sabemos que no sabemos dónde estamos… ¡Ja, ja, ja! —rió Alex Craxell, bromeando abiertamente. Sabía con precisión casi milimétrica su ubicación en el mapa del estado más grande de África, pero quería demostrar que su humor era excelente—. En serio… —Su mujer lo atravesó con aquellos ojos verdes tan increíbles, y luego le hizo un gracioso mohín de complicidad—. La ciudad de la Candace está aquí, seguro que sí, pero oculta por el recubrimiento que, como un manto protector, se echa sobre lo que el hombre deja de valorar y abandona. —Filosofaba ahora con el misterio como únicamente un aventurero de manual sabe y puede hacer.
Los comerciantes se arracimaban en el mercado central de la ciudad, que había perdido su encanto hacía tiempo y dejaba escapar ese olor a olvido propio de quien no recibe turistas invitados desde tiempos inmemoriales. Sin embargo, en sus puestos y tenderetes hallaron, al dejar su coche en las afueras, perfumes hechos con especias en desuso en Occidente, el olor fragante de la canela y el curry, así como el color de las mil hechuras de tejidos absolutamente naturales como algodón tintado y lino gris y blanco, con los que los naturales de Sudán confeccionaban túnicas y vestidos con personalidad propia.
Fue la sensual reportera de la revista Danger quien más se involucró en la vida cotidiana conversando por señas con unos lugareños que sonreían con timidez y le indicaban los mejores perfumes y tintes para el pelo. Las espontáneas risas llenaron el día que se convirtió en una fiesta improvisada.
Salieron a la sabana que se iniciaba hacia el mar, con un anuncio de frescor sin igual. Después vieron, a lo lejos, unos promontorios que destacaban sobre la llanura que deja de ser desierto para convertirse en clima tropical. Tras acercarse curiosos para comprobar que solo eran eso, colinas naturales sin otro interés, se alejaron a fin de abarcar un terreno de mayores proporciones, y fue Abul quien gritó, como no lo había hecho nunca en su vida, al descubrir una colina de la que sobresalían unas piedras talladas. Desde entonces, la clave identificadora entre ellos sería: «Abul». Rápidamente excavaron con sumo cuidado, despejando la arena y los arbustos para descubrir una losa de piedra que hablaba de la Candace Amanikende, con signos borrosos y figuras de maravillosa hechura. Ante ellos, el dios Apedemak habló de los tiempos de la señora del imperio negro de Meroe. Amón junto a él, extendió las explicaciones que en una mezcla de jeroglífico egipcio y meroíta, llenaban hasta los bordes las losetas de piedra negra en las que se habían conservado los signos que los conducían ya de manera inexorable hasta la ciudad de la Candace. Klug tomó en sus gruesas manos una de las losetas rectangulares y, con afectada reverencia, la limpió de fragmentos rotos que guardó cuidadosamente en un paño, para su posterior estudio, tras lo cual sopló sobre la pulida superficie que brilló como agradecida.
—He aquí la clave del misterio… —El de Viena pronunció las emocionadas palabras a media voz—. Ahora podremos penetrar en el recinto sagrado que contenía a la regia persona de la Candace. Así completaremos el puzzle que comenzamos en la ciudad de Amón-Ra.
Su sonrisa y el fulgor que desprendían sus ojos hablaban de su satisfacción al hallar el mapa que los llevaba a las puertas de la ciudad perdida. Alex, que se iba acostumbrando a ver sus cambios de humor y a que su carácter voluble les hiciera pensar en que tenían ante sí a otra persona, apenas le prestó unos segundos de atención antes de dirigirse a su mujer.
—Tenemos que extender las losetas en el suelo y examinarlas con cuidado, para entender qué pasos deseaba la Candace que diésemos al entrar en su ciudad. De lo contrario, podríamos caer en trampas al estilo de las de los egipcios —advirtió serio, con el ceño fruncido, conocedor como era de que sus compañeros estaban ansiosos por desentrañar los misterios del reinado de la enigmática señora del Imperio Meroíta.
—Yo me encargaré de extenderlas en el suelo, en el orden en que las saquemos de ese amasijo de tierra en el que se amontonan. Abul me ayudará… —La eslava miró de reojo al acobardado Abul, que se mantenía obediente y discreto como un corderito, en un segundo plano—. Mientras, Klug y tú podéis ir descifrando los signos y Salah hacer guardia, por si recibimos visitas no deseadas.
La propuesta de Krastiva fue aceptada por unanimidad y todos se pusieron manos a la obra, desmontando la colina que el tiempo y los elementos habían colocado sobre los misterios de Meroe. Poco a poco, y con el cuidado de quien sabe lo que valen los despojos de un tiempo que murió dejando su legado a quien supiera encontrarlo y descifrarlo, fueron alineando las losetas negras al otro lado de la colina, a fin de que no fueran vistas sus actividades desde la aldea, por algún curioso que se acercara hasta allí a hurtadillas. Alex les pidió que no limpiaran sus superficies para que su brillo no los delatara al ser tocadas aquellas por el implacable sol.
Una larga hilera se retorció en el suelo blando que las recibía como a hijas deseadas desde mucho tiempo atrás. A medida que Klug las veía, las leía como quien lo hace con algo que conoce tan bien como su libro de infancia. Su voz sonaba como la letanía de un sacerdote de Amón que resucitara para leerles los conjuros de sus dioses entrando en una mística relación con él
—«Yo soy la descendiente de los que reinaron en Meroe, de los faraones que gobernaron el mundo desde Tebas, bajo el cetro de Taharqá, el señor de Etiopía y de Egipto, dueño de un millón de hombres… Yo soy Amanikende —se presentaba la extinta soberana—, la Candace que reina desde los tiempos de…» —El austríaco se paró en la lectura—. Aquí está borroso, aunque de todas formas sigue… —aclaró tras dar un breve resoplido—. «Él vino a mí con sus súbditos para recibir de mis manos su tributo, que yo le di con mis tesoros…» Ignoro a quién se refiere, pero debe de tratarse de un poderoso señor, un monarca a quien ella creía deber cierto vasallaje, nada común os aseguro en aquellos turbulentos tiempos.
Salah, entretanto, oteaba el horizonte en busca de algún signo que lo alertara indicándole que se acercaban intrusos, sin que nada lo inquietara de momento. Abul, por su parte, colaboraba en colocar las losetas en orden según le iba indicando Krastiva, que parecía haber tomado el mando temporalmente. Más de trescientas losetas se alinearon en cinco filas de a sesenta cada una.
Así las cosas, Klug se paseaba con cierta ansiedad reflejada en su rostro, siguiendo las líneas como si de un libro se tratara, cosa que en realidad eran. Sus ojos no se despegaban de sus superficies pulidas y brillantes cubiertas del polvo que el tiempo amontona sobre lo que ama. Arena, tierra, y también restos de esquirlas de basalto, creaban una sensación de intemporalidad que asustaba a quien no comprendía su escritura.
—Salah, tienes que traer el todoterreno, con cuidado de no alertar a los lugareños, para embarcar estas losetas a bordo de él —le avisó Craxell—. Más tarde… —añadió con una sonrisa mordaz, al ver en su cara reflejado el temor— las devolveremos, pero ahora no podemos permanecer más tiempo en este lugar porque es peligroso.
Salah, obediente, aunque de mala gana, se apresuró a seguir las instrucciones que le diera el londinense, y en pocos minutos estuvo de nuevo de regreso. Entre los cinco fueron colocando, entre mantas, las losetas de forma que no se dañaran. Subieron al coche, y el todoterreno salió de allí lentamente como si se estuvieran deleitando con el hermoso paisaje. No querían alterar a los aldeanos que, desde luego, no comprenderían lo que pretendían hacer con su legado. Tampoco podían dejarlo allí para que cayera en manos de los salvajes que habían asesinado a los guardias fronterizos; eso era lo peor que le podía pasar a las losetas. Además, ignoraban si perseguían el mismo objetivo que ellos.
Cuando estuvieron a prudente distancia, aceleraron y tomaron dirección a la ciudad que, según lo escrito siglos atrás, se ubicaba en las cercanías. Deberían estar con los ojos bien abiertos para ver lo que quedara de ella. El suelo blando amortiguaba sus cuerpos, y mantenía el silencio, que creaba sin embargo una atmósfera tensa entre ellos.
—Tenemos ante nosotros —Isengard rompió el pesado silencio— la posibilidad de poseer el poder terrible que tenían en sus manos los sacerdotes de Amón y de Apedemak, aunque yo pienso que era Amón quien entregaba esos poderes a los que le servían y no Apedemak, que aparecía en los signos por no herir a los que lo adoraban —sugirió parcial el descendiente de los sacerdotes de Amón que fueron hijos de Nebej.
—¿Y qué crees que se debe hacer con ese poder si tenemos el privilegio de hallarlos nosotros? —preguntó, escéptico, Alex Craxell—. Me refiero a los libros de Amón, ya que tenemos que saber qué hacer con ellos…
—Debemos enterrarlos lo más profundo que podamos, asegurándonos de que nadie los pueda encontrar nunca —dijo serio y con voz tenebrosa, el sacerdote hijo de Nebej, para sorpresa de todos.
—No lo entiendo —comentó la rusa, con el desconcierto pintado en su faz—. Entonces, ¿para qué buscamos esos libros si ya están enterrados, y por lo que parece, mejor de lo que nosotros podamos esconderlos?
—Deben ser utilizados una vez, nada más que una vez, a favor de… Ya lo veréis. —El natural de Viena los dejó con el misterio asomando en sus labios.
Salah, que no comprendía a los occidentales a pesar de haber convivido con ellos algún tiempo, movía la cabeza de un lado a otro en un gesto que indicaba cómo cada vez le parecía más raro todo aquello. Primero tenían un tremendo interés en desenterrar las losetas que hasta se las llevaban con ellos, para después enterrarlas en un lugar secreto donde no se pudieran volver a hallar… ¡De locos!
Abul, que ya comenzaba a dar síntomas de integración en el heterogéneo grupo, se atrevió a dar su humilde opinión que, sin embargo, dejó al resto pensando en sus palabras.
—Lo mejor, creo yo, sería enterrarlas en la ciudad donde reinó la Candace, y dejar que el tiempo y su destino las escondan de otros ojos que no sean los que la señora deseó, antes de morir, que las vieran.
Alex, que viajaba delante junto al conductor, se volvió hacia el chico, y Krastiva e incluso Klug también lo miraron sorprendidos por sus coherentes palabras, que denotaban una espontánea sabiduría que les hizo sospechar si no sería la mismísima Amanikende quien hablara por su boca.
—Eso haremos, Abul, eso haremos, no lo dudes. Has tenido la mejor idea que se nos pudiera ocurrir a ninguno de nosotros… —admitió Alex, que añadió enseguida—: Sin duda ninguna… eso era entonces lo que deseaba la Candace, que usásemos sus libros, pero me pregunto: ¿para qué? Ella debía saber que se produciría una situación de crisis… —Arrugó mucho la frente y concluyó—: Pero ¿cómo era posible eso siglos atrás? Ella no era adivina ni mucho menos… ¿O sí? —Dejó la duda en el aire.
Los aventureros se sumergían en meditaciones sin respuesta que solo las tablillas les aclararían con el devenir de los días posteriores. Un silencio pesado se apoderó otra vez de los cinco que se apiñaban en el todoterreno, medio adormilados por el suave traqueteo que los mecía como a niños en su cuna.