Emerge un misterio
En el palacio Vaticano, Su Santidad Juan XXIV se asomaba al balcón como era su costumbre a la hora del ángelus, para bendecir a los fieles que, embelesados o por simple curiosidad turística, se arremolinaban en la plaza de San Pedro. Ataviado con una esplendorosa túnica de color blanco ribeteada en hilos de oro, cubierto con una casulla roja bordada en plata, y sobre los hombros una estola con sendas cruces, aparecía como la representación de la máxima autoridad eclesiástica de los católicos que veían en él a una especie de mesías portador de la salvación eterna.
Scarelli, investido de la dignidad papal, veía a medio cumplir sin embargo sus deseos. Él hubiera deseado ser el último de los papas terrenales, ocupando la cátedra de San Pedro para siempre. Pero la intervención de Alex Craxell y la bellísima Krastiva Iganov habían impedido que eso sucediera, desbaratando sus planes perfectamente trazados, por otra parte. Pero eso ahora estaba a punto de ser solucionado por aquellos que le servían ahora que se hallaba en posesión del poder papal.
Balatti, que era una réplica suya en todo, le proporcionaría un sucedáneo que sustituiría al papiro negro ahora en manos de Ameneb. Desconocía la ubicación exacta de la ciudad de Amón, donde había estado anteriormente, porque él le había hipnotizado borrando de su cerebro aquella información; de hecho hacía poco que se había podido librar de su poder, de que lo manipulaba a su antojo. Un pergamino encontrado en los archivos vaticanos le proporcionó el medio de separar el poder de Ameneb de su mente, y ya para siempre. Esperaba poder vengarse de su acción y, si caían en sus manos los libros de Amón, eso sería sumamente fácil. El padre Lozinsky se acercó a su superior y le susurró algo al oído que inmediatamente le hizo retirarse del balcón, no sin antes bendecir a sus adeptos.
—¿Cómo dice, padre Eowzinsky? Repítamelo, por favor.
—Santidad, monseñor Balatti se encuentra ya en las inmediaciones de la necrópolis de Meroe. Sabe con exactitud dónde excavar y qué busca.
—Esas son buenas noticias relativamente… —contestó el Papa, como en un susurro apenas audible—. Si descubre qué es lo que realmente deseo, puede quererlo para él… y eso no me beneficiaría en nada… —Elevó el tono, algo crispado—. No, debo tenerlo atado a mí como sea, padre Lozinsky. Conéctese con él en cuanto le sea posible, y ordénele de mi parte que no abra nada de lo que encuentre dentro de la pirámide. Es preciso que se haga como es mi deseo; de lo contrario, todo puede ir a peor… —concluyó sombrío.
El sacerdote se retiró tras besar el anillo papal y luego cerró la puerta tras de sí, dejando al papa de Roma más preocupado de lo que ya estaba. Scarelli se pasó la mano por la barbilla y meditó de qué forma controlar al sin duda cardenal más astuto del palacio Vaticano. Todo lo que había construido desde años atrás estaba pendiendo de un hilo tan fino que en cualquier momento podía ser cortado de manera que no se pudiera remediar el desastre. Tomó un dulce de la mesa que brillaba como metal negro, y lo saboreó con deleite. El licor que contenía se derramó en su boca y entonces, como por ensalmo, supo qué hacer con el cardenal. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Eso era lo que tenía que hacer… ¡Claro!
Miró al centro de la inmensa plaza, donde se alza el obelisco que se supone cerraba el lugar donde se halló, en tiempos de la Roma antigua, el pozo de Nerón según la tradición, y sonrió. Después de todo, Egipto no era tan oscuro como muchos creían, sino que, por el contrario, si se sabía descifrar cada uno de sus dibujos ideográficos, todo resultaba sencillo…
Salió de su despacho con prisa, y recorrió los pasillos palatinos arrastrando su túnica blanca, que emitía un ruido desagradable al rozar con el suelo. Las estatuas de dioses olvidados por los hombres lo saludaron al pasar por su lado; al menos eso le pareció a él. Necesitaba leer personalmente algunos escritos tan antiguos como el propio hombre en los archivos; no podía confiar aquella misión a nadie de su entorno. Su rostro reflejaba el ansia de poseer el conocimiento que le abriría las puertas de la eternidad, y no pararía hasta conseguirlo. Descendió a los archivos como el que lo hace a los infiernos, satisfecho de saber cuál es su lugar, y penetró en ellos siendo saludado por los sorprendidos guardias suizos que no sabían qué pintaba el Papa allí.
Con sus marfileñas manos perfectamente cuidadas, con algunas manchas inevitables por efecto de la vejez, fue pasando cada hoja de un códice que nunca había sido abierto por mano alguna desde que se hallara en Anatolia, cerca de Priene. Sus ojos amenazaron salírsele de las cuencas, y leyó y releyó cada línea con la intención de grabarlas en su cerebro de manera indeleble. Abrazó el volumen contra su pecho y salió del archivo componiendo una imagen patética, que sin embargo poco importaba al Papa, el hombre que reinaba como monarca absoluto en el palacio Vaticano. Se escurrió por el dédalo de túneles que comunicaban los distintos sectores del palacio, entró en una cámara que nunca, desde la sospechosa muerte de Juan Pablo I, había vuelto a ser utilizada, y se encerró en ella. Allí abrió de nuevo el códice y leyó, esta vez en voz alta, las letras que conformaban el código escrito que permitía el conocimiento de…
Emitió un grito que nadie oyó y entonces se sintió con fuerzas para entrar en el mundo que se le ofrecía a él, el hombre que podía convertirse en el más poderoso del orbe si llegaba hasta él el libro negro de Seth. El polvo de las paredes y los cuadros que decoraban las mismas parecieron vibrar ante su presencia, y supo que al fin había hallado lo que tanto anhelaba desde que comprendiera que el poder debe ejercerse desde una posición que permita gobernar a quienes confían ciegamente en quien lo ostenta.
Mil millones de almas dependían de sus decisiones y harían cuanto les pidiera en pro de su salvación eterna; para, lo cual, él estaba preparado. Eso creían al menos los mil millones de seres que dejaban en sus manos su vida espiritual. Necesitaba comprender el significado de demasiadas cosas allí escritas, y disponía de tan poco tiempo…
El códice explicaba, de labios del que lo halló para perderlo más tarde en un lugar ignorado, cómo manejar el contenido sin dejar la vida en el intento. Era sabido que los antiguos sacerdotes guardaban celosamente sus secretos con trampas que resultaban mortales si no se conocían las claves. Lo mismo que ocurría hoy día con las claves de los ordenadores más sofisticados; eran escrutables para los cerebros privilegiados, pero se necesitaba más que un simple nick, o una serie de números y letras para acceder al contenido del libro negro de Amón. En él se relataba el modo en que los sacerdotes de Amón-Ra imitaron las plagas de Egipto ante Moisés, y cómo sus báculos se convirtieron en serpientes ante los ojos desorbitados del Faraón.
Los dilatados globos oculares de Su Santidad Juan XXIV casi se pegaban al material de que estaban hechas las páginas del volumen. Cuando tuviera en sus manos aquella joya del poder omnímodo de los egipcios, manejaría a la curia romana a su antojo, y no habría nada que se le opusiera. Se separó de la mesa y le dio la espalda para librarse de la atracción terrible que ejercía sobre él el contenido del códice; después se pasó el dorso de la mano por la frente.
«Es maravilloso, pero terrible a un tiempo… No sé qué puede ser ese signo… un… pájaro… un búho… No sé…», se lamentó interiormente, paseando nervioso por el reducido espacio.
Afuera, el padre Lozinsky se impacientaba lo suyo al comprobar cuánto tardaba el Papa en salir de las habitaciones del predecesor de Juan Pablo II, lugar casi maldito en el palacio Vaticano desde su defunción. Nadie había penetrado en el interior de aquellas cámaras en las que habitó el papa Juan Pablo I. La muerte del patriarca ruso ante sus ojos y el nunca bien explicado óbito de Su Santidad, habían dejado una huella indeleble en todos los que dormían bajo el techo de aquel palacio.
Lozinsky se acercó a la puerta de dos hojas de la cámara, para llamar suavemente, y en ese preciso instante el Papa salió de golpe, sorprendiéndolo con el puño cerrado listo para golpear las puertas.
—Padre Lozinsky, ¿no se habrá vuelto comunista, verdad? —bromeó el Sumo Pontífice.
—No, no, Su Santidad, eso nunca… —balbuceó el aludido, que se justificó con voz queda—: Es que me preocupaba su tardanza… esa…
—Ya, esa cámara le trae malos recuerdos… —El Papa resopló y añadió—: Es solo una superstición, nada más, así que no se alarme. Yo no pereceré hasta que el Espíritu Santo lo decida… ¿No es así? —inquirió con gesto adusto.
—Claro, Santidad, así será si Dios lo decide. Quiero decir que…
—No se ponga nervioso, padre, que lo comprendo perfectamente.
Los dos caminaron juntos por el corredor palatino; Juan XXIV abrazado virtualmente a su códice como si de ello dependiera su propia vida. Los guardias suizos, como estatuas de mármol blanco a juego del palacio Vaticano, hacían su ronda y cerraban el paso con su presencia varonil y seria a quienesquiera que se atrevieran a penetrar en aquellos corredores, viendo pasar a su lado en esta ocasión al propio Papa sin que esto supusiera una novedad. Su nívea presencia era algo cotidiano y solo les pareció extraño que se abrazara a un libro de aquella manera; él, que presumía de que los libros eran el enemigo de los fieles.