Capítulo 9

Tres días después

La frontera con Sudán estaba vigilada desde una choza de adobe y ladrillo que se caía a trozos. En el garito, despatarrados, bebían dos guardias que en cuanto oyeron el ruido del motor de los todoterrenos se pusieron en pie, sabedores de que quienesquiera que fueran sus ocupantes, llenarían sus bolsillos si realmente querían pasar la frontera.

Los dos todoterrenos frenaron a diez metros, y el capitán Olaza se bajó de uno de ellos dispuesto a negociar el pase de frontera. Tras de él fueron dos de los guardias suizos vestidos de camuflaje militar. Aparentemente no iban armados.

—Tenemos que cruzar la frontera para visitar las ruinas de Meroe —le explicó en correcto inglés Olaza—. Y tenemos prisa. ¿Cuánto tenemos que pagar para pasar?

El que parecía llevar la voz cantante se encaró con él, quedándose casi pegado a su cara.

—No tan deprisa, señor… Aquí las cosas se hacen de otra manera. Tendrá que decirme qué buscan en esas ruinas que, por cierto, están cerradas al público. ¿Son buscadores de reliquias? De aquí no se pueden sacar estatuillas ni cosas por el estilo… ¿Comprenden?

—Bien, entendido… Ahora, ábranos paso ya. Tenemos prisa.

—No me ha entendido, señor… Tiene que pagar por pasar y serán mil dólares americanos.

—¿Qué? —se asombró el jefe de la Guardia Suiza, ante la desmesurada ambición de aquel militar sudanés—. Eso es un disparate. Le daré cien, y no se hable más.

El sudanés extrajo de su cartuchera una vieja pistola y le situó el cañón en la cara.

—He dicho mil dólares… Mil.

En un movimiento rápido, Olaza sacó su arma y le disparó en el vientre tres tiros a bocajarro. El oficial de Sudán, sorprendido por el repentino ataque, abrió desmesuradamente los ojos y luego cayó a plomo. El otro se reunió con él al ser apuñalado de frente, en el corazón, por uno de los guardias suizos. Después limpió la sangre en el uniforme de su víctima, y con un gesto de su mano diestra le indicó al resto que el camino se encontraba franco. Sudán estaba abierto para ellos. Los todoterrenos arrancaron sus motores, y enfilaron sin más incidentes sus morros rumbo a las ruinas de Meroe. Los arbustos salpicaban las arenas del desierto que los rodeaban, creando su propia personalidad, diferenciándose del desierto egipcio con una identidad propia.

La arena, milla a milla, iba dejando paso al verde de la sabana con el que se alternaba. Acampar en aquellos parajes resultaba un alivio respecto a las duras jornadas pasadas en las dunas de arena nacarada de Egipto. El fuego a que los sometía el día, y el frío gélido que les helaba la sangre en las venas se les había metido en el cuerpo como una espina de hielo.

Entre las dunas jaspeadas de arbustos, tras tender unas mantas, echaron unos igloos al suelo que se hincharon automáticamente. Pronto un campamento perfectamente camuflado estuvo montado. Balatti tecleaba en su ordenador portátil conectando con el satélite que el Vaticano tenía alquilado a los norteamericanos. Recibía en tiempo real la información que le requería, y le enviaba imágenes de la zona así como mapas de las ruinas que se concentraban en la necrópolis real de Meroe.

La luz azulada del ordenador reverberaba en el interior de la precaria tienda, convertida en centro de operaciones. Los todoterrenos, cubiertos por redes de camuflaje, servían de muro protector entre la tienda y las dunas.

—Tenemos las coordenadas de las ruinas y las posibles ubicaciones de la ciudad de la Candace. Nada nos detendrá ahora, —comunicó el cardenal, que sonrió satisfecho.

Alex, Krastiva y Klug, acompañados de Abul y Salah, se dividieron en dos grupos para comprar alimentos y mapas del estado del norte de Sudán, cuya frontera esperaban traspasar en pocos días. Dogola era el más grande de los numerosos estados que componían la República de Sudán y el que limitaba con Egipto, dividiendo en dos al pueblo nubio, descendiente de la tribu Noba, de donde le venía el nombre, y que pobló el sur de Egipto y el norte del actual Sudán, llegando del interior de África, y que perteneció a la Etiopía de los tiempos faraónicos. A la gente de Assuán no le alarmó en absoluto que llegaran tan seguidos primero los todoterrenos de Balatti y luego el de Alex, haciendo prácticamente las mismas preguntas a las mismas personas. Era algo común en los que llegaban a Assuán el someterlos al tercer grado para extraer lo que ellos consideraban una información valiosa. Una vez en el automóvil, los tres aventureros dejaron a su derecha, apenas visibles, los lagos de Toshka, que salpicaban con su frescor el árido desierto, y se adentraron en el territorio nubio propiamente dicho.

Recorrieron la distancia que los separaba de la frontera con el deseo de hallarse en las cercanías del templo de Napata, para empaparse de su olor y de su particular atmósfera. A lo lejos divisaron, tras horas de pesado viaje sin más compañía que las arenas y la sequedad que les producían, un puesto que supusieron sería el garito fronterizo donde deberían dar explicaciones y dinero para acceder al suelo sudanés.

El todoterreno de Alex llegaba a la frontera con Sudán, y se encontraba con los cadáveres de los dos castrenses tendidos en el suelo, medio cubiertos por las arenas, con la choza desierta y el paso franco.

—Esto pinta mal, pues esos que han pasado la frontera antes que nosotros están dispuestos a todo, por lo que se ve —se escandalizó Alex, arrodillado ante el cadáver del oficial. La sangre se perdía reseca ya en la arena, por lo que la visión de los dos muertos no impresionaba tanto por la escena, como por la muerte despiadada en sí misma.

—Tenemos que alejarnos todo lo que podamos, ya que en cuanto vean que no responden a sus llamadas vendrán a ver qué pasa y se encontrarán con esto. Cualquiera que sea el que esté aquí cargará con el muerto… —Krastiva ladeó la cabeza y matizó mejor—: Mejor dicho, con los muertos… ¡Vámonos! —propuso, pues conmocionada por lo que veía necesitaba poner tierra de por medio.

Salah y Abul, encogidos en el automóvil, esperaban que ellos tres supieran solucionar el problema creado por Balatti. La aventura era emocionante, pero aquello no estaba previsto en el viaje; al menos eso era lo que ellos creían. Salieron despedidos dejando una estela de arena que se elevó en el aire, semienterrando más a los dos difuntos. La carrera por los libros de Amón acababa de comenzar entre Piero Balatti, y Alex Craxell, quien avisó a sus compañeros de viaje con tono crispado:

—Esos salvajes, sean quienes sean, han asesinado a los guardias de la frontera para conseguir su propósito y poder proseguir su ruta. Creo que esta aventura se está complicando de tal manera que estaremos en serio peligro desde ahora, y deberemos permanecer alerta, con los ojos bien abiertos.

—¿Crees que Su Santidad está jugando a dos barajas? Eso sería muy propio del muy cabrón —aseguró la rusa.

—No se me había ocurrido, pero es más que posible desde luego. Si eso fuera cierto, la carrera por conseguir los libros de Amón supondría enfrentarse a fríos asesinos como el capitán Olaza… ¿Lo recordáis, verdad? —inquirió Craxell, que mientras conducía añadió con pronunciado ceño—: Gente como él es quien hace el trabajo más sucio del Vaticano, quien trabaja desde las santas alcantarillas.

—¿Cómo no recordarlo? Era él quien llevaba la voz de mando de aquellos desgraciados guardias suizos que seguían a todas partes a monseñor Scarelli —comentó Krastiva con gesto de disgusto.

—Mirad… —avisó su esposo—. Allí, al fondo de aquellas dunas, podemos acampar por esta noche… ¿Qué os parece? Creo que todos necesitamos descanso.

El todoterreno, con su chapa ardiendo, agradeció que lo cubrieran con una tela de color ocre que también dio refugio y sombra a sus cinco pasajeros. Las dunas formaban un cerco junto a unas rocas de escasa altura, creando el lugar idóneo para descansar del trayecto. Se hallaban cerca de donde comenzaba la sabana que cambiaría el paisaje de forma drástica, refrescando sus chamuscados cuerpos y anunciándoles la proximidad de las ruinas de Meroe. Habían ido más rápidos que sus contrincantes, al no detenerse en el templo de Dendera como ellos. Además, sabían dónde se hallaban las pistas que conducían a la ciudad de la Candace y, no menos importante, el cómo desentrañarlas.

Abul, entre asustado y emocionado, permanecía callado y se limitaba a mirar a Salah, quien se daba cuenta de en qué se estaba convirtiendo el viaje que comenzaran en El Cairo. Cada vez se asemejaba más al anterior donde parece ser que corrieron peligros reales, que a punto estuvieron de dar al traste con los planes de los europeos.

Klug, meditabundo, paseaba nervioso como era su costumbre cuando algo no le cuadraba. Lo hacía envuelto en un turbante que le daba un extraño aspecto. Él descendía de Nebej, el gran sacerdote de Amón que sirvió bajo el reinado de Kemohankamón, el último faraón de Egipto, y eso le daba una autoridad que se hallaba implícita a su modo de ver. Si de verdad existían los libros, cosa que no dudaba en absoluto, el libro negro de Seth era el que más interés despertaba en él, dado que su posesión cambiaría su vida, así como la de cualquiera en cuyas manos cayera. Se decía que estaba hecho de un material incombustible y que por esa razón duraría para siempre, aunque lo enterraran en lo más profundo del desierto egipcio.

El ruido de dos rotores los alarmó e hizo salir al capitán Olaza al exterior, agazapado entre las dunas para no ser detectado. Él conocía muy bien la procedencia de aquel ruido, que no era otro que el de dos helicópteros que volaban tan bajo que casi se podían distinguir los rasgos del piloto. Dieron varias vueltas, y como no vieron nada, ascendieron como para irse, pero enseguida descendieron en picado para escrutar la árida superficie donde se ocultaban los asesinos de sus compañeros de la frontera. Habían hallado sus cuerpos semienterrados en la arena, con la sangre empapada en sus uniformes.

—Si nos detectan, estamos perdidos… —El cardenal miró a Olaza—. ¿Qué hacemos?

—Deshacernos de ellos como hicimos con los suyos. Déjeme a mí, monseñor… —solicitó el jefe de la Guardia Suiza, que alertó con voz muy enérgica a dos de sus hombres—: ¡Uhleman, Michael, acompañadme y coged las ametralladoras portátiles!

Los dos guardias suizos las arrastraron por las arenas con sus trajes de camuflaje, y permanecieron juntos hasta que Olaza les indicó que salieran a descubierto. Para entonces, los dos helicópteros se acercaban peligrosamente, como presintiendo su presencia en aquel lugar. Cuando estuvieron a tiro, el capitán dio orden de disparar y sus hombres hicieron fuego a discreción. Ametrallaron a los dos aparatos, cribando las cabinas de ambos, que reventaron como melones dispersando sus restos por el aire, rasgando las redes que camuflaban los jeeps. Los pilotos murieron antes de que supieran qué les estaba sucediendo, y apenas unos restos de chapa humeantes ocupaban el lugar donde poco antes se hallaban las dos máquinas voladoras. Como un aliado imprevisto, la arena del desierto fue cubriendo la chatarra en que se habían convertido, borrando de forma inexorable las huellas del ataque.

Sus restos se dispersaron en un enorme radio, y Piero Balatti comprendió que era necesario abandonar el sitio antes de que los militares sudaneses los descubrieran o echaran de menos a sus compañeros. Los todoterrenos arrancaron motores y salieron de la zona de peligro, como alma que lleva el diablo. Atrás quedaban la tranquilidad y la base de operaciones que habían montado con tanto esmero, en pro de la seguridad.

Siguieron adentrándose en el interior de Sudán, cabalgando la verde sabana que hacía brincar los autos como caballos desbocados. El destino era Napata, donde se ubicaba el templo de Apedemak, el dios león de los súbditos de la Candace. Saltaban como cabras por encima de la pedregosa y arenosa superficie, que comenzaba a ser irregular, batiéndolos como no lo haría el peor de sus enemigos. El sol, sin embargo, era clemente con sus almas, y brillaba en su cénit con la mesura de quien comparte el Cielo con otros dioses. Ra era el codios del Imperio Meroíta y Apedemak le reclamaba su porción de adeptos y ofrendas para sus templos. La hilera de todoterrenos se alineó en lila de a uno y, vigilantes desde dentro con las armas listas, asomando por las ventanillas, los guardias suizos controlaban el entorno hostil en que se movían.

Conscientes de que la caza de los intrusos en territorio sudanés no había hecho más que comenzar, tensaban sus músculos y abrían sus ojos para no caer en una emboscada o ser atacados desde el aire. Pero el incesante traqueteo a que los sometía el terreno, les preocupaba, ya que no había manera de apuntar y acertar cuando se disparaba desde aquella posición tan incómoda. Olaza había montado en la parte trasera de uno de los autos una ametralladora que cubrió con telas de camuflaje, en prevención de ser atacados desde arriba. Pero pasaron las horas y no aparecieron nuevos helicópteros ni jeeps que los pudieran inquietar en absoluto. La monotonía se fue apoderando de ellos y relajaron la guardia. Así las cosas, Balatti extendió unos mapas en su regazo y marcó los que consideraba importantes, para rastrearlos en primer lugar.

En una ilustración cuyos bordes amarilleaban aparecía el libro de oro de Amón-Ra, en el que se detallaba cómo controlar los elementos necesarios para hacerse obedecer por los vientos, las aguas, e incluso por los hombres. El dios Thot, señor de la magia, con su vara alta, signo de su poder intemporal, señalaba una dirección, algo que al ambicioso cardenal le había pasado desapercibido antes de ese momento. «De modo que tiene que ver con las estrellas…», pensó al darse cuenta del error que en su mente lo desorientaba.

—Está en Napata; la pista está en Napata, en el templo de Apedemak, el dios león, el rival de Amón-Ra —afirmó Balatti, convencido, quien añadió—: Allí hemos de buscar el camino que nos llevará hasta la ciudad de Amón en la superficie, la que sin duda construyó Kemohankamón, en las arenas del desierto.

—Eso no está muy lejos de aquí, a unos ochenta y tantos kilómetros, más o menos… —dijo Olaza, que dejó escapar un leve gruñido—. Podemos llegar en dos jornadas —concluyó.

—¿No antes? Vamos contra reloj. Ya sabe que nos persigue todo el Ejército del Sudán —exageró el cardenal, para meterle prisa al capitán.

—¡Ja, ja, ja! —rió abiertamente el oficial suizo, burlándose de los militares sudaneses, que en nada podían compararse a ellos, bien entrenados y equipados. Después siguió enfático—: Nosotros no tememos a esos gorilas negros que ni saben seguir la pista a unos intrusos en su propio territorio. Los dejaremos atrás en poco tiempo de manera segura.

—Bien, confío en su buen hacer, capitán Olaza… Nos jugamos la vida todos los presentes, y eso huelga decirlo.

Sin responder, casi ofendido por la duda, el capitán señaló un roquedal que se recortaba entre las nubes oscuras que se cernían sobre la sabana, tras el estallido de color que era el atardecer en aquella olvidada parte de África.

—Allí, entre esas rocas, montaremos nuestro campamento por esta noche. Repondremos fuerzas y trazaremos las líneas maestras de nuestro plan de acción. Mañana, al alba, encenderemos motores y nos pondremos en camino a Napata, a ese templo pagano del dios Apedemak. Según mis cálculos, llegaremos a mediodía.

Balatti asintió satisfecho de la eficacia del capitán Olaza, y dejó que montaran el campamento para iniciar el descanso por turnos y fijar el plan de acción del día siguiente. Los cables y los generadores de energía cubrieron el suelo de la improvisada tienda, creando la sensación de estar en un lugar muy diferente al que se hallaban.

Las conexiones con el satélite vaticano se hicieron con precisión suiza y pronto estuvieron en contacto con Su Santidad Juan XXIV, quien, desde su despacho, pedía explicaciones a sus enviados dándoles cuenta de que otros iban tras sus pasos contratados por él. A monseñor Balatti aquello le sonó a competencia desleal y torció el gesto sin poder disimular su disgusto. Solo cuando el taimado papa de Roma le expuso su plan, se distendieron sus músculos faciales. Eso era otra cosa, así ellos podían salir indemnes de aquella misión casi suicida, dejando que los estúpidos aventureros se llevaran lo que se habían ganado desde hacía tanto tiempo. No obstante, y dada la personalidad astuta del cardenal Balatti, no desechó del todo la posibilidad de que su superior estuviera jugando a dos barajas y con los naipes marcados…

Los datos bajaron a los ordenadores de los funcionarios vaticanos, llenando carpetas en las pantallas. El templo de Napata, levantado en honor del dios Apedemak, ocupó por completo la pantalla de Olaza, quien llamó al cardenal para que le echara una ojeada. Balatti, satisfecho, recorrió cada detalle de la imagen, apuntando en una libreta de tapas verdes con canto de pan de oro, datos de interés para él. Su sonrisa, alumbrada por el reverberar de la pantalla del ordenador, le confería una aureola de santidad que en realidad estaba muy lejos de poseer.

—Esto es lo que no cuadraba… Ya te tengo, Kemohankamón, ya te tengo encuadrado. Ahora solo falta que me digas dónde escondiste los libros de Amón-Ra. Pronto lo sabré y no podrás ocultarlos por mucho más tiempo; de eso estate seguro. Las estrellas son el camino… ¿Cómo no me di cuenta de ello? Los egipcios creían con fe ciega en su poder, y en que en ellas estaba escrito su destino. Quién sabe si al final no van a tener razón… Después de todo, serán ellas quienes nos llevarán hasta los libros secretos de Amón-Ra.

Los guardias suizos que lo escuchaban hablar solo en voz alta se miraban sin osar decir nada que contradijera su vehemente deseo de hallar unos libros que, al parecer, poseían no se sabía qué poderes sobrenaturales. Habían visto cómo reaccionaba monseñor cuando se le llevaba la contraria y francamente era mejor que estuviera de buen humor.

La noche se hizo señora del desierto y la temperatura bajó hasta llegar a los dos grados bajo cero. La luna, rodeada de estrellas junto a la Vía Láctea, hizo su aparición en lo alto de los cielos, desplegando todo un alarde de color y brillo que impresionó a quienes pudieron observarlo. Balatti contó las estrellas del cinturón de Orión y situó en el mapa las que no se materializaban en pirámides en Egipto. Cinco en total. Con un rotulador rojo unió los puntos que simbolizaban las estrellas y le entregó un dibujo al capitán, lo que le hizo dar un ridículo salto en la arena, ahora fría como el hielo.

—Ya tengo lo que quería; así que mañana iremos directamente al punto donde, si mis cálculos no fallan, se encuentra el tesoro que buscamos —avisó a sus subordinados.

Las tiendas temblaron con el gélido viento que de noche barría el desierto de Sudán a ras de suelo, disparando las piedrecillas a larga distancia, chocando con las telas de nailon del campamento de monseñor Balatti. A pesar de lo cual, pronto los que no tenían guardia se durmieron en brazos de Jonsu, que gobierna los sueños de quienes, en la oscuridad, buscan su protección. Él es el guardián del territorio en que se convierte la noche, el que envía a la Luna para expulsar a los que osan hollar sus dominios.

No muy lejos de los funcionarios del Vaticano, pero todavía ajenos al peligro en que les había puesto el papa de Roma, Alex Craxell y su pequeño grupo acampaban también entre unos arbustos de espeso follaje que les daban alguna protección del frío nocturno.

Abul se empapaba de cuanto para él, por nuevo, suponía aquel viaje al fin del mundo, acompañando a sus mejores amigos. Le embargaba un sentimiento de agradecimiento y tenso miedo que subía su nivel de adrenalina. En la seguridad del barrio copto él no necesitaba correr por el desierto en busca de nada; tenía cuanto era imprescindible para vivir entre sus muros de viejas paredes llenas de los desconchones que deja la historia. Pero la sensación de estar vivo, eso era lo mejor de todo lo que estaba viviendo en los últimos momentos cuando el peligro acechaba en cada arbusto y también en cada roquedal que atravesaban, sin saber si tras ellos algún enemigo les haría frente.

El alba los sorprendió en medio de la nada, como si fueran diminutas hormigas salidas de su hábitat natural, perdidas en la sabana que sustituía al desierto y sin por ello alterar la llanura que se perdía a lo lejos, donde se unía con el cielo en un horizonte azul intenso. Se pusieron en marcha y con la mirada fija en uno de los mapas, Klug le indicó la ruta que debía seguir para llegar a Napata. Aún quedaba mucho camino por recorrer, pero cada vez estaban más cerca, no solo del templo, sino de sus contrincantes que se habían adueñado de todo lo que circundaba el lugar sagrado, sin dejar de analizar nada que supuestamente tuviera algo que ver con su misión.

Los capiteles antropomorfos que coronaban las gruesas columnas que todavía sostenían el arquitrabe del templo engañaban a quienes por vez primera llegaban a él. Egipto había tenido tal influencia en la cultura meroíta que casi era una copia de cualquier templo de Karnak o de Menfis, que se alzara en tiempos faraónicos. Carente casi de techumbre y con su sanctasanctórum al aire libre, presentaba una imagen imponente bajo la cual aún guardaba un tesoro, la pista que seguir para hallar la ciudad de la Candace. Y eso era precisamente lo que buscaba Balatti dentro de sus milenarios muros. Lo halló en la base de una de las columnas que conformaban la sala hipóstila que precedía a la zona restringida donde oficiaban los sacerdotes menores, algo en sí poco usual si se conoce la estricta jerarquía egipcia.

—Aquí está. Sí, esto es… la ruta que seguían los camelleros para vender sus mercancías en… Está borrado el nombre, pero la ruta está perfectamente trazada. ¡Olaza! —llamó a voz en grito.

—¿Monseñor…? —contestó raudo el aludido.

—Copie la ruta y después dé orden de partir. Tenemos lo que necesitamos, y ya no pararemos hasta que penetremos en la ciudad de la Candace.

Sor Eloísa y sor Eulalia, que habían hecho amistad con Juliano y Bettino, conversaban en voz baja y ellas les traducían los gestos del cardenal en palabras asimilables, dándole significado a cada acción suya. Conformaban un grupúsculo heterogéneo de servidores vaticanos que se iba fusionando a medida que el cardenal los excluía a propósito de sus decisiones, al desconfiar de su lealtad.

Entre los arbustos y rastrojos que el viento suave desplazaba, el templo de Napata quedaba atrás. La caravana vaticana, como una serpiente de metal recalentada, se dirigía a un lugar que el hombre no había hollado desde que la última Candace había muerto en extrañas circunstancias. Un imperio, el segundo en importancia de África, se había disuelto cual hielo sobre las ardientes arenas, tras haber derrotado a la todopoderosa Roma, y haber sobrevivido a la erosión del tiempo y a unos belicosos vecinos que nunca pudieron subyugarlo. ¿Qué pudo suceder para que desapareciera sin dejar el menor rastro? Una masa de gente tan grande no se disipa en el aire así como así… Algo tremendo hubo de acaecer para dar de forma inexorable con el pueblo entero de Meroe en el polvo de la muerte.

Olaza intentaba conectarse al satélite vaticano sin conseguirlo y, furioso, juraba por lo bajo por no poder acceder instantáneamente. Había servido al cardenal Scarelli antes que al cardenal Balatti, y conocía bien todos los entresijos de aquellos dos hombres, astutos como ninguno, y ambiciosos, los cuales ansiaban aumentar su cuota de poder hasta ser los dueños… ¿de qué? No tenía claro que aquellos libros, que de nada les habían servido a los anteriores propietarios, fueran de alguna utilidad para ellos hoy en día. Se había llevado consigo al sargento Delan porque le recordaba a sí mismo cuando principiaba en la Guardia Suiza, y su deseo era tan solo servir lealmente al papa de Roma, guardando su persona de posibles atentados. Pronto comprendió que sus tareas serían muy diferentes a las que él creyó en un principio, y que las intrigas y las astutas artimañas de los cardenales serían el alimento cotidiano para quien nada sabía de todos aquellos pergaminos secretos que guardaban en el archivo vaticano, o para los objetos que, según sus superiores, poseían alguna clase de poder intrínseco que les otorgaría, de obtenerlos, todos sus deseos como por arte de magia. Había sido testigo de cómo quedaban en nada los planes pomposos de dos de ellos, y de dónde los había conducido su ambición sin límites. Pero su deber era, ahora como siempre, obedecer a quien ostentaba la autoridad papal fuera de la Ciudad del Vaticano, como era ahora el caso del cardenal Balatti.

Bordearon el curso de un Nilo que, sinuoso, serpenteaba por en medio de la sabana que se entremezclaba con áreas desérticas a menudo, en una lucha sorda entre titanes. Era la manera más cómoda de seguir la ruta marcada, sin perderse en medio de uno de los confines del mundo.

Piero Balatti dejó que su imaginación volara a tiempos pasados, cuando él, apenas un sacerdote recién ordenado, soñaba despierto con ascender en el escalafón para situarse cerca del Papa y desarrollar ahí todo su potencial. Su rostro juvenil, y también sus maneras educadas y atentas, le facilitaron el acceso a reuniones de las que extrajo informaciones útiles para sus superiores jerárquicos, que cada vez más le encomendaron otras de mayor relevancia, nombrándole obispo primero y arzobispo después, para poder sacarle mayor jugo a sus más que evidentes habilidades diplomáticas. Fue así, tras largos años de vivir a caballo entre las diócesis de mayor envergadura, como llegó un día al Vaticano, el lugar donde reina el último de los monarcas absolutos en este mundo. Llegó de la mano del cardenal Martín de Leiza, que falleció muy oportunamente tres días después de su arribo al diminuto Estado. Eso le supuso el apresurado nombramiento de cardenal, tan necesario para el nuevo papa Juan XXIV, recién coronado en la grandiosa basílica de San Pedro. Él mismo tuvo que oficiar los funerales de su mentor, el cardenal Martín, en presencia del flamante Papa, que lo llamó a su presencia para saber si era de la misma condición que su antecesor en el cargo y hasta dónde se podía confiar en él. Un binomio indestructible nacía así de aquella dramática situación en la que se hallaban ambos.

Un brusco frenazo lo devolvió a la realidad, sobresaltándolo.

—¿Se puede saber qué pasa? ¿Por qué frena así, maldita sea?

—Una piedra, monseñor, debe de ser la única que hay por aquí en quince kilómetros a la redonda y tenía que meterse debajo del chasis. Espero que no haya afectado a la transmisión… —dijo Delan, apeándose del todoterreno.

Se metió debajo del coche y, tras enredar en las entrañas de este, se volvió a subir con la cara sucia de grasa y la seguridad de que aquello no había sido sino un susto. Balatti, mecido de nuevo por el suave traqueteo, se dejó hundir en sus recuerdos aislándose del resto de los mortales. Su cerebro desmenuzaba la información que iba ordenando como piezas de un rompecabezas que fuera conformando una imagen nítida en él. Las estrellas daban vueltas en su mente, pasando como si las supervisara una a una. Además, conocía bien la orientación de los más afamados dibujos incas que reflejaban la situación de estrellas concretas. Así la araña estaba orientada a la constelación de Orión mientras que el mono lo estaba hacia las Pléyades.

Así que en esta ocasión conocer la orientación que habían tenido en cuenta los egipcios sería no solo de gran utilidad, sino que los guiaría sin errores hasta su objetivo final. Orión era, junto con Sirio, la estrella en torno a las cual giraba la momificación y la adoración de ellos… Ahí precisamente habría que indagar.

El trayecto hasta Meroe era largo y tedioso, al no haber nada que llamara la atención de cualquier viajero al uso. Apenas unas chozas salpicando el paisaje, y pequeños oasis casi dominados por las arenas que amenazaban con taparlos por completo. La cubierta vegetal se turnaba con la árida imagen del desierto, en una lucha por dominar el territorio de unos sudaneses que luchaban entre sí en una guerra fratricida y sin ningún sentido, que únicamente conducía al desastre. Vieron a lo lejos algunas hienas que, en manadas, los miraban con las fauces abiertas, babeando sin saber si atacar o huir. Los leones, con sus melenas doradas, descansaban en medio de los arbustos, desprendiendo un olor acre que molestaba desde lejos. Las leonas, en cambio, corrían tras unos cebúes que se distanciaban de ellas, dejándolas sin almuerzo. El espectáculo no se repitió y los pasajeros de los todoterrenos se adormilaron como amodorrados por un dios desconocido.

Los pináculos de la necrópolis de Meroe, dorados por un atardecer que encendía sus cúspides, reinaban en medio del desierto que acumulaba sus arenas sin atreverse a echar encima de estas su peso. Amanikende dormía en una de ellas, en espera de que un hombre llegara hasta ella y la liberara de la maldición que la dominaba desde hacía siglos. Su momia descansaba en la tumba número cuarenta y seis, junto a la de la Candace Amanitore, que fue famosa antes que ella y que le transmitió su poder, de manera que pudo introducir a sus súbditos en una era de paz y prosperidad como pocas civilizaciones habían conocido. Dentro de su pequeña pirámide se ocultaba un tesoro que, de saberse, habría supuesto la destrucción de la misma. Solo un erudito, ducho en descifrar los jeroglíficos egipcios y meroítas, podría desentrañar el misterio de la erradicación de su pueblo. El sol, como agradecido por el honor de ser el guardián de su persona, no se retiraba hasta que toda la pirámide había sido iluminada por sus rayos. El cielo se encendía en un anaranjado que competía con el morado en una obra de arte que el pintor del universo, con magistrales pinceladas, dejaba su impronta en el atardecer. Las nubes jugueteaban con las pirámides y se escondían de su intemporal existencia, para apagarse con respeto ante Amanikende.

Los pilonos de la entrada representaban las obras de su inquilina, hablando de sus logros y del drama que se desató sobre Meroe en un momento de la historia. Las arenas bajaban por los cinco escalones que conducían hasta la tumba real y despejaban la entrada.

Cerca de allí, unos poderosos señores de la guerra acortaban distancias para acceder a los secretos de la Candace. De conseguirlo, el poder de Amanikende, volvería a existir en el mundo en manos peligrosas que lo usarían para dominar a quienes se les opusieran.