Cita en Meroe
Abul, extasiado con su primer viaje en compañía de Alex Craxell, observaba el entorno que le rodeaba como si la tierra hubiera sido hecha de nuevo, solo para él. El desierto, a pesar de su monotonía, le producía una sensación de bienestar que lo relajaba por completo. Y la visión del lago Nasser, junto al templo de Philae, le produjo tal fascinación que ni tan siquiera exclamó o gritó; en realidad no fue capaz de articular palabra.
Salah sonreía al ver la forma en que disfrutaba el muchacho saboreando Egipto y le hacía gestos a Alex para que lo mirara. Era realmente agradable ver cómo un joven como él absorbía la cultura de un país que era el suyo y que, sin embargo, le resultaba completamente extraño.
—Tenemos que encontrar la ciudad de la Candace Amanikende, explorarla; solo allí hallaremos las pistas de lo que buscamos. Si somos capaces de descifrar los signos que encontremos, sabremos dónde se refugiaron los que salieron de Egipto —resumió Craxell.
Krastiva Iganov, pensativa, escrutaba el mapa extendido sobre su regazo, arrugado, y en el que unas ruinas apenas distinguibles estaban marcadas con una cruz roja. Era el punto donde Ameneb les había dicho que estuvo la ciudad de los egipcios, que se instalaron en tierras de la Candace de Meroe.
—Tiene que ser muy cerca de donde se halle la ciudad de Amanikende. Allí hallaremos el secreto mejor guardado de la Emperatriz: la ubicación de los libros de Amón —resumió la inteligente eslava.
—Que también tienen que estar donde huyó el faraón Kemoh… —dedujo hábilmente Klug Isengard.
—¡En Irán! —exclamó el marchante de obras de arte—. Por eso se encontraron allí restos de la cultura egipcia. Ahora voy comprendiendo… Llegaron a Persia para cobijarse bajo la protección del rey Cosrroes… el que derrotó a la Roma de Oriente —fue desmigando el enigma.
—Pero de haber una civilización como la que desarrollaron los egipcios, se hubiera encontrado hace muchos años. Con la tecnología que hoy se posee, es imposible ocultar algo así —le replicó Krastiva con aplastante lógica.
—Sí, claro… —convino su esposo— pero estoy seguro de que eso mismo o algo parecido, lo pensaron los sabios de aquel tiempo. Ha permanecido oculta de alguna manera a los ojos de quien pudiera descubrirla.
—¿Quieres decir que existe una ciudad en Irán que nadie ha descubierto jamás?
—Algo por el estilo; sí.
Klug permanecía en silencio, escuchando cada palabra de lo que decían sus jóvenes compañeros de aventura arqueológica. Salah y Abul, sin saber realmente qué buscaban, o qué era lo que tanto les interesaba a los tres europeos, se encogían de hombros en un gesto de mutua complicidad.
Un misterio acababa de picar la curiosidad de Alex Craxell y de Krastiva, que veían en aquella búsqueda un objetivo emocionante en el que emplear sus conocimientos.