Capítulo 7

Carrera contra los Dioses

Monseñor Balatti, plantado junto a la orilla del Nilo, contemplaba el otro lado, la ribera occidental, donde apenas se dibujaba la frágil silueta de unos pilonos que se alzaban pretenciosos por encima de las palmeras, desafiando al tiempo y a la historia. Era el templo de Dendera, que miraba por medio de sus capiteles antropomorfos, en todas direcciones, para vigilar que las arenas no acallaran su voz que ascendía de lo más profundo, para decir a los infieles de hoy que fue la diosa de los de ayer, pues Dendera es el templo de la diosa Isis.

Unos muchachitos metían una almadía, su medio de vida, en el agua, para trasladar a monseñor Balatti y su séquito a la otra orilla, donde la diosa los esperaba. Los guardias suizos ayudaban en la labor, más por la prisa que el cardenal tenía que por otra cosa, y el sol, que se hacía fuerte en su cénit, alumbraba sus pasos como si los llevara a…

Piero Balatti recorrió la distancia que los separaba del templo y penetró en él, sabiendo que dentro se ocultaban los secretos que muchos quisieron conocer y ninguno supo desentrañar. Se adentró en el Santísimo y recorrió el sagrario de granito que, a modo de hornacina, debió de contener en otros tiempos el ídolo de Isis. Las paredes, altas como dos hombres, pues los dioses duplican el poder del ser humano, estaban recubiertas de pinturas que conservaban los colores originales, llenándolas de color y vida. Pasó la mano sobre algunas sin tocarlas y se admiró de los conocimientos que poseyeron los egipcios de aquellos tiempos, en que gobernaban desde Libia a Palestina, sin olvidar Etiopía, dejando su impronta en cada lugar por el que pasaban.

El Príncipe de la Iglesia Católica buscó algún indicio de que estuvieran allí los libros, aunque no esperaba que resultara tan fácil. No halló nada que no conociera ya por las fotografías y por los papiros que se guardaban en la Biblioteca Vaticana, y torció el gesto con desagrado.

Con la mano sosteniendo la barbilla, pensó en dónde guardaría él un secreto de manera que no fuera hallado jamás. Sonrió y miró en torno suyo, con igual resultado. «Tiene que resultar tan evidente que no se pueda ver. Algo que se vea siempre y, sin embargo, no se identifique», caviló mentalmente. Miró una vez más a su alrededor, y esta vez alzó la vista al techo. Allí vio la copia del horóscopo que originalmente mostraba el cielo de los astros en que los antiguos egipcios creían y recorrió con la vista cada uno. Unas líneas casi invisibles, negras y rojas, iban de una casa a otra, sin que apenas se notara su presencia. El copista había reproducido sin saberlo cada pista dejada por los sacerdotes egipcios, para que se pudiera descifrar el enigma que allí se dibujaba.

—Pasadme algo con lo que alumbrar el techo; un mechero, si tenéis, me servirá —solicitó a sus hombres, sin desviar la atenta mirada.

Los guardias suizos, espartanos como eran, carecían de vicios menores como el tabaco y se encogieron de hombros. Buscaron y rebuscaron en sus bolsillos, hasta dar con una cajita de cerillas del hotel en que se hospedaban. Uno de ellos, que coleccionaba ese tipo de objetos, le entregó la cajita a Balatti, que dio nuevas instrucciones:

—Que dos de vosotros me ayuden a subir hasta el techo, y el resto que vigile que no entre nadie hasta que haya concluido mi inspección.

Olaza y Delan lo auparon, y lo mantuvieron en alto para que, encendiendo cerilla tras cerilla, monseñor pudiera leer aquellos acertijos que eran los jeroglíficos egipcios. Fue pasando cada fósforo encendido por la escritura con sumo cuidado, y se asombró de lo que le decían los dibujos milenarios. Transcurrieron más de quince minutos que se les antojaron siglos a sus sostenedores, y que respiraron cuando dio la orden de bajarlo.

—Así que era eso… dos libros; no uno, no, dos… Guardados en el interior del Duat, o sea, el paraíso de los antiguos egipcios… bajo los pináculos del Cielo… —susurró Balatti—. Yo los hallaré y no será otro quien lo haga. Esto me hará ganar la confianza de Su Santidad para siempre. Nos vamos —anunció, ahora en tono alto, conjugando gesto y voz.

Sor Eloísa y sor Eulalia, muy juntas, se miraban con una extraña sonrisa en sus pálidas caras. Juliano y Bettino, por su parte, nerviosos, se echaban virtualmente encima del cardenal deseosos de ver qué había descubierto. Su profundo sentimiento de arqueólogos frustrados se desarrollaba en aquel lugar olvidado por dioses y hombres, como una flor en medio de un jardín.

La arena del desierto penetraba ocultándose en los numerosos rincones del templo, como un ectoplasma que se deslizara por entre sus piedras. Y los colores de las caras que decoraban los capiteles asomaban su sonrisa al exterior, como guardianas de la diosa. Atrás quedaba su silueta que se recortaba contra las nubes del cielo en calma, con sus pilonos alzándose orgullosos al Cielo donde moraban sus ancestros.

Los dos todoterrenos se dispararon como misiles en busca de un objetivo prefijado, dejando tras de sí un rastro que las arenas del desierto borraron discretas. Camino de la muerte o la eternidad, el cardenal se dirigía en busca de un misterio que los hombres anhelaban desde la creación, sin haberlo podido conseguir. La dualidad entre el bien y el mal, que tanto marcara la vida de la humanidad, estaba ahora al alcance de su mano como si de una simple fruta se tratara.

A su lado, el capitán Olaza lo observaba sin atreverse a preguntar, hasta que la curiosidad superó su miedo y abrió la boca.

—Entonces, sabemos lo que buscamos… ¿verdad, monseñor? Quiero decir que ahora lo tiene más claro…

—Todo este tiempo he estado equivocado, amigo mío…, no me cuesta admitirlo… —contestó Balatti con voz queda—. Creí que se trataba de un libro especial; pero no, no es un libro, sino dos. Uno, el que desea Su Santidad, es el de Amón, de oro puro, y contiene los conjuros del dios que gobernó Egipto… pero… —titubeó mientras notaba seca la garganta— pero el otro es el mejor, es el del dios Seth, que sirve… bueno, no lo aburriré más con estas cosas, capitán. —Lo miró con cierto desprecio a causa de su escasa inteligencia.

El cardenal se relamía pensando en el modo en que disfrutaría del poder que le otorgaría el libro de Seth, capaz de concederle, si lo interpretaba correctamente, cada uno de sus deseos. Como poseído por un irrefrenable deseo de poder, sonrió de tal manera que asustó a los curtidos guardias suizos, acostumbrados a todo tipo de misiones.

«No es el mapa en sí lo que desea Su Santidad; no, es el libro de Amón. Y quizás también el libro de Seth, pero ese será para mí; eso seguro», pensó el cardenal, que empezaba a ver claro el objetivo de aquella búsqueda y a independizarse de los deseos de su superior jerárquico.

—Tenemos un largo camino por delante, capitán Olaza. Hemos de llegar a Assuán antes de que pasen treinta horas. De lo contrario, perderemos una maravillosa oportunidad de tener en nuestras manos un tesoro. Nos dirigimos a territorio de Sudán, a la antigua Meroe, donde sin duda se hallan los… el libro que buscamos —se corrigió a destiempo.

El jefe de la Guardia Suiza se preguntaba qué era lo que había hecho ver la luz de aquella manera a monseñor, solo con mirar el techo con el zodíaco desplegándose en toda su extensión, para que lo guiara con exactitud en su enigmático camino rumbo a… pero ya se encargaría él de sonsacar a las monjas que los acompañaban en algún momento sin despertar las sospechas de Balatti. Ellas, de seguro que comprendían bien sus elucubraciones.

En su ruta hacia Assuán dejaron tras de sí el templo de Komombo, donde se adoró al dios cocodrilo cuando Egipto aún tenía en sus venas la vida que le concedía el Nilo. Pero, siguiendo las órdenes del cardenal, se adentraron en el desierto para acampar lejos de ojos indiscretos, enviando a la ciudad a dos de sus acólitos con el capitán para aprovisionarse e informarse de posibles rutas que les facilitaran la llegada a su destino final. Ataviados a la egipcia, deambularon por las callejuelas repletas de tiendas para turistas y semiobstruidas por las calesas que transportaban a quienes deseaban ver la ciudad desde la privilegiada altura que estas concedían al viajero.

El trayecto que tenían ante sí era una etapa todavía más larga y dura que las anteriores, y necesitaban reponer sus fuerzas a fin de hallarse en plenas condiciones físicas para afrontarla.

El lago Nasser se adueñó del paisaje con su inmensa extensión acuosa, llenando los ojos y desafiando al temible desierto nubio en un duelo que la naturaleza rechazaba. El templo de Abu Simbel, con sus imponentes estatuas de más de trece metros de altura, se erguía a la orillas del lago sin miedo a ser devorado por las aguas que lo protegían de la inexistencia.

Los todoterrenos frenaron ante el mercadillo que se alinea en torno al templo, ensuciando su estética y creando un estrambótico contraste con la historia. Desembarcaron para mezclarse con las escasas personas que en aquel momento compraban o vendían frente al templo. Balatti se adentró decidido en el interior del santuario y escrutó con ojo de halcón sus paredes, sus techos, y sus suelos, desgraciadamente cubiertos por un aparatoso maderamen que afeaba el conjunto. No halló nada que llamara su atención y por eso salió de mal humor, con el gesto torcido y caminando deprisa hacia los coches.

Arrancaron tras una corta espera, para que llegaran los que deambulaban por entre la gente nativa del lugar y que, en realidad, no aportaron nada nuevo que les fuera de interés. Pasaron dos horas antes de que divisaran el templo de Amón en Wadi Seboua. Una vez allí, se bajaron y penetraron dentro con las linternas en ristre, dispuestos a descubrir cuanto les estuviera dispuesto a dar al destartalado templo. A pesar de su estado y de sus reducidas proporciones, una de las paredes les indicó que, sin duda alguna, se hallaban tras la pista de lo que buscaban.

—Ahora sí que estamos cerca, capitán… —Piero Balatti se dirigió a Olaza con el rostro iluminado—. Aquí dice que las estrellas de la casa de Acuario guardan el poder de Amón… —Pasó la mano por los jeroglíficos con reverencia—. Todavía no sé qué quiere decir, pero le aseguro que la idea se encuadra en la línea de lo que mostraba el templo de Dendera en su techo. Sí, ahora sé que seguimos el rastro adecuado… —Arrugó la frente—. Nos vamos. Dé orden de proseguir la ruta prefijada —ordenó a Olaza con repentina alegría.

El Nilo, que serpenteaba como una culebra a su derecha, les marcó el rumbo que debían seguir, sin que se desviaran un kilómetro. El atardecer, con sus colores nacarados, encendía el cielo como si lo quemara en un intento de reducirlo a cenizas. Así pensaban los antiguos egipcios que sucedía con Osiris, quien era vencido por la oscuridad de la noche para resurgir de nuevo al alba como vencedor de Apofis, dueña del inframundo. Las siluetas negras de los pescadores y agricultores, que regresaban al hogar, jugaban al escondite en la penumbra, creando una atmósfera acogedora a la vez que siniestra. Los dos todoterrenos surcaban el mar de arena, dejando tras de sí una indeleble huella, las marcas profanas de los neumáticos.

El faraón Kemohankamón, situado de pie en la terraza de su palacio, observaba a su pueblo, que de nuevo se veía obligado a huir y esta vez de una terrible maldición que asolaba la tierra de la Candace, en la que ella les había permitido generosamente vivir durante su vida. Ahora, la enfermedad plagaba a sus súbditos y era preciso que se marcharan de aquel lugar que se los tragaba sin piedad.

Las arenas del desierto, como presintiendo su marcha, llegaban con más furia que de costumbre, o al menos eso le pareció al faraón de Egipto. Los muros cuidados del templo veían cómo arañaba sus pinturas, delicadas y vistosas, y su propio palacio era ahora igual que una tumba vacía que se iba quedando sin vida a medida que sus moradores lo abandonaban. Afuera, los carros se alineaban en tres hileras, para mejor combatir a un desierto que les enviaba su aliento en forma de tormenta, rasgando sus pieles cruelmente. Cincuenta mil hombres y mujeres formaban en perfecto orden junto a ellos, con sus enseres y propiedades.

Nebej, que se había marchado antes del nuevo exilio, camino de su descanso eterno en la ciudad de Amón, no pudo ver los rostros de resignación y tristeza que se pintaban en las caras de los egipcios que representaban a los últimos de su raza. El que fuera sacerdote auxiliar de Nebej, Ramaj, se hacía cargo de las ofrendas a sus dioses que poco o nada los habían ayudado. Algunos comenzaban a pensar que habían muerto y que ya nada les quedaba por hacer en Egipto, su tierra, la de sus ancestros desde tiempos inmemoriales. Su poder no se podía comparar con el del anciano Nebej y este dato le alarmaba mucho a Kemohankamón, que sabía de lo duro de la travesía. Emigrar a otra tierra es terrible para un egipcio, pero todavía lo es más si se trata de irse para no regresar jamás.

Kemohankamón puso sus manos sobre los hombros de Nebej en un gesto de amistad y afecto que demostraba sus sentimientos por quien prácticamente lo había aupado al trono de Egipto. Sus ojos húmedos evidenciaban lo que el último señor de las tierras del Nilo quería trasmitirle a su sacerdote. Se despedía de él para siempre, y eso le causaba un hondo pesar que le ataba las palabras en la garganta.

—Ve con Amón, hijo suyo, que él te dé la paz que mereces cuando debas iniciar el gran viaje por el reino de Apofis.

—Te dejo, mi señor, convertido en un auténtico faraón de Egipto, y ahora sé que este pueblo tuyo será llevado sano y salvo a la tierra que Amón ha dispuesto para que sobreviva al tiempo y la guerra.

Las lágrimas asomaron por el rostro del que creía ser la encarnación de Ra y Nebej. Sin darle la espalda, se inclinó por última vez ante su Faraón. Su siguiente paso era marchar en busca de su propio destino en la secreta ciudad de Amón-Ra.

Kemoh recordó sus navíos preparados en la gruta de los acantilados, esperando la desgracia de su pueblo para retomar sus tablas como última salvación. Muchas lunas y muchos soles habían pasado por el cielo en calma de Meroe antes de que la muerte rondara de nuevo a su pueblo. El emperador Justiniano ya poseía toda su tierra, y se había olvidado del Faraón destronado que, tiempo atrás, huyera a no se sabía bien dónde. El rey Cosrroes tenía un mundo artificial preparado para él y sus súbditos desde tiempos que creyó no tener que rememorar nunca más. Persia quedaba tan lejana, tan desconocida para ellos… y ahora se perfilaba como su única salida ante la maldición que, como plaga de langosta, se abatía contra su sufrido pueblo.

Bajó los escalones de su palacio, cruzando los dos pilonos que se alzaban como señales de un poder que abandonaba su posición para refugiarse en otra tierra que cubriría otro cielo, protegidos por otros dioses que no habían conocido. Salió a la plaza que se abría frente al palacio y miró una vez atrás. Su vida, su esperanza y su poder sobre un territorio, se cuestionaban de nuevo por un poder más allá de lo que él o cualquiera que fuera parte de la humanidad podía entender. Se subió a su palanquín y echó las cortinillas de lino blanco, como un adiós implícito. La caravana se puso en marcha y una línea de industriosos egipcios tiró de los bocados de los bueyes y de las bridas de los caballos para iniciar el exilio final.

La arena del desierto se comenzó a acumular en aquel mismo instante, como si hubiera recibido permiso de la real figura del Faraón para invadir su posesión. Un viento cálido, que levantaba cortinas de arena de las dunas cercanas, se desplazaba de un lado a otro; y desde el sur, el calor llegó como un enemigo que luchaba contra el ritmo de la caravana. El cielo aparecía limpio, de un intenso color turquesa, lo que anunciaba una dura travesía a lo largo del desierto y la sabana, para poder llegar a la ribera del mar Rojo. Tras del Faraón cabalgaba el sacerdote de Amón, y junto a este, una nutrida guardia de honor. Le seguían los guerreros que le proporcionara la Candace Amanikende, con sus lanzas brillantes y sus cuerpos aún esbeltos a pesar de los años transcurridos al servicio del Faraón. Su pelo ensortijado y su tez oscura, combatían con facilidad las altas temperaturas. Cargaban en los lomos de los bueyes los objetos de oro y plata que los orfebres tallaban con sus hábiles manos, además de los utensilios del templo de Amón, y los del palacio del faraón Kemoh.

Como una cobra real que se cimbreaba en el desierto, en busca de caza, la larga hilera de hombres y mujeres que la conformaban se acercaban a la ciudad de la Candace.

Otrora era una populosa ciudad en la que la Candace ostentaba un poder basado en su profunda sabiduría, que ordenaba cada sector de la pétrea ciudadela. Las murallas de la ciudad se veían desiertas y los arbustos crecían en torno a los muros, amenazando subir por ellos y apoderarse de ella en un descuido de sus moradores. Las puertas estaban abiertas y las hojas de madera, reforzadas con adornos de bronce, aparecían descuidadas, sin vigilancia; entrar bajo su dintel supuso despertar recuerdos que habitaban en lo más profundo del ser del faraón Kemohankamón.

Avanzaron por las desiertas calzadas de piedra, mirando las casas vacías de gente, y las fuentes resecas, de las que ya no brotaban, alegres, los chorrillos de aguas cristalinas que daban vida a la ciudad. El palacio de la Candace se elevaba entre las cúpulas y los tejados de las barriadas que se hacinaban, apretándose en estrechas callejuelas, que conducían hasta él. La gran plaza que se abría ante el palacio apareció llena de arbustos que la suave brisa arrastraba, despejándola para los forasteros que llegaban hasta ella.

Los porteadores dejaron en el suelo el palanquín del faraón, y este dio orden de descabalgar. Todos se quedaron allí inmóviles, como fascinados ante el esplendor del palacio de la Candace. Las puertas estaban cerradas y las arenas del desierto semejaban respetar su soledad, sin invadir sus salones.

Echaron hacia adentro las dos hojas de gran altura, y estas, como agradecidas de que alguien les prestara atención, se dejaron apartar hasta que tocaron la fría piedra de sus muros, haciendo tope. Las salas hipóstilas parecían recién construidas, como si aún no se hubieran utilizado, y los pebeteros, limpios de restos, estaban listos para su uso. Caminaron a lo largo de los corredores que se sucedían hasta que dos escaleras se bifurcaban en distintas direcciones, una a la derecha y otra a la izquierda.

—Yo subiré por la de la derecha y vosotros dos —señaló el Faraón con una mano a dos de sus guardias— lo haréis por la de la izquierda. El que encuentre a alguien que dé aviso. Esto parece abandonado desde hace mucho… salvo el templo.

El sonido de los pasos de los egipcios, que rebotaban confiriéndole un aire de misterio a cada estancia y cámara que hollaban, era lo único que se podía escuchar en aquel lugar de poder. El faraón Kemoh encendió un par de pebeteros para alegrar el ambiente siniestro del templo. Las cimbreantes llamas crepitaron, creando sombras que jugaron con la mente de los invitados que recibía el recinto sagrado. En el Santísimo del templo, el Faraón tembló ante el espectáculo que contemplaba. El sacerdote de Amón yacía muerto, tendido sobre el frío mármol ante la estatua de Amón-Ra que lo miraba sin verlo. Le dio vuelta, y su rostro lo miró con los ojos muy abiertos. En ellos se reflejaba el terror.

—Este hombre no hace mucho que ha muerto y ha sido asesinado. Su cuerpo aún está caliente —señaló el soberano, que luego ordenó con enojo—: Registrad el recinto en busca del asesino.

Los incensarios ardían ante el ídolo, y la cámara se veía cálida y agradable después de lo frío y oscuro de los pasillos que conducían hasta él. En la hornacina del sagrario estaba la estatua de Amón-Ra, de oro puro, y el Faraón se preguntó si el asesino la había dejado por superstición o bien lo había espantado al llegar.

Ni un ser vivo los había salido a recibir y eso le asombraba a Kemoh, que tampoco había visto un solo cadáver en las calles, ni esqueletos, ni nada que les hiciera pensar en una peste o epidemia que hubiera caído sobre los hombres de cara quemada. En las habitaciones de la Candace hallaron su cuerpo momificado y cubierto por un delicado tejido de oro y plata, tan ligero que solo el abrir la puerta, lo hinchaba de aire, amenazando con llevárselo. Se acercó a su rostro y lo besó en la frente. Era la despedida de un rey para con una reina.

En los días que siguieron a la pacífica invasión del palacio de la Candace, el faraón Kemoh dispuso el funeral de la Emperatriz con los honores que se deben a una reina mítica. Una máscara de oro cubrió su faz y un collar de lapislázuli y turquesas adornó su pecho. Depositaron su cuerpo en un sarcófago de plata que hallaron a tal efecto en una de las cámaras adyacentes, y lo cerraron tras recitar oraciones a Amón-Ra y también a Apedemak, el dios león. La comitiva fúnebre avanzó por las calles de la ciudadela, seguida de los hombres de armas del Faraón y del sacerdote de Amón, que oficiaba las exequias.

En una hilera de unos trescientos soldados, el Faraón dirigió la larga fila hacia la necrópolis de Meroe, donde encerraron su cuerpo en una pequeña pirámide de piedra, entre los reyes y Candace de Meroe, que fuera uno de los más grandes imperios de África. Los pilonos del diminuto templo exterior parecieron elevarse al cielo al contener el cuerpo de la Reina. Las arenas se levantaron raspando la piel curtida de los guerreros egipcios y meroítas, que rezaron a sus dioses porque la Candace se reuniera con sus ancestros en las estrellas, brillando con un fulgor que nunca se apagara.

El retorno a la ciudad de los meroítas fue triste y lo realizaron en un completo silencio, únicamente alterado por el sonido de los arneses y las armas al entrechocar.

De regreso en la ciudadela y tras comprobar que no existía morador alguno, revisaron los registros de los sacerdotes, donde hallaron las respuestas a sus preguntas.

En uno de ellos, un sacerdote, parece ser que el último en morir, relataba su experiencia en los instantes finales. Con agria escritura que evidenciaba su nerviosismo y desesperación, narraba cómo los hombres habían ido muriendo a docenas en los meses siguientes a la muerte de la Candace, sin que nadie supiera la razón ni se pudiera hacer nada por ellos. Los que aún vivían enterraban a sus seres queridos y a los que, sin conocerlos, se habían convertido en compañeros de sufrimientos. Cada día quedaban menos habitantes y se hacía más difícil deshacerse de los cadáveres, por lo que todo el que podía moverse colaboraba en aquella desagradable tarea. Las calles quedaron vacías y él se refugió en el templo, para no salir ya de él. Rogó a los dioses de sus antepasados, pidió perdón por sus errores, y se dispuso a seguirlos a las estrellas. Cerró las puertas del templo y luego adecentó las cámaras para después proceder a la momificación de la Candace, cuyo cuerpo descansaba en la cámara real. Dejó de comer, de beber, y se entregó a la meditación y al conocimiento de lo sobrenatural, en un postrero intento de regenerar su interior y prepararse para su viaje al reino de Apofis.

Su letra, realizada con un estilo seguro y firme, en nada denunciaba su inminente muerte, y los dibujos que realizaba eran como hijos que paría de su propia mente, con el dolor de un parto que lo llevaría a la morada final. El Faraón rememoró en su cerebro lo que pudo ser la vida del sacerdote los últimos días en aquel reducido espacio que era la cámara sagrada del ídolo, entre las llamas de los pebeteros que ardían consumiendo el incienso, llenándola de humo que difícilmente salía por los tragaluces cuadrangulares hechos a tal efecto.

Kemohankamón paseó entre los muros aún en pie del palacio en el que conociera a la Candace, años atrás, y se lamentó de no haber podido conversar de nuevo con ella. Los hombres que habían partido con él aquellos días lloraron sobre las tumbas de sus familiares, de sus amigos y conocidos, y se llenaron de su esencia, para proseguir su ruta a un nuevo país donde morar con sus nuevos señores.

Los animales todavía no se atrevían a invadir el interior de la ciudad, pero el Faraón estaba seguro de que en cuanto partieran de allí ellos, lo harían sin que nada los retuviera. Las torres que antaño ascendían al cielo orgullosas de ser las señales de la Candace Amanikende, estaban ahora coronadas por aves de rapiña que emitían sus siniestros graznidos al viento.

Se aprovisionaron de cuanto hallaron de comer, de cereales que se conservaban en los almacenes de palacio, y salieron de la ciudadela con el alma encogida al darse cuenta de que nunca más volverían a ver aquella majestuosa urbe. Dejaban atrás un trozo de la historia de África que se diluiría en el devenir de los tiempos.

Una larga fila de carros, hombres y caballos se perfiló en la sabana con una meta fija, el mar Rojo. El sol quemaba la piel y las lanzas brillaban creando una muralla de metal. Kemoh echaba de menos en aquellos momentos a su fiel Nebej, que sin duda le hubiera aconsejado lo que debería hacer en la situación que les tocaba vivir. Despachó a tres mensajeros que cabalgaban con destino a Persia, sabiendo que el rey Cosrroes les daría asilo en su territorio, a salvo de la rapaz Roma de Oriente.

Las batallas libradas por los persas contra Roma, en la que esta había sido vencida, garantizaban la estabilidad de la zona y la supervivencia del pueblo egipcio. El nuevo Rey de Reyes expandía su influencia hacia el indo, recuperando los territorios perdidos de los que fueron reyes bajo su cetro.

La verde sabana fue dejando paso a las arenas del desierto que circundaban las riberas del mar Rojo, anunciando su proximidad. Un jinete abandonó la fila y cabalgó hasta la cabeza de la columna para susurrar algo a oídos de uno de los oficiales. Después retornó a su sitio en la hilera de soldados y el oficial pasó la información al sacerdote, que a su vez hizo otro tanto al comunicárselo a Kemohankamón.

El rostro del Faraón se alargó con los ojos desorbitados. No había reparado en lo que después de todo era evidente. Los navíos podrían estar en malas condiciones y no servirles para emigrar a Persia. Además, necesitarían más barcos, y eso era una tarea que llevaría su tiempo, por no hablar de recursos como la madera, que no abundaba precisamente en aquellos parajes.

El Faraón en persona cabalgó con cinco de sus oficiales, recorriendo la larga hilera de hombres, mujeres y niños que caminaban pesadamente sin pronunciar una sola palabra de queja con sus labios.

—¿Dónde podemos encontrar madera? Nos será imprescindible si queremos reparar los deterioros que los años hayan causado en sus cascos. Enviad exploradores en distintas direcciones para localizar todos los árboles que sean susceptibles de ser talados a tal efecto.

Las órdenes del Faraón se cumplieron en el acto y doce exploradores salieron raudos en seis direcciones en busca de la preciada materia prima. Él, entretanto, se encargó de arengar a su pueblo, cansado de aquel largo camino hacia una tierra lejana que todavía distaba mucho de ser su hogar. Dio orden de acampar y celebrar su primera noche en camino a la libertad y la seguridad, con bailes y danzas, con cantos que se elevaran a los Cielos en acción de gracias. Era necesario que la moral de los que lo seguían subiera y se mantuviera alta o, de lo contrario, todos comenzarían a flaquear.

Poco a poco se fue formando un círculo de tiendas que crearon la imagen de un hogar temporal que les permitió descansar de su etapa más dura. Pronto los más jóvenes bailaron en torno al fuego de las hogueras y cantaron canciones de guerra que les habían transmitido sus ancestros, con antorchas en las manos y espadas al cinto. Las mujeres aplaudían a sus hombres y cantaban con ellos sentadas alrededor de los fuegos. Las llamas desprendían chispas al aire, crepitando alegres.

El faraón Kemoh se unió a sus soldados y danzó para ellos, como un guerrero más, demostrando su amor por su pueblo. Incluso el sacerdote de Amón, Ramaj, elevó su canto levantando su cerviz para emitir un chorro de voz potente que creció en volumen a cada nota. La noche se alegró de tenerlos bajo su manto protector, y sus estrellas brillaron agradecidas. Kemoh recordó otra ocasión en que acampó casi en el mismo lugar; aquella vez creyendo ir a una tierra que, cedida por la generosa Candace, les concedería la paz que tanto anhelaban. Pero años después allí estaban, acampando de nuevo en medio de la nada.