Abul, el Copto
Afuera, tras ser escoltados por dos guardias suizos, que les entregaron un documento con el que poder traspasar las puertas de los archivos vaticanos y algunas de las dependencias que no se hallaban abiertas al gran público, los tres respiraron el aire de la Ciudad Eterna con fruición.
—Hemos de andarnos con cuidado porque este Scarelli no me parece de fiar. Estoy seguro de que a la menor ocasión que tenga se libra de nosotros de mala manera —receló Alex Craxell.
—¿Y no os parece extraño todo esto de que nos mande llamar con tanta premura, y nos contrate, cuando siempre, desde que nos conocimos, hemos sido enemigos? —apuntó Isengard.
—En este negocio, los amigos de hoy son los enemigos de mañana y viceversa. Estoy acostumbrado a que sea así —reconoció Alex, resignado a los vaivenes de los caprichosos clientes.
—Pues yo concuerdo con Klug en eso de que me escama que sea tan condescendiente con nosotros —apoyó Krastiva al veterano anticuario.
Caminaron por el centro de la gran plaza que se abre entre las columnatas de Bernini, en forma de herradura, como si de tres hormigas se tratara. Los numerosos turistas que pululaban por el enorme espacio, con sus cámaras de fotos, les sirvieron de camuflaje natural. Habían salido por la puerta principal, de la fachada que da a la plaza, y el sol de mediodía les calentó la sangre, reconfortándolos. Se sentaron en una terraza junto a una de las escaleras que descienden por intrincadas callejuelas, que forman el laberinto de casas que se alzan por encima de lo que la vista puede llegar a ver y, a la sombra de ellas, comenzaron a hacer planes para de nuevo marchar a Egipto, reanudando así la búsqueda donde la dejaron para visitar al Sumo Pontífice.
—Parece que Scarelli busca dos libros de los que solo le interesa uno… Me pregunto por qué ese interés desmesurado en uno, y la razón por la que desprecia el otro —analizó Alex, que cada vez sospechaba más de los turbios manejos del líder de los católicos.
Un joven camarero, de voz algo gangosa y cuerpo desgarbado, les sirvió los aperitivos y Klug, con la cabeza baja, como hacía siempre que meditaba en algo de cierta relevancia, levantó la mirada y les dijo al fin:
—Nebej dejó como legado dos libros que eran las recopilaciones de los conjuros de los sacerdotes de Amón, que eran quienes servían para realizar los prodigios que, más de una vez, salvaron al pueblo egipcio de una extinción segura.
—Pero ¿y ese segundo libro, el que no parece interesarle a Scarelli? —quiso saber Krastiva, que no acertaba a ver en qué residía el valor de aquellos libros.
—Ese es un… bueno… —se entrecortaba el de Viena al intentar explicarse, sin dar demasiada información—. Creo que realmente es el que le interesa más aunque no lo diga, dado que ofrece la posibilidad de ejercer… un control sobre los que rodean a quien lo posee… —Tosió con fuerza, y continuó explicando—: Se trata de una recopilación de fórmulas grabadas en placas de un metal que fue extraído de un trozo de meteorito que cayó hace miles de años en el desierto. Es de un negro que resalta por su brillo siniestro. Pero los dos libros no pueden estar juntos porque existe una poderosa fuerza que los obliga a separarse, algo semejante a la fuerza de gravedad, como un imán…
Alex y Krastiva se miraron fugazmente a los ojos. Empezaban a comprender el maquiavélico juego del papa Juan XXIV, que los enviaba en busca de una reliquia que, en realidad, era únicamente parte de la búsqueda.
Fue Craxell quien habló por los dos.
—Esto me huele a trampa cada vez más, pero también es verdad que de esta manera tendremos un margen de acción que vamos a necesitar para movernos con cierto grado de libertad. Mañana estaremos en El Cairo y visitaremos a mis amigos del barrio copto. —Extrajo de su bolsillo el teléfono móvil y marcó el número de Sandro, quien, como siempre, le podría proporcionar información segura de primera mano.
Al otro lado, tras una corta espera, Sandro lo saludó como a un viejo amigo. Tomó los datos necesarios para investigar y luego se despidió de Alex con un saludo cordial.
—Bueno, dentro de poco sabremos quién o quiénes están tras esta descabellada búsqueda que tanto le interesa a nuestro común adversario.
La luz hacía resplandecer la ciudad que gobernara alrededor del Mare Nostrum en la época imperial, y las calles, que serpenteaban sinuosas por entre los monumentos creados por los maestros de diferentes siglos, rebosaban de gente venida de todos los rincones del mundo.
Al día siguiente se encaminaron hacia los archivos vaticanos con la intención de comprobar si tenían libre acceso, o solo había sido un conceder lo que se pide para no darlo a posteriori. Entraron por una puerta lateral que los condujo hasta otra que se abría a un hermoso jardín que cruzaron con los nervios tensos. No sabía adónde se dirigían, pero les extrañaba aún más que nadie los detuviera. Un sacerdote que semejaba rezar a orillas de un parterre de gerberas de varios colores, se les acercó y, con una sonrisa, les indicó la dirección correcta. Ellos no habían preguntado nada, y les pareció que allí todo el mundo sabía de su encargo. Bajaron unos escalones, que les parecieron más viejos que el tiempo, y atravesaron una puerta que los introdujo en el corredor principal que se bifurcaba en varias direcciones. Abrieron una a una todas las puertas hasta llegar a una que consideraron la que encerraba dentro los manuscritos y papiros que harían el deleite de los investigadores del orbe.
Una vitrina de enormes proporciones reinaba en el centro mismo de la gran sala. Unos sacerdotes, ataviados con sus sotanas negras, les colocaron unas mascarillas y les dieron guantes para poder acceder al interior. Una vez adentro, manosearon varios tomos de vitelas que desprendían ese olor característico a piel en descomposición lenta y cuero repujado que suele recubrirlos para protegerlos del aire. Símbolos de la antigua Roma se combinaban allí con crismones y cruces, a la vez que con símbolos paganos que pertenecieron a religiones que adoraban a la Tierra Madre.
—Klug, busca por ese lado; luego yo lo haré por este, y tú… —Alex señaló con la cabeza a su mujer la dirección correcta— por allí.
Con el debido amor que se le debe a la historia pasaron cada hoja, revisaron cada papiro y abrieron a la luz del conocimiento palabras olvidadas largo tiempo. Cuando ya habían pasado tres horas de infructuoso trabajo, la eslava gritó de gozo.
—¡Aquí, lo tengo, lo tengo! Es esto, estoy segura. Mirad… —Les pidió que se acercaran con una nerviosa mano.
Alex leyó y releyó cada línea, con gesto grave, asintiendo convencido ante lo que su privilegiado cerebro descubría.
—Así que ese astuto Papa no nos ha mentido después de todo —meditó en voz muy baja, como hablando consigo mismo—. Ahora bien, lo que realmente me preocupa es esa actitud, más que si fuera al revés.
Isengard, con sus lentes redondos, se acercó al papel de tal modo que semejaba querer comérselo y miró aprensivo a su compañero de aventura. No dijo nada de lo que allí estaba escrito. Solo les pidió que se fueran rápido del lugar. Cuando hubieron salido del palacio Vaticano, una vez situados en el centro de la moderna Roma y sentados en una concurrida cafetería, Alex le preguntó intrigado. Necesitaba saber si estaba en el buen camino o tendría que cambiar de rumbo.
—¿Qué te asustó? Creo saberlo, pero quiero que me lo confirmes.
—Se trata del libro de la muerte de Seth, que es muy peligroso; de hecho nadie que lo haya poseído ha vivido para contarlo. Si se sabe interpretar, concede un poder tal a quien es su dueño que… prefiero ni pensarlo.
El avión que los llevaba de regreso a la capital egipcia sobrevolaba ya el territorio del árido país del Nilo, y Alex observaba el aterrizaje del aparato con la mirada puesta en los altos edificios de color arena que, apretados y robándole protagonismo al desierto, retaban al tiempo con su orgulloso bullicio. Con el viento arrastrando la arena que luchaba por invadir el terreno que le robara la superpoblada ciudad, llegando desde el desierto, los tres compañeros tomaron un taxi y le pidieron que los llevara hasta el hotel Ankisira, donde descansarían para reiniciar su camino hacia el sur.
Con su ordenador enfrente de sí, Alex se conectó con algunos de sus colegas, recabando toda la información que necesitaba para poder traducir los textos que se iba a encontrar en las paredes de los edificios en ruinas que dejaron, como muestra de sus misterios, los antiguos egipcios.
Sandro no tardó en responderle, esta vez con cinco SMS que contenían los nombres y direcciones a los que podía acudir en caso de necesidad, así como el nombre de monseñor Balatti y sor Eloísa y los completamente desconocidos para Alex: Juliano y Bettino, como más que posibles competidores, seguidos de otros diez que saturaron su bandeja de entrada, con una lista de signos que le ayudarían en su interpretación de los jeroglíficos egipcios que había de hallar en las paredes de los templos a los que, forzosamente, debería visitar. Signos olvidados que le darían las claves para saber si estaba sobre la pista correcta, y si el libro que buscaba era o no el auténtico.
Guardó los mensajes en su ordenador de reducidas dimensiones, y lo metió entre dos libros que llevaba en su bolsa. Ya tenía la información necesaria para iniciar la ruta que los llevaría más lejos de lo que en un principio él pensaba, más allá incluso de los confines del mundo egipcio; en los que, sin embargo, se habría desarrollado un submundo capaz de dejar en nada a la archiconocida civilización que creció a orillas del Nilo.
Ahora era el momento de visitar a sus amigos del barrio copto. Bajaron al vestíbulo del lujoso hotel y, una vez allí, tomaron un taxi que los dejó en las inmediaciones del objetivo buscado. Después se perdieron por sus estrechas callejuelas de edificios ruinosos y jardines olvidados, para provocar la salida a la superficie de algún enviado de Mehmet que los condujera hasta este. Como surgido de la nada, un mozalbete de unos doce años de edad les hizo un gesto para que lo siguieran. Los tres, como niños buenos, fueron tras del muchacho, quien se introdujo en un agujero que se abría bajo una pesada losa, la cual les dijo a las claras que alguien lo había ayudado a levantarla.
Descendieron por el oscuro túnel que pronto se convirtió en un corredor ancho y de elevada altura, con sus paredes alicatadas de hermosos mosaicos azules. A los lados, como si hubieran traspasado un portal en el tiempo, numerosas antorchas de brea lo iluminaban profusamente. El jovencito miraba continuamente hacia atrás para ver si lo seguían de cerca. Ascendieron una suave pendiente hasta llegar a ver una potente luz que parecía provenir de la superficie. Una vez arriba, contemplaron a un Mehmet con la sonrisa pintada en su boca y cara de satisfacción. Lo rodeaban tres de sus personas de confianza, vestidos como él con túnicas blancas ribeteadas en azules flecos.
—Bienvenido a nuestra humilde morada, Alex Craxell —saludó el egipcio—. No creímos verte por aquí tan pronto, aunque es un verdadero placer.
—Gracias, Mehmet, para mí también lo es. De nuevo necesito de vuestro consejo y protección para iniciar este viaje que promete ser más peligroso si cabe, que ya es decir, que el anterior.
—Tú dirás qué necesitas. Si está en nuestra mano el darlo, ten seguro que será tuyo.
—En un principio, tengo que solicitar de ti y del Consejo de Ancianos la autorización para llevarme a Abul conmigo… —explicó el marchante de obras de arte con cierta cautela—. ¿Crees que esto será posible?
Mehmet sonrió de oreja a oreja.
—Le darás una enorme sorpresa a Abul, y yo no creo que haya ningún impedimento… —Miró a sus compañeros—. Lo haré llamar para darle la buena nueva.
Al poco tiempo, tras recorrer los intrincados corredores y túneles que zigzagueaban por el subsuelo, llegó el muchacho a la presencia de Mehmet. Alex Craxell en pie junto a él, lo miró con afecto guiñándole un ojo a continuación. La cara de Abul se encendió como un cirio enrojeciendo. Pensó que quizás había llegado el día; es más, tal vez hubiera llegado incluso la hora.
—Alex Craxell nos ha pedido que te permitamos partir con él —formuló Mehmet—. Y eso es lo que anhelabas con tanta pasión, ¿no?
—Señor Craell… —Abul pronunció mal su nombre una vez más, en esta ocasión a causa de la excitación— ¿es eso verdad? ¿Puedo irme con usted? —Miró a los cuatro ancianos que estaban presentes.
—Bueno, habrá de decidirlo el Consejo, y habrá condiciones… —Lo señaló su interlocutor con un dedo acusador—. Pero sí, creo que podrás irte con él.
—Con dos condiciones por mi parte; una, que me tutees de una vez, y otra, que te aprendas mi apellido… —Le sonrió el del Reino Unido mientras Abul se lanzaba a sus brazos.
La reunión con los ancianos resultó un acto lúdico en el que todos disfrutaron de una copiosa comida y de abundantes zumos de frutas con sabores exóticos. La fiesta se prolongó hasta que los reunidos se fueron marchando como un goteo incesante, cada uno a sus obligaciones, ya tarde.
El día amaneció sin que ellos, los europeos, nada acostumbrados a dormir bajo tierra, lo advirtieran. Un Abul nervioso se encargó de recordarles que debían partir.
Mehmet se encargó de llamar a un taxi de confianza, cuyo conductor resultó ser un viejo conocido.
Salah, que parecía estar en todos los sitios a la vez, o bien poseer el don de la ubicuidad, se encargó de llevarlos en el todoterreno que su primo Halaj le había prestado bajo solemne promesa de pingües beneficios. Los tres aventureros contratados por el papa de Roma recorrían ya la carretera que salía de El Cairo con destino a Assuán, donde realmente comenzaría la búsqueda del libro de Amón.
Klug Isengard, que en cuanto se refería al panteón de los dioses de Egipto llevaba la delantera, les fue refiriendo por el camino lo que se esperaba de ellos en aquella profanación de la paz de los muertos.
—Si queremos salir indemnes de esta aventura que supone descubrir lo que los dioses desean esconder —aventuró con voz queda, confiriéndole al relato un punto de misterio—, debemos ser cautos y seguir los dictados de los tres dioses que protegen la tierra, el aire y la humedad, o el agua. Ellos nos guiarán si les ofrecemos nuestra ayuda en su mundo.
—¿Y qué cojones podemos hacer nosotros, pobres mortales, si somos precisamente los que necesitamos su protección? —respondió Alex, incrédulo como pocos.
—Se trata en realidad de una simbiosis… Ellos nos protegen y, a cambio, los ayudamos en sus necesidades en el otro mundo. Geb, dios de la tierra, nos dará su apoyo, impidiendo que nadie nos arranque de ella, pero mientras las plantas de nuestros pies estén pegados a ella. Si nos elevamos en el aire, entonces el dios Shu, dios del aire, nos atacará, y con la ayuda de Tefnut, nos quitará la humedad del cuerpo. Pero si nos alzamos por encima de los dominios de Shu, será la diosa Nut la que se encargará de que nuestros cuerpos no mueran antes de cumplir con el cometido que nos permitirá ayudarla en su deseo de unirse al dios Geb.
—Bueno, por lo que yo entiendo, en cada caso uno de los dioses de la tierra, del aire o de la humedad, nos protegerá y, a cambio, les pagaremos con ayudarlos en su deseo de… ¿de qué…? —insistió el londinense de adopción.
El anticuario adoptó un cansino tono didáctico.
—Ellos nos lo dirán en el momento preciso: No sé… quizás cuando estemos en su territorio, donde sus poderes aumentan considerablemente.
El todoterreno, raudo como una flecha bien dirigida, se deslizaba por la fina línea que era la carretera que comunicaba El Cairo con el resto de poblaciones del Nilo. A su derecha, las dunas, como una amenaza, se erguían en pirámides de arena que se mantenían alejadas de las aguas del río más largo de África, que fecundaba sus riberas con el limo y le daba vida renovada a lo largo de su recorrido. Al otro lado, el verdor contrastaba con la naturaleza muerta de las arenas, creando una zona en la que, por excelencia, reinaba el dios Shu.
El viaje transcurrió en medio de una calma que se les antojaba artificial, de no ser porque conocían de sobra la sensación que producía el desierto en quien lo atravesaba.
—Yo he descubierto un dios que nos interesa más que esos que dices. Al menos es más poderoso, creo —le contradijo Krastiva a Klug—. Es el dios Atum, el único, el que se creó a sí mismo, y que es Ra cuando comienza a regir iodo lo por él creado.
Un grito de rabia, miedo desgarrador, salió de la garganta del natural de Viena.
—¡Noooo! Ese que dices es el enemigo de Geb y de Nut, quien por celos colocó a Shu entre Geb y Nut, pues ellos se amaban, y los maldijo con ser estériles todo mes y año. Y se aseguró de ello colocando a Shu entre ellos.
—Así que no tuvieron hijos…
—Nada de eso, le pidieron ayuda a Thot, dios de la magia, quien, en una apuesta con la Luna, consiguió la decimoséptima parte de su luz, con la que creó cinco días epagómenos en los que Nut dio a luz a sus cinco hijos: Osiris, Horas, Isis, Seth y Neftis, para ampararse bajo la protección de quien él considerara mejor.
—¡Vaya con los dioses, tienen recursos para solucionarlo todo! —se admiró la reportera de la revista Danger, que veía cómo era superada en sus conocimientos sobre egiptología por su compañero austríaco, quien concluyó vehemente:
—Nos encomendaremos a los dos dioses que rigen la tierra y el cielo, y veremos qué nos ofrecen y qué nos piden a cambio.
Ni Alex, ni Krastiva se atrevieron ya a contradecir al descendiente del más poderoso sacerdote de Amón-Ra en su decisión de ampararse bajo la protección de quien mejor creyera. Abul, por su parte, nada acostumbrado a las disquisiciones de aquellos tres estrambóticos aventureros, miraba ora uno, ora otro, con los ojos abiertos de par en par y sin comprender nada, pero feliz de poder estar con ellos.
Como un presagio de lo que había de acaecer, el cielo pareció oscurecerse, y ante ellos un espejismo, les hizo comprender, que el sol, Ra, les estaba siendo hostil, desde que iniciaran la ruta. Una línea de rocas imposibles se dibujó ante ellos y el asfalto semejó estar encharcado y húmedo, como si los dioses hubieran escuchado sus palabras y se sintieran ofendidos al ser rechazados. Isengard lo explicó con voz engolada:
—No prestéis atención a lo que vuestros ojos creen ver, cerradlos, y pensad en esa tierra que amáis tanto, y que hace crecer la hierba debajo de vuestros pies, llenando el campo de colores en primavera, fertilizándolo con su poder.
Al abrirlos de nuevo, el espejismo había desaparecido, y la carretera, monótona como una línea marcada en el papel por el tiralíneas de un viejo delineante, volvió a ser la protagonista del trayecto. El aire caliente penetraba por las ventanillas abiertas, quemando la piel de sus brazos. La arena les escocía como miles de minúsculos animalillos que herían sus cuerpos al rozarlos. Únicamente el revoloteo de los pañuelos que cubrían sus cabezas, luchando contra el viento que producía la velocidad, resonaba en el interior a ratos.
Klug dormitaba en la parte trasera del todoterreno, con la cabeza de Abul descansando en su hombro, rendido a causa de la excitación que le producía el ansia de aventuras, y Krastiva conversaba con Alex de asuntos triviales, en un intento de evitar que le sucediera otro tanto mientras Salah conducía atento a la carretera que apenas se curvaba.