Las arenas del desierto
En el vestíbulo del hotel Klug bufaba al ver al fin que bajaban sus compañeros de viaje, con los que nunca había conseguido conectar del todo a tenor de sus diferencias de personalidad. Por su parte, Alex y Krastiva desplegaban una amplia sonrisa en sus relajadas caras y se miraban con especial complicidad.
—Tenemos que reunir información y medios de transporte para salir en busca de esos objetos que despiertan tanto interés en Irán —anunció el marchante de obras de arte—. En cuanto a los jeeps que usaremos, los alquilaremos a buen precio en el centro. Pero además, quiero acercarme al barrio copto porque tengo una cuenta pendiente que es hora de saldar.
Krastiva, conocedora como era de la mente humana, desistió de hacer comentario alguno al respecto. Siempre que ella y su pareja se acomodaban en El Cairo, visitaban el barrio copto, así que se resignó una vez más.
De recepción llegó corriendo un muchacho que no tendría más de quince años, y que seguramente ya era mantenedor de su familia a tan corta edad. Se lo veía jadeante, y con una mano alargó un pequeño papel que parecía ser el objeto de su alteración.
—Señor. Este mensaje, acaba de llegar para usted… —Miró con respeto al más joven de los varones—. Es urgente… ¿Debo esperar respuesta?
—No lo creo… —Craxell negó con la cabeza dos veces—. A ver qué es esto tan repentino… —Desdobló el papel para darle atención prioritaria—. Ummm… esto no me lo esperaba. Ahora resulta que el lobo nos pide que le visitemos en su guarida.
—¿Qué estás diciendo, Alex? ¿Qué murmuras por lo bajo? ¿Qué es eso? —La ansiedad se reflejaba en los perfectos rasgos de la rusa.
—Es… —tartamudeó el aludido— Es… un requerimiento del mismísimo papa de Roma, de Su Santidad Juan XXIV. Nos pide, muy educado y con muchos halagos, que acudamos a verlo en Roma para consultarnos no sé qué demonios.
—Esto sí que es nuevo… El cardenal Scarelli nos cita en su palacio Vaticano. ¿No iremos, verdad? Sabes que de allí sí que no saldríamos vivos…
—Todo lo contrario, pospondremos nuestra visita al barrio copto para el regreso y volaremos a la Ciudad Eterna. Allí se halla la clave de todo este asunto que comienza a oler a muerto… Tú —se dirigió ahora al adiposo austríaco—, encárgate de los pasajes de avión y también de los equipajes. Yo tengo que hacerme cargo de algunas precauciones que nos serán de mucha utilidad para este peligroso viaje a la boca del lobo.
Klug y Krastiva se miraron perplejos y después se encogieron de hombros. Nada se podía hacer cuando Alex Craxell se decidía a hacer algo.
Los tres embarcaron en el vuelo 735, con destino a Roma, donde estaban seguros de que les saldrían a recibir con todos los honores. En sus asientos, Klug y Krastiva dormitaron a ratos, mientras Alex hojeaba con interés una gruesa carpeta llena de folios subrayados con distintos colores. Bajo sus pies, el mundo pasaba como una maqueta en la que el morador no tiene ninguna importancia. Los objetos hallados en la costa iraní demostraban a las claras que la historia de Kemohankamón aún iba a dar mucho de qué hablar. ¿Qué sucedió con el Faraón tras instalarse en el territorio de la Candace Amanikende? Esa era una incógnita con la que se había peleado desde hacía demasiado tiempo. Encontrar una tumba egipcia era su sueño infantil, pero que esta fuera la de aquel faraón que logró escurrírsele a la propia Roma suponía el clímax en el mundo de la arqueología. Estaba seguro de poder descubrir la ubicación de la tumba, e incluso de aportar lo que en ella se ocultaba. Por cierto, ¿qué era lo que buscaba la sabandija de Scarelli para que se rebajara a arrastrarse ante sus juramentados enemigos?
El palacio del Vaticano se alzaba en medio de la plaza de San Pedro como el orgullo de la Cristiandad. Las viejas piedras guardaban sus secretos más escabrosos e inconfesables, bajo su fría protección, como un guardián ciego. A Alex, se le asemejó a la guarida de uno de aquellos ogros con los que asustaban los mayores a sus hijos, para mantenerlos dóciles a sus deseos.
Un cuadro de marciales guardias suizos se dirigió hacia ellos, precedido de un oficial que, con paso estudiado y firme, abarcaba las losas del pétreo suelo que se abría en torno a la columnata de Bernini.
—¿Son ustedes los invitados de Su Santidad Juan XXIV? —les interpeló con voz varonil, y grave.
—No lo sé… Creo que así es —le respondió, con cierto grado de cinismo, Alex Craxell—. ¿Debo mostrarle nuestras credenciales?
—¡Síganme! Los conduciré al despacho de Su Santidad —fue la escueta respuesta del oficial.
El vestíbulo en el que se hallaban tenía un suelo de mármol blanco en cuadros pequeños que brillaba limpio como si él también deseara demostrar algo a quien se atrevía a pisarlo. Unas sillas Luis XV, sobre las cuales colgaban espejos venecianos de marcos dorados bordeando las paredes, le conferían un aire versallesco que en nada encajaba con la espiritual persona que esperaban los recibiera. Un sacerdote de larga sotana negra salió del despacho contiguo y se perdió en el laberinto de corredores que serpenteaban como anguilas en su hábitat natural.
Habían subido escaleras, torcido a derecha e izquierda, y vuelto a subir, hasta llegar a aquella lujosa antesala que daba al corazón del palacio Vaticano. Allí, tras las gruesas paredes, aguardaba su rival en la búsqueda que habían iniciado, después de la extraña muerte de aquel arqueólogo en las costas de Irán. No les llegaban voces, ni tan siquiera murmullos, y sus nervios comenzaban a tensarse como cuerdas de arco.
En el interior del camarín, el rey de Roma se frotaba las manos, a sabiendas de que si ellos aceptaban colaborar con él la consecución de los dos libros estaría asegurada. Su Santidad Juan XXIV sonreía cínicamente mientras paseaba de un lado a otro. Tiró de un cordón que colgaba de un extremo de los cortinajes, ribeteado con flecos de oro, y por una puerta lateral apareció un solícito sacerdote enteramente vestido de negro y con las manos juntas en permanente rezo, que se inclinó reverente.
—Padre Lozinsky, ahí afuera esperan los que serán nuestros mejores y más eficaces agentes si consigo que colaboren conmigo en este delicado asunto…
—Santidad… ¿qué desea que haga este humilde sacerdote?
—Tráigame los documentos que le encargué traducir; los necesito para convencer a mis invitados. Sin ellos, no accederán a servirme —le ordenó con un gesto lento y amanerado.
—Como ordene, Su Santidad. En unos instantes los tendrá a su disposición —le dijo su subordinado, retirándose por el intrincado dédalo de corredores que se retorcían sinuosos por las entrañas del palacio Vaticano.
—Como esto se alargue, me voy —gruñó Klug, que no comprendía la razón de la espera, ni de por qué tenían que prestarle ninguna atención a aquel miserable que, aún a sabiendas de que era el Papa de los más de mil millones de nominales católicos, no le inspiraba la más mínima confianza.
—Calma, que todavía ignoramos lo que se trae entre manos y qué es lo que busca con tanto empeño —razonó Craxell en voz muy baja—. De no ser así, no estaríamos en este edificio. Ni tan siquiera uno de nuestros contactos ha sabido decirnos qué puede ser lo que busca este taimado señor de la oscuridad revestido de dignidad papal.
El padre Lozinsky llamó a las puertas que comunicaban con el despacho papal, y esperó pacientemente. Una voz dura sonó al otro lado, concediendo su permiso, y solo entonces abrió de par en par las dos hojas de madera, blancas y ricamente adornadas.
—Santidad, le traigo los documentos que me pidió. —Le entregó un rollo de pergaminos que desprendían un olor a cuero en descomposición lenta y a tinta vieja.
—Gracias, padre Lozinsky, puede regresar a sus obligaciones; no deseo retrasarlo —lo despidió con un gesto displicente.
«Estos pergaminos me darán la oportunidad de alcanzar lo que tan ladinamente me robasteis», pensó el Sumo Pontífice. Sonrió satisfecho de su astucia, saliendo de su despacho consciente de que ellos no esperaban sino que un secretario los condujera hasta él. Así la sorpresa sería mayor, pues tenía que llevar siempre la delantera.
Alex y Krastiva, así como Klug, giraron para ver, y la silueta recortándose en medio de la luz que penetraba desde el exterior, les resultó familiar. Alto y espigado, con la cabeza tan erguida que parecía que miraba siempre al cielo, Scarelli, el nuevo papa Juan XXIV, extendía la mano para que le besaran el anillo de Pedro, el pescador, con la dignidad de un rey que concede gracia a sus súbditos.
—Señores, sean bienvenidos… —se dirigió a ellos en un español empañado por la dificultad que entrañaban para Su Santidad Juan XXIV ciertos vocablos del idioma cervantino, pero luego cambió al inglés, que dominaba a la perfección—. No sabía si aceptarían mi invitación, y veo que el resultado ha sido positivo. —Se acercó a ellos para sentarse en una de las incómodas sillas que se diluían en el enorme vestíbulo, pegadas a sus paredes.
—Ha sido una sorpresa inesperada también para nosotros recibir su invitación… —Craxell se negó a concederle el título que ostentaba como líder de la Iglesia Católica—, y de no ser necesario, comprenderá las escasas ganas que tenemos de entrevistarnos con usted.
—Vamos, vamos, no sean rencorosos, que eso es agua pasada. Además, ustedes consiguieron lo que querían. ¿No es así…? —El Papa esbozó una sonrisa cínica—. Pero seamos prácticos… Dejemos atrás el pasado y colaboren conmigo en esta búsqueda que nos reportará a todos beneficios inestimables… —Se aclaró la voz y prosiguió—: ¿Saben que es lo que tengo aquí? —Les mostró el rollo de pergaminos—. Es nada menos que la confirmación de la existencia de unos… pero antes debo estar seguro de que colaborarán conmigo… —Miró a todos lados, como si fuera un ladrón en casa ajena—. Vengan a mi despacho que allí estaremos a salvo de oídos indiscretos. Nadie se atreverá a interrumpirnos.
Alex miró a sus compañeros y tras encogerse de hombros, siguió a Su Santidad hasta el interior. Cada vez estaba más intrigado con aquella búsqueda en la que solo su peor enemigo conocía el objetivo final.
Scarelli cerró las puertas y se acomodó detrás de la mesa de caoba que ocupaba el centro de la estancia de reducidas proporciones, a modo de rey en su trono. Les indicó que se sentaran frente a él, y después extendió los pergaminos que sujetó con cuatro pisapapeles de cristal tallado.
—¿Puedo contar entonces con ustedes? —insistió Juan XXIV ante el silencio de sus invitados—. Solo tendrán que hallar lo que aquí se relata que guardan los dioses de la Antigüedad en… ¿Cuento con ustedes? —retó su curiosidad, en una estudiada estratagema que creía estaba dando los resultados apetecidos.
—Antes de aceptar necesitamos saber en qué condiciones colaboraríamos con Su Santidad —respondió, prudente, Alex, que por primera vez, pensando en el negocio en perspectiva, usó el tratamiento al uso—. Solo entonces estaremos dispuestos a trabajar juntos en bien de un objetivo que deberá ser común.
—Veo que nos vamos entendiendo, señores… yo… —El anfitrión titubeó algo—. Bueno, la Iglesia de Nuestro Señor sufragaría, naturalmente, el total de los gastos que requiera esta búsqueda, y nos repartiríamos los dos objetos que son la esencia de esta investigación. A mí solo me interesa uno de ellos. Se trata de dos volúmenes que contienen los conjuros de los sacerdotes de Amón-Ra y de Seth… —Su boca se torció en una extraña mueca—. Miren lo que dice aquí, en esta línea… —La señaló con su índice diestro—. Yo no sé leerlo, pero mis traductores ya lo han descifrado, y estoy seguro de que ustedes saben leerlo tan bien como ellos.
Los ojos de Alex se agrandaron como platos al leer lo que allí decía del contenido de los dos libros. Ahora comenzaba a darse cuenta del porqué de la muerte del arqueólogo en Irán. Aquello podría revolucionar el mundo en que se movían, elevando el descubrimiento al mayor realizado desde que lord Carnavon y Howard Carter descubrieran al mundo los tesoros que ocultaban las arenas del desierto egipcio en la sepultura de Tutankamón.
Ni corto ni perezoso, el extraficante de arte metió la cabeza en los signos del pergamino, quedándose absorto hasta que el Sumo Pontífice se lo arrancó bruscamente de debajo de su vista.
—¡Basta! —exclamó este con ira mal contenida—. Si desean saber más, y espero que así sea, deben garantizarme su fidelidad y su colaboración absoluta en esta búsqueda. De no ser así… —dejó en el aire la frase, a modo de velada amenaza.
—Ya comprendo… —susurró Alex, que luego elevó algo el tono confidencial—. No tiene nadie de confianza en quien depositar este documento, ni su contenido, y mucho menos, esperar que se lo traigan para aprovecharse de ello.
Una sonrisa de alivio iluminó el rostro de sucesor en la tierra de Pedro, el apóstol.
—Van comprendiendo… Dispongo de miles de colaboradores, pero, desgraciadamente, en el entorno en que me desenvuelvo son demasiado comunes las conspiraciones a causa del deseo natural de ascender en el escalafón… —reconoció el Papa, que añadió con un arqueo de cejas—: Ya me entienden…
—Sí, que aquí no se pude fiar ni de quien le sirve la comida, y como los antiguos césares de la Roma clásica o los príncipes y nobles del Renacimiento, supongo que tendrá un probador de menús, por si los venenos… —ironizó Klug, desplegando su cinismo para mayor sorpresa del encolerizado Papa, que hubo de contenerse a causa de lo necesario que le resultaban los servicios de aquellos tres profanos. Ya se encargaría de ellos después de que le trajeran lo que necesitaba para sus fines.
—Entonces, ¿debo deducir que estamos de acuerdo? Naturalmente, aceptaré las condiciones que decidan imponer. Soy plenamente consciente de que no será gratis su servicio en este caso… ¿Cuánto quieren por realizar, digamos, esta especial tarea para la Iglesia?
Alex Craxell, que ya tenía en mente la respuesta, fue directo al grano.
—Nos dejará libertad de movimientos por el palacio Vaticano, incluyendo los archivos secretos, en los que bucearemos para encontrar algo que nos ayude en esta misión —puntualizó la palabra, confiriéndole un segundo significado—. Además, se nos proporcionará material para el traslado por el desierto y una cantidad que correrá por su cuenta para gastos iniciales… ¡Ah! Y también se nos otorgará inmunidad respecto a cualquier cosa que pueda surgir y que se halle en conflicto con la Iglesia Católica.
Scarelli, que esperaba algo por el estilo, accedió a todos los puntos porque no le parecieron excesivos. Los despidió con un gesto de su mano, sin dársela para que le besaran el anillo. Ya tenía a tres equipos en el campo, y tenía la certeza de que alguno de ellos conseguiría el éxito y le traería el soñado libro de Amón, con el que… bueno, esta vez, el poder de cambiar las cosas estaba de su parte, y no iba a renunciar a él. Necesitaba tener de su lado a los que consideraba los más peligrosos contrincantes