Capítulo 4

Aventura paralela

Tenemos disponible la habitación que suele ocupar, señorita Ivanov. —El director del hotel Ankisira se dirigió a ella en tono cordial, pero manteniendo las distancias en todo momento—. Si le parece bien, Ahmed les subirá las maletas… —dejó la frase en suspenso en espera de una respuesta.

—Claro, amigo mío, es perfecto… ¿Te parece bien? —le interpeló la informadora a Alex, cosa que agradó sobremanera al director del hotel, poco acostumbrado a que sus clientes fueran algo más que amigos. Como buen árabe, veía con malos ojos el tipo de relaciones que mantenían los occidentales entre sí, aunque tuviera que sonreírles como parte de su trabajo.

—¡Ahmed! —gritó Abdel Hassan Ben Addel a uno de los botones—. Lleva las maletas de los señores a la habitación… y la del señor —se refirió a Klug Isengard— a la contigua. Espero que todo sea de su agrado. De no ser así, les ruego que no dejen de comunicármelo, por favor. —Se inclinó con reverencia porque aquella mujer eslava le fascinaba, y ahora incluso comenzaba a sentir cierto grado de admiración por ella.

Craxell le dio una generosa propina a Ahmed y lo despidió. Después Krastiva y el tiraron su equipaje sobre la cama y se sentaron en torno a la mesa que completaba el mobiliario, junto a la cómoda y el armario. Toda la habitación había sido reformada, y sus paredes aparecían ahora forradas de una suave y cara tela de seda azul oscuro, así como un baño enorme en el que reinaba una bañera que iba a hacer las delicias de la rusa.

Isengard había vuelto de su habitación en un abrir y cerrar de ojos.

—Si queremos hacer las cosas bien, tenemos que empezar por recopilar toda la información que tenemos sobre este caso y los contactos con los que contamos —habló Alex, que navegaba en medio de su propia mente sin rumbo fijo—. Ameneb podría ayudarnos… —Arrugó la frente—. Creo yo que nadie mejor que él para seguir el rastro del faraón Kemohankamón y de los que con él se fueron a… no se sabe bien donde… —Un tanto dubitativo, se encogió de hombros—. Porque doy por hecho que los restos arqueológicos hallados en Irán son de este faraón.

—No tendría mucho sentido que fueran de otro, pero tratándose de Egipto todo es posible… —le respondió Krastiva, que ya deshacía la maleta y colgaba la ropa en el armario mientras trataba de aclarar sus ideas.

—Ya, pero esta vez creo que es lo que pensamos… Sería el primer faraón que saliera de su amada tierra, en la que deberían reposar sus restos a fin de resucitar en el futuro. ¿No lo recuerdas? Era sagrada para ellos la tierra egipcia.

—Vayamos a ver a Ameneb —propuso Klug Isengard, sin pensarlo dos veces, quien se veía inmerso de nuevo en el rastro que dejaban sus antepasados.

—Eso no es tan fácil, y además no podemos comprometer la seguridad de Ameneb por nimiedades. No tenemos derecho a eso —le atajó serio Alex Craxell—. Antes de decidir qué hacer, tenemos que examinar de cerca los acontecimientos. Quedaremos dentro de una hora, en el vestíbulo, para centrarnos en el próximo paso que debemos dar. Lo primero es buscar un sitio donde nos sintamos seguros a la hora de hablar de este tema. No creo que se nos permita meter la cabeza en este caso sin estorbo.

—Os recuerdo a ambos que la historia de Nebej, y la de Ameneb también, provenían de la zona del mar Rojo, desde donde parece ser que se produjo el siguiente exilio hacia el territorio que hoy día ocupa Irán. Por lo que nos explicó Nebej en sus escritos, es en el Sudán donde deberíamos buscar lo que sea que estemos interesados en hallar.

—De acuerdo, instalémonos en nuestras respectivas habitaciones y dentro de una hora en el vestíbulo —insistió Alex, quien, más que nada, deseaba darse una larga ducha y cambiarse, pero la rusa tenía otros planes…

Monseñor Balatti, acompañado de su peculiar corte de servidores, hacía su entrada en el hotel Hamtta dispuesto a apoderarse de aquel mapa que contenía el secreto mejor guardado de la antiquísima civilización egipcia. Comenzó a dar las órdenes pertinentes, para no perder tiempo.

—Los quiero aquí a todos dentro de media hora. ¿Entendido…? Hagan los preparativos para dos días de marcha. ¡Ya! —urgió con marcada irritación.

Los guardias suizos que lo acompañaban, así como las tres monjas que se hallaban asignadas a su servicio, se pusieron a ello en el acto. Conocían muy bien el temperamento de monseñor, y sabían lo poco que le agradaban los retrasos.

Las tres monjas se ocuparon de coger las llaves de las habitaciones y repartirlas, así como de llevar el equipaje a la suite que le correspondía a monseñor Balatti. Sendos botones se encargaron de transportar las maletas, quitándoselas de las manos, casi ofendidos.

El trabajo frenético de los escogidos miembros de la Guardia Suiza y las tres monjas consiguió, en un tiempo récord, tener las habitaciones dispuestas, y estar ellos mismos listos para recibir las órdenes de su superior. Vestidos con ropas ligeras, al modo de los turistas, con cámaras colgando de sus cuellos, y pantalones cortos y gorras de béisbol, los guardias suizos se habían transformado en algo muy distinto a lo que habitualmente eran. Las monjas cambiaron sus hábitos por cómodos vestidos, dejando sus cabellos libres al sol del país del Nilo. Nadie hubiera dicho que aquel grupo de turistas no eran otra cosa que lo que aparentaban.

Reunidos en la amplia suite de monseñor Balatti, en torno a la mesa de caoba que reinaba en medio de la misma, se dispusieron a planificar lo que serían sus acciones inmediatas.

—Es menester que coordinemos a los diferentes grupos que actuarán en los distintos puntos desde donde darán inicio a la búsqueda. Tenemos ante nosotros un extenso territorio que habremos de abarcar, si queremos seguir manteniendo el control de la operación —arengaba el alto funcionario vaticano.

—Monseñor —se dirigió a él una de las monjas, especialista en comunicaciones, elegida por el propio Balatti a cuenta de su templanza, ya probada en anteriores operaciones sensibles para el Estado Vaticano—, necesitaré dos personas que me ayuden con el traslado del material para efectuar las comunicaciones, y que sepan manejar ordenadores vía satélite, y eso en las condiciones más duras; que cuando parezca imposible algo, sean capaces de realizarlo, como si de un milagro se tratara —sentenció sor Eloísa.

—De eso ya me he ocupado. He traído con nosotros a Juliano, y a Bettino… —Señaló con el mentón a los dos guardias, que se pusieron en pie como robots a los que se activara pulsándoles un botón—. Además de lo citado por sor Eloísa, he de comunicarles que tendremos que competir con dos elementos de cuidado, como son Alex Craxell y su esposa, Krastiva Iganov. ¡Ah! Y también con el taimado KlugIsengard. Viajarán juntos seguramente, pero todo esto habremos de confirmarlo. En una ocasión anterior, fueron capaces de estorbar una operación de gran calibre de Su Santidad, hasta el punto de arruinarla, por lo que no se les debe menospreciar. Esta misión es de crucial importancia para la Iglesia. Muchos de sus compañeros —se refería a los guardias suizos que prestaban atención a sus palabras— murieron en aquella ocasión.

Un silencio pesado y ominoso cayó sobre los allí presentes y una llama de odio se encendió en algunos de ellos. Sor Eulalia procedió entonces a levantarse para sacar de dos de los maletines que permanecían sobre una silla tres abultados tochos de folios, mapas y documentos, que fue repartiendo entre los reunidos como si supiera de memoria qué debía entregar a cada cual. Así era de hecho.

—Como ven, hemos de abarcar el territorio de varios países, razón por la que somos un número tan grande, aunque solo en apariencia… —Monseñor ladeó la cabeza—. El sargento Jean Pierre elegirá a dos de ustedes para que colaboren con él y se encargarán de controlar los pasos de este trío que puede causarnos graves dificultades. También deberán investigar, dentro de lo posible, dónde se encuentran las pistas que serán necesarias para desarrollar la búsqueda. El resto vendrá conmigo, y con el capitán Olaza. Recibirán instrucciones cuando estemos en camino al punto al que nos dirigimos.

Como si de una operación de espionaje realizada en medio de la época en que el mundo permanecía en tensión a causa de la denominada Guerra Fría, el plan de acción del cardenal de la Iglesia Católica se ponía en marcha para rastrear Egipto, peinándolo de norte a sur, para bajar después hasta la frontera con Sudán, penetrando profundamente en aquel país.

Krastiva se hallaba bajo el chorro de agua de la ducha, dejando que el agua resbalara por todo el cuerpo, llevándose el cansancio y el sudor del viaje junto con la tensión. Su piel brillaba como aceitada, y su cerebro se relajaba con el sonido del entrechocar de aquella. Tras concluir el reportaje para su revista, que le había mantenido bajo un estrés que no le había permitido descansar un instante, aquella propuesta de Klug de retornar a Egipto en compañía de su ahora marido, y de él mismo, le supuso un inquietante paréntesis entre uno y otro trabajo.

Alex Craxell paseaba desnudo por la amplia habitación, como si deseara mostrar su fibroso cuerpo a su hembra favorita, para alardear de su buena forma, libre de ataduras. La esperaba con el deseo pintado en su rostro, de pronunciados rasgos masculinos y mentón cuadrado. Íntimamente satisfecho por la bellísima eslava que había sido capaz de conquistar, sonrió para sus adentros pensando en cómo se conocieron y en que Egipto parecía despertar en ellos el deseo de amarse, de unirse como si el sol y el calor los ayudaran a ser uno solo de nuevo.

Ella salió del baño cubierta con una toalla sujeta a la espalda que dejaba ver sus perfectos muslos y la espléndida redondez de sus apetitosos pechos, y al verlo a él en pelota picada sonrió, sabedora de que despertaba en él un deseo irreprimible. También estaba hambrienta de oler su piel, de sentirse presa de sus poderosos brazos, para poder entregarse a él sin límites, iniciando el juego carnal con un 69 largo. Lo extrañaba cada vez que se metía entre las sábanas sola, sin su calor de hombre que la hacía sentirse protegida desde el día en que lo conoció en un pasillo de ese mismo establecimiento hotelero y ya no se lo pudo quitar de la cabeza.

—¿Sabes que estás para comerte cuando sales de la ducha?

—Creía que lo estaba siempre. Vaya, tendré que hacer algo al respecto… —se lamentó la rusa, que hizo un gracioso mohín al tiempo que dejaba resbalar la toalla por su anatomía de infarto.

Por toda respuesta, Alex, sintiendo un insistente cosquilleo en la entrepierna que enseguida dio paso a una espléndida erección, se acercó a ella y la tomó por la cintura, atrayéndola hacia sí para besarla cerrando de esta manera su afrutada boca. Se besaron largamente, con la intensidad de quien tiene entre sus brazos a la persona que realmente desea, consciente cada uno de que no podía haber alguien mejor. Dando círculos, deambularon juntos por la habitación hasta que cayeron en la cama para dar rienda suelta a sus instintos lúbricos en una debacle amorosa más para olvidarse del mundo y sus problemas…

En el lujoso vestíbulo del hotel Ankisira, Klug se paseaba como un león enjaulado, de un lado a otro, esperando que bajaran de una vez sus compañeros de aventura. Las altísimas columnas que lo rodeaban, con una hermosa fuente de aguas cantarinas en su centro, y la gente yendo y viniendo, con sus equipajes en dorados carritos, aumentaban la sensación de que habitaba en el interior de un gigante lleno de vida.

Klug, miraba hacia afuera sin ver nada, pues su mente estaba lejos de Egipto. Viajaba a una tierra que si bien le perteneció en tiempos ya perdidos en el devenir de la historia, siempre fue un misterio para él. Su pensamiento se hallaba preso de la fascinación que ejercía sobre él el Imperio Meroíta. Todos los datos que poseía le indicaban que el camino que debía tomar era el de aquel poder que derrotó a Roma y que logró sobrevivir a las guerras que esta sostuvo en la región, e incluso comerciar posteriormente con ella. Allí se encontraba el objeto de su deseo, el libro sagrado de Amón-Ra, el libro que hablaba de los terribles poderes de los dioses que rigieron Egipto y que él anhelaba más que nada en el mundo, algo que le situaría muy por encima del propio Ameneb. Él descendía de una larga estirpe de sacerdotes de Amón que habían legado a sus hijos el conocimiento de las artes de los antiguos, y que ahora se transformaba con él en una posibilidad de adquirir el poder a través del libro del dios de Egipto.

El cardenal Balatti, a bordo de uno de los cuatro todoterrenos que se alineaban en fila india a través de la monótona y recta carretera que salía de El Cairo, elucubraba, en su privilegiado cerebro, cómo apoderarse del libro de Amón para entregárselo a Su Santidad como signo de su lealtad a toda prueba.

Sor Eloísa le había proporcionado abundante información sobre aquel legendario libro, así como de su relación con Egipto y Meroe. No se le escapaba al cardenal de la Iglesia Católica que el peligro anidaba enfrente de ellos, y que un solo paso en falso podría extinguir todas sus esperanzas de alcanzar el éxito en su misión, que él consideraba sagrada. Extrajo de una gruesa carpeta unos documentos que leyó con detenida atención, para ponerse al día. Allí se hablaba de cómo este ejemplar único en su especie desapareció cuando desapareció la última Candace de Meroe, algo que le tenía preocupado. No lograba separar el hecho de que muriera la gobernante más sabia de África de la desaparición del libro. Los símbolos grabados en las ruinas de los templos no le habían ayudado en absoluto; ni los de los templos de Amón en Egipto, ni tampoco los que aparecían en el único que aún se tenía en pie en el territorio de lo que fuera anteriormente Meroe.

Balatti sí creía en las más que posibles maldiciones que se cernían sobre aquellos que osaban profanar las construcciones religiosas de los egipcios. Y no porque fuera supersticioso; no, sino más bien porque conocía, muy de primera mano, lo que eran capaces de hacer para proteger sus centros de adoración y sus tumbas los ingenieros del Antiguo Egipto.

El viento soplaba cada vez con más fuerza y las ruedas levantaban gravilla mezclada con arena, con el característico crujido que hacía que al saltar fuera violentamente expulsada. A lo lejos, se divisaban pequeñas áreas de hammadas que aliviaban el árido y monótono paisaje. Un silencio ominoso reinaba en el interior de los automóviles, y cada uno de sus ocupantes trataba de centrarse en lo que se le había asignado como tarea.

El cardenal se imbuía del espíritu de aquellos que dominaban en aquella parte del mundo y que, al parecer, guardaron celosamente sus secretos en espera de alguien capaz de hallarlos y, además, devolver el esplendor perdido a la poderosa nación egipcia. Balatti sonreía ante la ingenuidad de los sacerdotes de los dioses de Egipto, cuyos huesos se revolverían en sus lujosas tumbas si llegaran a saber quién iba a poseer su libro sagrado, porque no dudaba de su éxito. Pasaba cada hoja con sumo cuidado, como si estuvieran hechas de pan de oro. Reconocía los signos escritos, con exquisita caligrafía, por uno de los escribas de algún templo por encargo de… ¿de quién en realidad? Si supiera el nombre de ese sacerdote, sabría también cuáles fueron sus poderes, su forma de actuar; pero el meticuloso escriba tuvo especial cuidado en ocultar ese detalle que en sí mismo podría resultar tan revelador.

El traqueteo del todoterreno, al salirse de la carretera, le devolvió a la realidad porque una rueda acababa de reventar a causa de la alta temperatura, obligando al conductor a abandonar la calzada y a frenar bruscamente.

—¿Qué sucede? —se quejó Balatti, que casi se estrella contra el cristal delantero.

—Ha explotado una rueda. No lo comprendo… —se lamentó Olaza, quien torció el gesto—. Revisé personalmente cada parte de los todoterrenos; las neumáticos son nuevos… —Cuando se bajó del coche, se agachó para contemplar el resultado del desastre.

—Supongo que disponemos de ruedas de repuesto —apuntó Balatti.

—Desde luego, Eminencia, la cambiaremos en unos minutos y retomaremos el rumbo previsto. Ganaremos este tiempo sin apenas darnos cuenta —le aseguró el oficial, consciente de su negligencia.

Los acompañantes del cardenal aprovecharon para refrescarse echándose agua por la cabeza y reponiendo sus reservas del líquido elemento.

Piero Balatti se sentó en una de las rocas que salpicaban el desolado paisaje, algo alejado de sus colaboradores. Lo hizo para revisar, una vez más, los folios que le entregaran en la Biblioteca Vaticana. Solo con una orden expresa de Su Santidad Juan XXIV pudo acceder a aquella información tan restringida, reservada únicamente a los más cercanos a este.

El calor seco del desierto le hacía verlo todo borroso, como a través de una cortina que se arrugara por efecto de una brisa inexistente. El capitán Olaza le alargó un pañuelo, como el de los beduinos, para que se cubriera la cabeza. El cardenal lo miró con expresión seria y lo tomó de sus manos, para anudárselo con la ayuda del guardia suizo.

Monseñor Balatti, que vestía pantalones largos de pinzas y una camisa blanca de manga corta, se le antojó a Olaza como un extraño Lawrence de Arabia en medio de aquel paraje desolado.