El faraón Kemohankamón
Embarcaron por la puerta número treinta y se acomodaron en sus butacas esperando salir cuanto antes de aquel lugar que les olía a peligro. El avión recorrió varias veces la entera longitud de la pista antes de enfilar el morro hacia el cielo y alzarse del suelo como un ave orgullosa.
Cuando se hallaron en el aire ambos respiraron tranquilos y sus músculos se relajaron, permitiéndoles dormir durante el trayecto. Las auxiliares de vuelo, muy solícitas, les ofrecieron bebidas y ellos aceptaron de buen grado. Tenían las gargantas secas a causa de la tensión sufrida. El agua resbaló por sus bocas desbordando sus labios por la premura con la que apuraban el líquido.
El trayecto transcurrió sin incidentes, y el desembarco en la ciudad de Marte (El Cairo) se les antojó una liberación al aspirar su aire contaminado y fuerte con fruición, como si del de una montaña de verdes y frondosas arboledas se tratara. Caminaron por sus desportillados corredores, y al fondo divisaron la grácil figura de Krastiva, que venía hacia ellos. Alex sonrió ampliamente al verla, porque aquella mujer, tan hermosa como inteligente, era la suya, y a Klug le costó seguirlo por entre la gente que se agolpaba saliendo de los vuelos que de continuo llegaban de los confines más apartados del mundo, arrastrando sus pesados equipajes con ellos.
—¡Krastiva! —exclamó el marchante de arte con entusiasmo, abrazándola aliviado en contra de lo que era su costumbre—. Tenemos que hablar de lo que está sucediendo. Es increíble, pues creo que… —Miró a su alrededor con aprehensión, cortando la frase—. Bueno, será mejor que lo comentemos en otro sitio menos concurrido que este. No quiero que las paredes se enteren de mis impresiones —ironizó tras arquear las cejas—. Vámonos de aquí cuanto antes que necesito tomar algo fuerte que me devuelva ya las fuerzas; si no, se me doblarán las rodillas.
A la rusa le sonó a algo que no iba como debía, dado que Alex no solía expresarse así, más bien era Klug quien acostumbraba a hacerlo. Sus ojos, grandes y verdes, brillaron recorriendo sus órbitas para abarcar su entorno en busca de un posible adversario que estuviera tras su pista, o la de Alex y Klug. No encontró nada que la alertara, pero se mantuvo avizor por si se le había escapado algún detalle por insignificante que este fuera.
Colocaron sus equipajes en sendos carritos y se apresuraron a salir de la terminal, rumbo al hotel Ankisira, para darse un respiro antes de proseguir con la extraña búsqueda. Cuál no sería su sorpresa al descubrir que el taxista no era otro que Salah, un viejo conocido que ya era un clásico para sus correrías en Egipto. En realidad, no podían dar un paso sin que los encontrara él. Los alegró más que nunca, dadas las circunstancias, ya que en sus manos se sentían seguros y podían hablar con franqueza sin que supusiera un peligro para ellos.
Una vez más, el taxi rodó por las calles de El Cairo con la soltura que da la experiencia de conocer el terreno como la palma de la mano. Serpenteando como una anguila escurridiza y brillante, el taxista cairota sorteó sin dificultad más de un obstáculo que parecía imposible. El abigarrado tráfico de la caótica capital egipcia los absorbió como a un pequeño pez en su denso elemento, dejando que se deslizaran por sus arterias, y así se mimetizaron con el ambiente de la urbe del Nilo.
El hotel Ankisira se presentó ante ellos como un gigante que se alzaba orgulloso de ser el guardián del dios Nilo. Su cilíndrica y estilizada silueta les pareció un refugio inexpugnable donde sentirse seguros. Al penetrar por sus puertas de grandes cristaleras el aire acondicionado los envolvió gratificante y benévolo. Un botones se hizo cargo de su escaso equipaje, y con una sonrisa que les enseñó sus dientes blancos y perfectos, les dio una tácita bienvenida.
—Al fin me siento como en casa —dijo Krastiva, que deseaba romper aquel hielo que parecía haber formado el miedo a no se sabía muy bien qué. Su sexto sentido le decía que el peligro aún los acechaba allí, y que esta vez se jugaban el pellejo de verdad, como en aquella ocasión que casi mueren cuando… El sonido de una voz familiar la sacó de su abstracción, devolviéndola a la realidad. Era el director del hotel, Abdel Hassan Ben Addel, que al verlos llegar se había acercado a recibirlos con gran placer por su parte. Vestido a la europea, impecablemente, y con gesto exagerado, al modo de los egipcios que manifiestan sus sentimientos exteriorizándolos, les besó a los dos varones y se inclinó ante Krastiva respetuosamente. Quizás era esto lo que hacía que ella se sintiera segura en aquel hotel, que no era ya, ni con mucho, el más lujoso de El Cairo, donde ella y Alex se habían visto por primera vez.
Un ambiente cordial se apoderó de ellos, borrando de su mente la sensación de peligro que los perseguía desde Irán. Era como estar en casa, con la diferencia de que los mimaban en cada detalle.
El siroco barría el desierto, trasladando las enormes dunas de un lugar a otro y sin ninguna dificultad; amontonaba arena como siguiendo una orden secreta dada, hacía miles de años, por algún poderoso sacerdote del dios Amón-Ra. Los muros de la ciudad de Amón se negaban a morir en el olvido, como si nunca hubieran existido. Pero inexorablemente, trozo a trozo, se iba apoderando del interior, cubriendo sus misterios con un manto protector que los mantendría ocultos por casi otros dos mil años. En el interior del palacio—templo, el faraón Kemohankamón conversaba en tono de resignación con su anciano consejero, el sacerdote Nebej, entristecido por el cariz que iban tomando los acontecimientos.
—Mi señor, hemos edificado un templo al dios Amón, y una ciudad para el pueblo que, abnegado, te ha seguido hasta los confines del mundo, donde reinan los descendientes del conquistador de Egipto. Hemos luchado en vano contra el destino y ahora hemos de pagar el precio estipulado para quienes desafían a los dioses. —Las graves palabras del sacerdote ponían al descubierto la necesidad de abandonar cuanto antes la amada ciudad, alzada de entre las arenas con gran esfuerzo, y levantada sobre el dolor y el sufrimiento de un pueblo que realmente ya se encontraba exhausto.
—¡Ay, mi fiel consejero! Si tan solo yo pudiera poseer la décima parte del poder que tú retienes, diría a los vientos que cesaran en su devastación, y expulsaría a las arenas como quien echa afuera a los enemigos vencidos —se lamentó el Faraón.
—No digas eso, mi señor; que no se enojen aún más los dioses y castiguen nuestra osadía con la muerte eterna. También yo, si poseyera ese poder, lo intentaría al menos. —Kemohankamón lo miró sorprendido, como quien ve por vez primera a un hombre a pesar de haber pasado con él toda una vida. No podía imaginar que aquel poderoso sacerdote que los salvara de los sebanos, en el mismo mar, no pudiera realizar algo tan aparentemente sencillo como expulsar a las ardientes arenas de desierto de la ciudad, lo que para él solo debía ser tan sencillo como barrerlas—. No te extrañes, mi señor, yo solo puedo llevar a cabo lo que los dioses han designado que se realice, y nada más. —Nebej bajó la cabeza, avergonzado por no poder pronunciar las palabras que tanto anhelaba oír su rey.
—Entonces, ¿qué haremos? ¿A dónde llevaremos a este pueblo agotado? Ya no tiene fuerzas para continuar, como tampoco yo… —Kemohankamón extendió los brazos en señal de rendición—. Ya no hay adonde ir…
—Hay un lugar en el que podremos descansar para siempre.
El Faraón alzó la cabeza, temerosa de que su fiel consejero estuviera hablando de la misma muerte y no de sobrevivir en otro lugar, lejos de la peste que se abatía sobre ellos.
—Cuando dices eso…
—No, mi señor —le tranquilizó el sacerdote, apoyando una mano afectuosa sobre su hombro—, no es de ese destino inexorable del que estoy hablando, sino de aquel sitio que el rey Cosrroes preparó para nosotros en un país lejano, en el que cesarían las persecuciones del tirano de la Roma de Oriente, ese maldito Justiniano y su nueva religión guerrera, que arrasa los dominios de Amón-Ra.
—Pero ese rey ya no se acordará de nuestro pacto ni está obligado a cumplirlo… —El Faraón movió la cabeza con amargura—. No, no creo que sea viable ese proceder. Si le digo a nuestro pueblo que hemos de irnos a una tierra en la que no domina su dios, se negará y, en todo caso, aún si aceptara… ¿cuántos llegarían de todos ellos? La enfermedad los diezma por días…
—Han confiado en ti en todo momento, ¿por qué entonces no habrían de hacerlo ahora? —insistió Nebej con pronunciado ceño—. Quedarse aquí es morir con toda seguridad; irse es una posibilidad de salvación para los que resistan el exilio hasta allí.
El ulular del viento parecía querer hablar a favor del sacerdote, y la fina arena se filtraba por cada rincón del palacio, amenazando invadirlo en poco tiempo. Justo en ese instante uno de los muros se derrumbó con gran estrépito y aplastó a dos servidores del Faraón. Los rostros de este y su consejero palidecieron, y un estremecimiento les recorrió el cuerpo, como un aviso del Cielo. En torno a los muertos se arremolinaron más de una docena de personas que, alarmadas por el ruido, acudían a ver qué había sucedido. Les desgarradores lamentos llegaron como una súplica a los oídos de Kemohankamón, que miró al sacerdote y finalmente asintió, dando tácitamente su consentimiento para el nuevo viaje. Después se cubrió la cara con sus manos y dejó que sus lágrimas fluyeran de sus ojos, entre sonoros sollozos.
Nebej se inclinó ante el Faraón y, sin darle la espalda en ningún momento, salió del salón del trono. Apoyado en su báculo, caminó entre los hombres y mujeres que iban y venían por las calles de la ciudad de Amón-Ra. Se preguntaba cuánto tiempo sobreviviría el pueblo egipcio, y quiénes quedarían con vida para relatar la historia del exilio a… Mentalmente no quiso ni nombrar la tierra que los acogería lejos de Egipto.
El padre tiempo había trabajado sin descanso, enviando a sus agentes para lograr quebrar la poderosa fuerza que mantenía en pie los edificios. Así, el viento y el sol abrasador, ayudados por la insistente arena, comenzaban a ganar la batalla. La población había sido diezmada por la peste que la asolaba y nadie, ni tan siquiera Nebej, sabía ya cómo atajarla. Todo comenzó cuando llegó un mensajero, diciendo que la Candase de Mero había muerto. Tenía ciento treinta y cinco años de edad, y parecía que fuera a durar para siempre. Una muy antigua profecía advertía que, con la muerte de la última Candase, llegaría a su fin la existencia de quien moraba en Mero. Como todas las profecías al uso, nadie creyó que sucedería hasta que la peste se presentó en Mero y luego en la nueva ciudad de Amón-Ra, aniquilando las poblaciones de ambas ciudades-estado. Ahora, ya nadie dudaba de que se estuviera cumpliendo una maldición inexorable que daría fin, de continuar a aquel letal ritmo, a dos de las más grandes civilizaciones de África.
Así comenzó un nuevo y definitivo exilio que llevaría al pueblo egipcio fuera de su tierra amada, para así poder vivir algún tiempo antes de desaparecer por completo de la faz de la Tierra. Las gentes de la ciudad de Amón-Ra empezaron a preparar sus equipajes y a amontonar sus escasos bienes en los carros que se iban alineando listos para partir.
Dos días después de hablar con Kemohankamón, el sacerdote Nebej se dirigió al pueblo congregado en la explanada que se abría frente al templo del dios Amón, para informarles de la decisión tomada por el Faraón y sus principales. Los rostros de los allí reunidos se entristecieron para dejar paso a una resignación a la que ya empezaban a acostumbrarse. Tan solo habían transcurrido treinta años desde que se acomodaran en las tierras cedidas por la Candace de Meroe, y ya debían marcharse de aquel lugar al que apenas se habían hecho.