Capítulo 2

Un mundo oscuro

En la capital iraní, Teherán, Alex Craxell y Klug Isengard atravesaban el patio de la Biblioteca Nacional en un marasmo de hombres con aspecto religioso circulando por él. Ni una mujer apareció ante sus ojos; algo que le entristeció a Alex. Sin embargo, a la entrada, una multitud de ellas recorría las calles, todas envueltas en sus negros chadores. Aquella ciudad que conociera los esplendores del mundo intelectual, y que tantos cerebros diera al mundo, pasaba ahora por una crisis que podía suponer un punto de inflexión en el devenir de su historia.

Penetraron en el lado opuesto del edificio, buscando la sección de arqueología. En sus nutridas estanterías hallaron documentos tales como papiros que hablaban de las dinastías ptolemaicas, anotaciones de diferentes arqueólogos, conservadores de renombre en Irán, así como obras de investigación al respecto. Se dividieron las que les parecieron más específicas, y se retiraron para examinarlas en sendas mesas.

La costa que se abría al golfo, permitiéndole a Irán dominarlo, rara vez había proporcionado algún indicio de poseer tesoros dignos de ser considerados valiosos por los arqueólogos internacionales, tales como piezas persas antiguas y mucho menos nada que ni remotamente recordara a Egipto, como era el caso.

—¿Crees que conseguiremos aclarar algo que nos lleve a un punto por el que comenzar a investigar? —quiso saber el más joven—. En este país tan solo somos unos molestos infieles que vienen a llevarse sus reliquias en el mejor de los casos. Porque, además, no les gusta nada que desenterremos lo que para ellos no son más que ídolos de religiones paganas.

—Lo intentaremos, pero no será fácil; eso seguro… —Sonrió con sus gordezuelos labios el de Viena. Sus pequeñas y gruesas manos pasaban con reverencia las páginas de cada libro polvoriento, como si de un tesoro se tratara. Aquellos volúmenes no habían sido consultados en más tiempo del que pudiera parecer razonable.

En uno de ellos algo llamó la atención de Alex. Una nota breve decía algo de un rey extranjero que llegó tarde a su lugar de retiro. Pero lo más llamativo de todo era que lo llamaba el faraón Kemoh.

—Mira esto, Klug, pero no demuestres sorpresa que podrían estar controlándonos.

El aludido, con el corazón latiéndole a cien por hora, se situó cerca de Craxell, y centró su atención en el párrafo que este le indicaba. Elevó la vista hacia él y sonrió levemente.

—Parece que, después de todo, hemos dado con algo —se alegró el anticuario austríaco.

—Aquí dice que el rey Cosrroes había dictado orden de dar cobijo al Señor de Egipto, el faraón Kemoh, en las montañas del frío eterno, allí donde sus cansados súbditos pudieran al fin hallar el descanso anhelado. Describe un lugar digno de ser considerado un Sangrilá. Habla de nenúfares flotando sobre las tranquilas aguas de lagos anchos y profundos, rodeados de montes verde esmeralda, que los protegerán de posibles intrusos. Esto se parece a un Sangrilá… —Alex frunció el entrecejo, y siguió comentando—: No conozco nada parecido en Irán… Se hubiera descubierto desde el aire. Es imposible ocultar algo así hoy día, con satélites que controlan cada centímetro de suelo terrestre.

—Pues yo opino que, después de todo, los antiguos sabían esconder lo que consideraban de valor a sus ojos. No olvidemos cuántos descubrimientos se continúan realizando, a pesar de esta opinión tan engreída que tenemos generalmente los occidentales —argüyó el anticuario con aplastante lógica germana.

—Debo reconocer que no te falta razón, amigo mío. Por eso seguiremos investigando hasta llegar allí donde nuestro antecesor no pudo. Veamos… —Alex se concentró de nuevo en la lectura del párrafo— el trozo de costa que aquí señala es el que corresponde a… —Marcó con una línea, en un papel aparte, donde había dibujado un precario mapa de Irán.

Era el momento en que los celadores cambiaban de turno en la sala de lectura y los recién llegados se sentaron displicentemente en sendas sillas, con evidente desinterés. Repantingados, riendo y hablando entre ellos, no se apercibieron que los dos occidentales abandonaban el lugar por una de las puertas laterales. Discretamente, ya en la calle, se mezclaron con el gentío que a esa hora volvía de sus empleos para descansar hasta la hora de la tarde en que reanudaban su labor.

Se dirigieron a su hotel, antes un Sheraton, y ahora reconvertido en el Revolución Islámica, y se encerraron en sus habitaciones, dispuestos a desentrañar aquel enigma persa. Habían tomado notas, además del mapa rudimentario que dibujara Alex. Se sentaron en torno a la mesa con dos sillas que formaban parte del mobiliario de la habitación y desplegaron el material de que disponían sobre ella.

Tras situar el mapa en el centro, trazaron una línea imaginaria, desde Egipto hasta la costa de Irán, bordeando la Península Arábiga para después penetrar por el Golfo Pérsico y llegar a la costa, justo en el punto donde se desenterraron los objetos.

—Tendremos que comenzar nuestra investigación por el principio si queremos llegar a alguna conclusión clara sobre asunto —propuso Craxell con voz queda—. Aquí no sabríamos por dónde proseguir. Es más, creo que las claves deben hallarse en Egipto. Nos obliga a salir de allí para poder continuar ruta posteriormente, por este país. —Recorría con su índice diestro la supuesta ruta seguida por el faraón Kemoh—. Estoy seguro de que tomó sus precauciones al partir de su tierra.

—Me pregunto —pensó en alto Klug— las razones que tendría el rey Cosrroes para proporcionar amparo a un faraón perseguido por la emergente Roma de Justiniano. Tuvo que ser muy poderosa, en verdad.

—A mí también me intriga ese punto… —admitió el londinense de adopción—. Dos monarcas, alejados entre sí, que solo poseen un denominador común, su lucha contra Roma.

—¡Ahí puede estar la conexión! —exclamó Isengard, alborozado—. Quizás mantuvieron contactos a causa de su resistencia a los romanos; incluso puede que firmaran un pacto de mutua defensa. De ser así, nos encontraríamos ante un hecho insólito, capaz por sí mismo de perturbar el mundo de la arqueología y dar un vuelco a la historia de ese pedazo de planeta que es Oriente Medio para los de América y Próximo para nosotros, los europeos.

—De momento —Alex se pasó la mano por la cabeza, aplastándose el pelo rebelde—, es mejor que nos ciñamos a lo que tenemos ante nosotros, y no adelantemos acontecimientos. Recojamos esto, y destruyámoslo ya mismo. ¿Sabes…? No quiero sorpresas de última hora que nos amarguen el camino.

Obviamente, Alex y Klug ignoraban lo cerca que tenían a sus más enconados enemigos. El cardenal Balatti, con su equipo de trabajo, volaba en aquel instante rumbo a Egipto. Estaba previsto que llegara a El Cairo en veinte minutos. En la Biblioteca Vaticana había escrutado cada documento, cada dato concerniente a la etapa en que Justiniano había decidido arrasar el templo de Philae, para beneficiarse de sus tesoros, con la excusa de mantener pura la fe del Cristianismo; algo que nunca le importó en realidad. Lo cierto es que sus campañas de conquista consumían grandes cantidades de dinero, que no se podía permitir, y que aquellos tesoros de los adoradores de Isis iban a cubrir con creces.

Por su parte, el capitán Olaza había dictado las órdenes precisas para que se le proporcionara un pase especial a su sargento, Delan, experto en arqueología e historia, para que pudiera acceder a los contenidos celosamente guardados en el interior de los archivos vaticanos. Era un lugar de difícil acceso, al que solo unos pocos privilegiados podían acceder, con el beneplácito del mismo Papa. Allí se guardaban los escritos que se deseaban ocultar al público para no crear controversias perjudiciales para la Iglesia Católica, entre otras cosas de no menor importancia.

—¿Y Krastiva? —preguntó Klug, extrañado—. Hemos quedado aquí, en Teherán, con ella… ¿no?

—Le enviaré un correo electrónico. Será para todos más seguro que nos veamos en El Cairo. Allí tenemos amigos y contactos que nos pueden ser muy útiles en caso de necesidad.

Cuando ya iban a salir, con la habitación bien revisada y la documentación comprometedora convertida en cenizas, camino de la cloaca, sonaron dos golpes secos al otro lado de la puerta.

—¡Policía, abran la puerta! —Se escuchó, en aceptable inglés, una voz potente y amenazadora.

Se miraron el uno al otro, y Klug comenzó a sudar copiosamente, ante la posibilidad de ser detenido en un país con leyes tan rígidas.

—Está bien —posó su mano sobre el hombro del austríaco para intentar tranquilizarlo, a pesar de tener tanto miedo como este—, les abriremos y veremos qué coño quieren; tranquilo.

En el umbral de la puerta se recortaron las figuras de tres policías, todos con gesto adusto, y el que parecía ser el jefe con la mano en el arma.

—¿Es que no pensaban abrirnos? —preguntó el iraní, retador.

—Estábamos preparándonos para marcharnos. ¿Qué se les ofrece?

—Ustedes no van a ninguna parte. Tienen que acompañarnos a la comisaría. Hemos de hacerles algunas preguntas.

—¿Estamos detenidos? —preguntó con poca voz Alex.

—De momento, no. Necesitamos información sobre un caso de asesinato. Espero que cooperen de buena gana.

—Desde luego, así lo haremos. Pero antes hemos de comunicárselo a nuestra embajada, claro está.

—No será necesario, ya le he dicho que no los estamos deteniendo, es solo que necesitamos de su colaboración.

Las oficinas de la comisaría presentaban un aspecto pulcro y ordenado, sus instalaciones eran muy modernas y sus medios mostraban su nivel como potencia tecnológica del Medio Oriente; dando la impresión de encontrarse en una zona occidental, salvo por aquel detalle de los textos en la lengua sagrada.

Entraron en el despacho de Mahoud, el comisario, cuyo mobiliario en contra de lo que pudieran haber supuesto, no tenía nada que envidiar al de cualquier oficina de policía europea, únicamente distinguida por la carencia de imágenes de tipo religioso y que lucía, en la parte alta de las paredes, textos del Corán pintados en verde y blanco. Una gran mesa de madera brillante, ocupada por un ordenador de última generación y varios utensilios de oficina perfectamente encuadrados, además de dos sillas y una estilizada estantería que llegaba a la altura del techo, llena de dossieres, conformaban el mobiliario del despacho del comisario.

Dos enormes estanterías de metal pulimentado y brillante ocupaban de lado a lado dos paredes, bajo las cuales cuatro despachos se cerraban por medio de puertas de metacrilato y aluminio, en el exterior. Todo aparecía perfectamente ordenado y nada se hallaba fuera de lugar. Los agentes pululaban de un lado a otro de la amplia instalación sin detenerse a mirarlos en ningún momento. Probablemente estaban acostumbrados a ver turistas de toda clase en su lugar de trabajo.

—Siéntense… —Mahoud les ofreció dos sillas, arrastrándolas— y dejen en el suelo sus equipajes; mis hombres los registrarán.

—Pero dijo… —se apresuró a protestar Alex.

—Rutina, pura rutina, son las medidas de seguridad habituales. —El comisario gesticuló con las manos, restándole importancia al tema.

Alex se sentía hondamente preocupado porque no había tenido tiempo material para comunicarse con Krastiva, y si esta llegaba a Teherán, podía tener serias dificultades, como de hecho les estaba ocurriendo a ellos. Miró al comisario, con aquel rostro de intransigente jefezuelo, acostumbrado a hacer y deshacer a su antojo, y caviló sobre cuál sería su punto débil y cómo utilizarlo para librarse de su molesta interferencia. Tenían pasaportes diplomáticos y podían negarse a ser registrados, pero para no levantar sospechas decidió dejarle hacer, al menos de momento.

—Dígame qué hacen aquí dos… ¿cómo los puedo definir…? —apostilló el iraní con marcada ironía—. ¿Traficantes de arte? ¿Entrometidos en asuntos nacionales? Díganme, ¿cómo se definen ustedes? Debo aclararles que me desagradan en especial los infieles occidentales que llegan con el pretexto de ayudarnos en el desenterramiento y clasificación de objetos artísticos, para llevarse cuanto les sea posible. Todos creen que, por no ser un país europeo, nos hallamos en un estado de subdesarrollo que no hace posible que cuidemos de lo que es nuestra herencia cultural. Y no quieran hacerse los listos conmigo, ya que tengo información suficiente para enviarlos una temporada a la cárcel…

—Señor comisario, con todos los respetos, le diré que en estos momentos, somos dos turistas sin más. —Craxell lo miró, con los ojos reflejando una ira mal contenida.

—Ya, ya… comprendo, pero no me trago ese cuento ni por un momento. Les diré que solo necesito que cometan el más mínimo error para encerrarles en una cárcel, y les garantizo que allí no tendrán televisión… ¡Ja, ja, ja! —rió de buena gana, consciente de que había logrado asustarlos.

—¿Podemos irnos entonces? —intentó escabullirse Alex.

—Despacio, despacio —les frenó el comisario, gesticulando con sus manos de manera afectada—. Antes, como les he dicho, han de proporcionarme ciertas informaciones; como, por ejemplo, qué saben de las piezas halladas en la costa del golfo y qué relación les unía al arqueólogo asesinado. Han venido ustedes por él, eso es innegable, pero mi interés se centra especialmente en quién se lo comunicó. Y lo que es más importante, ¿para quién trabajan? Este tipo de operaciones son demasiado complejas para realizarlas un par de… —dejó inconclusa la frase al no nombrar el adjetivo que pensaba, aunque el tono despectivo lo aclaraba todo.

—Apena que no se proteja a quien llega a este país a desenterrar sus tesoros, para bien de la nación —puntualizó Craxell con todo descaro.

—No se pase, amigo, no se pase conmigo. Sé que usted y otros como usted vienen tan solo a expoliar nuestro tesoro, y le aseguro que no saldrá de aquí ni una sola pieza mientras sea yo quien se ocupe de esta comisaría; que les quede a los dos muy claro. —Mahoud los miró con semblante muy serio, echando hacia delante el cuerpo, amenazador.

Alex no se atrevió a responder al enervado policía que se sabía seguro en su terreno, y optó por dar la callada por respuesta. Estaba meridianamente claro que el iraní no iba a renunciar a sacarles las respuestas que deseaba, así que sería mejor colaborar, en lo posible.

—Mire, comisario —le dijo con suavidad, cambiando el tono—, nosotros aún no hemos visto esas piezas, de las que nos habla, y somos los primeros en desear saber de primera mano sus anotaciones. Ah, y no nos lo comunicó nadie, sino que lo leímos en la prensa. Es toda la verdad; se lo aseguro.

El policía frunció el ceño y se concentró en Alex, pero con gesto de decepción, y pensó en cómo podría entramparlos; pero desistió de ello, consciente de que ellos eran maestros en un arte del engaño en el que nadie es lo que parece y todos juegan a ganar. Además, tenían pasaporte diplomático, razón por la que no podía presionarlos más allá de lo que lo estaba haciendo. Así las cosas, no tenía otra opción que dejarlos marchar, tragándose la rabia, y perdiendo su única posibilidad real de conseguir informaciones de cierta trascendencia.

—Ya, ya… comprendo, comprendo… Sus pasaportes diplomáticos los van a librar esta vez, pero cuídense —los amenazó, con el gesto torcido—, o la próxima vez se encontrarán con la horma de su zapato. El agente Mahad los acompañará a la salida.

Sintiéndose aliviados por el cambio de actitud del comisario, Alex y Klug se pusieron en pie casi de un salto, enfocando su atención en el agente que se dirigía a ellos para sacarlos del precinto. Ahora su máxima prioridad era contactar con Krastiva y comenzar la búsqueda de las piezas, además de llegar antes que sus seguros contrincantes al lugar que tales pistas los llevaran. En primer lugar, lo inmediato era escapar de Irán rumbo a Egipto, donde se hallaban los primeros indicios de la búsqueda.

—Síganme, por favor, por aquí… —les indicó el sargento Mahad con su recién estrenada amabilidad—. Les devolveré sus documentos en el mostrador de la entrada.

A los dos europeos la luz del sol les pareció más intensa, más limpia, después del mal rato pasado en el interior de la comisaría, durante apenas media hora que les había parecido una eternidad. En la calle, la gente discurría a su aire, llenando las aceras de vida.

—Nos vamos de aquí en el acto —se juró a sí mismo Alex en voz alta, apenas se alejó unos metros—. No podemos arriesgarnos a ser detenidos de nuevo. Esta vez no se detendrían ante un pasaporte expedido por la embajada.

—No discutiré contigo, desde luego —lo apoyó Klug—. Lo estoy deseando.

El de Viena levantó la mano y un taxi se paró ante ellos, rebasando con amplitud el reborde de la acera. El conductor asomó la cabeza y con un gesto les preguntó si iban a subir.

Por toda respuesta, ambos abrieron las puertas traseras del coche y se acomodaron en su interior, a toda prisa. El taxista arrancó como si le hubieran ordenado seguir a otro vehículo, dejando un olor a neumático chamuscado como solía ocurrir en las películas, y se mezcló con el tráfico de la urbe antes de preguntar la dirección a la que se dirigían.

—Llévenos al aeropuerto, por favor —casi le suplicó Alex—. Tenemos mucha prisa.

El automóvil de servicio público aceleró serpenteando por entre las hileras de coches peligrosamente, en un intento evidente de su chófer por ganarse una generosa propina. De vez en cuando dirigía miradas furtivas por el retrovisor, analizando el porqué de aquella prisa cuando apenas portaban equipaje y no parecían turistas de manual. No le dieron ninguna explicación al respecto, y esto agudizó su interés, hasta tal punto que se atrevió a preguntar:

—¿A qué hora cogen su avión, señores?

—Eso dependerá de cuál sea el primero en abandonar Irán —comentó imprudentemente Alex—. Nos esperan al otro lado del mundo. —Después se rascó la cabeza con gesto nervioso.

—En realidad —trató de disculparse Isengard—, tenemos una urgencia y hemos de llegar cuanto antes a Libia. —Se le ocurrió mentir para no poner sobre la pista a sus posibles perseguidores—. Le daremos diez dólares si nos lleva en el menor tiempo que le sea posible.

La oferta llegó a los oídos del taxista como música celestial y pisó el acelerador cuando parecía imposible que aquel cacharro corriera más. Aquella cantidad suponía la ganancia de una semana al volante de su taxi, y eso no le llegaba todos los días. Solo le preocupaba que los guardianes de la revolución los detuvieran y sus pasajeros resultaran ser espías o algo por el estilo.

Arriesgarse en esas circunstancias le merecía la pena, así que, sinuosamente, como una serpiente metálica, se deslizó por los carriles hasta que llegó en tiempo récord al aeropuerto internacional.

En él se amontonaba una abigarrada masa de gente proveniente de los más lejanos e inverosímiles países, conformando una heterogénea imagen salpicada de color. Se acercaron al mostrador de Egiptian Air Lines y solicitaron, mirando en derredor como si escaparan de alguien, dos billetes de ida a El Cairo. El funcionario los miró para compararlos con las fotografías de sus respectivos pasaportes, con gesto adusto, y se los devolvió de mala gana, pronunciando unas palabras ininteligibles que sonaron a sus oídos como gruñidos guturales. Alex se retiró un poco del mostrador y efectuó una llamada con su teléfono móvil para intentar contactar con Krastiva lo antes posible. Al otro lado, una voz suave que denotaba a la vez firmeza de carácter, le respondió con un monosílabo interrogativo:

—¿Sí…?

—Krastiva, soy yo… —se dirigió a ella sin querer decir su nombre por seguridad—. Estamos tomando un avión para El Cairo. Nos vemos allí. ¿OK?

—Pero… —fue a responder la periodista rusa de la revista Danger, sin que se lo permitiera su pareja al cerrar la comunicación, cosa que la alarmó sobremanera.

—Siento tener que ser tan cortante, pero estoy seguro de que nos espían hasta el punto de controlarnos las llamadas que efectuamos con los teléfonos móviles —le dijo Craxell a Klug, a manera de disculpa—. Esta gente está sometida a un régimen terrible, y yo, como occidental, no lo soportaría; eso seguro.

—Pues imagínate, yo… —le respondió el grasiento austríaco, que se veía preso de una falta de libertad que no concebía en modo alguno, en una hedionda celda llena de chinches, roedores y piojos—. Aquí me moriría de pena y de asco.

—Sobre todo por la falta de pasteles, ¿eh, golosón? —El marchante de obras de arte rio con ganas, quitándole hierro a la situación en la que se encontraban. Era consciente de que comentarios negativos de manera reiterada lo único que podrían hacer era preocuparlos más y esto es lo último que necesitaban en aquel momento—. Aquí no saben lo que nos gusta en Occidente y sus costumbres son muy otras, lo que no contribuye a enriquecer nuestro paladar… ¿no estás de acuerdo? —lo miró inquisitivo, más para comprobar si mantenía el ánimo alto que si su opinión concordaba o no.